Representación y Cinismo después del 11 de septiembre

Sergio Rojas
Universidad de Chile

Volume 4, 2013


En su artículo “El latinoamericanismo después de 9/11” (2010) John Beverley se pregunta: “¿cuál es la relación entre los estudios subalternos y un nuevo latinoamericanismo, capaz de enfrentar la hegemonía norteamericana y desarrollar las posibilidades latentes de sus pueblos?” (99). A esta interrogante necesitamos contraponer la cuestión acerca de la posibilidad misma de una tal relación. Porque acaso en la pregunta de Beverley está implícito el hecho de que la posibilidad de esa relación habrá de ser precisamente un “latinoamericanismo”. Es decir, éste no es la realidad con la cual los estudios subalternos habrían de relacionarse, sino que constituye la posibilidad de la relación, una ficción teórica todavía por elaborar. Beverley responde aportando el contenido de dicha relación: “es en parte hacia la recuperación y valoración de esos pueblos y culturas [de América Latina], tanto en el pasado como en el presente, que los estudios subalternos se orientan” (99). ¿Constituyen estos “pueblos y culturas” la realidad en la que incidirían políticamente los estudios subalternos desde la academia? ¿O son más bien la exterioridad que la academia necesita producir al interior de sus instituciones, congresos y coloquios?

Entre los años 1973 y 1989, la dictadura militar llevó a cabo en Chile un proceso de desmantelamiento del aparato público y una radical transformación “modernizadora” cuyo desenlace en la actualidad es un país neoliberalizado. Fue éste un proceso que operó ante todo como una sanción histórica, después de una época de convulsiones sociales y políticas plena de narratividad, que hubo conducido hasta el extremo sus posibilidades de realización. Ese tiempo es el que en 1973 arribó al momento de lo irreversible: la catástrofe, el momento en que “lo posible”—un coeficiente utópico que alojado en la cotidianeidad generaba la sustancia narrativa de los discursos en torno a los cuales se articulaban las subjetividades—vino a consumarse en un acontecimiento. Tal vez no existan en general “acontecimientos devastadores”, porque el acontecimiento mismo lo es, cuando significa la supresión de la brecha entre lo Real y lo posible, es decir, cuando es triturada la distancia al interior de la cual se hacen las subjetividades (la diferencia entre el presente y el futuro) imaginando pero también organizándose y dándose con ello un lugar protagónico en medio de la gravedad de las cosas. Esta diferencia temporal, como el tiempo del aún-no de la realización de las representaciones, es condición de posibilidad de los procesos de subjetivación. El itinerario del agotamiento de esa diferencia acaece hoy bajo el nombre de Neoliberalismo.

En los primeros años de la dictadura militar, las condiciones concretas y siniestras imperantes generaron un clima subjetivo de gran intensidad, a partir del cual sentíamos intensamente la diferencia entre, por un lado, una “vida oficial” que se resolvía desde los bandos de gobierno, órdenes policiales y medidas económicas dictadas por el gobierno y, por otro lado, una “vida imaginaria” que se iba gestando en las relaciones inter-subjetivas que tenían lugar entre los individuos. Una cotidianeidad gris, que fluía desde la solapada prepotencia con la que imperaba la “normalidad”, se contraponía a la íntima convicción de que las cosas iban a ser diferentes un día. De aquellos años han quedado fragmentos, testimonios, documentos, fotografías que—como si se tratara de los restos de un naufragio—flotan en la superficie movediza de una memoria incierta, la memoria que en esos años se hizo.

La modernización del país implementada por la dictadura militar de Pinochet y los denominados “Chicago boys” (economistas chilenos postgraduados en la Escuela de Economía de Chicago y luego ubicados en la Universidad Católica de Chile), con un soporte maestro de su proyecto en las políticas de privatización, promovió en todas las dimensiones de la existencia la mercantilización de las relaciones entre los individuos: produjo en cierto sentido la puesta en escena del “estado de naturaleza”, la guerra de todos contra todos ficcionada teóricamente por el liberalismo hobbesiano. Este proceso terminó por destruir todo vestigio de una idea de comunidad en el espacio público, produciéndose en alguna medida una interiorización de ese ideal. Es decir, la idea de comunidad negada en el espacio público, se transformó en un poderoso factor constituyente de subjetividad.

¿Qué fue lo que ocurrió en esos años cuya memoria hoy sólo existe astillada? Nuestra hipótesis es que en septiembre de 1973 las posibilidades que habían sido vividas como “históricas”—posibilidades en virtud de las cuales las subjetividades se constituían como “sujetos sociales”, que protagonizaban el tiempo histórico (el tiempo de los grandes procesos, ese tiempo de riesgo glorioso, que emerge con la suspensión del tiempo cotidiano para abrir paso al tiempo de las grandes transformaciones)—, llegaron a su consumación sin realizarse. Los sujetos tuvieron entonces que enfrentarse con sus propias conjeturas, ficciones e hipótesis inverificables, ingresó la subjetividad en una larga noche, en la que sólo tenía noticias de sus propias imágenes, sospechas, dudas y relatos, porque la realidad se había “retirado” hacia una oscuridad de la cual sólo se tenían “noticias”, en un tiempo de individualidades empíricamente atomizadas pero que, por lo mismo, comenzaban a entregarse a una actividad representacional autoconsciente. Es la noche hegeliana que sigue a la catástrofe, en que el mundo se disuelve en representaciones: “Lo que aquí existe es la noche, el interior de la naturaleza, el puro uno mismo, cerrada noche de fantasmagorías: aquí surge de repente una cabeza ensangrentada; allí otra figura blanca, y se esfuman de nuevo. Es esa noche es lo percibido cuando se mira al hombre a los ojos, una noche que se hace terrible: a uno le cuelga delante la noche del mundo” (Hegel, 154). La necesidad de hacerse representaciones de lo Real no era entonces sino una condición de sobrevivencia para la subjetividad.

En el plebiscito realizado en octubre de 1988, la ciudadanía dio mayoría a la opción “No”, sancionando con ello el fin de la dictadura militar. Junto a su significación política y simbólica, quedó también en la memoria lo que se conoce como “la campaña del No”. Con esta expresión se refiere no sólo al sistema de recursos y procesos mediáticos que desarrollaron la estética y el discurso de la opción que decía “No” a la continuidad del régimen militar, sino también el momento en que un conjunto de expectativas, deseos y esperanzas encontró un cuerpo estético en esa campaña. La estrategia consistió precisamente en dar expresión a un sujeto colectivo que se constituía a partir de la idea de que las cosas podían ser radicalmente diferentes. Fue lo que se plasmó en el slogan: “Chile, la alegría ya viene”. El sentido de esta frase no consistía, por cierto, en una representación del futuro, post plebiscito, sino que provenía de la absoluta contraposición entre la demanda de libertad ciudadana y las condiciones políticas y policiales existentes en el país. Esta contraposición fue algo que en ese momento generó un potencial de subjetividad, que era también un potencial de futuro, porque no tenía su centro de gravedad en el presente, sino en “lo que vendría”: un tiempo del cual sólo se sabía que iba a ser muy diferente; un futuro indeterminado que rompe con el presente de la prohibición. La fuerza de este sujeto colectivo se debía precisamente a que su entusiasmo por el futuro no estaba mediado por la representación política. Por lo tanto, carecía de una perspectiva crítica determinada. En efecto, la alegría llegó a las calles inmediatamente después de hacerse oficial el triunfo de la opción “No”. ¿Cuál fue la causa de esa alegría? Por una parte, después de 15 años de dictadura, Chile se había hecho en cierto modo “impensable” sin Pinochet instalado en el poder; pero, por otro lado, ya era un hecho que Pinochet dejaría el gobierno. Es decir, el futuro inmediato de Chile era irrepresentable, y hoy pensamos que era eso lo que provocó esa alegría: todo estaba por hacerse.

Habría que rastrear en el paso de la dictadura a la democracia, a finales de los 80 el origen del ingreso del país en esta temporalidad que hoy se vive como deshistorizada, que se desarrolla en ausencia de las luchas por el sentido. Como una consecuencia de la salida pactada, en los gobiernos de la Concertación se habría producido un importante desplazamiento de énfasis desde los temas relativos a la democratización hacia los procesos de modernización. La despolitización de los asuntos públicos es un efecto que se siguió del tratamiento cupular de las tareas de modernizar al país; el ejercicio del poder deviene progresivamente administración de políticas económicas, un asunto de “ciencia económica”, expulsando como extraño y nocivo el conflicto de intereses entre los distintos sectores políticos y sociales de la ciudadanía. Lo fundamental—y todavía por pensar-—no es sólo aquel desplazamiento desde la democratización hacia la modernización, sino también el hecho mismo de que la administración de la transición desde la dictadura se haya enfrentado en una especie de dilema insuperable en el que se debía optar. ¿Por qué no era posible considerar que un aspecto importante en el proceso de modernización económica del país debía consistir también en una profundización del proceso de democratización de la ciudadanía (poniendo todo en discusión)?

En su libro La sociedad del riesgo global Ulrich Beck se pregunta: “¿Qué es lo que mantiene unida a la gente en circunstancias de individualización avanzada, ahora que el factor opuesto ya no es un consenso sobre la religión, el status, la clase, las identidades masculina y femenina y cosas semejantes” (187). En efecto, los procesos de modernización implican una crisis de la cohesión social, en la medida en que traen necesariamente consigo una disminución en los “niveles de tolerancia al patrón histórico de desigualdad en la distribución del bienestar, de los derechos, del poder político y del reconocimiento” (59). Desde esta perspectiva, la confianza en las instituciones políticas habría comenzado a desplazarse hacia una confianza en el poder regulador del mercado. La figura de una confianza política en el mercado no tendría lugar si no fuese porque una determinada concepción de lo humano permite “entregarse” a un orden de cosas cuya realidad estaría dada por el potencial de innovación y futuro que se le atribuye a los intereses que se enfrentan en el libre juego de la oferta y la demanda. Esa concepción de lo humano ha inscrito en su “naturaleza”, el núcleo del interés egoísta. Toda realidad económica, política y social se ofrece a nuestra comprensión entonces desplegándose en correspondencia a una naturaleza humana definida como libre, individual y apetente.

El surgimiento de la conciencia cínica encuentra una condición propicia en el “desprestigio de la política”. Se ha retirado la confianza histórica en el conflicto (protagonizado por el gobierno, los partidos políticos, los sindicatos, las organizaciones estudiantiles, etc.), porque se percibe en éste una separación entre interés y “bien común”. Se sigue de esto que el Estado comienza a desaparecer como horizonte de sentido del conflicto, pues la preocupación por el “bien común” será ahora tarea de los individuos directamente involucrados en las negociaciones. Se demanda entonces un modelo de autorregulación de los apetitos, en que la limitación del interés (es decir, del grado de satisfacción) pueda ser considerado como una inversión que el propio sujeto decide.

Hoy los adalides del neoliberalismo demandan el reconocimiento de una verdad natural. “El consenso hoy”, expresa Guy Sorman, “es que el libre mercado no es una elección ideológica, sino que es una reflexión de la naturaleza humana. Y por eso mismo es muy imperfecto. Todo el mundo desea una utopía y el mercado libre no es una utopía; es simplemente la realidad. Y a la gente no le gusta la realidad. Yo los comprendo” (9). En su enunciación, esta sentencia apela a la pre-potencia de una evidencia: el hecho de que no hay opción. Sorman (quien participó en la campaña del actual presidente de Chile, Sebastián Piñera) pretende fundamentar esta evidencia en el carácter científico de la economía actual: “existe entre los economistas un consenso sobre la eficacia superior de la economía de mercado, indudablemente sin alternativa: un fin de la historia que contraría a los idealistas y a los ideólogos quienes sueñan con un mundo más justo, más espiritual y más verde” (Sorman, 9). En consecuencia: el estado de naturaleza es el individuo, cuya característica fundamental es la ausencia de vínculo, como si en lo esencial el individuo—o algo en el individuo—no fuese social, correspondiendo así a la necesidad de pensar un germen de insociabilidad en el hombre, haciendo posible pensar las condiciones conforme a las cuales la naturaleza (ese germen de insociabilidad) ingresa en el estado de sociedad.

La despolitización opera como una ruptura de la articulación entre el orden de la representación y el régimen de la facticidad (lo que Espósito denomina la línea hobbesiana de la despolitización). Entendemos aquí por la primera una articulación significante cuyo sentido consiste en su remisión a un significado trascendente. La segunda, la facticidad, consiste precisamente en la exigencia misma de hacerse representaciones, una exigencia de la que no somos sujetos. La facticidad no se manifiesta nunca como tal (sería ello un contrasentido), sino haciendo fallar las representaciones dominantes, porque las representaciones no tienen “fecha de defunción”, y siguen operando en un largo proceso de agotamiento, y ese es precisamente el asunto, a saber, el “desfase” entre el régimen de la facticidad—en el cual existimos y sobrevivimos—y el orden de la representación mediante el cual nos orientamos en un mundo que ya no comprendemos. La representación política es aquí la subordinación de la facticidad (como pura exigencia y necesidad) al orden del bien como idea, siempre en el plano de la subjetividad, pues en esto consiste precisamente la subjetivación. En el marco de lo que se nombra como “despolitización” asistimos a la emergencia de una realidad de magnitudes inéditas y post-humanistas. La “despolitización” nombra precisamente la crisis o agotamiento de la representación que esto implica, y consiste siempre en el agotamiento de determinadas formas de subjetivación, suyas condiciones se develan ahora como dispositivos (Foucault). Esto genera la paradoja de que la despolitización (forma política de la autonomía totalizante de lo económico) pueda dar lugar a cierto desarrollo del pensamiento crítico (desnaturalizante) porque los dispositivos de subjetivación se exhiben ahora como tales (la despolitización como paradójica emancipación en la des-ilusión). Es la crítica capturada y potenciada por el mercado. Ahora, por lo tanto, un cierto pensamiento cínico transversaliza el lenguaje de la despolitización y de las actuales formas del pensamiento crítico.

El cinismo contemporáneo tiene una estrecha relación con la verdad. La relación del cínico con la verdad consistiría en que éste “dice la verdad”, sin retórica, sin tapujos. Sin embargo habitualmente se asocia la figura del cínico al embuste, incluso a la falsedad. En efecto, el cínico dice la verdad, pero se trata de una verdad que nos merece desconfianza a partir precisamente del hecho de decirla, porque se trata de una verdad que en cierto sentido no es posible decir; esto es al menos lo que presentimos cuando escuchamos al cínico “decir la verdad”. El cínico dirá que esa incomodidad se debe a que no toleramos que la verdad sea dicha, porque con ello se rompen ciertos protocolos de superficial convivencia y también se ponen de manifiesto algunas complicidades. ¿Es eso lo que (nos) ocurre?

Recientemente se ha estrenado en Chile la película No (Pablo Larraín, 2012), que narra la histórica campaña que en el plebiscito de 1988 derrotó a la opción “Sí” que representaba la pretensión de Pinochet permanecer en el poder. La película sugiere que el triunfo del “No” fue ante todo el éxito de una campaña publicitaria, lo cual anticiparía en esos años el clima de consumo, superficialidad y alienación que caracterizaría al presente neoliberal de Chile. Es éste un caso ejemplar de un ejercicio crítico que en el ejercicio de una distancia “lúcida” ha devenido cinismo.

El decir cínico supone que la verdad como tal puede someterse a la economía de la comunicación, es decir, que puede ser dicha, haciéndola transitar desde su silenciamiento (mantenido en la forma del “secreto a voces”) hacia su exposición en el espacio público en la pretensión de convocar a lo público en su favor. Supone también en ello que la verdad puede decirse sin alterar radicalmente el potencial de significación y referencialidad del lenguaje. El decir cínico apela, pues, a la confianza en la disponibilidad del lenguaje, la que es inherente al uso instrumental de éste. De aquí que se trate siempre de enunciados cuya efectividad consiste en una comprensión inmediata, la que pone al interlocutor en la condición culpable de haber participado del silenciamiento de la verdad que ahora se expone “sin pelos en la lengua”.

¿En qué consiste la “verdad desnuda” que el decir cínico pone en escena? ¿De qué ha sido despojada la verdad que ahora se exhibe en público? ¿Acaso exhibirse en público no es siempre el algún sentido exhibirse desnudo? ¿Cuál es la relación interna entre publicación (publicitación) y desnudamiento? No se trata sólo de desnudar los hechos en el decir, sino también de decirlo desnudamente y, en eso, de desnudarse, no cubrirse con el ropaje de los signos, no abusar de los recursos significantes, sino decir “clara y distintamente” lo que se quiere decir. Se trata, pues, de hacer transparente el lenguaje. El decir cínico opera él mismo como desnudamiento de lo Real en cuanto que produce el efecto de una enunciación neutra de la verdad, ejecuta la performance de un desinterés del decir mismo al modo de un desinterés moral en sí mismo. La virtud a cuyo reconocimiento aspira el cínico es la de una lucidez que está más allá de la moral de las costumbres. Apela a un reconocimiento del tipo: “estoy haciendo manifiesto aquello sobre cuyo silenciamiento se ha edificado nuestro ejercicio del bien y sus buenas intenciones”. Una buena ilustración de esto la encontramos en la película Wall Street II: el dinero nunca duerme (Oliver Stone, 2010) en la conferencia que Gordon Gekko pronuncia en la Universidad de California en Berkeley. Gekko comienza su exposición diciéndole a la audiencia de jóvenes estudiantes: “todos ustedes están condenados… pertenecen a la generación NI: ni ingresos, ni trabajo, ni activo”. Luego de describir la catástrofe expone su darwinismo social: “La codicia, a falta de una palabra mejor, es buena; es necesaria y funciona. La codicia clarifica y capta la esencia del espíritu de evolución. La codicia en todas sus formas: la codicia de vivir, de saber, de amor, de dinero, es lo que ha marcado la vida de la humanidad”. Gekko finaliza su exposición diciendo: “El sistema financiero no funciona ¿Cómo transformar el mal en algo que nos beneficie? Se los diré en tres palabras: compren mi libro”.

El cínico dice aquello que supuestamente “todos ya sabíamos” pero que no habíamos querido asumir, porque una aparente sociabilidad se habría establecido sobre un silenciamiento cómplice respecto a determinada realidad. En este sentido, el decir cínico vendría a poner en cuestión la “comunidad cómplice”, que consiste en una especie de sociabilidad construida en la hipocresía. De aquí la incomodidad que provoca la irreverencia del decir cínico: pretende poner de manifiesto una insobornable incomunicabilidad (in-comunión) constitutiva del ser ahí de lo social. No procede simplemente revelando una verdad oculta, ignorada o incomprendida, sino exponiendo al destinatario a su propia “mala conciencia”. Pone en cuestión formas tácitas de sociabilidad sobre las cuales se han establecido contratos, acuerdos, compromisos, cooperaciones, adhesiones, etc. Considerado de esta manera, el cinismo exhibe un viso de ejercicio crítico. Sin embargo, en lo concreto el cinismo opera más bien como una neutralización de la crítica, del pensamiento crítico y acaso de lo que cabe considerar como pensamiento en general. ¿Por qué?

El cinismo se relaciona esencialmente con el decir, es ante todo un acto de performatividad referida al lenguaje y a su enunciación concreta. Apela a la eficacia del decir mismo y a la irreversibilidad de la que éste sería portador en ciertas circunstancias. No se trata de un “hacer saber”, sino de un hacer saber en público. Apela, pues, a una intersubjetividad, pero de signo negativo: la intersubjetividad de la comunidad imposible; aquella comunicación fundamental cuyo único contenido es un saber acerca de lo humano que torna para siempre imposible a la comunidad. “La imposibilidad de la comunidad”, escribe Espósito, “en cuanto a la coincidencia consigo misma, su impresentabilidad histórica, estaba desde el comienzo en el centro de la perspectiva impolítica como ese conflicto constitutivo que no puede ser ordenado sino de modo teológico-político o, por el contrario, neutralizador según la dirección prevaleciente del proyecto moderno” (Espósito, 27). El decir cínico en acto es el momento de la imposible comunidad, y este momento no sería sino el de la radical individualidad. Hace emerger la extinción de los vínculos hace tiempo ya acaecida, la incomunicación humana y el kitsch de los afectos que dan sentido a la idea de Humanidad. De aquí la pretensión de desenmascaramiento en el decir cínico, a la que es inherente la pretensión de poder vivir sin la ilusión de la comunidad. Así, el decir cínico consiste en una performance lingüística a la que cabría considerar como propia del individualismo que caracteriza a la existencia contemporánea.

Cierta forma del cinismo moderno—la más reconocible—exhibe en su lucidez escéptica una analogía con el individualismo estético del romanticismo decimonónico. Peter Sloterdijk describe al cínico que nace con la modernidad industrial: “Desde lo más bajo, es decir, desde la inteligencia urbana y desclasada, y desde lo más alto, es decir, desde las cumbres de la conciencia política, llegan señales al pensamiento formal, señales que dan testimonio de una radical ironización de la ética y de las conveniencias sociales; algo así como si las leyes generales sólo existieran para los tontos, mientras que en los labios de los sapientes se esboza esa sonrisa fatalmente inteligente” (32). Como proponíamos antes, el decir cínico disuelve la comunidad basada en convenciones, pero la irreverencia cínica es ante todo estética, pues su rendimiento consiste en hacer lugar a la desilusión que ya anida subrepticiamente en el ánimo y el pensamiento de los ciudadanos. Ahora bien, a diferencia del irónico romántico, el cínico no quiere destacarse respecto a la media, no persigue levantar la genialidad de su propia individualidad por sobre la mediocridad de los ingenuos. Por el contrario, el cínico habla en nombre de un cierto sentido común. “El cínico moderno”, escribe Sloterdijk, “es un integrado antisocial que rivaliza con cualquier hippie en la subliminal carencia de ilusiones” (33). Se puede pensar que el cínico es realista, porque su decir se pretende terapéutico respecto a cualquier idealización. “Psicológicamente se puede comprender al cínico de la actualidad como un caso límite del melancólico, un melancólico que mantiene bajo control sus síntomas depresivos y, hasta cierto punto, sigue siendo laboralmente capaz” (Sloterdijk, 33). Sin embargo, la realidad “descarnada” que el cínico hace emerger resulta imposible de vivir, y el “sentido común” que el tono de sus sentencias convoca en su favor resulta ser también un saber imposible. La performance del decir cínico trae consigo un tiempo sin futuro.

En cierto sentido, la cuestión de la crisis de la representación está en el centro del diagnóstico de Beverley cuando señala que: “la crisis de la izquierda que coincidió con o condujo a la hegemonía neoliberal no resultó de la escasez de intelectuales, o de modelos estéticos, historiográficos o pedagógicos brillantes de lo que era y podía ser lo latinoamericano, sino precisamente de lo opuesto: la presencia excesiva de la clase intelectual en la formulación de modelos de identidad, gobernabilidad y desarrollo” (102). Es decir, lo que entra en crisis es el modelo de representación teológica de los intelectuales pensando a Latinoamérica, y esa “presencia excesiva” vendría a señalar una cierta descontextualización del pensamiento respecto a su propio ejercicio político. Sin embargo, ¿está en manos de los intelectuales diseñar desde sí nuevas estrategias de realización? “La tarea”, señala Beverley, “de una nueva teoría cultural latinoamericana capaz de, a la vez, dinamizar y nutrirse de nuevas formas de práctica política, sería la de reconquistar el espacio de desjerarquización cedido al mercado y al neoliberalismo” (103). Pero ¿es posible proponerse esta tarea sin contar precisamente con la pre-potente realidad de la plataforma que constituyen el mercado y el neoliberalismo? Acaso la idea de que Latinoamérica podría llegar a constituirse realmente en un “bloque opositor” a la hegemonía estadounidense no sea sino el ejercicio de la academia pensando la condición de posibilidad de su propia producción teórica: la necesidad de pensar una trascendencia que preste realidad a la exterioridad que es propia de la producción teórica dadas sus condiciones institucionales de existencia. Pero hoy la posibilidad misma de relación entre la academia y “su exterioridad” es lo que ahora ha quedado puesto en cuestión, después del 11 de septiembre.

La tarea del pensamiento en la actualidad no es fácil entre, de una parte, el cinismo hobbesiano según el cual una “naturaleza humana” esencialmente codiciosa se manifiesta y autorregula en el mercado y, de otra parte, el imperativo teológico de hacerse representaciones del bien para resistir el mal.

Obras citadas:

  • Beck, Ulrich. La sociedad del riesgo global. Madrid: Siglo XXI, 2009.
  • Beverley, John. “El latinoamericanismo después de 9/11.” La interrupción del subalterno. La Paz: University of Pittsburgh/Plural Editores, 2010.
  • Espósito, Roberto. Categorías de lo impolítico. Buenos Aires: Katz, 2006.
  • Hegel, G.W.F. Filosofía real. Madrid: Fondo de Cultura Económica, 1984.
  • Sloterdijk, Peter. Crítica de la razón cínica. Tomo I. 1983. Madrid: Taurus, 1989.
  • Sorman, Guy. La economía no miente. Buenos Aires: Sudamericana, 2008.