Del “levantón” de algunas hipótesis sobre el narco

Carlos Monsiváis

* editing and publication by 17, instituto de estudios críticos

Volume 2, 2012


Las fotos y las escenas televisivas sí le dieron para honrar la frase “la vuelta al mundo”. Policías y soldados protegen a los niños de un colegio de Tijuana que oyen los disparos intensos a un par de cuadras, en otro de los enfrentamientos del crimen organizado y las autoridades todavía confundidas. En 2008, año de gracia y desgracia, el narcotráfico ha sojuzgado las conversaciones en y sobre el país, ha insistido en la ampliación del vocabulario:

  • levantones: secuestros ostentosos cuyo fin es la eliminación de alguien con “deudas” con algún cártel;
  • secuestros: industria delincuencial en pleno desarrollo, la más sucia y abominable de todas, que es el nuevo gran temor de las sociedades latinoamericanas;
  • maquila del secuestro: grupos de hampones menores que secuestran casi al azar, fiándose de la apariencia (aspecto, automóviles, relojes, colonias residenciales), y le “venden” luego el “botín” a un grupo seriamente organizado;
  • pozolear: meter la cabeza de un secuestrado en un baño de ácido y seguir así hasta hacer desaparecer el cadáver (“Que no queden huellas”);
  • exigencia de mano dura: aspiración colectiva cuyas consecuencias más visibles aún tienen que ver con la violación de los derechos humanos de grupos de edad o personas ajenas al narcotráfico, sobre todo en colonias populares.

Respecto del narco todo en esta etapa se centra en la anécdota, y las anécdotas congregadas son la pequeña gran historia de la sociedad. En varias regiones del país se compila en casi todas las reuniones esa otra síntesis del capitalismo salvaje. Y las preguntas que suscitan el flujo anecdótico suelen ser de esta índole: “¿Te acuerdas de Juan Alberto, el hijo de la señora Pérez (o Gutiérrez o Hernández o López o…)? Pues lo mataron hace unas semanas, lo torturaron feísimo, ahora me explico sus viajes a Las Vegas, y eso que era de Celaya”. O bien: “Antenoche levantaron a…”.

De las informaciones parciales o borrosas

Además de las noticias contundentes (matanzas, enfrentamientos, etcétera), cada sector de la sociedad sabe del narco sólo una parte: los periodistas conocen los hechos, sus versiones no publicadas y los rumores que describen al más sangriento Mexican Curios; los campesinos atestiguan lo tocante a cosechas, violencia, muertes, depredación a cargo de los judiciales, intervenciones del Ejército, desapariciones; y resienten lo sucedido a parientes, amigos y conocidos, sus tragedias, sus desapariciones, sus entierros en las cárceles o en la fosa común. En su oportunidad, los habitantes de las ciudades fronterizas, además del body count o estadísticas funeraria, saben de los narcos sus gustos y modos de vida, sus joyas en cascada (rubíes, zafiros, perlas), el consumo ostentoso, las fiestas en donde nada se escatima, las residencias con ventanas de troneras para que el propietario se ilusione pensándose Scarface que resiste y perece envuelto en las llamas del mito… Todo en función del criterio determinante: si no se gasta de inmediato el dinero se le guarda en ese porvenir que el narco casi seguramente ya no conocerá.

Los que vivimos lejos de las regiones y los círculos directamente afectados atendemos cada vez más a los reportajes valerosos, las imágenes televisivas, las fotografías reveladores, los chismes admirativos y/o despreciativos, tanto si se publican como si se oye. Retenemos nombres, hablamos como si algo supiéramos del Cártel del Golfo o el Cártel de Tijuana, lanzamos hipótesis sobre los cuartos oscuros de la política, y entronizamos la sospecha: detrás de la mayoría de las fortunas que hacen su debut hay un narco encerrado. El morbo complementa la suspicacia: examínense el gasto fastuoso, los edificios surgidos como del sombrero de ese mago que hace tres años debía su casa, los hoteles suntuosos y vacíos, todo lo concentrado en la expresión “lavado de dinero”. ¿De dónde salieron esta agencia automotriz, este restaurante de superlujo, este mall, estos edificios carísimos y desérticos? Y a las preguntas de la falsa inocencia suceden de cuando en cuando los estallidos de la verdad: la exhibición de los caudales de un jefe policíaco, las acusaciones que se rechazan alegando el honor del apellido y las cifras, las cifras inconcebibles del auge del narco que emiten los cuerpos de seguridad y que se transforman en la red de comentarios y las narrativas de los cadáveres que nunca desembocan en las moralejas.

Y lo básico en esta noción del “gobierno paralelo” es su papel en las ensoñaciones de la sociedad, de las sociedades. En el sitio destacadísimo del narco en el imaginario colectivo interviene, además de los elementos de la realidad, la nueva percepción según la cual el trabajo nunca es un camino seguro hacia el éxito, o hacia la vida mínimamente confortable. Antes, el trabajo, sobre todo el más arduo, tampoco garantizaba nada pero algo servía la mitología de la honradez recompensada con un reloj o con una mazorca de plásticos en los diez últimos minutos de una vida de labor agobiante. Ahora, con el desempleo que obstaculiza gravemente cualquier expectativa, la angustia es inevitable: no se podrá escapar de la trampa económica. Y el narcotráfico, a quienes jamás lo incluirían en sus planes, interviene siempre: déjenme ver qué les pasa a los que intentan la otra gran vía laboral.

Imágenes concretas, abstractas, fantasiosas. El narco, hoy, es la cadena de ilusiones, espejismos, lecciones terribles, dudas, indignaciones. Mientras un capo al que extraditan forcejea vanamente en la escalerilla del avión, casi todos se imaginan a sus socios cenando tranquilos en sus residencias.

De los rasgos característicos del narcotráfico

Tema principalísimo de las décadas recientes, el narcotráfico ha transformado la vida del país en mayor medida de lo aceptada (y se acepta bastante). Persiste la etapa de las mitologías y consejas y las leyendas de los cárteles oscurecen sus muy oprobiosas realidades. Con todo, algunos hechos son irrefutables, entre ellos:

  1. El narcotráfico ha alterado trágicamente las comunidades campesinas, como denotan el índice de muertos y detenidos, la evidencia del cultivo de mariguana, los desastres económicos que suceden a la vigilancia policíaca, el fracaso de los cultivos alternativos. La siembra de mariguana y amapola, de ningún modo reciente, ha sido desde la década de 1980 fuente sistemática de perturbación, incursiones punitivas de los judiciales y del Ejército, asesinatos a mansalva, torturas, saqueos, desapariciones, violaciones. En esta “guerra de baja intensidad” no hay ni descanso ni posibilidades de tregua. El desastre de la Reforma Agraria y el empobrecimiento y la lumpenización en el campo, obligan a un número significativo de comunidades a usar los recursos a su alcance al margen de las consecuencias, porque eso evita o pospone lo más atroz: la miseria extrema. Ante el auge relativo del narco en una parte del campesinado, la pregunta inevitable es: ¿tienen opciones? Al reiterarse la conducta se prueba que no, a menos que se acepte la perversidad intrínseca de los campesinos, hipótesis hecha posible por la manía particularmente clasista y racista de la clase gobernante.¿Por qué, a pesar de los muertos, heridos y encarcelados, prosigue el narco en ámbitos rurales? Entre otras cosas, además de la pobreza y la miseria, por la complejísima red de la corrupción que involucra a un sector considerable del aparato judicial y administrativo y por el agotamiento de las valoraciones éticas en el mundo globalizado. Si sobrevivir es lo esencial, lo que coadyuve a la sobrevivencia eso puede ser muy positivo: y en las comunidades campesinas lo fundamental es su continuidad en sentido estricto. Por eso se aceptan los riesgos omnipresentes. Por eso decenas de miles de campesinos insisten en las siembras del terror: porque lo contrario es la desintegración, el éxodo forzado, la muerte por inanición.
  2. A los campesinos y pobres urbanos el narcotráfico les ofrece la movilidad social de un modo veloz y casi sin escalas. De no ser por el narco, ¿hubiesen conocido los capos y los aspirantes a sucederlos la fastuosidad y las vibraciones del poder ilimitado? A las historias individuales las vincula la sensación de arribo a la cumbre inesperada. Los agricultores o comerciantes pobres, los vagos, los clasemedieros a la deriva, tras unos años de ilegalidad reaparecen al mando de ejércitos pequeños y probadamente leales.¿De qué otro modo este tipo de gente podría ascender con tal velocidad y contundencia? ¿Qué otra profesión les daría dinero a raudales, desfogues imaginables e inimaginables, tuteo con los poderosos, mando de legiones de exterminio, el gozo de manipular el miedo y la avidez de jueces, políticos, funcionarios de la seguridad pública, industriales, “hombres de pro”? Ordenar la supresión de vidas puede ser, y las evidencias son cuantiosas, un deleite supremo que condimentan la tortura y la humillación sin límites de las víctimas. La matanza incesante que ocupa el tiempo y la pasión de los narcos es requerimiento del control de mercados, pero es también la feroz compensación psíquica: “Quizás muera convertido en guiñapo, pero antes me llevo a los que puedo”.
  3. Para mí la mayor incógnita del mundo del narco es la avidez con que se acepta el pacto fáustico: “Dame el poder inimaginable, la posesión de millones de dólares, los autos y las residencias y las hembras superapetecibles y la felicidad de ver el temblor y el terror a mi alrededor, y yo me resignaré a morir joven, a pasar los últimos instantes sometido a las peores vejaciones, a languidecer en la cárcel los cuarenta años restantes de mi vida”. Si algún oficio niega y justifica a la vez el “Crime doesn’t pay” es el narco, y son miles o decenas de miles los que acometen con fruición este feroz toma-y-daca. ¿Qué explicaciones hay al respecto? El fenómeno de la delincuencia extrema es internacional y, con variantes, ha existido siempre, aunque no conste en actas cómo Caín sobornó e intimidó a sus jueces, que, persuadidos, fundamentaron mal los cargos en el caso del asesinato de Abel. El narcotráfico refuta las teorías deterministas sobre la vocación delincuencial, o la predisposición a la violencia. Estas, sin duda, se producen; pero no con ese vértigo ni abarcando a tantos. Más bien, el dinero a raudales genera una atmósfera que involucra en distintos niveles a cientos de miles, cercena las (no muy vigorosas) defensas éticas, destruye en un instante a quienes flaquearon o enloquecieron, erige criterios relativistas en la valoración de la vida humana, genera el cinismo más devastador.Obsérvense los estilos de vida, las residencias, los automóviles, las manías adquisitivas, la técnica para decorarse (más que para vestirse) de los narcos. En ellos el derroche no sólo es ostentación (todo lo que relumbra es oro), sino el mensaje delirante a los ancestros que nunca salieron del agujero, y a la grisura total que no gobernará ya su comportamiento: “Si gasto de esa manera, si soborno utilizando esta inmensidad de dinero, si me dejo estafar por arquitectos y comerciantes, si quiero que mis hijos vayan a escuelas de lujo y monten caballos de pura sangre, si le regalo a mis mujeres collares de diamantes, es para darme ahora el gusto que, de seguir la ruta previsible, no hubiese conseguido acumulando el esfuerzo de varias generaciones”. ¿Quién dijo miedo, muchachos? Si el pacto fáustico atrae con tal fiereza, es por la certeza implícita: “Si tengo el suficiente dinero, no me pasará lo que a los demás”. El gran dinero es el amuleto, el círculo de tiza, la muralla de sortilegios. De allí que los narcos ejerciten sus creencias con el gozo de la insensatez. De acuerdo a los testimonios de la prensa, muchísimos narcos son creyentes sincerísimos, en su gran mayoría católicos, que comulgan con fervor, dan enormes limosnas, buscan la cercanía de algún sacerdote, le rezan a la Virgencita, cumplen con los rituales y las mandas, incluso cargan la cruz en Jerusalén en lo que se llamó “narcotours”. Esto no se traduce en arrepentimientos o sensaciones de falta (¿qué narco abjura públicamente de su conducta?), ni evita la mezcla con otras prácticas (hay narcos que se “rayan” en ceremonias de santería para alejar las balas): pero sí ayuda a la explicación general de la superstición. “Si Dios me absuelve, la policía nunca me atrapa”.
  4. La presencia del narcotráfico, y la impunidad que lo rodea, estimulan el ejercicio de la crueldad. El contagio de la violencia no se produce, según creo, por los programas de televisión (en todo caso allí se aprenden estilos de interpretar la delincuencia), sino por el abatimiento del valor de la vida humana que el narco genera. No es casual la intensificación de linchamientos atroces en regiones con presencia del narco, ni el desencadenamiento de vendettas, ni la saña inmensa que se ejerce, por ejemplo, en las represiones carcelarias. No le adjudico al narco todos los crímenes, ni lo responsabilizo de inaugurar la ferocidad; sólo digo que la fiebre del armamento de alto poder y las sensaciones de dominio desprendidas del exterminio, se inspiran vastamente en la psicología del narco. “Si nos toca morir de muerte violenta, ¿por qué voy a reconocer el valor de la vida humana?”
  5. El tema es inagotable y toda pretensión de abarcarlo tiende a confinarse en la descripción parcial. ¿Qué sucede por ejemplo con el involucramiento en el narco de algunos generales y oficiales? ¿Hasta qué punto el narco ha penetrado en el sistema judicial? ¿Cuáles son sus vínculos con los medios de comunicación? ¿A cuántos obispos y sacerdotes benefician las narcolimosnas? ¿Cuál es el nivel real de consumo entre los jóvenes, intensificado según las evidencias? ¿Cuál es el grado de control del gobierno norteamericano sobre el mexicano a partir de las presiones diarias y el juego de la certificación? Por lo demás, y como en las películas antiguas, hoy o mañana o la semana próxima un narco poderoso es detenido y un joven audaz decide reemplazarlo en la jerarquía criminal.¿Cuándo dejó de ser el narcotráfico una posibilidad temible y se convirtió en el atroz espectáculo policíaco y social? ¿En qué momento la estructura financiera de los países “normaliza” esta industria mortífera?

Los-desconocidos-de-siempre. “Tuvo que acabar el tercero de primaria para que lo dejaran contrabandear”

Y ¿qué sucede con los-desconocidos-de-siempre, de datos personales tan semejantes, el material gastable de la delincuencia, los desechables, los miles de jóvenes en su mayoría de origen campesino, contratados casi al azar, y destinados a las prisiones o los cementerios clandestinos (tambos de cemento incluidos)? Suelen venir de regiones con alto índice de criminalidad y violencia social y no les estremece en demasía la perspectiva de morir pronto; han vivido en la escasez y son testigos del agobio y el envejecimiento prematuro de sus padres. “Nacidos-para-perder”, aceptan que la falta de porvenir se neutraliza intensificando el valor del presente. Anuncia el corrido: “Por áhi andan platicando/ que un día me van a matar./ No me asustan las culebras./ Yo sé perder y ganar./ Ahí traigo un cuerno de chivo/ para el que le quiera entrar.”

Entre los escenarios previsibles de este alud de los victimarios que serán víctimas (y a la inversa), se hallan los pueblos apenas consignados en los mapas, las ciudades de ochenta o cien mil habitantes, las casas y departamentos en colonias populares, los cuartos de servicio en mansiones caracterizadas por la abundancia de objetos y el carácter transitorio de sus dueños. Los narcos anónimos se adiestran en las tradiciones del caciquismo, en el analfabetismo funcional, en la desinformación iluminada por esos relámpagos que son los comerciales televisivos. Se relacionan con el exterior a través de la inesperada capacidad adquisitiva (relativa o absoluta) y le añaden a la cultura oral leyendas, rumores, chismes calificados de aleccionamientos, certeza de trascender a diario los límites. Al ya no disponer del mediano y largo plazo, aquilatan el valor de cada minuto y su mitología predilecta combina la hipnosis ante el aparato televisivo con la cultura “norteña”: una variante industrial del machismo muy influido por el western y sus parodias. De acuerdo con los testimonios disponibles (demasiados y ninguno porque la mitología del conjunto rige la capacidad de observación de las personas), en el comportamiento corporal de los narcos las aspiraciones estilísticas son obvias: entran en un bar como John Wayne en un saloon, usan ropas de comercial de Marlboro, se “avecindan con la muerte”, se quedan impávidos ante el peligro y, desde luego, viven y se conciben a sí mismos como migrantes “descarriados”. En cuanto imágenes públicas (lo único de lo que hasta ahora se dispone rigurosamente), un narco es la copia violenta y muy real de la fantasía de los gatilleros en el cine de Hollywood. Los narcojuniors ya son un giro estilístico muy distinto, de Gucci y Hugo Boss en adelante, pero aún no obtienen sitio en el imaginario.

No hay trabajo en el campo, la explotación es inmisericorde y el desempleo abierto es una epidemia. A la luz de sus haberes: el pueblo, la familia, la región, la edad, la necesidad de hacerla y la búsqueda de la aventura, estos jóvenes aceptan los riesgos altísimos en canje por el cúmulo de sensaciones y bienes. Así va, más o menos, el razonamiento: “Dame, oh narcotráfico, los alcances del dinero súbito, la licencia para convertir el asesinato en exigencia laboral, las excitaciones de la clandestinidad y del lujo o de sus alrededores asombrados, el sexo fácil, el machismo acrecentado por la droga y el trago a raudales… A cambio, te entrego mi resignación, ni modo, la vida es cosa de un ratito y a mí me tocaron las recompensas de aquí a tres o cinco años. Ahora, yerba mala, entrégame todo de golpe; luego ya veremos. Traicionaré o creerán que he traicionado, me descuidaré y los del otro grupo me torturarán o me coserán a tiros. En los separos confesaré los escasos delitos que no cometí y si me va bien me enviarán a la cárcel a pudrirme; y si me va mal hallaré mi primer cementerio en una cajuela. Pero eso más tarde, luego de extraerle provecho al instante, a las horas de la impunidad cuando soy y me siento distinto, metido en lo que me rebasa y me sobreestimula”.

No hay el modelo de los monólogos de los sicarios y los capos de esta industria del crimen. Por eso me aprovecho y presento la versión anterior.

De narcocorridos y otros funerales

¿Hay en los narcocorridos apología del delito y la delincuencia? Lo más conocido no es estrictamente ditirámbico, sino la evocación funeraria de aquellos que con tal de subrayar su mínima o máxima importancia, desafían la ley y no se inmutan a la hora de disminuir brutalmente la demografía. En Jefe de Jefes. Corridos y narcocultura en México, de Juan Manuel Valenzuela, se cita un corrido de Los Rojos, “Mi último contrabando”, que describe la metamorfosis: ha vivido pobre, muere en la respetabilidad del derroche:

Quiero cuando muera,
escuchen ustedes.
Así es mi gusto y mi modo,
mi caja más fina y yo bien vestido,
y con mis alhajas de oro
mi mano derecha un cuerno de chivo
en la otra un kilo de polvo.
Mi bota texana y botas de avestruz,
y mi cinturón piteado todo bien vaquero,
y con gran alipuz
un chaleco de venado
para que San Pedro le diga a San Juan:
“Ahí viene un toro pesado”…
Adornen mi tumba entera
con goma y ramas de mota
y quiero, si se pudiera,
que me entierren con mi troca
para que vean que la tierra
no se tragó cualquier cosa…

Los autores de los corridos de la Revolución se formaron en la rima y la acústica del romanticismo y poseían cierto don metafórico. Los compositores y letristas de los narcocorridos no suelen disponer de los mínimos requerimientos técnicos, no pretenden la rima y más o menos las metáforas les tienen sin cuidado. Lo sepan o no, su perspectiva es sociológica. Nada de “Despedida no les doy,/ porque no la traigo aquí,/ se la dejé al Santo Niño/ y al Señor de Mapimí/ Se la dejé al Santo Niño/ pa que te acuerdes de mí”. En los narcocorridos, la despedidera, tan esencial en el género, es un lugar común que rastrea en la poesía popular el sitio de los epitafios vanidosos. El narco quiere un lugar en el infierno.

Cuando me muera no quiero
llevarme un puño de tierra,
échenme un puño de polvo
y una caja de botellas,
pero que sean de Buchanan’s
y el polvito que sea de reina…
Cuando esté en el más allá
procuraré a mis amigos,
para invitarles a todos
un agradable suspiro,
y haremos una pachanga
pa que nos cante Chalino.

Más vale impune y rico que pobre y encajuelado

Si eres pobre
te humilla la gente.
Si eres rico
te tratan muy bien.
Un amigo se metió a la mafia
porque pobre ya no quiso ser.
Ahora tiene costales de sobra,
por costales le pagaban al mes.
Todos le dicen El Centenario
por la joya que brilla en su pecho.
Ahora todos lo ven diferente,
se acabaron todos sus desprecios.

¿Es la antiépica un género? En el narcocorrido no se insinúan siquiera los sentimientos de la epopeya, ni juego literario que permita hablar de lírica. Ningún narco es capaz de hazañas y lo suyo es la disminución salvaje del valor de la vida humana, completada con la exhibición del mayor dispendio a su alcance como última voluntad del condenado. Y es frecuente que los narcos encarguen corridos en su honor para llorar anticipadamente su deceso. No hay en este subgénero la retirada de los Diez Mil o la Toma de Torreón o la burla de la Expedición Punitiva del ejército norteamericano contra Pancho Villa (“¿Qué se creían esos americanos?/ Que combatir era un baile de carquís/ Con la cara abierta de vergüenza/ se regresaron corriendo a su país”). No se registra tampoco el “porque matar un compadre/ es ofender al Eterno”. Lo que otorga el tono de gran chisme de velorio al narcocorrido es su sinceridad autobiográfica, la de los testigos participantes que le dan la información básica a los rapsodas de sus vidas y muertes inminentes. Cantan Los Rayos el corrido “Negocios prohibidos”:

Me gusta la vida recia,
si así ya soy,
es herencia de mi padre
que estos business me enseñó.
Te sobran billetes verdes
también viejas de a montón.

Más que celebración del delito, los narcocorridos difunden la ilusión de las sociedades donde los pobres tienen derecho a las oportunidades delincuenciales de Los de Arriba. En la leyenda ahora tradicional, los pobres, que en otras circunstancias no pasarían de aparceros o de manejar un elevador, desafían la ley de modo incesante. El sentido profundo de los corridos es dar cuenta de aquellos que por vías delictivas alcanzan las alturas del presidente de un banco, de un dirigente industrial, de un gobernador, de un cacique regional felicitado por el Presidente de la República. Al ya no inventar personajes de todos llorados, los narcocorridos relatan de modo escueto la suerte de compadres, hermanos o primos. Para ellos, ya fenecidos o que al rato bien pueden morirse, aquí les va la despedida. ¡Qué joda! Ni en el delito dejan de existir las clases sociales. La impunidad es el manto de los que, al frente de sus atropellos y designios delincuenciales, todavía exigen prestigio y honores.