Ana Carrasco Conde
Universidad Complutense de Madrid
Volume 10, 2016
La tragedia tejida en torno al linaje de Agamenón cuyos devenires Esquilo muestra en la Orestiada, compuesta por tres grandes obras, Agamenón, Las Coéforas y Las Euménides, supone un paso clave para entender el nuevo modelo de polis en el siglo V en el que la venganza, como forma de compensación “individual” por la que un miembro de la familia se cobra con mal el mal sufrido, es superada por la justicia por la cual no es la familia (ámbito privado) la que ha de decidir el modo de compensación (si es que ha de haberlo) sino un tribunal público y ecuánime que vela por el bien de la polis: “elegiré jueces”, dice Atenea, “que a la vez que sean irreprochables en la estimación de la ciudad, estén vinculados por juramento, y los constituiré en tribunal para siempre”.[1] Parece de este modo que las Erinias, deidades que ajustician los crímenes de sangre, encuentran otro acomodo en la ciudad que ahora se vertebra en un ámbito que ha de regirse por un tribunal y que la venganza, extirpada de la polis, ya no puede formar parte de ella, al menos, en el ámbito racional de lo público. Ahora bien, ¿podemos hablar sin embargo de la venganza como concepto político? ¿podemos entender que la legislación cubierta con el trampantojo de la justicia ha compuesto este mural con el pincel de la venganza? ¿podemos afirmar, recuperando las antiguas discusiones platónicas entre Sócrates, Protágoras, Trasímaco o Calicles, que lo legal es a veces injusto y que la justicia es a veces una forma encubierta de venganza o, como dirá Nietzsche siglos más tarde, de resentimiento?
Para abordar la relación entre la venganza y la justicia, esta primera puede entenderse como un exceso incómodo, un “resto” hegeliano, es decir, un excedente indeseado de la modernidad puesto que sería un producto, de seguir a Hegel, de la dialéctica de la historia y de los procesos de toma de conciencia del sujeto, que no es capaz en el fondo de asumir e integrar el momento de la venganza característico de las sociedades primitivas hasta una completa reconciliación reflexiva de una comunidad de individuos que se reconocen mutuamente.[2] La venganza es por ello un molesto acompañante de la modernidad en sus procesos de racionalización porque no es superada por la justicia, sino que antes bien no sólo es a veces coexistente con ella, sino que otras puede “latir” en su interior. Ahora bien, si para Kant o Hegel, incluso para Spinoza, la codificación y desarrollo del derecho moderno implicaba una incompatibilidad con respecto a la vigencia y a la aceptación de la venganza porque la justicia quedaba en manos de una legislación universal aplicada legítimamente por los jueces a todos los sujetos sin distinción, entonces los elementos particulares de la voluntad habrían de ser depurados en el proceso de racionalización y progreso. Sólo hay que recordar algunos pasajes del Tratado teológico-político para dar cuenta de cómo para Spinoza un Estado sano es aquel en el que la justicia está salvaguardada en el momento en el que toda injusticia es llevada ante un juez, pero no puede ser jamás aplicada por la propia mano y criterio de los individuos.[3] También bien se podría traer a colación aquellos fragmentos de los Principios de la filosofía del Derecho de Hegel en los que éste sostiene que sólo en una sociedad sin jueces ni leyes la pena siempre tiene forma de venganza, esto es, en las sociedades primitivas, aunque –prosigue Hegel- “en varios códigos actuales hay aún un resto de venganza al abandonar al individuo la decisión de llevar o no una infracción ante la Justicia”[4]. Que sea ese “resto” de venganza (Rache) y que éste dependa del individuo es algo que habrá de verse, pero en todo caso, para comenzar habría que subrayar que la venganza implica siempre una “infracción” previa, cuya gravedad varía, y que es necesaria para que tome cuerpo el ácido del resentimiento (Abneigung o Groll) al considerar que “algo” debe ser compensado.
En el estado moderno la venganza no queda extirpada aunque se aspire a ello. Así observará Hegel que una de las formas naturales de restituir el derecho vulnerado es la venganza (Rache); una forma inmediata con un elemento positivo por lo que se refiere al contenido: la compensación; y otro elemento negativo en lo que se refiere a la forma: la particularidad, es decir, que el problema es que es ejercida por una voluntad individual contaminada, en principio, por elementos pasionales o afectivos (inmediatos), y que no atiende a la restitución del derecho universal sino a una compensación particular.[5] Parece de este modo que de lo que se trata es la tensión generada entre la legitimidad de la violencia, adscrita únicamente al Estado, en aplicación de una legislación universal, y la capacidad de ejercer una violencia a nivel individual, subjetiva y privada, relacionada con una falta contra el honor, la integridad física o la mental asociadas todas ellas a la exigencia de compensar un ultraje recibido. De esa forma, en sociedades cada vez más avanzadas menos rastro quedaría de estas formas “primitivas” de ajusticiamiento dado el triunfo de lo universal. En la institución jurídica regida por el derecho no hay, en principio, lugar para la venganza, entendida como un mecanismo violento de compensación propio de las sociedades que se encuentran superadas (aufgehoben). Tampoco para Freud sería posible justificar su existencia en el Estado moderno porque con ella el “vengador”, fundamentado en una pasión heroica, despreciaría la moral que sostiene el convivir ciudadano dependiente ahora de un derecho que “trabaja con los mismos medios, persigue los mismos fines; la diferencia sólo reside, real y efectivamente, en que ya no es la violencia de un individuo la que se impone, sino la de la comunidad”.[6] En esta línea, nadie podría atentar contra el derecho sin incurrir en una pena: cometer un delito de iguales proporciones al que se ha padecido sigue considerándose un delito que atenta contra la persona puesto que violar los derechos de alguien no legitima, a su vez, que ese alguien que cometió la primera falta se vea despojado a su vez de ellos. La víctima se convierte así en criminal, culpable de un delito incluso aún mayor.
Y sin embargo, pese a todo lo dicho, la venganza, como aplicación libre de la justicia a nivel particular, aparece también en los Estados modernos, no sólo a través de las escenas de la imaginería popular que presenta duelos a capa y espada (que serían más bien propios de la moral del honor) o duelos a capa y katana (como, ya en nuestro tiempo, vemos en la historia narrada por Quentin Tarantino en Kill Bill, en la que la protagonista, Uma Thurman, busca venganza por la muerte de su hijo nonato); sino también a través de discursos que se sitúan por debajo de los radares de la aplicación de la Justicia y que en el fondo muestran hasta qué punto la supuesta tensión entre lo privado y lo público de la venganza aunque a veces se mantiene, otras veces permanece indiferenciada, como por ejemplo, en la forma de procesos de compensación y de retribución, que si bien emplean las redes de la justicia legitimada, no escapan de un componente vengativo, esta vez sí, de revancha o de resentimiento. Dos formas, pues, de permanencia de la venganza: “oculta”, dentro del ámbito de lo privado, y “camuflada” dentro de las formas mismas de la justicia. Ejemplos y muchos de todas estas variaciones y con matices a veces decisivos, los podemos encontrar en la literatura, no sólo a un nivel individual y privado (El Conde de Montecristo de Dumas) sino también a un nivel colectivo, grupal o familiar en casos que podemos denominar de “venganza filial” (en el sentido de elementos que “unen” a una comunidad dada) y que tienen que ver con el restablecimiento de un equilibrio roto a nivel social que se exige compensar.
Más allá de la literatura de Dumas o del cine de Quentin Tarantino, como ejemplos señeros de venganza, ya en la Antigüedad clásica (una sociedad primitiva según Hegel), pueden ser rastreados estos componentes a través de las temidas Erinias, como en la tragedia protagonizada por Orestes y Electra quienes urden su venganza contra Clitemnestra y su amante Egisto por haber asesinado a Agamenón y cuya trama aparece de nuevo, con matices, en el Hamlet de Shakespeare (sociedad moderna) cuando su padre le exige que le vengue por su asesinato. También se trata en el primer caso –no así en el segundo-, como ha señalado Leon Grinberg, de una perturbación del orden natural de las cosas dentro de un concepto hesiódico (y arcaico) de justicia[7] como se encuentra, como bien se sabe, dentro de las tragedias de Esquilo. Por tanto, la primera pregunta que podríamos plantearnos es de qué hablamos cuando hablamos de venganza y si ésta se sitúa únicamente en el plano privado o si tiene un uso colectivo; y en segundo lugar cuál es el sentido de la venganza en la modernidad. Para responder a estas dos cuestiones articularé mi texto en torno a dos figuras: “Moscas” en la que me ocuparé de la relación entre el ámbito de lo privado y el de lo colectivo con una lectura de la Orestiada de Esquilo y de Las moscas de Jean-Paul Sartre; y “Tarántulas” en la que analizaré la relación entre venganza, resentimiento y el revanchismo en la modernidad acudiendo a Nietzsche y donde se presentará una noción de justicia, la de las tarántulas, que para Nietzsche sólo puede contener veneno.
1. Moscas
Es un enjambre de moscas el que rodea y lacera el cuerpo de Orestes una vez consumada su venganza, incluso cuando su hermana Electra se aparta de su lado horrorizada ante el matricidio. Esta alusión a las moscas procede, como se habrá reconocido, de la lectura que hace Sartre de la Orestiada de Esquilo en su conocida obra de teatro de 1943, Las moscas, en concreto de la tragedia Las coéforas donde se narra la llegada de Orestes a Argos. Las Erinias, Alecto, Tisífine y Megera, nacidas de las gotas de sangre con las que se impregnó la tierra con la mutilación de Urano, eran las más antiguas divinidades del panteón helénico y como tal, no obedecían a la autoridad de ninguna de las divinidades más jóvenes, incluida la de Zeus.[8] Representan la ley más arcaica. Aparecían cuando el orden social había sido vulnerado y su función consistía en castigar a aquel que hubiera cometido crímenes de parentesco, porque éstos constituían una mancha de origen religioso que ponía en peligro la estabilidad del grupo social. Cuando el criminal había sido desterrado, las Erinias, representadas como pequeños genios alados, revoloteaban al alrededor de la “víctima” y acosándola, se apoderaban de su mente hasta enloquecerla[9], con el fin de castigar los ultrajes cometidos contra la familia. Eran pues, divinidades vengativas siempre relacionadas con crímenes de sangre. Entre sus apariciones más terribles se encuentra la narrada por Esquilo, en la que la familia de Agamenón cae en desgracia cuando sus hijos, Orestes y Electra deciden vengar el asesinato de su padre, cuya vida fue sesgada por su esposa Clitemnestra, quien, a su vez si asesina a Agamenón fue, entre otras cosas, porque éste sacrificó a Ifigenia antes de partir hacia Troya.
Esta tragedia, narrada por Esquilo, es retomada por Sartre en Las moscas para enfatizar ciertos componentes que refuerzan el papel de la venganza en la relación entre lo individual y lo colectivo. Cuenta Sartre cómo Orestes, cuando llega a Argos, descubre que su ciudad natal ha sido infestada por una plaga de moscas que no sólo cubren la polis en su totalidad, sino también a cada uno de sus ciudadanos. La causa es el asesinato de Agamenón, conocido por todos, a manos de su esposa que no ha sido castigado. Toda la ciudad es culpable del silencio y la inacción ante el asesinato. La ciudad además está obligada a guardar luto y celebrar la fiesta de los muertos para evitar el regreso de los muertos agraviados. Y así, en el día de difuntos, y llamado por las divinidades a su ciudad natal para que vengue con sangre la sangre derramada de Agamenón, llega Orestes junto con Pílades, su pedagogo, a la ciudad, sorteando y espantando nubarrones de moscas “casi gordas como ranitas”.[10] Pílades le aconseja abandonar la ciudad: “Ahora sois joven, rico y hermoso, prudente como un anciano, libre de todas las servidumbres y de todas las creencias, sin familia, sin patria, sin religión, sin oficio, libre de todos los compromisos”.[11] Y Electra, su hermana, le insta a quedarse para cumplir con el deber de vengar el crimen contra su padre. En este punto es interesante hacer notar que la venganza depende de las cadenas que atan a Orestes: o bien no ajusticiará a su madre porque, como hemos visto, está “libre de todas las servidumbres, de todas las creencias y de todos los compromisos” o bien acepta vengar a su padre justamente como miembro de una familia y de un colectivo, es decir, como parte de un sistema de creencias según las cuales ha de buscar compensar el desequilibrio introducido por Clitemnestra y Egisto. Se trata de liberar al pueblo de las moscas que le acosan, a sabiendas de que será él quién asuma su carga con el matricidio. Lo que parecería, pues, una venganza “privada” es, en el fondo, tal y como muestra Sartre, un asunto de pertenencia a un grupo. Orestes se sabe libre: “tú me has dejado la libertad de esos hilos que el viento arranca de las telas de araña y que flotan a distancia del suelo; no peso más que un hilo y vivo en el aire. Sé que es una suerte y no te creas que no la aprecio”.[12]
Orestes no considera que pueda reclamar el trono robado por Egisto porque no comparte una memoria y una historia con su pueblo, por eso, lejos de alegrarse, suspira por el deseo de poder apoderarse, aunque sea con un acto criminal, del “derecho de ciudadanía”: “¡Ah! Si se tratara de un acto, ¿ves tú?, de un acto que me diera derecho de ciudadanía entre ellos; si pudiera apoderarme, aunque fuera por un crimen, de sus memorias, de su terror y de sus esperanzas, para llenar el vacío de mi corazón, aunque tuviera que matar a mi propia madre…”.[13] Sólo cuando es reconocido por su hermana y por su madre (es importante señalar este paso necesario del reconocimiento para que Orestes “tenga derecho” a vengarse como hijo), decide dar muerte a Clitemnestra y a su amante. Al hacerlo no sólo recibe el peso de las moscas (las Erinias) sobre sí, sino que se reconoce paradójicamente libre porque con su acto ha liberado a la ciudad, se ha sentido parte de ella como ciudadano, ha liberado al mismo tiempo a su hermana y, finalmente, pero de forma fundamental, ha reconocido el vínculo de la sangre: “La sangre nos une doblemente, porque somos de la misma sangre y hemos derramado sangre”.[14] Justo es para él que mate a Egisto y a Clitemnestra; justo que restaure la dignidad de su pueblo[15]; y justo es también para el coro, que en el tercer stasimon, celebra que se ha cumplido la Diké eterna. No es, por tanto, un acto meramente de “venganza” individual. Y sin embargo, aparecen, como un enjambre de moscas sedientas las Erinias que ahora, tras el crimen, les rodean. La venganza de Orestes y Electra es, pues, una venganza “extraña” dirigida a liberar la ciudad y llamada a fortalecer los vínculos más originarios, que no tienen que ver con la legalidad impuesta, sino con el sentimiento de una pertenencia que crea comunidad.
En la tercera de las tragedias de la Orestiada, Las Euménides, las Erinias, persuadidas por Atenea, que cuenta con el apoyo de Apolo que considera justo el matricidio, perdonan a Orestes en el curso de un juicio cuyo Tribunal está formado por los hombres más justos de la Ciudad (“irreprochables en la estimación de la ciudad”, en palabras de la diosa). Atenea invita a Orestes y a las Erinias a que expongan sus argumentos, y finalmente, a la vista del empate técnico de los jueces entre los que consideran culpable a Orestes y quienes no, une su voto al de estos últimos. Confiesa Orestes su crimen “muerte por muerte en venganza de mi queridísimo padre” (vv. 464-465), y aunque las Erinias expresan su temor a que nuevas leyes permitan defender los derechos de los futuros matricidas, son finalmente convencidas por Atenea para asumir un rol de cohesión interna frente a lo exterior a la polis (vv. 954-956). Las Erinias se transforman de este modo en Euménides, divinidades protectoras de la ciudad. Así pues, lo que antes era considerado un crimen es juzgado, para horror de las Erinias, como algo justo (vv. 615) y no meramente como un acto individual. Sin Diké (justicia) sostiene Atenea, dando la vuelta a los argumentos esgrimidos por las Erinias, no es posible la existencia humana y, por tanto, la comunidad. En este sentido la venganza era necesaria porque en realidad no era justicia en el sentido de que su realización ayudaba a la ciudad. Por tanto ¿qué sucede cuando lo que parece un acto particular de venganza está buscando la compensación de un delito que queda fuera de la red racionalizadora del derecho o que, por el motivo que fuere, no ha sido castigado por las leyes de la ciudad? Que se produce una reconstrucción del derecho para paliar sus deficiencias. Pero la pregunta va más allá y se transforma en otra mucho más inquietante: si un acto de venganza mejora de algún modo a la comunidad en su conjunto ¿es justo y correcto legitimar su uso? Es preciso, como sucede en la Orestiada, interrumpir la larga línea que une, crimen sobre crimen, un pasado de compensaciones privadas, y esto ha de hacerse con legalidad. En Las Euménides por ejemplo queda rota de raíz la serie de venganzas que han acontecido en la familia de los Átridas -el crimen no puede castigarse con el crimen-, y se afirma que es la justicia de la ciudad la que ha de asumir la resolución de los problemas, pero siempre teniendo en cuenta la pertenencia y la cohesión. El peligro sin embargo sigue estando en si lo que proporciona cohesión no está generando, de algún modo, una justicia cuyo fundamento no deja de tener algo de venganza, al fin y al cabo las Erinias no desaparecen, sino que, en Esquilo, tras el juicio, reciben el nombre de Euménides.
Es interesante hacer notar que si en Las coéforas, aunque el gesto de Orestes está relacionado con el vínculo del parentesco (es decir, con la ley divina y subterránea) y salva con su venganza a la entera polis, en la versión de Sartre, Orestes, después de revelar su identidad a Electra, exclama en voz alta y expresa su deseo de pertenencia a una comunidad: “ser un hombre de algún sitio, un hombre entre los hombres”.[16] Electra le pregunta entonces: “Escucha: todos esos que tiemblan en las oscuras habitaciones, rodeados de sus queridos difuntos…, suponte que yo asumo todos sus crímenes. Suponte que yo quiero merecerme el nombre de ‘ladrón de remordimientos’ y que instalo en mi mismo todos sus arrepentimientos: el de la mujer que engañó a su marido, el del comerciante que dejó morir a su madre, el del usurero que esquilmó hasta la muerte a sus deudores. Dime: ese día, cuando me encuentre atormentado por remordimientos más numerosos que las moscas de Argos, por todos los remordimientos de la ciudad, ¿no habré adquirido derecho de ciudadanía entre vosotros?”.[17] Así, por lo dicho, la venganza tal y como la entienden Esquilo y Sartre, no constituye una mera forma de violencia entre individuos, sino que, cuando generan vínculo de pertenencia, son una formas de regulación de la violencia a nivel colectivo (aunque en un primer escalafón de la estructura intersubjetiva de convivencia sobre la que se asientan las demás). Por tanto los niveles de lo público y lo privado no están tan separados como pueda parecer y, por supuesto, una vez que el “crimen” se revela en el ámbito de visibilización genera polémica porque, como en el tribunal de Las Euménides, hay ciudadanos que consideran que tal acto, sean cuales sean las motivaciones y consecuencias, es un crimen y como tal ha de condenarse y los que consideran que, precisamente por su origen y resultado, ha de condonarse y que, incluso, es justificable. Pero ¿es justificable toda forma de violencia? ¿bajo qué criterios? ¿es el derramamiento de sangre el mejor vínculo de cohesión de una comunidad que se dice racional?
En los años de Jena Hegel otorga a Las Euménides un papel fundamental para desentrañar el conflicto entre las leyes humanas (cosa pública) y las leyes divinas (ámbito religioso) en el curso de un proceso civil. El punto principal para Hegel es que el juicio se resuelve de tal modo que las Erinias quedan integradas en el interior de la polis. Según Hegel con este gesto Esquilo incorpora el elemento de la diferencia en el interior del orden político: las Erinias representan la vieja justicia comunitaria con cuya violencia se compensaba la violencia asociada al asesinato de los miembros de un clan: una memoria que se niega a olvidar (resentimiento, sed de venganza), pero que puede ser ahora compensada de otro modo conservando el orden y la seguridad del grupo. La ciudad supera la justicia arcaica de la compensación y no se encuentra escindida en su interior, evitando la guerra interna o civil. Por otro lado, en la Fenomenología del espíritu al analizar otra tragedia, la conocida Antígona de Sófocles, Hegel vio que no se trata de una mera búsqueda de compensación individual, sino de un restablecimiento de lo que es justo dentro del orden al que se pertenece. Junto con la ley humana, la de la polis, el hombre ha de intuir su universalidad más allá de lo reconocido públicamente como expresión de la universalidad, es decir, de leyes no escritas que honran la pertenencia a la familia. De este ámbito procede todo vigor y toda fuerza que hace que el individuo arriesgue su vida por la polis, de ahí la fuerza concitada por los ritos o por los cultos a los muertos (piénsese en la actitud de Aquiles ante la muerte de Patroclo a manos de Héctor). Para Hegel esta fuerza “telúrica” se expresa en el clan y en la tribu. No olvidemos que en la Filosofía de Derecho, parágrafo 166, Hegel situará a la familia como la primera esfera de la vida ética, donde el individuo maduro se define y donde se da el espacio del primer reconocimiento “antes” de la “salida” al mundo político del estado y las instituciones.[18] Por otro lado el culto a los muertos y los ritos de enterramiento son centrales en la conciencia del hombre primitivo. Con los lavados rituales, las mortajas y toda preparación del cuerpo el hombre exterioriza su propiedad sobre el cadáver, pero entregarlo a la tierra viene a ser entonces una forma de permitir que los dioses acojan la sombra del difunto. Estas divinidades son las Euménides que pueden convertirse en las Erinias sedientas de sangre como vimos en Esquilo.[19] Ante el crimen se despierta la venganza. El crimen era fruto de una acción que atropelló el derecho del ultrajado y, por ello, el de su familia. En las sociedades cuya cohesión viene dada por una solidaridad mecánica, por decirlo con Durkheim, la afrenta a un miembro del grupo constituye un ultraje para todo el grupo. Las respuestas a una necesidad individual son colectivas: colectivo es el deber de ayuda mutua, colectiva es la venganza. La pasión individual adquiere forma colectiva y es troquelada por el peculiar ethós del grupo, que es operativo e interiorizado en cada miembro. De ahí que la venganza constituya la forma primaria de garantizar la estabilidad del grupo social: es un deber para con el grupo.
Sin comprender esto es difícil hacerse cargo, siglos después, de las dudas de Hamlet, de la traición que implicaría su inacción, en una historia que reactualiza el problema de la justicia y la venganza. La venganza no es simplemente una reacción visceral entonces, sino otro tipo de sistema de regulación de la violencia que también hace uso de la violencia. La venganza regula quién ha de vengar y cuándo ha de hacerlo, de ahí que, a veces, la venganza pueda instituir el poder contraponiéndolo o desestabilizándolo. El desarrollo de las figuras de la conciencia que suponen el avance de la luz de la razón hasta la “supuesta” eliminación de todo atisbo de sombra primitiva, como la venganza, no consigue diluir estos momentos previos. Aunque Hegel trata de considerar el despliegue histórico de la relación entre individuo y comunidad, desde las “sociedades primitivas” como la griega hasta la sociedad democrática moderna, para hacer ver cómo esta relación se va haciendo más compleja y los individuos van ganando en autoconciencia para ser ciudadanos autónomos que se reconocen mutuamente, la noción de saldar cuentas -cuando no se cree en la capacidad de la justicia para hacerlo-, sigue vigente, pero también a veces la justicia adopta en su interior la forma de la venganza, una venganza “controlada” que permita, de nuevo, generar cohesión y, al mismo tiempo, crear identidad de un colectivo frente al individuo o grupo que, atentando contra un miembro de la comunidad, está fuera y, por tanto, no tiene lugar en la sociedad. El vengador a veces, como en el caso de Orestes, o incluso en el caso de Kill Bill, no trata de escapar de las redes de la justicia: antes bien, una vez cometido el acto que le lleva a la compensación, asume su culpa y su responsabilidad y es ésta la que lo libera. El Derecho no pierde su fuerza, de ahí que la venganza implique a veces no una destrucción del derecho, sino una reconstrucción, no algo desestructurante, sino algo estructural mucho más profundo.
2. Tarántulas
Nietzsche en Humano, demasiado humano entenderá la venganza como una defensa ante algo o alguien pernicioso.[20] En un primer momento la intención puede ser querer salvar la propia vida por miedo a un segundo golpe, pero una reflexión más atenta y de más tiempo llevará a una segunda clase de venganza, que no tiene que ver con la protección, sino con querer hacer daño al otro. Orestes, por ejemplo, no atiende ni se deleita en el dolor que causa a su madre o a Egisto, pero, en cambio, la imagen de Electra que aparece en obra de Sartre, es muy diferente: pese a sus remordimientos desea escuchar los gritos. “¡Que grite! ¡Que grite! Yo los quiero, esos gritos de horror, y quiero sus sufrimientos. (Los gritos cesan) ¡Alegría! ¡Alegría! Estoy llorando de alegría: mis enemigos han muerto y mi padre está vengado”.[21] Nietzsche dará un interesante paso porque para él incluso la justicia derivada de los tribunales obedece a los modos de venganza: “el castigo judicial restaura tanto el honor privado como el honor social […] se da también en él otro elemento de la venganza […] en la medida en que a través de él la sociedad sirve a su autoconservación y asesta el contragolpe en legítima defensa”.[22] Pero Nietzsche empleará además la venganza y el castigo para definir, más allá de la política o la psicología, como bien supo ver Heidegger, el modo en el que el hombre se relaciona con el ser y con la vida.[23] Entre los usos que hace Nietzsche de este concepto (Gerechtigkeit)[24], puede rescatarse aquel que se inscribe en las lecturas que el filósofo hace de la tragedia, especialmente de otra obra de Esquilo, Prometeo encadenado, obra con una profunda influencia de la justicia hesiódica, en El nacimiento de la tragedia y en La filosofía en la época de los trágicos griegos.[25] Más adelante este sentido de la justicia cambia para transformarse en dar a cada uno lo suyo (Jedem das Seine geben) con un sentido distributivo que ataca las nociones de culpa y castigo de la tradición judeocristiana. En este contexto, el de Humano, demasiado humano y el de Así habló Zaratustra, irrumpe una comprensión de la venganza ligada al proceder de las arañas, que tejen con su tela una noción de justicia, y que el filósofo enfatiza posteriormente cuando sostiene que la justicia es una forma de venganza.[26]
Así pues, por debajo de todo un mecanismo de legalidad basada en una aséptica extensión de un velo de legitimidad racional característico de la noción “racional” de Justicia, otro insecto se mueve conforme teje una tela en la que Orestes dice inscribirse al sentirse ciudadano: una tela de responsabilidades y compromisos, de herencias, que “ocultan” otra cosa y que transformarán la venganza en un hilo más del entramado (ya no, por tanto, algo “oculto”, sino algo “maquillado” sobre la piel del mundo). Lo que encontramos en este segundo momento es que, si la venganza queda inoculada en la justicia (que ya no cancela a la venganza como parecía, sino que la fagocita y asimila), entonces fenómenos aparentemente colectivos, se mueven por motivaciones individuales. Tal es la lectura que hace Nietzsche de la venganza en Así habló Zaratustra, tejida por los resistentes hilos de las tarántulas. El movimiento es en Nietzsche mucho más terrible de lo que la lectura de Sartre nos indica acerca de la relación venganza y justicia porque si en éste, al fin y al cabo, se trata de velar por el bien de la comunidad, en el caso de Nietzsche se trata del beneficio de unos pocos. De nuevo encontramos la antigua discusión entre Trasímaco y Calicles en torno a la justicia.
Las tarántulas son curiosos insectos, pertenecientes a la familia de los arácnidos que comen, entre otras cosas, las moscas que quedan presas de su tela: podríamos pensar entonces que la tarántula se come literalmente el afán de venganza ante el crimen para provocar otro crimen mayor y simula un acto de justicia. En este caso la venganza ya no tendría que ver tanto con responder con violencia a un agravio recibido, sino con el resentimiento por un acto que, tramada con tiempo, tiñe los hilos del derecho. En un pasaje de nombre “De las tarántulas” incluido en Así habló Zaratustra, el filósofo denomina “tarántulas” a quienes predican la igualdad –la homogeneización- a través del derecho y de “su” concepto de justicia[27], a aquellos que han construido edificios conceptuales basados en palabras como “recompensa”, “retribución”, “castigo”…cuando en realidad lo que les mueve no es el afán de justicia, sino de envidia y de resentimiento para atacar a los que se apartan de lo igual. Si el derecho y las formas de racionalización trataban de que todos los hombres fueran iguales y abanderaba la justicia y la violencia legitimada como emblemas, lo que encontramos es en realidad una perversión de este principio: porque los hombres no son iguales se les quiere iguales, pero no por un principio de justicia o de equidad sino de envidia y rencor. Es más un principio derivado del resentimiento. La homogeneización genera identidad, pero no por cohesión interna en torno a valores compartidos, sino por división interna que torno a la envidia de la diferencia. Por lo dicho, las tarántulas, a diferencia de las moscas, poco tienen que ver con el castigo ante un delito de sangre que haya de ser recompensado de alguna manera por el bien de una justicia colectiva, sino con la creación de una tela, una representación, cuya función es anular la diferencia y hacer invisibles las verdaderas motivaciones: “Venganza queremos ejercer, y burla de todos los que no son iguales a nosotros –esto se juran a sí mismos los corazones de tarántulas”.[28] Nietzsche trasciende el ámbito del derecho y traslada un problema político a un ámbito ontológico, como vio Heidegger, porque lo que se encuentra como fundamento de esta lucha en la desigualdad es la voluntad de poder. La envidia y la rabia producidas por una impotencia vital es lo que alimenta la idea de justicia de las “tarántulas” que tratan de descargar y suprimir el propio dolor a través del dolor del otro buscando una compensación por aquello que unos tienen y otros desean. La justicia es por ello una forma de venganza alimentada por el rencor y tras los ideales de virtud se esconde el fraude y la impotencia. Podríamos preguntarnos si esta red tramada por las tarántulas es la misma que teje la araña en Verdad y mentira en sentido extramoral, que crea su propio mundo a través de conceptos con los que neutralizar el dolor[29]. El mundo sería pues, una representación que encubre el resentimiento con el concepto de justicia. “¡Desconfiad de todos aquellos que hablan mucho de su justicia! En verdad, a su almas no es miel únicamente lo que les falta. Y si se llaman a sí mismos “los buenos y los justos”, no olvidéis que a ellos, para ser fariseos, no les falta nada más que -¡poder!”[30]. La venganza estaría así asociada a la injusticia y a la compensación, pero no como consecuencia de las mismas, sino como su fuente: la venganza es para Nietzsche la igualación de todos ante la envidia de la diferencia. E incluso, como verá Heidegger, puede ser entendida como un “ponerse a sí mismo en una posición de superioridad y, de este modo, reconstruir su propia validez, que es tenida como lo único que cuenta. Porque la sed de venganza es excitada por el sentimiento de ser vencido y perjudicado. […] ¿Qué es la venganza? […] La venganza es la persecución que se opone y que rebaja”.[31]
El castigo es así, según leemos en “De la Redención”, la palabra que emplea la venganza para esconderse, “una palabra embustera [con la que] se finge hipócritamente una buena conciencia”.[32] En este sentido quizá una de las formas de la venganza en la modernidad haya sido la justicia aplicada a veces como política del resentimiento y del revanchismo. Pero la venganza como tal, siempre relacionada con una aplicación privada de principios que se creen objetivos, no es en primera instancia ni resentimiento ni revanchismo. Orestes, por ejemplo, no siente ni resentimiento ni revanchismo por Clitemnestra (aunque el caso de Electra sea distinto). Mientras que la venganza implica un saldo de cuentas en el que se exige una compensación de igual a igual: muerte por muerte, honor por honor, ojo por ojo según la ley del Talión (Orestes sabe que él también es un criminal: ha cometido un asesinato para castigar otro); el resentimiento se deriva de una perversión de los principios de justicia que mueven al vengador, puesto que no se trata tanto de buscar una compensación como de quebrar un equilibrio o un estatuto que se considera –puede que sin falta previa- no adecuado, no justo. Como tal, el resentimiento, emponzoñado de rencor, coincidiría con la definición dada por Heidegger a la venganza, puesto que se opone y “rebaja”. Cuando un castigo no puede ser llevado a cabo por incapacidad o por ser inadecuado, aparece el resentimiento que, de algún modo, surgirá en la visibilidad de la política revestido con velos de fingida legitimación. El “resentido” no trata meramente de buscar una compensación ante una injusticia. El concepto es aquí el merecimiento: lo que se merece y lo que no.
Reflexiones finales
Este concepto de justicia compensatoria de corte moderno estaría para Nietzsche claramente vinculado a la venganza y al resentimiento porque en primer lugar está basado en el equilibrio de “dar lo que corresponde” que presupone en el fondo una singularidad que instrumentaliza (Nutzanwendung) la justicia[33]; y, en segundo lugar, porque esta instrumentalización de la justicia no conllevaría, como en el pensamiento trágico, un acto que redundara en la colectividad, sino un acto que, encubierto de objetividad, no haría sino perpetuar las relaciones de poder y la posición del resentido.[34] Así, si la justicia entendida como equilibrio e igualdad es la culminación del resentido, lo es porque vela no por la ley en sí misma, sino siempre por el perjudicado, cuya perspectiva se convierte en la perspectiva de la justicia per se. Por eso la propuesta de Nietzsche apuntará a una nueva comprensión de la justicia que alejada de la comprensión moderna de la misma, ya no sirva a nada ni a nadie y donde, como sostiene Vanessa Lemm[35], la propia justicia apunte a un más allá de la ley misma y que, como aquella justicia hesiódica de las tragedias de Esquilo, vele por el orden del todo, más allá de lo humano, y donde lo que parece un acto de venganza particular, como el de Orestes, muestre en el fondo una preocupación por la comunidad. Sin embargo, esta postura, como la que también podía rastrearse en Sartre no deja de ser conflictiva por la comprensión misma del concepto de Justicia que se emplea: ¿es la venganza legítima por mucho que proporcione cohesión al grupo? ¿es la justicia, que asimila la venganza, un mecanismo meramente compensatorio? ¿es la labor de la justicia el castigo, la damnificación y la compensación? ¿No es esta una construcción de la justicia basada en un concepto negativo de la libertad? Quizá sea preciso rescatar un concepto de justicia (Diké) no sólo relacionado con la limitación y el castigo, sino también y sobre todo, ligado a la virtud y que vele, en su ecuanimidad, por dar a cada uno lo que le corresponde en su diferencia, por construir, en definitiva, comunidad y pueblo y donde justicia sea sinónimo de bien para todos. De este modo, desde el propio Esquilo, puede rastrearse un concepto de Justicia donde éste, desvinculado de su noción arcaica y “natural” de la misma, tiene que ver más con el orden de la realidad donde lo importante y lo que debe ser rescatado es la idea del espacio del dejar ser a cada cosa, y donde cada cosa asume como propio el orden del todo sin imposición y con virtud.
Notas
01. Esquilo: Las Euménides, vv. 482-484. En Esquilo: Tragedias, Gredos, Madrid, 2000, p. 246.
02. Cfr. “El espíritu verdadero, la eticidad” en Hegel, G.W.F.: Werke, vol. 3: Phänomenologie des Geistes (=Phä), Suhrkamp, Frankfurt a.M, 1970, p. 327 y ss; trad. de Antonio Gómez en Hegel: Fenomenología del espíritu, Abada, Madrid, 2010, p. 525 y ss..
03. Spinoza, B: Tratado teológico-político, Alianza, Madrid, 1986, VII, Pl. 775.
04. Hegel, G.W.F: Werke, vol. 7: Grundlinien der Philosophie des Rechts (=GPhR), Suhrkamp, Frankfurt a.M, 1970, § 102, pp. 196-197; trad. de Eduardo Vásquez en Hegel: Rasgos fundamentales de la filosofía del derecho, Biblioteca Nueva, Madrid, 2000, pp. 174-175.
05. Véase GPhR §102 pp. 196-197; así como Hegel: Die Philosophie des Rechts. Die Mitschriften Wannenmann (Heidelberg 1817/18) §48, edición y comentario de K-H Ilting, Stuttgart, 1983, pp. 72-73; y Homeyer (Berlin 1818/19), §56 en la misma edición p. 239.
06. Freud, S.: “El por qué de la guerra” (1932) en Obras completas, t. III, Barcelona, Biblioteca Nueva, 1981, p. 3207.
07. Grinberg señala en su estudio sobre la culpa en la Orestiada que “en la raíz de los males que se sufren se encuentra una culpa que constituye la primera perturbación del orden natural de las cosas” siguiendo la línea que conecta la justicia representada en las obras de Esquilo con el concepto más arcaico de ésta en su vertiente hesiódica. En este caso, la raíz de los males de la casa de Agamenón no es el sacrificio de Ifigenia, sino el crimen de Atreo que trata de dar de comer a su hermano Tieste la carne de sus hijos. En Grinberg, L.: Culpa y depresión. Estudio psicoanalítico, Paidós, Buenos Aires, 1978, p. 254.
08. Esquilo: Las Euménides, vv. 70-73; trad. de Bernardo Perea en Esquilo: Tragedias, Gredos, Madrid, 2000.
09. Sobre la importancia de la locura para aquel que quiere ser castigado por las deidades cf. Padel, R.: A quien los dioses destruyen, Sextopiso, Madrid, 2009.
10. Sartre, J.P.: Les mouches, en Huis clos suivi de Les mouches, Gallimard, Paris, 1992, p. 109.
18. GPhR, § 166, p. 319; trad. pp. 238-239.
19. Phä, p. 350-351; trad. p. 561-563.
20. Nietzsche, F.: Humano, demasiado humano, Akal, Madrid, 2001, p. 133
21. Sartre, J.P.: Les mouches, op. cit., p. 208.
23. Heidegger, M.: “Wer ist Nietzsche´s Zarathustra” en Vorträge und Aufsätze (1936-1953), Klostermann, 2000. Traducción en Conferencias y Artículos, Barcelona, Ediciones del Serbal, 1994.
24. Lemm, V.: Nietzsche y el pensamiento político contemporáneo, FCE, Santiago de Chile, 2013, p. 219.
25. Nietzsche, F.: El nacimiento de la tragedia, Alianza, Madrid, 1997, pp. 91-92.
26. Nietzsche, F.: La genealogía de la moral, Alianza, Madrid, 2000, p. 82.
27. Nietzsche, F.: Así habló Zaratustra, Alianza, Madrid, 1999, p. 155.
29. Nietzsche, F.: Verdad y mentira en sentido extramoral, en Nietzsche y la gran política, Cuaderno gris, UAM, 2001, p. 232.
30. Nietzsche, F.: Así habló Zaratustra, op. cit., p. 157.
31. Heidegger, M.: “¿Quién es el Zaratustra de Nietzsche?”, op. cit., p.7.
32. Nietzsche, F.: Así habló Zaratustra, op. cit., p. 210.
33. Cfr. Nietzsche, F.: La genealogía de la moral, op. cit., p. 48, p. 58.
34. Cfr. Lemm, V.: Nietzsche y el pensamiento político contemporáneo, op. cit., p. 224.