Sistema-Mundo y Transmodernidad: Una lectura crítica[1]

Rodrigo Castro Orellana
Universidad Complutense de Madrid

Volume 10, 2016


Este texto se inscribe en una serie de estudios que he venido desarrollando sobre el problema de la razón decolonial[2]. Me refiero con este concepto a una forma específica de pensamiento que se caracteriza por una crítica radical del eurocentrismo, una defensa más o menos explícita de una identidad cultural sustantiva y por ofrecer un modelo de comprensión del sentido de la modernidad occidental que establece su íntima conexión con la violencia colonial. Dentro de este modelo de racionalidad, existen diversas posiciones que van desde la crítica a toda normatividad fundacional y universalista (Grosfoguel), hasta un paradigma que restaura los esencialismos desde la apelación a «lo popular» (Dussel) o a partir de la reivindicación del pensamiento fronterizo (Mignolo).

El programa de la filosofía de la liberación o la producción teórica del grupo Modernidad/Colonialidad representan, por tanto, dos casos paradigmáticos de esta razón decolonial, aunque posean características que los diferencian entre sí. Sin embargo, cometeríamos un error si supusiéramos que este régimen discursivo se limita exclusivamente a estas formas más evidentes. La razón decolonial posee múltiples configuraciones a lo largo de la historia. Por ejemplo, está presente en el sueño de una espiritualidad americana republicana de algunos pensadores del XIX[3] o subyace en las representaciones de la conquista española de América que comenzaron a circular en Europa desde el siglo XVI en adelante. En tal sentido, se podría escribir una compleja genealogía de la razón decolonial.

Como es lógico, no corresponde desarrollar aquí este proyecto. Por ahora solamente nos gustaría reflexionar críticamente sobre uno de los aspectos más generales que configuran la lógica de la razón decolonial: su lectura de la modernidad occidental. En este contexto, hay dos conceptos que adquieren una relevancia indiscutible. Se trata de las nociones de sistema-mundo moderno/colonial y transmodernidad que han desarrollado Walter Mignolo y Enrique Dussel respectivamente.

Las dos primeras partes del presente artículo son una presentación esquemática de ambos términos que, como se advertirá, poseen una importante familiaridad. Posteriormente, apuntaré tres dimensiones críticas que no agotan en absoluto el análisis de las dos nociones, pero que considero útiles para abrir un debate. En esta última sección la reflexión se articulará en los apartados siguientes: 1) construcción de la modernidad europea como una estructura global homogénea; 2) compromiso esencial de la modernidad con la colonización e imagen del indígena; 3) auto-contradicción existencial del pensador decolonial.

1. Sistema mundo moderno–colonial

La idea de sistema-mundo es un término que construyó originalmente el sociólogo Immanuel Wallerstein para describir la configuración de la modernidad como una «economía-mundo» que emergería hacia el siglo XVI en función de la expansión territorial de España (Wallerstein, 2010). Este planteamiento incide en la importancia que tendría la periferia colonial americana para la articulación de un sistema capitalista global. Es una idea decisiva para el grupo modernidad/colonialidad toda vez que ofrece una justificación histórico-económica acerca de la necesaria relación entre colonialismo y modernidad.

Sin embargo, en la articulación de este sistema-mundo no solamente habría que identificar el proceso de «acumulación originaria» que estudia Wallerstein, sino también la producción de la primera cultura o estructura simbólica de orden mundial. Como explica Mignolo: la conquista de América habría determinado el nacimiento del capitalismo, pero sobre todo marcó la irrupción de la «diferencia colonial» (Mignolo, 2003). Esto es: la emergencia de un dispositivo discursivo con pretensiones de universalidad que sanciona el recorte de la población en función de un criterio étnico-racial, es decir, la génesis de una racionalidad que afirma el valor superior del hombre europeo.

Este dispositivo se manifestaría a lo largo de toda la historia de la modernidad occidental mediante un «universalismo abstracto» que invisibiliza el rostro de quien habla y el lugar desde donde habla. El pensamiento moderno europeo, entonces, estaría marcado de un extremo al otro por un «racismo epistémico» y la tarea de cualquier eventual diálogo intercultural, por ende, pasaría necesariamente por una descolonización de las relaciones de poder en el sistema-mundo moderno/colonial.

El sociólogo peruano Aníbal Quijano, ha sido el primero en advertir este nexo entre el sistema-mundo forjado con la conquista de América y la cuestión racial (Quijano, 1992). Según él, la dominación global del Norte sobre el Sur nace con la irrupción de la discriminación racial (europeo/no europeo) durante el siglo XVI y se prolonga hasta el presente. La idea de raza habría determinado la formación de relaciones sociales y la construcción de identidades en América, legitimando o naturalizando diversas modalidades de explotación. Esto es lo que Quijano denomina: «colonialidad del poder».

Un proceso que supone la promoción del «imaginario de la blancura» y los privilegios de la raza europea en desmedro de todas las otras. Tiene efectos, por tanto, en el nivel de la producción de un tipo hegemónico de subjetividad y también en el nivel epistemológico, ya que distingue al saber eurocéntrico como la única forma de conocimiento verdadero. Así pues, la «colonialidad del poder» habría determinado el espacio intelectual euro-americano como un contexto asimétrico y sería un obstáculo decisivo -según Quijano- en los procesos de democratización social dentro de América Latina hasta la actualidad (2000).

De ahí que pueda hablarse de un proceso de descolonización pendiente, que no alcanzó a realizarse plenamente con los movimientos independentistas del siglo XIX y que permanecería como una tarea y un desafío político necesario y urgente. Este es precisamente, uno de los sentidos que tiene la expresión «decolonialidad» al interior del grupo modernidad/colonialidad: una crítica epistémica del eurocentrismo (de su inoculación en las ciencias sociales, la Universidad, el arte, el derecho, la concepción del intelectual, etcétera) que debería hacer posible la visibilización de otras formas de conocimiento (una «otredad» epistémica que habría sido excluida) y una subversión política de las relaciones raciales. Esta es la tarea que se desprende de la comprensión de la modernidad europea como un sistema-mundo-colonial: producir la verdadera emancipación social y cultural de la periferia latinoamericana.

2. Transmodernidad

Dussel comparte en líneas generales el análisis de la modernidad que se desprende del uso que realiza Mignolo de la teoría del sistema–mundo. También para él la modernidad solo puede afirmarse a sí misma mediante una operación de negación de los hombres no europeos y de sus culturas. No obstante, introduce un nuevo concepto que pretende pensar la alteridad y exterioridad del sistema mundo moderno de una forma distinta. Esto es lo que implica, en primer lugar, la noción de transmodernidad: una descripción de proyectos y experiencias que no por situarse «fuera» de la totalidad del sistema–mundo tienden a buscar una incorporación (mediante ese proceso de integración que se denomina modernización), sino que se abren efectivamente a un más allá de la modernidad.

En palabras de Dussel: «transmodernidad indica todos los aspectos que se sitúan más allá de las estructuras valoradas por la cultura moderna europeo-norteamericana, y que están vigentes en el presente en las grandes culturas universales no–europeas» (Dussel, 2006: 49). La noción de transmodernidad, por ende, involucra el supuesto de que existe una «potencialidad no-incluida» (Dussel, 2001: 387) en la modernidad occidental que procede de experiencias, saberes y prácticas que han sido en algún momento excluidas. Esta tesis supone problematizar por lo menos dos puntos del planteamiento de Wallerstein acerca del moderno sistema mundial.

En primer lugar, la idea de que la economía–mundo se constituye en el siglo XVI como consecuencia de un nuevo orden geopolítico atlántico cuya potencia hegemónica fue España. Para Dussel, por el contrario, este momento correspondería más bien a una «primera modernidad» hispánica que no representa todavía un centro mundial puesto que dicho lugar lo ocuparía China y su influencia en el Sudeste Asiático y en el Indostán (Dussel, 2001: 397). Por lo tanto, Europa no habría sido «desde siempre» el centro y el fin de la historia universal; su protagonismo más bien sería un acontecimiento reciente. La organización de Europa como núcleo del orden mundial no tendría más de doscientos años de antigüedad.

Se cuestiona y se desplaza, de este modo, la delimitación cronológica del estudio de la economía-mundo formulada por Wallerstein, pero también se socava el sentido mismo de la categoría. Si el sociólogo norteamericano afirma que un sistema mundial es un sistema total que distribuye coherentemente una lógica interna de centros y periferias, el concepto de transmodernidad implica por el contrario una des-totalización como característica intrínseca y no advertida por la propia modernidad. De tal modo que, aunque Dussel no lo diga de forma explícita, su planteamiento implica que nunca ha habido algo así como un sistema mundo-moderno puesto que la hegemonía europea sería una especie de ficción que oculta todo aquello que desde siempre ha rebasado a la modernidad como su exterioridad desconocida.

Más allá del «orden-mundial» y de la supuesta «realidad sistemática» de la modernidad habría espacios culturales que han sido rechazados o negados, pero que realmente son ancestrales y han sobrevivido a lo largo de los siglos al aparato de subalternización eurocéntrico (Dussel, 2001: 405). Estos órdenes culturales contendrían, según Dussel, un potencial de humanidad decisivo para la construcción de una civilización futura que supere radicalmente a la modernidad y al capitalismo.

Por este motivo, la idea de transmodernidad no supone sólo una perspectiva crítica de los valores occidentales, sino también una propuesta política de liberación de los pueblos que nace de una reivindicación de las identidades culturales despreciadas o ignoradas. Aquello que la modernidad calificó como «insignificante», «sin sentido», «bárbaro», «salvaje», «subdesarrollado» o «tercer mundista» se transformaría ahora en la fuente principal de saberes y prácticas decisivas para la construcción de un nuevo paradigma civilizatorio que asegure la subsistencia del hombre en el planeta (Dussel, 2001: 406–407).

Se trataría del retorno del inconsciente histórico excluido (407) que arremete contra la falsa pretensión totalizadora de la modernidad, como una fuerza que contiene una heterogeneidad reprimida que, sin embargo, posee en último término una misteriosa identidad común. Evidentemente, este argumento le permite a Dussel reafirmar el valor de las culturas indígenas originarias de América Latina en un sentido muy similar al reclamo de Mignolo de regresar a las estructuras epistémicas que se derivarían de las «cosmovisiones precolombinas suprimidas».

Sin embargo, existe aquí una diferencia que hace en incompatibles los dos conceptos. Para Mignolo la modernidad necesariamente tiene una estructura sistemática y un estatuto binario que subsume su propia exterioridad en un juego de polaridades. De ahí su idea de la colonialidad como «la cara inversa e inevitable de la modernidad» (Mignolo, 2003: 82), es decir: la cara oculta de una misma realidad. Este argumento no resulta compatible con el concepto de transmodernidad porque este pretende pensar todo aquello que rebasa los valores y principios de la modernidad negando su auto-representación como un todo.

Por otra parte, resulta importante observar que el prefijo «trans» sobre todo quiere enfatizar que no existe ninguna posibilidad interna a la modernidad de corregir sus supuestas falencias y asimetrías. La esperanza únicamente puede proceder del reino salvador del «afuera». Esto implica, tanto en el caso de Dussel como de Mignolo, una severa descalificación de lo que ellos entienden como pensamiento postmoderno.

Aquí el problema principal reside en que se trataría de una crítica a la modernidad que se efectúa sin poner en tela de juicio la centralidad del eurocentrismo (Dussel, 2001: 403). El discurso postmoderno no podría desprenderse del supuesto de que las culturas excluidas están insertas en un devenir que las conduciría a desarrollar en el futuro las mismas características que en la actualidad podemos observar en las sociedades europeas o en Norteamérica. La crítica a la subjetividad moderna, la denuncia de la razón instrumental o el cuestionamiento de los dispositivos de poder occidentales, no tendrían la capacidad de establecer un nexo entre la exterioridad del orden moderno y la contribución positiva que las culturas no-incluidas pueden realizar para la construcción de un espacio sociopolítico transmoderno. Así pues, no se trata «simplemente de superar la modernidad, sino también el proyecto de la postmodernidad como supuesta superación del primero» (Bautista, 2014: 62).

Este planteamiento, llevado al plano del problema de la continuidad transhistórica de la situación colonial, significa que «el giro decolonial» solamente resulta posible a través de una operación de auto-reconocimiento y auto-valoración de los principios culturales más propios y auténticos de los pueblos subyugados. Hay que reconocerle, entonces, a Dussel el singular mérito que involucra la creación del concepto de transmodernidad, en el sentido de que pese a ofrecer un panorama más complejo y descentrado de la modernidad y sus exclusiones, permite arribar exactamente a la misma conclusión formulada en las viejas elaboraciones de la filosofía de la liberación a principios de los años setenta del siglo veinte.

Casi cuatro décadas después, Dussel persiste con obstinación en la idea de que una ruptura de la dependencia latinoamericana, una verdadera emancipación respecto de la sujeción colonial, solamente puede emerger del profundo sustrato telúrico de Latinoamérica. El sueño transmoderno reafirma la autenticidad y el privilegio de saberes y prácticas aferrados a la naturaleza de lo local. Desde la pregunta por una auténtica filosofía latinoamericana hasta su apuesta por una interculturalidad transmoderna, el proyecto de la liberación confirma una y otra vez su vocación esencialista.

3. Elementos para una crítica

3.1 Hipóstasis de la modernidad

La denuncia que el proyecto transmoderno de Dussel y el pensamiento decolonial hacen del eurocentrismo involucra una hipóstasis de la modernidad y de Occidente que refuerza un discurso genérico completamente alejado de los procesos materiales efectivos, de las representaciones y prácticas históricas en su complejidad y diversidad (Villalobos-Ruminott, 2014). De hecho, estos autores no advierten que al subsumir bajo el rotulo de «racionalidad eurocéntrica» las distintas modalidades de crítica interna de la propia modernidad (lo que califican como discursos postmodernos), abandonan al mismo tiempo una de las aportacionesde dicha crítica, esto es: la superación de las dicotomías elaboradas por un pensamiento con pretensiones de universalidad.

Por este motivo, no sorprende que tanto el programa transmoderno como el giro decolonial consistan principalmente en definir una oposición de máximos entre la modernidad y su «afuera» local/originario. En el marco de dicha dicotomía, pareciera que no se puede aceptar que ese «espacio local» pueda ser un resultado de líneas de divergencia e integración que se deslizan como lógicas de poder en niveles heterogéneos, «mesetas estriadas y diversificadas de luchas y resistencias» (Villalobos-Ruminott, 2014: 5).

La definición, por ende, que Dussel y Mignolo ofrecen de la modernidad como sinónimo de colonialidad eurocéntrica resulta tan radical y reduccionista, que es incapaz de concederle algún significado a una racionalidad moderna autónoma e igualitaria o a los componentes emancipadores que contiene la ideología ilustrada. Se excluye la reflexividad como característica del orden moderno, lo cual permite –por una parte- descalificar cualquier tipo de saber occidental como un discurso homogeneizante y «subalternizador» y, por otra parte, identificar la reflexión crítica de los subalternos como una realidad independiente y diferenciada de los recursos culturales que la propia modernidad produciría.

Si la modernidad posee un «lado oscuro» (dark side), el planteamiento decolonial permanece en silencio sobre su eventual «lado luminoso». Ciertamente, Dussel y Mignolo reconocen y estudian escenarios históricos específicos de la modernidad (el poder imperial hispánico del siglo XVI, la segunda modernidad del siglo XIX, la actual sociedad globalizada, etcétera), pero cuando lo hacen no registran verdaderamente transformaciones del sistema-mundo, sino más bien «transubstanciaciones» de la colonialidad (Schlosberg, 2003: 120). Es decir, describen la continuidad de una esencia que adquiere diversas configuraciones o, lo que es lo mismo: congelan la modernidad en el primer acto colonizador hispánico (122).

Como señala Castro-Gómez, la metodología de estos autores se encuentra constreñida a la dimensión molar y de tipo arborescente que es ciega a la reproducción rizomática y al anclaje molecular del poder (2010). Impide, en tal sentido, una interpretación del proceso de colonización, de los discursos y las prácticas de colonizados y colonizadores, como una dinámica que carece de un punto de control preciso y hegemónico, y que precisamente por esta razón, está siempre amenazada por la inestabilidad o la fuga.

Se trata de una apuesta que evidencia cómo la noción de transmodernidad o el concepto de sistema-mundo están lastrados por la idea hegeliano-marxista de totalidad, lo cual no permite avanzar hacia una comprensión de la sociedad post-industrial como una realidad compleja y ambivalente. Todo esto confirma, además, el fracaso de Dussel y Mignolo a la hora de intentar separarse de la dialéctica de la modernidad. Reproducen algunas de sus lógicas más constitutivas, poniéndolas paradójicamente al servicio de un denuncia retórica de la modernidad como encarnación de la dominación.

En efecto, esta es la única lógica interna que reconocen como característica sustantiva de la modernidad. No se acepta la existencia de otras dinámicas distintas a la dominación capitalista, la burocratización de la vida o el racismo. De este modo se desconoce, por ejemplo, que las reivindicaciones indígenas contemporáneas serían impensables sin un sustrato de derechos e ideas como las de igualdad o de libertad, que son una herencia indiscutible de las tradiciones del pensamiento moderno. Pero aún más: también se olvida el hecho de que la emergencia desde la periferia subalterna de un saber teórico-crítico respecto a los paradigmas occidentales, es una consecuencia de que la modernidad haya situado el conocimiento experto en el núcleo de la reproducción social y lo consiga poner en circulación (Castro Gómez, 1999).

Esta última dimensión de la reflexividad moderna puede observarse, por ejemplo, en las revoluciones independentistas latinoamericanas del siglo XIX. Ahí reconocemos, por una parte, un proceso de dislocación de las identidades territoriales y de concentración del poder en las élites criollas que disponían de un acceso privilegiado al conocimiento; pero, por otro lado, identificamos también «un movimiento de relocación en el que diferentes grupos excluidos pudieron luchar por el reconocimiento de su diferencia» (Castro Gómez, 1999: 97). De tal manera que los saberes expertos sirvieron tanto para consolidar un poder político de clase, como para aprovisionar, a los grupos subalternizados por el Estado-Nación, de una serie de herramientas reflexivas que hicieron posible la apertura de espacios de transgresión.

En suma, la negación de la diversidad, la ambivalencia, la complejidad y la reflexividad de los procesos modernos conducen a Dussel y Mignolo a un resultado teórico particularmente contradictorio. Nos referimos a que toda su reivindicación de una epistemología de la «pluridiversidad», de saberes heterogéneos y formas culturales democráticas que se liberan del yugo moderno, se sostiene sobre una «crítica monológica» y unívoca (Browitt, 2014: 38).

Esto les permite ubicarse en una posición epistémica privilegiada que desautoriza radicalmente y de antemano a cualquiera que se situé en una posición alternativa y antagónica. Es decir, cualquier espacio de debate crítico y reflexivo queda reducido a la economía del «victimario o la víctima». Si estás de acuerdo con la transmodernidad decolonial perteneces al orden de los justos que construyen un saber en nombre de los damné de la terre; si denuncias el programa teórico conceptual de los transmodernos y los decoloniales reproduces una racionalidad excluyente y legitimas la dominación.

De esta forma, los defensores de la pluralidad epistemológica abandonan paradójicamente el contexto científico en que las teorías pueden discutirse a partir de sus limitaciones y donde ninguna de ellas está en condiciones de reivindicar una validez absoluta. Desconocen que una de las reglas más básicas del pluralismo recomienda un prudente escepticismo que deriva de la ausencia de una única verdad. Dussel y Mignolo parecen inclinarse más bien por la defensa de un absoluto. Es de esta manera, como se alejan en mayor medida de las tradiciones reflexivas de la modernidad.

3.2 Reducción colonial e imagen del indígena

La reducción del colonialismo a un fenómeno estrictamente moderno puede ser desmentida con una sencilla reflexión histórica en que se identifiquen todas las prácticas coloniales que escapan al contexto europeo y que rebasan el marco histórico que inaugura el año 1492. En la expansión del Imperio Romano de los siglos I y II AC., en la expansión Vikinga de los siglos IX y XI o en la colonización islámica del siglo XIII se evidencia que el hombre ha sido un animal colonizador por milenios. La historia está atravesada por empresas de dominación de una cultura sobre otra, en las cuales se han producido importantes intercambios simbólicos y articulaciones híbridas, pero también la destrucción y la muerte de muchas civilizaciones. Intentar, por lo tanto, definir la modernidad desde su compromiso esencial con el colonialismo no nos aclara nada respecto a la especificidad de las lógicas imperiales desplegadas a partir del siglo XVI en América.

Como plantea Browitt, si entendemos por colonialismo la extensión del control sobre otro territorio y grupo humano mediante la violencia y el expolio económico, éste ha existido, entonces, desde tiempos remotos (2014: 39). Si en cambio definimos el colonialismo a partir del concepto de «colonialidad», tendríamos que reconocer que todos los colonialismos históricos han tenido efectos en un nivel simbólico y han supuesto estrategias de subalternización y modos de individualización. Sea como sea que comprendamos el colonialismo, entonces, Europa no sería la fuente de todo mal y de toda dominación, como lo piensan Dussel y Mignolo; lo cual tampoco significa desconocer las acciones de discriminación que se han derivado de las políticas de colonización modernas.

Además, el argumento que convierte a la modernidad en sinónimo de colonialismo, oculta otra circunstancia histórica que refuta profundamente algunas de las tesis principales de la transmodernidad decolonial. Se trata de reconocer la existencia de una lógica imperial en América antes de la llegada de Colón.

En efecto, las civilizaciones Azteca o Inca fueron, antes de la intervención de los conquistadores hispánicos, estructuras imperiales que sometieron a otros pueblos indígenas y que produjeron un sistema colonial amplio y complejo atravesado por mecanismos de sujeción y explotación. De hecho, como es sabido, tanto Cortés como Pizarro utilizaron a favor de sus intereses el descontento de las poblaciones indígenas sometidas que se aliaron con los castellanos para luchar contra los poderes imperiales.

El problema fundamental residiría aquí en la imagen dorada e idílica con que se suele presentar al indígena precolombino. Una estrategia de adulteración histórica que recuerda la figura rousseauniana del «buen salvaje», ese sujeto apegado a la naturaleza que pone de manifiesto con su pureza la profunda potencia corruptora de la sociedad moderna. Dussel y Mignolo incurren precisamente en este error, reduciendo las distintas realidades de los indígenas precolombinos a una tipología única que parece inspirarse en el paraíso perdido que Diego Rivera dibujó en su Mercado de Tlatelolco.

Esa perfecta forma de convivencia comunitaria de la sociedad azteca, esa imagen luminosa de una paz eterna antes de la llegada del invasor, obedecería a ideas y valores espirituales superiores del mundo indígena que se conservan y llegan hasta nuestro presente, pese a los obstáculos que supone la maquinaria destructiva del eurocentrismo. De ahí la esperanza en un retorno efectivo de las formas puras y verdaderas de lo humano, como lo creía el indigenista González Prada cuando en 1894 profetizó que un día los indígenas descenderían de las cumbres andinas para, en un apocalipsis mesiánico, revertir la historia de victimarios y de víctimas que inició la conquista (Vargas Llosa,1996: 58).

Como se comprenderá, en todo este enfoque no hay ningún reconocimiento efectivo de la pluralidad indígena pasada o presente, y lo que es más inquietante: se produce una especie de re-esencialización de las culturas originarias que las convierte en sistemas carentes de todo devenir y en estructuras que se preservan como espacios incontaminados. Así adquiere un enorme sentido, la pregunta que se formulan Bretón, Cortez y García: «¿Es imaginable la pervivencia en el tiempo de unas ontologías genuinamente andino-amazónicas en contextos de fuerte hibridación cultural, fruto precisamente de la subordinación y racialización secular de esos colectivos subalternos?» (2014: 11).

En opinión de Dussel, sí sería razonable suponer que existe dicha conservación de las cosmovisiones indígenas. De hecho, en su obra Hacia una filosofía política crítica defiende que las culturas ignoradas y excluidas guardan un potencial milenario extraordinario que permitiría una reconfiguración redentora de la humanidad (2001: 406-407). Todo lo cual pondría de manifiesto el supuesto de que cualquier realidad suprimida por la modernidad debe responder a un mismo principio rector y a un mismo significado, y de que cualquier producción cultural alternativa debe ser necesariamente algo positivo.

Como se advertirá, interpretar de esta manera las realidades culturales indígenas implica una operación velada de ventriloquía por medio de la cual el pensador de la liberación o el crítico decolonial finalmente hablan en nombre de los damnés de la terre.

Me parece que si otorgásemos la palabra a los propios subalternos indígenas, seguramente comprobaríamos que sus reclamos, pese a venir desde lejos en la historia, no tienen por contenido ninguna cosmovisión ancestral suprimida. Sus exigencias no involucran una necesaria ruptura radical con la modernidad porque se trata de demandas que poseen un carácter transversal, es decir, que incorporan a otros conjuntos sociales como el campesinado o sectores pauperizados de las periferias metropolitanas que reclaman un proceso de modernización más inclusivo.

En cualquier caso, quizás la expresión más extrema de esta comprensión estática del mundo indígena y del exceso representacional de algunos intelectuales, se encuentra en un pasaje de la obra ¿Qué significa pensar desde América Latina? del discípulo de Dussel: Juan José Bautista. En este libro se señala que en las culturas indígenas originarias de América Latina –y debemos deducir que también en sus realidades actuales- se produce una «afirmación de la naturaleza completamente distinta y mucho más equilibrada y racional que la moderna» (Bautista, 2014: 63). La igualdad, la fraternidad y la libertad universales serían, por lo tanto, tareas inconclusas de los paradigmas occidentales que encontrarían su posibilidad de desarrollo en el horizonte cultural que ofrece y lega al presente el mundo indígena precolombino.

Resulta difícil imaginar una versión más extrema de idealización del mundo indígena. Según Bautista, la razón trascendental moderna y los ideales de la ilustración ya se habrían desplegado de algún modo en la arcadia feliz del Abya Yalá[4]. La superación de la crisis de la modernidad en nuestro tiempo, entonces, tendría que apelar a la recuperación de este sustrato dormido, nacido en otro lugar y en otro tiempo. De esta forma, situándose en el límite del absurdo, Bautista logra revindicar la reflexividad moderna pero pagando el precio de atribuir su origen a los pueblos originarios.

3.3 Geopolítica y subjetividad auto-contradictoria

Bautista también pone de manifiesto el compromiso personal de la subjetividad que pretende pensar desde América Latina. Si la transmodernidad involucra una ruptura epistemológica del marco de categorías del pensamiento moderno, esto conduce al sujeto a dejar de pensar del modo como lo había hecho hasta ahora. Sin embargo, dicha transformación del pensamiento no puede acontecer de una forma abrupta y repentina. Exige de un proceso complejo y extenso donde el pensamiento tiene que necesariamente continuar y, por lo tanto, se encuentra inmerso en la contradicción (Bautista, 2014: 72).

No se puede seguir pensando como antes, de acuerdo a los principios y valores de la modernidad, pero no por tener dicha convicción se abandonan inmediatamente las ideas y los conceptos que obedecen a la tradición moderna. De tal manera que aquel que avanza hacia ese pensamiento transmoderno, que intenta surgir de lo local, o que se dirige hacia un saber decolonial, debe necesariamente constituirse como una subjetividad auto-contradictoria.

Bautista habla de una «auto-contradicción existencial» para describir esta última frontera de la transformación que demanda la perspectiva transmoderna (2014: 73). No sería suficiente con una modificación cognitiva o cultural, ni con un cambio ideológico de fondo, se requeriría enfrentar y superar la contradicción en el nivel de la vida misma puesto que la transmodernidad exige una modificación de nuestras subjetividades euro-centradas, un desplazamiento hacia lo radicalmente otro.

Para alcanzar, entonces, el momento de la real y efectiva liberación, se requiere recorrer un camino empinado y espinoso a través de una tensión existencial entre lo que dejamos de ser y lo que todavía no somos, «cuya expresión sería el uso constante y a veces inevitable de los conceptos y teorías modernos» (Bautista, 2014: 74). Es decir, si bien ya no nos reconocemos como europeos ni como modernos, seguiremos razonando como ellos hasta alcanzar un punto que nos permita confirmar nuestra diferencia y la ruptura definitiva con nuestro pasado.

Hablamos, por tanto, una lengua que todavía no es la nuestra; pensamos con categorías que no nos pertenecen; usamos los nombres que ha inventado otro; nos servimos de las palabras que nos han sido impuestas, etcétera. Nuestro mundo está desgarrado y alienado, sumergido en el sueño melancólico de que el invasor colonial abandone por fin nuestro cuerpo y nuestro espíritu.

Estamos aquí ante una verdadera disociación de la subjetividad que se evidencia en el desgarro que supone para la víctima hablar la lengua del invasor y usar sus propias estrategias cognitivas para realizar una acción emancipadora. De hecho, la teoría que descalifica cualquier aportación de la modernidad europea, usa al mismo tiempo conceptos característicos de la tradición occidental como: emancipación, crítica o igualdad.

No obstante, este desdoblamiento del sujeto que se ha embarcado en la empresa transmoderna y decolonial, no se limita a los recursos lingüísticos y epistemológicos que se utilizan. También se pone de manifiesto en las prácticas de organización, difusión y distribución del conocimiento. Al respecto, no hay que olvidar que los pensadores que reivindican la apuesta decolonial participan activamente de ámbitos institucionales de circulación del saber experto que tienen un manifiesto origen europeo (por ejemplo: las universidades) y que se integran dentro de una economía del conocimiento propia de las sociedades capitalistas del primer mundo.

La geopolítica del conocimiento, entonces, no puede interpelar únicamente la procedencia de los discursos eurocéntricos. Ella también debe problematizar las condiciones de posibilidad y los contextos sociopolíticos en que se inscriben los discursos críticos de la modernidad occidental. Porque ese sujeto auto-contradictorio, arrinconado entre paradigmas excluyentes, pertenece siempre a un lugar desde el cual habla. Un espacio recortado, atravesado por diversas relaciones de fuerza, donde en ningún caso es posible el reino de lo absoluto.

Notas

01. Este trabajo se ha realizado en el marco del Proyecto: «Biblioteca Saavedra Fajardo de Pensamiento Político Hispánico (IV): Ideas que cruzan el Atlántico. La formación del espacio intelectual iberoamericano», financiado por el MINECO del Gobierno Español, con referencia FFI2012-32611.

02. Hasta ahora se han publicado: «Liberation in Latin America» (2016); «Diferencia colonial y pensamiento fronterizo. El privilegio de Walter Mignolo» (2015); «Foucault y los Estudios Postcoloniales. Historia de una recepción problemática» (2014).

03. Es el caso de la obra del pensador chileno Francisco Bilbao. Nos hemos referido a esta cuestión en «Francisco Bilbao y el Pensamiento Disidente» (2014).

04. Este es el nombre dado al continente americano por el pueblo Kuna de Panamá y Colombia antes de la llegada de Cristóbal Colón. Su utilización es reivindicada, entre otros, por Walter Mignolo.

Obras citadas

  • Bautista, JJ. (2014). ¿Qué significa pensar desde América Latina? Madrid: Akal.
  • Bretón, V,; Cortez, D.; García, F. (2014). «En busca del sumak kawsay». Íconos. Revista de Ciencias Sociales, 48 (enero), pp. 9-24.
  • Browitt, J. (2014). «La teoría decolonial: buscando identidad en el mercado académico». Cuadernos de Literatura, Vol. XVIII, Nº 36, Julio-Diciembre, pp. 25-46.
  • Castro Gómez, S. (2010). «Michel Foucault: Colonialismo y geopolítica», en: Ileana Rodríguez, Josebe Martínez (Eds.), Estudios transatlánticos postcoloniales. I. Narrativas comando/ sistemas mundos: colonialidad/modernidad, Anthropos, Barcelona.
  • — — — (1999). «Epistemologías coloniales, saberes latinoamericanos: el proyecto teórico de los estudios subalternos», en: Alfonso de Toro, Fernando de Toro (Eds.) El debate de la postcolonialidad en Latinoamérica, Iberoamericana, Madrid: Iberoamericana.
  • Castro Orellana, R. (2016) «Liberation in Latin America», The Encyclopedia of Postcolonial Studies. Ray, Sangeeta, Henry Schwarz, José Luis Villacañas Berlanga, Alberto Moreiras and April Shemak (eds). Blackwell Publishing.
  • — — — (2015) «Diferencia colonial y pensamiento fronterizo. El privilegio de Walter Mignolo», en: Daniel Abraldes (Ed.) Ideas que cruzan el Atlántico: Utopía y modernidad latinoamericana. Madrid: Escolar y Mayo, 2015, pp. 211-232.
  • — — — (2014) «Foucault y los Estudios Postcoloniales. Historia de una recepción problemática» Quadranti. Rivista internazionale di filosofia contemporanea Quadranti: Detti, scritti & corsi: La filosofia di Michel Foucault (1984-2014), Volumen II, Nº 1, 2014, pp. 216-249.
  • — — — (2014) «Francisco Bilbao y el Pensamiento Disidente». Revista La Cañada. Pensamiento Filosófico Chileno, Nº 5.
  • Dussel, E. (2006). «Transmodernidad e interculturalidad», en: Filosofía de la cultura y la liberación, México: UNAM.
  • — — — (2001). Hacia una filosofía política crítica. Bilbao: Desclée de Brouwer.
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