Paula Cucurella
University of California
Volume 16, 2024
I
Mi título está tomado de una analogía en Cien años de soledad. La primera vez que leí la novela, décadas atrás, no recuerdo haber reparado en la escena donde aparece esta analogía. Y ahora, después de haber leído el libro nuevamente, todo mi interés parece despegar de esta frase, de la molestia que me produce la analogía que estas palabras activan, y de la aporía que me presenta la reflexión a la que estas palabras me empujan:
¿Qué tipo de representación puede hacerle justicia a una masacre? ¿Y qué consideraciones éticas debemos tener en cuenta al exigir, por un lado, la representación de lo irrepresentable y, por otro, una representación abierta a su propia crítica, es decir, a la crítica de sus límites, de la diferencia que produce y que no toma en cuenta? Se trataría de una crítica que se demore no sólo en las intenciones de la representación, sino también en los efectos de determinados recursos narrativos.
Las dimensiones de análisis implicadas en la pregunta por una masacre, un genocidio, la violencia en sus muchas modulaciones, exceden los límites de este ensayo. Aquí no llegaré a desenredar una madeja, pero quiero jalar algunas hebras y cuando sea pertinente haré uso de notas para dar cuenta de algunos de los debates y desarrollos que acompañan esta pregunta y mi desarrollo, pero que no aparecen incorporadas en el cuerpo del trabajo.
***
Si han leído Cien años de Soledad recordarán que cuando José Arcadio Segundo despierta en un vagón del tren donde fueron apiñados los 3000 cuerpos que nos da la novela por número de víctimas de la masacre de las bananeras de la United Fruit Company en Colombia en 1928, lo primero que él sintió fueron sus propios huesos, todos sus huesos. El dolor inaugura el afecto; y seguramente el olor de los otros cuerpos encerrados en el vagón. … Imaginemos un vagón sin ventanas. Imaginemos los cuerpos inertes con el peso del yeso en el otoño y la vida zumbando en las alas de las moscas. Estoy casi segura de que había moscas.
El último cuerpo que vi justo antes de convertirse en cuerpo inerte fue el de un mapache herido de muerte. Mientras esperaba la llegada de Wilderness Services para que rescataran al animal, le hice compañía por un rato. Sin poder moverse, en su quietud el mapache se defendía del asedio de las moscas que hacían del dolor un sonido; el incesante zumbido y la exactitud de los movimientos de las moscas guiadas por las heridas que no escaparían el cuerpo que las estaba padeciendo, ansiosas como estaban de engendrar en ellas, era estrepitoso a metros de distancia. Es por esto que sé que cuando José Arcadio Segundo despertó en el vagón entre los cuerpos inertes, a pesar del dolor y el olor, no podría haber ignorado el asedio estrepitoso de las moscas.
De modo más preciso, podemos imaginar que había tantas moscas como cuerpos—3000 cuerpos, para acompañar la exactitud del número que nos ofrece García Márquez, inimaginable y excesivo como lo es el evento de una masacre indocumentada—.1 Después de que José Arcadio se despertó y desplazó por los vagones del tren hasta llegar a la puerta de salida, saltar del tren, y volver caminando a Macondo vivo para contarlo, habrá dicho que con toda certeza ese tren iba camino al mar, a tirar esos cuerpos “como banano de rechazo,“ es decir, como se hacía con la fruta prohibida en la United Fruit Company. Entre otros elementos, la analogía entre cuerpos y bananos siembra y nutre sus ecos en el peso de lo comparado, “los cadáveres tenían la misma temperatura del yeso en otoño, y su misma consistencia de espuma petrificada” (Cien años de soledad 4278), como la espuma dura de un líquido devenido inerte, la sangre en un cuerpo que expiró a la vida.
Tres mil cuerpos tirados al mar como banano de rechazo. La analogía hace hincapié en una comparación visual. Respecto a los cuerpos, José Arcadio Segundo conjetura que “quienes los habían puesto en el vagón tuvieron tiempo de arrumarlos en el orden y el sentido en que se transportaban los racimos de banano“ (Cien años de soledad 4278). La cifra inimaginable y la analogía tocan en mi imaginación el mismo lugar en que se suspende el test de realidad—3000. El número parece cumplir la misma función que otras metáforas de lo incalculable. En todos los casos me lleva a ese lugar en el que se suspende la narrativa; donde lo único sensato que creo que puedo hacer es dar cuenta del impasse, y si escribo es por querer ser empujada por la palabra (que malamente me sirve) a un lugar donde ya no hay ni palabras para referirme a eso que me sucede cuando leo y vuelvo a leer: fueron 3000 muertos, cuerpos tirados al mar como banano de rechazo. ¿Qué otras figuras podría utilizar para indicar (no nombrar sino indicar) aquello que falta o sobra en esta analogía?
Mi incomodidad se demora, masoquista, en el escozor que me produce. Mi primera reacción es resistirme a rellenar con citas, o razonar con aquella falta; quiero—aunque sea momentáneamente—retraer la palabra para mostrar a qué deriva me empuja—y te puede empujar—una imagen, y ésta en particular: fueron arrojados al mar como banano de rechazo. Llamemos (llamaré) a esta deriva “afasia.” Esta imagen hace eco de otras en la historia de la literatura y de la filosofía que reflexiona sobre la literatura que ha querido nombrar el horror del genocidio, la masacre, la producción criminal de cuerpos y su desecho—que en todos los casos que recopilo en este ensayo responden a contextos políticos y sociales fascistas, ya sea utilizando el sustantivo o el adjetivo, para caracterizar formas opresivas y violentas de imponer la conformidad a una ley establecida que no beneficia a la mayoría, reproduce la pobreza de los pobres a la vez que los trata como bienes desechables. Acuso recibo de la violencia contenida y que desata esta analogía, y mi respuesta se traduce en la topología que sigo en este ensayo para interrogarla.
II
En su libro sobre los chistes y su relación con el inconsciente, Freud indaga en la imitación o mímica para comprender su efecto humorístico (“Jokes and their Relation to the Unconscious,” section VII, part 3):
As a rule, no doubt, mimicry is permeated with caricature—the exaggeration of traits that are not otherwise striking—(…) It cannot be disputed that it is in itself an extraordinary fertile source of comic pleasure, for we laugh particularly at the faithfulness of a piece of mimicry. It is not easy to give a satisfactory explanation of this unless one is prepared to adopt the view held by Bergson (1900), which approximates the comic of mimicry to the comic due to the discovery of physical automatism.
(209)
El efecto humorístico que produce la imitación es resultado de la economización de energía, pues, Freud explica: “Experience has taught us that every living thing is different from every other and calls for a kind of expenditure by our understanding” (209).
Con vistas a la misma economía, donde todo lo nuevo implica un gasto energético cognitivo, la comparación (y por implicación, la analogía) produce un ahorro que en determinadas circunstancias tiene un efecto cómico. “We derive comic pleasure in general from comparison“ (209), Freud explica, pero, insiste, este placer no surge del efecto del contraste, sino del ahorro cognitivo en lo que de semejante realza la comparación. Este ahorro no es de por sí causa de una alegría, todo va a depender del contexto, pues ciertas comparaciones pueden degradar el objeto comparado.
When an unfamiliar thing that is hard to take in, a thing that is abstract and in fact sublime in an intellectual sense, is alleged to tally with something unfamiliar and inferior, in imagining which there is a complete absence of any expenditure on abstraction, then that abstract thing is itself unmasked as something equally inferior. The comic of comparison is thus reduced to a case of degradation.
(209)
La degradación es una técnica humorística común. Pero no siempre va a causar risa, o bien, parte de su efecto humorístico reside en el riesgo que corre de ofender.
La comparación opera por semejanza y la realizamos todo el tiempo cuando nos enfrentamos a un “objeto” (léase cuerpo, animal, fenómeno, en el sentido amplio) nuevo que propone un desafío cognitivo dadas su abstracción, complejidad o novedad. Este objeto nuevo es comparado a otro cuyas características familiares conocemos, y facilitan la incorporación del nuevo “objeto” a nuestro mundo familiar y conocido. No obstante, si bien es cierto que la comparación se basa en elementos en común que en sí mismos no son degradantes, como lo puede ser la forma de ambos “objetos,” el peso, color, etc., la comparación no puede controlar del todo la fuga de contenido y atributos entre “objeto” nuevo y “objeto” familiar. Puede que la degradación no sea la intención de una comparación y aun así ocurrir, dejándonos sin chiste y con la sensación no solo de no haber podido comprender el “objeto” nuevo (una analogía o comparación fallida) sino además con el escozor de haberlo reducido, ignorado en su singularidad, aniquilado su excepción, y con ello, todo lo nuevo que nos podía haber enseñado.
Cuando García Márquez compara los cuerpos de mujeres, hombres y niñes, apilados en un tren en dirección al océano para ser lanzados al mar, como el banano de rechazo, la conjunción que opera la analogía se beneficia de elementos comunes (el banano y los obreros de las bananeras; el tren como vehículo; el mar como método para deshacerse de lo descartado; la valorización atribuida a los elementos en comparación revelada en trato; el cuerpo inerte y el banano inerte, desconectado del árbol y fuente de nutrición; la descomposición en desarrollo en ambos casos) para entregar información contextual, visual, sensorial, de modo efectivo. A través de la comparación podemos ver en una imagen la magnitud de la violencia desplegada no sólo en la masacre, sino en la degradación del estatus humano de les trabajadores y sus familias que circunscribe la masacre como contexto, y que explica la necesidad de las huelgas que precedieron a la masacre.
Lo peor, lo más violento de esta analogía, no es que se compare a los cuerpos masacrados con bananos, y que se los vea y trate como a fruta podrida. Lo peor de la analogía es su efectividad. Para recuperar el análisis de Freud, esta analogía es un hallazgo de la economía mental, un ahorro inmenso de energía a la hora de entender la mente de los perpetradores. Parte de la efectividad y la incomodidad que produce esta analogía es que para intentar imaginarnos—con Márquez—, la situación de estos cuerpos, somos inducides a entrar en un cálculo criminal.
El riesgo que corre el arte cuando no le queda otra que imaginar, cuando no puede sino crear metáforas, inventar analogías, escenas, voces, para hacer hablar los restos de la masacre en la memoria histórica real y ficcionada, es que cualquier invención debe rendirse a su propio fracaso representacional. Este problema de la representación no sólo surge cuando intentamos retratar eventos borrados del archivo, sin testigos o sin rastros. Siguiendo a Caruth,2 incluso si hubiésemos sobrevivido la masacre, aquella experiencia traumática quedaría desfasada del orden de la experiencia, y del orden de la narrativa, haciéndola parcial o totalmente inenarrable,3 implausible, inaudita.4 Es esta implausibilidad de la narrativa y la representación del trauma la que se presenta en la hipérbole de cuerpos masacrados, 3000, según José Arcadio Segundo.
Por una parte, la comparación, analogía, el símil (o de modo más general, la metáfora) parecen imprescindibles a la representación de una masacre que sólo se puede “representar,” donde el prefijo “re” indica tanto la necesidad de repetir un evento cuya experiencia no puede ser recreada a partir de la memoria (ya sea porque esta memoria se ausenta como en el caso del trauma como es comprendido por Freud, o porque el evento no tiene rastros en la “memoria” histórica al carecer de archivos y testigos), como la necesidad de remarcar un evento, enfatizarlo, incluso hiperbolizarlo para hacerlo audible en su tenor insólito. Este tenor que precisa de representación es, finalmente, incuantificable. Nada nos impide imaginar un número y adicionarle a la cifra el valor de “cuerpo masacrado” (3000 + cuerpo masacrado) para operar el cálculo “incalculable” de la masacre, no obstante, no es esta dimensión cuantitativa-analítica de la representación y de la imaginación la que fracasa al “calcular” lo irrepresentable en la cifra misma. La talla de la masacre que no puede ser representada en imágenes ni saciada con argumentos, es el exceso que, sin ser necesariamente del orden del trauma, comparte con el trauma el asedio, la necesidad de visibilidad de la violencia que interpela nuestra imaginación, insistente, silenciosa; la violencia extrema contiene una imprecación silenciosa a ser aprehendida, representada, precisamente porque no podemos. Este fracaso puede despertar un deseo de respuesta en las y los que somos testigos; también puede despertar la consciencia de que hay algo que echamos en falta al tratar con esta violencia sin poder aprehenderla y comprenderla, a saber, su representación o lo que resta por pensar de la masacre en aquello que la hizo posible.5
III
La comparación en la analogía no es un predicado de esencia. Pero, como ya destacaba, la contaminación de atributos escapa nuestro control. El terreno fértil de la analogía es también la zona ambigua de traspaso de atributos que, en el mejor de los casos, enriquece una comparación al diseminar sus alcances (como sucede a menudo en la mejor poesía), y, en el peor, esta zona de transporte es suelo fértil a malentendidos, o violencias de la comparación sin malentendido.
Antes de la analogía de García Márquez en Cien años de soledad, otros vagones de trenes6 y otros cuerpos considerados descartables durante la Segunda Guerra Mundial, han dado pie a analogías y levantado críticas, a las que razonablemente estas analogías se exponen, tanto por insuficiencia para describir violencia extrema, como por la percepción de una degradación de lo comparado en cada caso.
En la sección “The problem of Evil,“ de la novela de J.M. Coetzee, Elizabeth Costello, el personaje principal que lleva el mismo nombre que el título del libro—una mujer en sus 70, escritora y defensora de los derechos animales—es invitada a dar una charla a una conferencia en Ámsterdam. El tema es “The problem of Evil” y la charla de Costello se inscribe en la sección dedicada a “Witness, Silence, and Censorship” (122). La invitación, Costello especula, pretende continuar una polémica que levantó otra charla de Costello un año antes en EEUU. En esa ocasión, el narrador nos cuenta:
She [Costello] had spoken (…) on what she saw and still sees as the enslavement of animal populations. A slave: a being whose life and death are in the hands of another. What else are cattle, sheep, poultry? The death camps would not have been dreamed up without the example of the meat-processing plants before them.
That and more she had said: it had seemed to her obvious, barely worth pausing over. But she had gone a step further, a step too far. The massacre of the defenseless is being repeated all around us, day after day, she had said, a slaughter no different in scale or horror or moral import from what we call the holocaust; yet we choose not to see it.
(121)
El cargo con que Costello fue acusada por la opinión pública en esa ocasión fue “belittling the Holocaust,” y en tanto novelista laureada fue llamada a justificar sus declaraciones consideradas antisemitas. La invitación a la conferencia en Ámsterdam parecía la ocasión indicada para dar la cara, de alguna manera. Pero la invitación llega en medio de una crisis detonada por la lectura de Von Stauffenberg escrita por Paul West. La charla de Costello justifica y aborda su propia reacción negativa a la novela de West, en particular a la descripción detallada de la ejecución de las víctimas del holocausto. Costello critica la obscenidad de estas descripciones:
[o]bscene because such things ought not to take place, and then obscene again because having taken place they ought not to be brought into the light but covered up and hidden forever in the bowels of the earth, like what goes on in the slaughterhouses of the world, if one wishes to save one’s sanity. […] Obscene: not just the deeds of Hitler’s executioners, not just, not just the deeds of the blockman, but the pages of Paul West’s black book too. Scenes that do not belong in the light of day.
(123)
Para la conferencia, Costello prepara una charla sobre la censura en forma de comentario a la novela de Paul West, que sirve de caso para formular la siguiente tesis: “writing itself, as a form of moral-adventurousness, has the potential to be dangerous” (126).
El dilema de la representación de la violencia anima las reflexiones y las aproximaciones con que Costello intuitivamente (pues nunca deja de insistir en su propio dilema y en la transformación reciente de su perspectiva como algo que antes de entender, simplemente le sucedió) negocia su propia relación con la violencia en literatura. Para no reproducir la violencia del holocausto, Costello exige “reticencia” en la narración, la misma que ella misma ejercitó al nunca haber narrado, en ficción o fuera de ella, su propia experiencia de ser brutalmente golpeada al resistir una violación. Esa historia que nunca compartió con nadie le enseñó el mal [“evil”], el mismo que luego reconoce en los detalles “obscenos” de la violencia retratada por Paul West. Elizabeth Costello “chooses to believe that obscene means off-stage. To save humanity, certain things that we might want to see (might want to see because we are human!) must remain off-stage” (131).
El argumento de Costello alude a los efectos negativos que podría tener en les escritores invocar la imaginación del horror de modo tan minucioso, sin abstracciones, sin silencios, dejando todo al descubierto, revelado. Efectos que también se extienden a les lectores, Costello misma siendo el primer y único ejemplo en el libro como lectora de Von Stauffenberg. La representación de la violencia, sin velo, puede ser experimentada en sí misma como violencia, es decir, puede violentar. La diferencia entre la representación de la violencia en ficción y presenciar la violencia como testigo o víctima es adelgazada, es como si no hubiese diferencia si observamos los efectos que la representación de la violencia puede tener. La imposibilidad de medir los efectos que esto puede tener en una audiencia parece ser lo que preocupa a Costello, y no el problema filosófico ontológico de la ficción.
No obstante, su preocupación no tiene relación con la representación de la violencia en general, si no con su representación “obscena” (nunca se cita el libro de Paul West, así que no nos queda más que imaginarnos el nivel de detalle que implica dicha obscenidad). Una representación que más que ayudarnos a imaginar el horror, nos lo muestra con un detalle que solo les perpetradores podrían conocer, implicando, cabe especular, de esta manera a les lectores en la escena del crimen dado el efecto mimético de la representación. Recordemos que, un año atrás, Costello se servía de analogías para describir la tortura de animales en la industria alimentaria, la que equiparó al Holocausto en horror y crueldad. Al servirse de un horror inconmensurable y consensualmente inaceptable (el Holocausto) para representar la tortura animal, Costello evita describir la tortura misma, a la vez que nos permite imaginar su magnitud. La analogía también nos invita, en tanto analogía y equivalencia, a examinar nuestra coherencia ética en relación a ambas violencias. Esta estrategia de representación fracasa en la novela, o bien, es censurada, rechazada por el hecho de “comparar” (se censura la estrategia representativa), como también por la disminución del factor humano en la equivalencia. Si bien es cierto que la comparación efectivamente muestra la semejanza entre matanza de animales y Holocausto, para una audiencia que no ve en la vida de los animales más que un valor instrumental, y en el método de su producción para el consumo la adaptación eficiente de la tecnología a las demandas de capital, la inconmensurabilidad del horror del Holocausto es disminuida en la comparación. Elizabeth Costello, por su parte, en su reacción a la novela de Paul West, invita a pensar que la estrategia alternativa a la representación de la violencia, una descripción minuciosa y detallada, es—potencialmente—igualmente violenta.
IV
La analogía entre fábricas de producción masiva de alimentos animales y los campos de muerte que los nazis fabricaron para implementar la “solución final” durante el Tercer Reich, no es original a Costello (ignoro si Coetzee haya conocido las referencias que voy a citar). Martin Heidegger hizo una comparación similar, la que aparece citada por Philippe Lacoue-Labarthe, y es vuelta a citar por Maurice Blanchot en un pequeño ensayo que aparece publicado en inglés en 1989 bajo el título “Thinking the Apocalypse: A Letter from Maurice Blanchot to Catherine David” (Blanchot). La controversial analogía es como sigue: “Agriculture is now a mechanized food industry. As for its essence, it is the same thing as the manufacture of corpses in the gas chambers and the death camps, the same thing as the blockades and the reduction of countries to famine, the same thing as the manufacture of hydrogen bombs” (qtd in Blanchot 478). Blanchot subscribe a la reacción de Lacoue-Labarthe a esta serie de comparaciones unidas por el puente que abre la conjunción “as.“ En esta cita no se utiliza la comparación o la analogía para representar el horror de la producción masiva de cuerpos, como en el caso de García Márquez y Coetzee. La secuencia de comparaciones en la cita atribuida a Heidegger comparte una esencia común, según Heidegger: la esencia de la era técnica se manifiesta en todos estos fenómenos como síntomas de la misma. La instrumentalización de la tierra, la manipulación del hambre y de la vida en la guerra, la producción de bombas atómicas, y la producción eficiente de cuerpos y muertes con las cámaras de gas, invención que le dio a la “solución final” el rostro que hoy conocemos, el punto que esta serie de comparaciones quiere iluminar es la decadencia de la agricultura, y de una determinada forma de relacionarse con la tierra.
Lo escandaloso de la referencia que hace Heidegger a los campos de muerte, como Blanchot y Lacoue-Labarthe destacan, debe medirse de cara a su insistente reticencia a referirse a ellos de modo explícito, a condenar el nazismo y su propio rol en el movimiento durante y después de la guerra. El silencio de Heidegger respecto al Holocausto, del que también da cuenta Celan en “Todtnauberg,“ no es el silencio reticente que Costello le quiere pedir a Paul West y cuya ausencia resiente, tampoco parece ser el silencio de la afasia que puede producir la violencia, ni tampoco parece responder a una precaución ética a dimensionar y representar lo irrepresentable del Holocausto. En el mismo ensayo que Blanchot escribe en forma de carta, cita el único lugar en el que, a su entender, Heidegger se refiere al exterminio. Cito a Blanchot para recuperar su interpretación de la referencia que él conoce sólo por medio del testimonio de quien recibió estas palabras: “And the only time, to my knowledge, that he speaks of the extermination, it is as a ‘revisionist,’ equating the destruction of eastern Germans killed in the war with the Jews also killed during the war; replace the word ‘Jew’ with ‘eastern German,’ he says, and that will settle the account” (479). Blanchot está parafraseando una carta que Heidegger le envió a Herbert Marcuse. Marcuse no reproduce la carta por lo que los términos en que se cita pueden ser inexactos, Blanchot destaca. No obstante, la ausencia de documento no debería detenernos en la especulación. Sin arriesgar demasiado se puede deducir a partir de las palabras citadas por Blanchot que Heidegger podía someter el Holocausto a un cálculo de equivalencias, es decir, su silencio respecto al Holocausto no es una restricción representativa.
Respecto al silencio de Heidegger, la sucinta reflexión de Phillipe Lacoue-Labarthe en “Neither an Accident nor a Mistake” es iluminadora, en tanto que insiste en integrar o no excluir el nazismo de Heidegger de su pensamiento. El nazismo de Heidegger, no fue una “equivocación,“ Lacoue-Labarthe explica, y añade:
There would have been a mistake if Nazism, whatever its “reality” might have been, had not had the possibility Heidegger saw in it. (…) The “wrong,” then, does not consist in the “compromises” accepted by Heidegger with full knowledge of the facts and moreover clearly condemned in 1966. Merely by keeping his signature at the bottom—or at the heading—of the “Rectorship Address,” he himself indicates very clearly where his disagreements with the regime led. . . . Just as by insisting on what he had obstinately rejected (the wearing of the Star of David, the book burnings, the firing of deans for political or racial reasons, “politicized science”) he no less clearly reveals what in his view were the limits of the unacceptable. And it is patently clear, no matter what one can say about it, that this was anti-Semitism. But what was unacceptable did not keep him from compromise, and the compromise was with a “movement” for which anti-Semitism was a principal issue, not some ideological outgrowth with which one could agree or not. By aligning oneself with Nazism, however briefly, one necessarily aligned oneself with racism. And if one believed it possible to “remove” racism from the movement, one was not only blinding oneself to its real nature and ‘truth,’ but one was thinking, it is necessary to believe, that the victory of the movement was worth a little racism. (483-4)
En el caso de Heidegger, la analogía en la serie de equivalencias, y en el cálculo de las “pérdidas” de la guerra, nos presenta con otro caso de degradación, amplificada por su silencio.
La analogía exhibe la ineludible posibilidad de contaminación e inseminación de contenido que opera el transporte. Por lo mismo, es solo parcialmente posible calcular los efectos de una analogía, y los riesgos que trae a la representación de la violencia y el horror.
Frente a estos riesgos, y a pesar de estos riesgos, la necesidad de responder a la violencia desde el arte, la necesidad de aprehensión afectiva cuando la posibilidad de comprensión nos evade, tanto en las artes visuales como en la literatura, cumplen un rol clave en la simbolización del duelo7 (de cara a la borradura de la violencia, de los crímenes, de cara a la impunidad de la historia oficial que oculta tantas violencias y a sus perpetradores, dejando a las víctimas entre la borradura de la propia experiencia y el exceso por experimentar que constituye el trauma), y en la constitución de una memoria histórica.
La representación de la violencia es violenta, sin embargo, el silenciamiento trabaja al servicio de seguir reproduciendo un discurso que o no favorece a las víctimas directas, o hace eco de una historia oficial donde no aparecen las experiencias silenciadas de grupos minorizados, ni (en la ausencia de memoria, tras años de silenciamiento sistemático) tampoco aparece el silencio mismo, su presencia espectral, sintomática, y concreta en el lugar de la memoria.
Notes
- Respecto a este número, en una entrevista citada por Eduardo Posada Carbó en su ensayo “La novela como historia. Cien años de soledad y las bananeras”. Este artículo destaca la distancia entre la “historia oficial” y la narración de la matanza presentada en Cien años de soledad que devino leyenda en Colombia, para enfatizar la posición política de Márquez y su desinterés de los descubrimientos de la historiografía. En esta entrevista García Márquez explica las razones que lo llevaron a escoger una cifra tan alta, es decir, optar por una representación hiperbólica de la masacre: “‘Las bananeras es tal vez el recuerdo más antiguo que tengo,’ cuenta Gabo. ‘Fue una leyenda, llegó a ser tan legendario que cuando yo escribí Cien años de soledad pedí que me hicieran investigaciones de cómo fue todo y con el verdadero número de muertos, porque se hablaba de una masacre, de una masacre apocalíptica. No quedó muy claro nada pero el número de muertos debió ser bastante reducido. Lo que pasa es que 3 o 5 muertos en las circunstancias de ese país, en ese momento debió ser realmente una gran catástrofe y para mí fue un problema porque cuando me encontré que no era realmente una matanza espectacular en un libro donde todo era tan descomunal como en Cien años de soledad, donde quería llenar un ferrocarril completo de muertos, no podía ajustarme a la realidad histórica. Decir que todo aquello sucedió para 3 o 7 muertos, o 17 muertos… no alcanzaba a llenar ni un vagón. Entonces decidí que fueran 3.000 muertos, porque era más o menos lo que entraba dentro de las proporciones del libro que estaba escribiendo. Es decir, la leyenda llegó a quedar ya establecida como historia.’ De esa forma explica García Márquez la dimensión del relato, en una entrevista para la televisión británica en 1990.” ↩︎
- La insistencia de Caruth en la comprensión del trauma que Freud desarrolla en “Beyond the Pleasure Principle” se detiene en el quiebre en la experiencia del tiempo que le acompaña: “(…) in Freud’s text, the term trauma is understood as a wound inflicted not upon the body but upon the mind. But what seems to be suggested by Freud in Beyond the Pleasure Principle is that the wound of the mind—the breach in the mind’s experience of time, self, and the world—is not, like the wound of the body. A simple and healable event that (…) is experienced too soon, too unexpectedly, to be fully known and is therefore not available to consciousness until it imposes itself again. Repeatedly. In the nightmares and repetitive actions of the survivors. (…) so trauma is not locatable in the simple violent or original event in an individual’s past, but rather in the way that its very unassimilated nature—the way it was precisely not known in the first instance—returns to haunt the survivor later on.” (Caruth 3-4) ↩︎
- La reflexión en torno al trauma de Caruth en Unclaimed Experience despega de la siguiente pregunta: “[…] what it means to transmit and to theorize around a crisis that is marked, not by a simple knowledge, but by the ways it simultaneously defies and demands our witness. Such a question, I will argue, whether it occurs within a strictly literary text or in a more deliberately theoretical one, can never be asked in a straightforward way but must, indeed, also be spoken in a language that is always somehow literary: a language that defies, even as it claims, our understanding.” (Caruth, Unclaimed Experience 5) ↩︎
- Le debo una renovada atención a la palabra “inaudito” a María del Rosario Acosta, quien, en “Ser despojado de la voz propia. De una fenomenología feminista de la voz a una aproximación a la violencia política desde la escucha,” ahonda en el trabajo de Adriana Cavarero, específicamente en la noción de la voz como locus de la singularidad de la vida, para preguntarse por los retos particulares contenidos en escuchar a alguien que ha sido despojada de voz: “robada, colonizada, reemplazada enteramente por la voz, e incluso la escucha, de otro” (122). En este capítulo, Acosta escribe: “Por una parte, es necesario entender la violencia en su conexión con el silenciamiento; pero a su vez también es necesario hacerlo en su relación con la dificultad de prestar oídos a aquello que no solo no puede mirarse sino que tampoco puede escucharse. […] Estos son, de hecho, los dos sentidos que confluyen en la palabra inaudito en castellano: lo ‘inaceptable,’ aquello que nos enfrenta con su carácter ‘inasimilable,’ Sin precedente alguno. Absolutamente fuera de norma, precisamente por el desafío radical que supone para la capacidad de escucharlo, de que sea escuchado” (137). Me permito decir “renovada atención,” pues en el contexto de un comentario de Ronald Kay al collage “Quebrantahuesos,” de Nicanor Parra, republicado en 1975, en plena dictadura militar chilena, he destacado otro término que se le asemeja, lo “implícito,” en el breve comentario de Kay para desarrollar tanto la crítica escrita entre líneas en el efecto anacrónico de la republicación de “Quebrantahuesos” (una crítica codificada, velada, disimulada en su mudez), como para destacar la representación de la violenta “actualidad chilena” que “Quebrantahuesos” hace visible (Cucurella). Lo inaudito—en el sentido desarrollado por Acosta y Caravero— y lo implícito comparten el carácter de ser articulaciones de la censura, de lo reprimido, y en ambos casos—siguiendo a Acosta y Cavarero—, su lectura, escucha, e interpretación representa un problema epistémico y ético. ↩︎
- Para una elaboración de los retos epistemológicos, éticos y de las implicaciones filosóficas que nos presenta la representación del trauma y la construcción de memoria histórica de hechos traumáticos, ver “Gramáticas de la Escucha. Aproximaciones filosóficas a la construcción de memoria histórica.” (M. d. Acosta) ↩︎
- En una columna titulada “Vida póstuma,” publicada por la revista 80grados+, Rocío Zambrana repara en los vagones que pueblan el paisaje urbano de Puerto Rico, y repara en un grafiti que lee “Todo se pudre en el vagón de la colonia.” Partiendo de esta hebra, Zambrana insiste en la herencia presente, en el pasado presente de la colonia, en Puerto Rico y en Los Estados Unidos, la historia común que comparte la economía de la colonia, el capital con la esclavitud, y la desvalorización de las vidas afrodescendientes, para hacer eco al final del llamado de Sharpe a apropiarse de esa historia y ese duelo desde una vigilia que activamente se apropie de esa herencia, criticando sus reverberaciones actuales y sus actualizaciones presentes, y la ausencia de memoria y archivo mediante la construcción de un presente que acuse recibo creativamente de esta ausencia. Este presente será nuestro pasado, y así es como se transforma la historia. ↩︎
- La diferencia entre duelo y melancolía como es presentada por Freud permite especular respecto a la necesidad de reutilizar y simbolizar la libido del objeto perdido para que el duelo se desarrolle de modo saludable y no se transforme en melancolía. En el caso de la melancolía “an attachment of the libido to a particular person, had at one time existed; then, owing to a real slight or disappointment coming from this loved person, the object-relationship was shattered. The result was not the normal one of withdrawal of the libido from this object and a displacement of it on to a new one, but something different, […] the free libido was not displaced onto another object; it was withdrawn into the ego. There, however, it was not employed in any unspecified way, but served to establish an identification of the ego with the abandoned object. […] The narcissistic identification with the object becomes a substitute for the erotic cathexis, the result of which is that in spite of the conflict with the loved person the love-relation is not given up” (“Mourning and Melancholia” 249). Esta identificación entre ego y objeto deriva en una serie de problemas que Freud analiza parcialmente en “Mourning and Melancholia.” La necesidad de “externalizar” el proceso de duelo es necesaria a su procesamiento. De ahí que la falta de cuerpo para enterrar como sucede en las desapariciones, o de archivos que declaren e identifiquen los cuerpos, la falta de pruebas que simbolicen la Muerte, o su silenciamiento o negación generen un problema en las víctimas directamente afectadas y en el cuerpo psíquico social. ↩︎
Obras Citadas
- Acosta, Maria del Rosario. “Ser despojado de la voz propia. De una fenomenología feminista de la voz a una aproximación a la violencia política desde la escucha”. Editoras, Luciana Cadahia y Ana Carrasco-Conde. Fuera de sí mismas. Motivos para dislocarse. Barcelona: Herder, 2019.
- —.“Gramáticas de la escucha. Aproximaciones filosóficas a la construción de memoria histórica.“ Ideas y Valores 68.Sup. No.5 (2019): 59-79.
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