El procedimiento-Rancière

Sergio Villalobos-Ruminott
University of Arkansas

Volume 4, 2013


Si la tradición crítica suele fracasar respecto a su vocación, es porque siempre ha intentado que su objeto confiese.

—Jacques Rancière, “Los hombres como animales literarios”

1.

En un famoso intercambio sobre los intelectuales y el poder ocurrido en el año 1972, Michel Foucault le comentaba a Gilles Deleuze las opiniones de un militante maoísta sobre el papel de los intelectuales en las luchas de ese período. Grosso modo, el maoísta le decía que era fácil para ellos entender el apoyo de Sartre, incluso, el apoyo del mismo Foucault (quien les resultaba cercano por su protagonismo en el Grupo de Información de las Prisiones), pero que les era imposible entender la posición de Deleuze pues no sabían hasta qué punto se seguía de sus proposiciones “filosóficas” algún tipo de práctica u orientación política efectiva.[1] Por supuesto, lo que estaba en cuestión en ese comentario era el estatuto de la relación entre teoría y práctica, o si se quiere, entre filosofía y política, que desde la Segunda Guerra Mundial y la sostenida crisis del marxismo contemporáneo, una crisis confirmada con los acontecimientos relativos a la Primavera de Praga, parecía haber cambiado definitivamente. No se trataba solo de un asunto concerniente a la práctica intelectual sino también de una cuestión relativa al papel históricamente asignado a la teoría en procesos de lucha y emancipación social.

En otras palabras, lo que Foucault había denominado por ese mismo periodo como una “ontología del presente”, una ontología desfundamentada de cualquier teoría del Ser como origen o destino de la historia, comenzaba a ocupar, de manera cada vez más decidida, el lugar clásicamente asignado a la filosofía de la historia. Esto implicó no solo una subordinación de la teoría a la práctica política sino, para usar una noción deleuziana, el develamiento del carácter intrínsecamente político de la teoría. La teoría, ese fetiche que había marcado la academización del marxismo occidental, ya no podía apelar ni a criterios trascendentales ni menos presentarse como lectura axiomática de la historia. Por supuesto, este desplazamiento redefinía no solo el rol de los intelectuales en las luchas emancipatorias, sino también el mismo lugar naturalmente asignado a la filosofía, la que ya no podía funcionar como discurso maestro o como develación de las claves de lo real, dejando así de lado el horizonte problemático que la marcó durante el siglo XIX (desde el idealismo alemán hasta el marxismo y el positivismo).[2]

La ontología del presente exacerbaba, en su construcción oximorónica, el acoplamiento entre lo necesario y lo contingente, desbaratando de paso el esquema categorial de la metafísica occidental y recuperando así el horizonte nietzscheano de lo intempestivo. Ya no era posible reeditar la relación ilustrada entre un saber seguro de sus reglas y sus presupuestos y un acontecer en última instancia racionalmente descifrable. La dificultad que experimentaba el maoísta para identificar el pensamiento deleuziano, en otras palabras, no tenía que ver con las complejidades inherentes a su “filosofía”, sino con la resistencia de éste a suturar la relación entre filosofía y política, estableciendo con dicha sutura algún tipo de relación determinativa. Irónicamente, sin embargo, la historia del deleuzianismo contemporáneo, desatendiendo la resistencia del mismo Deleuze, se ha esforzado sistemáticamente por dotar su pensamiento de un verosímil político, esto es, de una imagen, reinstaurando así una cierta determinación ontológica de la política, una cierta sutura que exilia precisamente lo intempestivo. Habría que preguntarse entonces si esta determinación onto-política está contenida en los presupuestos del pensamiento deleuziano o si, por el contrario, es el producto de su vulgarización “académica”. ¿No es acaso característico del discurso filosófico universitario el constituirse como una imagen de mundo y como una oferta de certidumbres?

2.

Se podría considerar perfectamente el trabajo de Jacques Rancière como un capítulo central en el desarrollo de este problema. Su obra, meticulosamente elaborada en torno a las formas comunes, pero no habituales, de compartir en la lengua, concibe la poética como una experiencia hereje de significación que desacraliza tanto las filosofías del nombre como las organizaciones genéricas de la literatura y de las bellas artes, a partir de una concepción eventual de lo poético y lo político, en cuanto irrupción del desacuerdo entre procesos de subjetivación igualitarios y procesos de identificación jerárquicos. La conocida diferencia entre la política como instancia del desacuerdo y la policía como la serie de procesos disciplinarios y normativos asociados con la administración y el diferimiento de dicho desacuerdo, resulta ser no solo una contribución fundamental para el debate sobre el estatuto de lo político en las sociedades contemporáneas, sino también un verdadero giro conceptual que irrumpe en el campo académico para dislocar los consensos terminológicos y mostrar hasta qué punto tanto las ciencias sociales de procedencia americana como las filosofías políticas de procedencia continental tienden a ubicarse en la dimensión policial.[3]

Desde sus tempranas intervenciones en el colectivo de investigación liderado por Louis Althusser en los años 1960, y su consiguiente ruptura con éste en los años siguientes[4], Rancière ha venido desarrollando un trabajo sui generis, de difícil ubicación disciplinaria y ajeno a las escuelas filosóficas y la lógica de las influencias. Mientras que para la generación de filósofos franceses posteriores a la Segunda Guerra Mundial, la figura de Jean-Paul Sartre y su conversión existencialista de la analítica heideggeriana, la recepción de Hegel a cargo de Alexander Kojève y Jean Hyppolite, el desarrollo de la lingüística estructural y del estructuralismo en general, así como el llamado post-estructuralismo y la deconstrucción, aparecían disputándose el campo intelectual oficial, ninguna de estas figuras paradigmáticas pareciera ajustarse a la condición de un pensamiento que no se sustantiva en ninguna imagen de mundo sino que se articula como operación, esto es, como un procedimiento demarcatorio nacido de la insatisfacción y del desacuerdo con la escena teórica convencional.

Más que un filósofo político o un historiador social, quisiéramos proponer a Rancière como el nombre de un procedimiento crítico muy específico, aquel que opera como irrupción en el campo significante para advertir en su misma distribución del sentido -de lo visible diría él- aquello invisibilizado y ensordecido por el consenso. Mediante una serie de desplazamientos conceptuales y delimitaciones con respecto al trabajo de sus contemporáneos, ha logrado constituir un horizonte problemático que parece retomar la interrogación foucaultiana del presente, desatando una vez más el nudo que ata la filosofía con la política. Sin embargo, al hablar del procedimiento-Rancière hay que cuidarse de no reducirlo a la condición de un marco teórico referencial, esto es, de un aparato conceptual pre-establecido y aplicable a determinadas realidades, algo que amenaza siempre a todo pensamiento crítico que quiere interrumpir lo que hemos llamado la determinación onto-política. Digámoslo así, se trata de un procedimiento con un mecanismo interior de seguridad, una suerte de trampa que impide reducirlo a unas cuantas tesis acotadas o a un saber sustantivo ya inscrito en la división del trabajo universitario. Lo que le caracteriza entonces sería una cierta apropiación del vacío sobre el que se sostiene toda teoría, no para surtirlo con nuevos fundamentos ontológicos, sino para poner en evidencia cómo aquello que está dado, la facticidad, es producto de una naturalizada distribución de lo sensible. En tal caso, el procedimiento-Rancière implica tanto la des-identificación como la des-naturalización, en una cierta proximidad con la promesa crítica de la epojé fenomenológica orientada a poner la “actitud natural” entre paréntesis y así reactivar el pensamiento crítico. La diferencia con el proyecto fenomenológico radica, sin embargo, en el hecho de que la preocupación rancièriana no se limita a las condiciones trascendentales del ego cognoscente, sino que se entrevera con las disposiciones histórico-políticas de organización de lo social.

De esto se sigue que su misma comprensión de lo estético se encuentre distanciada de las pretensiones de auto-realización, plenitud y “clausura” de la representación que habrían caracterizado a la estética moderna desde Kant y el romanticismo alemán en adelante—pasando por las vanguardias históricas y contemporáneas—, presentándonos a cambio una definición de lo estético estrictamente operacional. La estética rancièriana no sería, entonces, una simple apelación a la política del arte o al arte de lo político, sino que apuntaría a la convergencia entre la política como irrupción del desacuerdo y como subjetivación des-identificadora, y la estética como distribución de lo sensible y lo visible que se ve alterada por dicha irrupción, más allá de la intencionalidad manifiesta o no del artista. Es como si ambas nociones, ejes conceptuales de sendas tradiciones del pensamiento occidental, de pronto fuesen vaciadas de todo fundamento y arrojadas al plano contingente de la historia, sin que por ello perdiesen su particularidad. Lo que las unifica, en tal caso, es su puesta en escena, es decir, no las pretensiones racionales y sintéticas de un sujeto trascendental que dirime la distancia entre lo inteligible y lo sensible (Kant), sino sus respectivas performances que implican siempre una cierta distribución del espacio de lo real.

En tal caso, para comentar el procedimiento en cuestión pareciera más oportuno concentrarse en un aspecto muy específico de éste y a partir de ahí apreciar los distintos desplazamientos y operaciones que lo caracterizan, antes que optar por una aproximación monográfica o una introducción panorámica a su obra.[5] Nos proponemos entonces indagar la conflictiva relación entre Jacques Rancière y Gilles Deleuze toda vez que en ella se hace visible una serie de problemas que no se agotan en una simple referencia biográfica sino que alcanzan el corazón de aquello que hemos referido como la ontología del presente. En el conjunto de críticas que Rancière ha venido desarrollando en los últimos años contra el autor de Diferencia y repetición y contra un cierto vitalismo político contemporáneo asociado a éste, se encontrarían algunos elementos centrales para volver a desarticular la determinación onto-política y para volver a pensar la especificidad de la política más allá de los saberes filosóficos que intentan codificarla. En este sentido, la tensión entre uno y otro nos permite enfatizar la condición irresuelta de la relación entre multiplicidad y totalidad, entre emancipación política y universalidad, más allá del horizonte moderno inaugurado por Kant y sus consideraciones sobre el juicio estético y la historia en sentido cosmopolita. En síntesis, intentaremos domiciliarnos en el procedimiento rancièriano, no para darle la razón a uno u otro de estos pensadores, sino para enfatizar lo que está en juego en dichas posiciones, incluso antes de traducirlas a algún meta-criterio unificador.[6]

3.

Como indicábamos anteriormente, a pesar del carácter acotado del desencuentro entre Deleuze y Rancière, no estamos frente a una disputa disciplinaria menor. En dicho desencuentro puede leerse una problematización de la relación entre estética y política, así como una reflexión en torno al estatus de la filosofía y sus pretensiones fundacionales con respecto al orden del mundo: ¿hasta qué punto ambos pueden ser concebidos como pensadores post-fundacionalistas, según la terminología angloamericana?[7] ¿Hasta qué punto ambos problematizan o suspenden, aunque de maneras diversas y con resultados divergentes, el vínculo entre ontología y política? O, mejor aún, ¿hasta qué punto ambos pensadores conciben su trabajo como despedida y substracción desde la época de la onto-política y apuntan hacia un tipo de pensamiento que interrumpe la determinación metafísica de la realidad?, ¿hasta qué punto, finalmente, ambos sospechan de la filosofía como discurso maestro y despliegan sus lecturas en campos resistidos por el saber filosófico disciplinario (cine, literatura, arte, etc.)? En el espacio que los aproxima y los aleja al mismo tiempo, se encontrarían algunos elementos claves que permitirían reformular la relación entre estética y política, entre prácticas artísticas y formas de la resistencia y del desacuerdo pertinentes para nuestra discusión. Sin embargo, aquel espacio de la cercanía y la distancia está marcado, tanto para ellos como para la generación de filósofos franceses de post-guerra, por una suerte de herencia inevitable derivada, por un lado, del proyecto heideggeriano de destrucción de la metafísica y de sustantivación del poema como habla originaria de un pueblo que resiste el devenir “cartesiano” del mundo y, por otro lado, por la necesaria revisión de la tradición marxista y su anquilosamiento en el socialismo de Estado y en el estalinismo. Si todo esto marca las coordenadas generales de una época de la filosofía académica, todavía habría que sopesar el efecto específico que mayo del 68 tuvo sobre sus respectivos trabajos y orientaciones.

En otras palabras, a pesar de sus insuperables diferencias, ambos están preocupados por los procesos de subjetivación, ya sea como devenires minoritarios o como irrupción de un desacuerdo, más allá de las determinantes propias de la filosofía de la historia y de la filosofía política que todavía marcaban la teoría de la interpelación ideológica althusseriana y su concepción científica del marxismo. Incluso sería válido afirmar que para ambos el psicoanálisis, como discurso maestro de dichos procesos de subjetivación, seguía y sigue siendo una práctica y una teoría insuficiente.

Tendríamos que agradecer a Rancière entonces, el haber elaborado sus diferencias con Deleuze de manera explícita, dejándonos como alternativa no solo el comentario advenedizo o la toma de partido, sino también la posibilidad de habitar en estas diferencias y repensar una serie de categorías que, precisamente por su uso común, tienden a circular irreflexivamente, es decir, naturalizadas en una suerte de jerga teórica ya legitimada universitariamente. En tal caso, diríamos que así como uno trabaja distanciándose críticamente de las operaciones historicistas y hermenéuticas propias de la “historia de la filosofía”, el otro no solo está asociado con las nociones de desacuerdo, distribución de lo sensible y democracia, sino también con un cierto “efecto” de desplazamiento radical de la relación entre teoría e historia, cuestión que haría posible repensar el oxímoron foucaultiano como marco general donde se inscriben las tesis del desacuerdo. Todo esto se vería favorecido además por el hecho de que el mismo Rancière se declara como un pensador no-deleuziano cuyo interés tardío y secundario por el trabajo del primero tiene que ver con sus preocupaciones comunes más que con algún tipo de “influencia”.

En este sentido, lo que caracteriza las relaciones entre ambos es una tensión insuperable que, sin embargo, configura un espacio de lo común y de lo heterogéneo. Habiendo sido Rancière el que “ha tomado” la palabra de manera más explícita para expresar sus diferencias, proponemos organizar sus críticas en los siguientes planos:

  • Las objeciones de carácter sustantivo, que apuntan a la metafísica deleuziana y su conversión en un sensualismo casi vitalista, una física de las sensaciones que, más allá del sujeto, estaría imposibilitada de dar cuenta de sí misma.
  • Las objeciones de carácter metodológico, que apuntan al procedimiento de lectura deleuziano en cuanto operación paradojal que, por un lado, afirma la disolución del mundo mimético-alegórico clásico, pero, por otro lado, sigue dependiendo fuertemente de una lectura simbólica del objeto estético y del personaje literario como ejemplificación de su misma disolución. Y finalmente:
  • Las objeciones de carácter teórico-político, que identifican en la ambigüedad de nociones tales como multiplicidad y devenires minoritarios, no solo una evasión de la problemática propiamente política de la irrupción y del desacuerdo, sino la reducción de lo político al ámbito inespecífico de una ontología sustantiva afirmada en nociones que son fácilmente articulables por las onto-políticas vitalistas contemporáneas, todas ellas todavía marcadas por una antropología expandida de la producción.

Así, en una serie de trabajos acotados, el autor de El desacuerdo ha evidenciado lo que a su juicio constituiría el carácter paradojal de la investigación deleuziana. Desde su temprana intervención titulada “¿Existe una estética deleuziana?” presentada en las jornadas internacionales sobre Deleuze realizadas en Brasil en 1996 y publicadas en Francia en 1998, y su comentario sobre la famosa lectura de la novela corta de Herman Melville, Bartleby, the ScrivenerA Story of Wall Street (1853), titulado “Deleuze, Bartleby y la fórmula literaria” en 1998[8]; hasta sus trabajos más recientes donde destacan el capítulo dedicado a sus libros sobre cine, en La fábula cinematográfica (2001)[9], la entrevista concedida a Le Magazine Littéraire el 2002, bajo el título: “Deleuze accomplit le destin de l’esthétique”, en un número entero dedicado al autor de Lógica del sentido; y su reciente texto “The Monument and its Confidences; or Deleuze and Art’s Capacity of ‘Resistance’”, aparecido en inglés el año 2010.[10] En todas estas intervenciones, lejos de fomentarse una lectura negligente y antojadiza, lejos de “refutar” o silenciar el pensamiento deleuziano, se lo ausculta, presentándolo de manera controversial, esto es, aplicándole a éste su propia “medicina”. De esta forma, el procedimiento-Rancière pareciera consistir en una operación dedicada a mostrar las paradojas constitutivas del trabajo de Deleuze no desde el punto de vista de un cierto olvido o inconsistencia técnica, sino en cuanto dichas paradojas llevarían al extremo y realizarían la misma condición aporética de la metafísica moderna, esto es, de la filosofía estética y política como horizonte reflexivo inaugurado históricamente en la Europa de las revoluciones.

4.

En términos generales, la llamada paradoja deleuziana se materializaría tanto en su “forzada” lectura de Proust, para hacer coincidir el modelo literario del autor de El tiempo recobrado con la noción de un régimen de significación post-subjetivo, inorgánico o vegetal, como en su interpretación “post”-alegórica de la pintura de Francis Bacon y la lógica de la sensación, en cuanto campo de inmanencia no figurativo y ya divorciado del privilegio tradicional de la mirada. Incluso, en su abrupta diferenciación del cine en dos edades relativas a momentos “supuestamente” diferenciables en el decurso de su historia (imagen sensorial o imagen-movimiento e imagen autónoma o imagen-tiempo), basada en un ambiguo criterio empírico (la Segunda Guerra Mundial) externo a las dinámicas intestinas del cine como campo acotado, encontraríamos otra vez el mismo problema. “¿Cómo puede una clasificación inmanente entre tipos de signos quedar cortada en dos por un acontecimiento histórico externo?”, se pregunta Rancière[11], cuando momentos antes el mismo Deleuze ha postulado la condición auto-suficiente de la imagen más allá de la problemática subjetiva de la percepción.

Un problema similar se manifestaría en su lectura post-metafórica del texto literario que llevaría siempre a una metamorfosis de la vida y a la postulación de un “pueblo por-venir” (en los relatos de Kafka o en las novelas de Melville, por ejemplo). Es esto lo que diversifica y organiza al pensamiento deleuziano, la insistencia en mostrar en todos los autores o pensadores que arman el recorrido de sus lecturas, un procedimiento abocado a la destrucción del juicio y a “la clausura de la representación” (Artaud) como postulación de un plano de inmanencia absoluta, sin poder escapar, sin embargo, a la ley de hierro de la trascendencia. Empero, esta imposibilidad no sería solo un problema técnico o circunstancial, sino un problema inscrito en el mismo destino moderno de la estética, según fuese diseñado por el romanticismo y la filosofía idealista alemana:

¿Consumar el destino de la estética [se pregunta Rancière], volver coherente la obra moderna incoherente, no es destruir su consistencia, no es hacerla una simple estación sobre el camino de una conversión, una simple alegoría del destino de la estética? Y ¿no sería la paradoja de este pensamiento militante de la inmanencia la de hacer volver sin cesar la consistencia de los bloques de perceptos y de afectos a la tarea interminable de llenar de imágenes la imagen del pensamiento?

(1999 211)

En tal caso, Deleuze realizaría el destino de la estética moderna toda vez que su trabajo oscila entre una crítica radical de la representación y una cierta imposibilidad de escapar a la simbolización o alegorización, como mecanismo de lectura e inteligibilidad del objeto en cuestión. Ya sea en su comentario sobre los auto-retratos de Francis Bacon, donde se enfatiza la crisis de la figuración, pero sólo para volver a inscribir dicha crisis en la lectura alegórica del rostro deformado como centro unívoco del cuadro y como criterio de lectura de la lógica de la sensación; ya sea en su ponderación del texto literario (Proust, Kafka, Artaud, Melville), donde se enfatiza el fin de la mímesis y de la convergencia entre ficción y mundo histórico, pero solo para reinstalar la alegoría en una operación de lectura que depende fuertemente de la figuración de ciertos personajes centrales que sostendrían tal interpretación. En última instancia, el problema con esta paradoja tiene que ver con la imposibilidad de afirmar la inmanencia absoluta y hacerla, a la vez, inteligible y operativa. Deleuze querría abandonar la crítica y producir un desplazamiento radical, pero no puede borrar las huellas de su proceso de lectura, quedando preso de la dialéctica entre diseminación e inseminación. Sería esta inescapable dialéctica la ley de hierro de la trascendencia, siempre que Deleuze parece resistirse a la operación del juicio sintético y a la constitución de un plano trascendental.[12]

5.

Habría una metafísica propia de la literatura, postula Deleuze, y ésta tendría que ver con una suerte de lógica de la sensación divorciada del sujeto sensible. Gracias a este divorcio, la literatura, cierta literatura concernida radicalmente con la destitución del símbolo y con la afirmación de su autonomía (de su soberanía), nos deja atisbar el porvenir, y en dicho porvenir, la posibilidad post-humanista de un pueblo otro, distinto al último hombre, algo así como una reactualización del postulado nietzscheano del súper-hombre como “animal de pequeña salud”. Sin embargo, afirma inmediatamente Rancière, “la obra no es la locura”[13], y en este enunciado resuena no solo la interpretación foucaultiana de Descartes, sino las observaciones de Derrida que reparaban, en una conferencia de 1963, en la pretensión del Foucault de la Historia de la locura de captar el silencio de la historia moderna de la razón.[14] Si la locura no es la obra, es la ausencia de obra, es la ausencia de comunicabilidad, ¿cómo se las arregla Deleuze para leer en la obra el silencio de la locura (de la histeria en Ahab o la pasividad sin voluntad en Bartleby) y la anunciación de un pueblo de hermanos constituidos en una solidaridad horizontal sin padre ni ley, una suerte de “muro de piedras sin cemento”? Pues, complementa Rancière:

Las historias privilegiadas por Deleuze no solamente son alegorías de la operación literaria, sino también mitos del gran combate, de la comunidad fraternal que se gana en el combate contra la comunidad paternal. Se trata de personajes excéntricos que encarnan no solo la producción literaria, sino la condición mítica de la destrucción de la comunidad de padres, del mundo de modelos y copias. Ellos materializan “un poder de otro mundo” en la destrucción de éste.

(2004, 159; traducción mía)

Sin embargo, no nos extraviemos, la objeción central es ésta: ¿por qué Deleuze hipoteca su apuesta radical por el fin de la representación y de la economía simbólica (determinada por Hegel como el asunto de la estética moderna en cuanto confrontación con la exteriorización del espíritu) en sus lecturas literarias acotadas? La respuesta es sencilla: “El personaje fabulador es, después de todo lo dicho, el telos de la anti-representación”[15], esto es, el énfasis deleuziano en los personajes literarios no hace sino “ilustrar” la crisis de la estética moderna, pero sólo a condición de reintroducir en su lectura una fuerte carga simbólica con la que dichos personajes quedan investidos como claves y figuraciones de un proceso de pensamiento inmanente; la inmanencia de dicho pensamiento se traiciona, empero, cuando se la hace dar cuenta del potencial fabulador que contiene en contraste con la lectura estándar de lo literario. La obra literaria como régimen de signos, como fabulación salvaje, pondría en cuestión las pretensiones sintéticas de aunar el juicio moral y el juicio estético, enviando a la imaginación hacia un desvío, un delirio, que pone en cuestión el pacto social, pero sólo a condición de seguir presa de la lógica de la promesa, esto es, prometiendo el futuro advenimiento de una comunidad imposible. Esta paradoja, sin embargo, no se refiere solo a una limitación del trabajo de Deleuze, sino que expresa la condición aporética del pensamiento moderno, su imposibilidad de escapar a la dialéctica entre representación y presentación. Así como Derrida observaba el ventrilocuismo foucaultiano en su lectura tendenciosa de Descartes, así también el mismo Foucault, en una respuesta diferida a dicha objeciones, consideraba que tanto Nietzsche como Mallarmé hacían converger razón y sin-razón en una poética del pensamiento como experiencia límite, como “pensamiento del afuera”, del que no se podía dar cuenta sin traducirlo a las coordenadas de la identidad y de la mismidad.[16] Dicho pensamiento del afuera no se materializaba en una afirmación ontológica de lo otro de la razón, sino en una experiencia infinita del límite y la transgresión, salvo que la inescapable dialéctica de la transgresión consiste en re-inseminar constantemente el interdicto que la origina.

Por supuesto, lo que está en juego en esta observación no es solo la relación entre inmanencia y trascendencia, o de manera más rigurosa, entre el modelo del juicio trascendentalmente constituido y la configuración post-subjetiva (post-husserliana) de un plano de inmanencia radical, sino también el estatus de la negatividad y la posibilidad de pensar más allá de la lógica hegeliana de la Aufheben. Y todo esto no deja de ser sintomático, precisamente porque la observación de Rancière a la lectura que hace Deleuze de Bartleby… repara no solo en el intento deleuziano por reemplazar una cierta metafísica, digamos la del idealismo alemán, con otra cuya genealogía arrancaría con los estoicos y Lucrecio, y que pasaría, por un lado, de Espinoza a Bergson, vía Flaubert; y por el otro, llegaría a Hume y, vía Hume, a Whitehead y al pragmatismo norteamericano (donde los hermanos James aparecen como confirmación del patchwork americano y de la hermandad del pueblo por-venir). Más allá de este intento por “cambiar un suelo por otro”, Deleuze también quedaría preso de una cierta correspondencia entre su vitalismo afirmativo y la metafísica de la voluntad de Schopenhauer:

Deleuze, como he estado argumentando, quiere sustituir un suelo por otro, poner un suelo inglés empirista donde había un suelo idealista alemán. Pero estos retornos aparentemente sorpresivos a una metafísica crudamente schopenhaueriana y a una lectura francamente simbolista del texto muestran que algo viene a frustrar esta simple sustitución; en lugar de la inocencia vegetal de las multiplicidades se impone una nueva figura de la lucha entre dos mundos, conducida por personajes ejemplares.

(2004 157; traducción mía)

Habría que reparar entonces en el humor contenido en esta observación: Deleuze, el filósofo que inscribió su nombre en la progenie de la filosofía contemporánea con una lectura anti-hegeliana de Nietzsche[17], no solo volvería a Schopenhauer, sino al mismo Hegel, al no poder escapar de la función simbólica del arte que el viejo filósofo alemán previó como su destino (ser un símbolo del despliegue extrañado del espíritu). Y el gesto humorístico no termina ahí, pues el mismo Deleuze, sin advertir los vaivenes de su metafísica vitalista, terminaría siendo traicionado por un cierto vitalismo vulgar y corriente, al estilo de aquellos seguidores de Zaratustra que, traicionando sus enseñanzas, organizaban “la fiesta del asno” para celebrarle. Sin embargo, la divergencia entre las anunciaciones de Zaratustra y Bartleby, para Rancière, no son menores, precisamente porque a diferencia del primero, el segundo no anunciaría la muerte de Dios sino su locura, su imposibilidad de preferir, su indiferencia absoluta (“I would prefer not to”), y en esta ausencia de voluntad se manifestaría para Deleuze un impasse que haría imposible aunar, ingenuamente, ontología y política. Bartleby “simbolizaría” así una suerte de pasividad radical ajena tanto al voluntarismo moderno como a su opuesto, el nihilismo. Recordemos que el mismo Deleuze piensa esta pasividad no como una “voluntad de nada” sino como “nada de voluntad”, lo que inmediatamente inscribe su reflexión en el arco filosófico inaugurado por Kant y el idealismo alemán y proseguido monumentalmente por la voluntad de poder nietzscheana.

El problema radica, sin embargo, en que en esa comunidad desértica y fraternal de hermanos se rearticula, inexorablemente, otra vez un pasaje entre ontología y política, precisamente porque la desactivación deleuziana de la voluntad se traiciona en la problemática del deseo que mueve a dicha comunidad: “[b]ajo la máscara de Bartleby, Deleuze nos abre la gran-ruta de los camaradas, la gran ebriedad de las multiplicidades gozosas emancipadas de la ley del Padre, el camino de un cierto ‘deleuzianismo’ que quizás no sea más que ‘la fiesta del asno’ del pensamiento de Deleuze” (2004, 164).

6.

Si el problema de Deleuze tiene que ver con su dependencia de la lectura alegórica y con su conversión del personaje en símbolo, esto es, con su privilegio de ciertos personajes literarios (Ahab, el príncipe Mishkin, Bartleby o Gregorio Samsa), como “figuras conceptuales” de una singularidad radical, todavía dependiente de la economía de la referencia y del anunciamiento, la objeción sustantiva de Rancière apunta, por otro lado, a sus presupuestos ontológicos, donde se configuraría no una metafísica tradicional sino una “nueva” física abocada a la lógica de las sensaciones y de la imagen más allá de la conciencia y del sujeto. Sin embargo, lo que resulta contraproducente de esta metafísica (o, pata-física) sería su incapacidad para pensar su propia política. Mediante la afirmación del carácter singular de los devenires y de las hacceidades in-sintetizables, Deleuze privilegiaría la función post-mimética del texto literario, función que ya no simboliza sino que funciona como régimen de signos desterritorializante. Pero su oposición a la mímesis no repara en que ésta es no sólo imitación y representación sino también jerarquización y elaboración productiva, cuestión que curiosamente la aproxima a su lectura del productivismo fabril del inconsciente y del deseo, especialmente en sus libros con Félix Guattari.[18]

Rancière, en cambio, en vez de postular un pueblo-por-venir, una comunidad de hermanos sin ley ni padre, concibe al pueblo como la emergencia de una subjetividad histórica particular que no pre-existe al evento de su enunciación. Esta diferencia no es menor, pues mientras uno fabula con el advenimiento inespecífico de un pueblo literario, el otro interroga su emergencia en los procesos históricos efectivos, contrariando incluso las narrativas historiográficas que, al igual que la filosofía política, están orientadas a suprimir el desacuerdo, a domesticar al pueblo. En este sentido, el pueblo rancièriano no tiene nada que ver con las categorías sociológicas o etnográficas con las que operan las ciencias sociales, ni menos con las pretensiones representacionales del discurso político contemporáneo, sino que es el nombre de un proceso de subjetivación emancipatorio y contingentemente universalista.[19]

Asimismo, en vez de concebir el destino de la estética como fin de la representación –destino siempre diferido y siempre pendiente-, para Rancière, la estética es un campo acotado históricamente que habría emergido en el siglo XIX, en momentos en que el discurso mimético y poético de las bellas artes se vio contaminado (invadido) por el libre uso (diegético más que mimético) de la oralidad, y por la desublimación del poema. El poema rancièriano, para plantear este asunto con cierta estridencia, no anunciaría ni una recuperación del pensar extraviado por el dominio de la técnica (Heidegger), ni el advenimiento de un pueblo de pensadores (Deleuze), sino la interrupción de una naturalizada distribución de los lugares, las jerarquías y las identidades.[20] Consistentemente, si ya en El desacuerdo se ha presentado la diferencia aristotélica entre logos y phone como aquello que fundamenta la jerarquía entre los que pueden hablar y entender (los que poseen logos) y los que solo pueden entender y obedecer (los que poseen phone y solo producen ruido) como clave de la estructuración arquipolítica del mundo antiguo, la poética ahora aparece como aquella instancia de la contaminación des-generada (más allá del discurso de los géneros literarios) del uso de la palabra: “poética” nos dice brevemente Rancière “es el habla que identifica el poder del pensamiento con el poder de la igualdad” (2011, EPUB 9%).

7.

Este procedimiento entonces no solo muestra las incoherencias en la lectura y en la definición de un campo de problemas para proponer otro alternativo, sino que invita a pensar dichas incoherencias como constitutivas del pensamiento moderno. Es esto lo que nos permitiría desentrañar la forma en que la política queda sobre-determinada ontológicamente, incluso en el pensamiento deleuziano, aquel pensamiento abocado a problematizar la metafísica del uno y a pensar el ser qua multiplicidad, pues ¿cuál sería finalmente el estatus de dicha multiplicidad? ¿Hasta qué punto su anti-platonismo nos depara un platonismo invertido, esto es, una disolución de la brecha entre idea y apariencia, pero solo para reinstalarla en una fenomenología del “aparecer”?

Obviamente, no habría que pensar la multiplicidad como una emanación del plano ontológico sobre el plano contingente u óntico, materializada en nociones tales como hacceidades, singularidades, cuerpos sin órganos, devenires minoritarios, etc., pues para Deleuze dicha división ha perdido toda su relevancia. Sin embargo, en la “fiesta del asno” del vitalismo contemporáneo, nociones tales como devenires minoritarios, heterogeneidad y particularmente, multitud, toman el relevo histórico de la noción de sujeto soberano y relanzan la relación entre ontología y política más allá de las intenciones declaradas por el mismo Deleuze.

En tal caso, no se trata de demostrar el carácter metafísico del pensamiento deleuziano, ni tampoco de demostrar hasta qué punto el suyo sigue siendo una “metafísica del uno”, como insiste Badiou. Se trata, por el contrario, de hacer evidente la paradoja que mueve su trabajo y el pensamiento político moderno, es decir, se trata de ponderar la forma en que, a pesar de la sorpresa del maoísta por la práctica libertaria de Deleuze, su pensamiento tanto como las lecturas que ha fomentado, seguirían atrapados, según Rancière, en la determinación onto-política. Sin embargo, el alcance de este problema desborda con creces la tensa relación entre ambos y bien podríamos presentarla en las siguientes dimensiones:

  • Por un lado, habría que distinguir a Deleuze y a Rancière de la perspectiva desarrollada por Alain Badiou, particularmente en su libro sobre el ser y el acontecimiento y su pretensión de fundar matemáticamente una ontología radical. Sobre todo porque el mismo Badiou le recrimina a ambos su indefinición al respecto. Mientras que al primero le reprocha ser “un pensador de la univocidad del Ser” (1997), al segundo le reprocha no hacer ni “política” ni “filosofía”, es decir, no arriesgarse a sostener sus propuestas ontológicamente (2005, 114-123).
  • Por otro lado, habría que atender a los intentos contemporáneos por disolver la determinación onto-política en el trabajo de Jacques Derrida y su rondología (hauntologie), o en lo que gruesamente ha sido considerado como una “Leftist Ontology” (Bosteels 2009), propia de una suerte de “izquierda heideggeriana”, aquella que se declara heredera del proyecto de destrucción de la metafísica y que interroga críticamente el pensamiento de Heidegger y su herencia.[21]
  • Y en un plano absolutamente opuesto, habría que atender a la sustantivación antropológica de nociones ontológicas en los desarrollos del neo-espinozismo contemporáneo, y en su respectiva afirmación de la ontología de la vida y la producción.[22]

8.

En tal caso, y concentrándonos solo en la última de estas dimensiones, podemos decir que la confrontación con Deleuze nos permite ver el objetivo final del procedimiento rancièriano, a saber, la elaboración de un pensamiento de lo político no sutantivado ontológicamente, sino verificable en la historia (no en la historiografía), en cuanto ésta no sería un proceso universal orientado teleológicamente, sino una trama compleja de rupturas e irrupciones. Desde el éxodo plebeyo al Aventino, hasta la constitución del sujeto proletario más allá de las identidades de clase en el siglo XIX, se trata siempre de comprender la política como apropiación de la palabra y como un proceso de universalización contingente, basado en la tergiversación de una comunicación imposible, pues lo que “la parte de los sin parte” entiende no es conmensurable con lo que entiende la parte instituida. En este sentido, el desacuerdo no es un problema de comunicación intercultural, un malentendido, o un desajuste que podría ser resuelto con buena voluntad, sino la inscripción de una inconmensurabilidad radical en el plano de la significación que ha sido ágilmente silenciada por la filosofía política. Para Rancière, entonces, el desacuerdo no es equivalente al diferendo lyotardiano ni menos se reduce a las disposiciones comunicativas de una racionalidad dialógica a là Habermas, sino que pone en escena la imposibilidad del consenso como condición irrenunciable de la política.[23] En este sentido, sus observaciones tratan de atisbar las consecuencias políticas de la ontología de la multiplicidad deleuziana que tienden a materializarse, gracias a “la fiesta del asno” del deleuzismo académico, en una doble afirmación:

  • Por un lado, la afirmación improcedente de la nueva comunidad de hermanos como anuncio de una cierta operación utópica basada en la eliminación de la Ley del Padre como fundamento de la comunidad histórica.
  • Por otro lado, la postulación de la multiplicidad como condición ontológica primaria del ser que no sólo invierte la metafísica aristotélica y sus jerarquías entre lo uno-esencial y lo múltiple-accidental, sino que deja el problema de la relación entre ontología y política irresuelto, haciendo posible la emergencia de nociones afirmativas y antropológico-políticas (deseo, multitud, devenir, agenciamiento, etc.) que resultan, finalmente, contraproducentes.

8.1.

En el primer caso, al identificar el mensaje redentor de lo literario con el advenimiento de un pueblo de hermanos desligado de las jerarquías de la ley y del padre (de la tradición literaria europea y soviética), Deleuze no solo retoma el mito fundacional del American Exceptionalism, que va desde el mismo Hegel y Tocqueville hasta Hanna Arendt y Richard Rorty, y que encuentra sus claves poéticas en Melville y Walt Whitman (vía D. H. Lawrence), sino que opone dicha fabulación a la ficción moderna. Por supuesto, la observación de Rancière no reduce la elegancia del argumento deleuziano a dicha tradición excepcionalista, sino que sugiere el parentesco entre dicho excepcionalismo y la historia de Occidente. Así, si para Deleuze la literatura “no debe producir metáforas sino metamorfosis” (2010 180; traducción mía), su potencialidad radicaría no sólo en la anunciación del pueblo por venir, sino en su preparación para dicho arribo. Aquí yace uno de los más delicados pliegues del desencuentro entre ambos, pues la acusación de fondo consiste en mostrar no solo cómo Deleuze realizaría el destino moderno de la estética, sino cómo su lectura, a la vez destructiva y alegórica de lo literario, todavía habita el horizonte kantiano de lo sublime y del entusiasmo, en la medida en que una inversión del modelo del juicio estético todavía deja las cosas más o menos como estaban.

Si la irrupción de lo sublime en el arte o en la historia (la Revolución francesa, por ejemplo) desordena el esquema categorial del entendimiento, le cabe a la razón subordinar a la imaginación dislocada por dicha irrupción, para confirmar su estructura teleológica (la reconstitución de la facultad de juzgar), cuestión que en Kant resuelve la disyunción entre lo sensible y lo inteligible. En Deleuze, la literatura y el arte (antes que la historia) funcionan como lugares fundamentales para dicha irrupción, pero a diferencia de la síntesis kantiana, en éste predomina el momento de la dislocación (de ahí su empirismo trascendental y el privilegio de las síntesis disyuntivas). Dicha dislocación, sin embargo, tiende a domesticarse cuando el mismo Deleuze la capitaliza como “prueba” de un cierto desorden de las facultades. En el fondo, lo que ocurriría con el entusiasmo deleuziano es que todavía estaría preso de una cierta fenomenología trascendental, aun cuando ya no subjetiva. De ahí su énfasis en el aparecer más que en la apariencia; sin embargo, ¿cómo se constata dicho aparecer? ¿Para quién o qué es que el mundo aparece?

Para Rancière, el contraejemplo vendría dado por Lyotard, otro gran pensador del sublime kantiano, quien, en una posición radicalmente opuesta a la de Deleuze, concibe la irrupción de lo sublime como emergencia de una crisis de la filosofía de la historia, una crisis de la razón manifiesta en la facticidad acontecida en el siglo XX. Esta deriva post-utópica del sublime kantiano, entonces, más que anunciar el arribo de un “pueblo de hermanos y camaradas”, se expresa como fin de la utopía iluminista de la emancipación: “[l]a utopía fraternal se vuelve un mero avatar del sueño emancipatorio nacido con la Ilustración, el sueño de una conciencia maestra de sí misma y del mundo, libre del poder del Otro. Para Lyotard este sueño de una humanidad que es maestra de sí misma no solo es ingenuo, es criminal” (2010 182; traducción mía). Así, la distancia entre “lo inhumano” y “el pueblo por-venir” no solo marcaría las diferencias de Lyotard y Deleuze como pensadores domiciliados en el horizonte kantiano, sino que acercaría peligrosamente la propuesta deleuziana a una suerte de “alma bella” cuya ingenuidad no la exime de las consecuencias asociadas con el vitalismo contemporáneo. En esto, finalmente, consistiría el vitalismo, en la conversión del “ánimo rayano en el entusiasmo” que Kant atisba como consecuencia de la Revolución francesa, en una ontología afirmativa de la vida, sin resto y sin negatividad.

8.2.

En el segundo caso, al no sacar plenamente las consecuencias producidas por el vaciamiento del espacio que media entre ontología y política, el pensamiento deleuziano habría favorecido la conversión de la multiplicidad, en cuanto categoría de una “ontología singular”, al concepto histórico-sociológico de multitud, cuestión que entorpece aún más la problemática de lo político y que para Rancière está inexorablemente ligada a la noción de pueblo. Como ya advertíamos, el pueblo no es un agregado sociológico sino la irrupción de una nueva distribución de lo sensible que interrumpe el orden policial para desordenar su organización ya naturalizada y consagrada en términos administrativos. Por el contrario, la multitud seguiría siendo una categoría genérica y descriptiva que expresa en un plano histórico acotado una cierta tradición de pensamiento abocada a la descripción de formas de vida y trabajo propias del siglo XX.[24] El problema con esto no es solo la inoperatividad de dicha noción, sino la ambigua sensación que produce al describir movimientos de oposición internos a la producción capitalista, pero todavía en términos de su diagrama espacial. En última instancia, la multitud no es sino una condensación fortuita y circunstancial de la problemática de la multiplicidad, no necesariamente desarrollada por Deleuze y Guattari, pero tampoco combatida por estos.[25] En cuanto conversión antropológica de una categoría “ontológica”, no sólo sustantiva sus potencialidades políticas sino que romantiza, de una u otra forma, procesos de desterritorialización inherentes al patrón de acumulación contemporáneo, al sindicarlos como emergencia de una nueva subjetividad política, una subjetividad, en todo caso, inherente al Imperio, esto es, todavía inscrita en el modelo policial de la distribución de lo sensible (Rancière 2010, 84-90). Aquí es donde la comunidad fraternal melvilliana de marineros sin pasado y ajenos a la “ley del padre” anticipa, según la hipótesis onto-política de la multitud, la desterritorialización contemporánea de los procesos de subjetivación, pero no en un páramo desértico o en un infinito oceánico, sino totalmente inscrita, territorializada, en el Estado planetario. Este sería el anverso y reverso de la onto-política de la multitud, su copertenencia a la figura del Imperio (2010 84-90).

De esta manera, la consecuencia inmediata del desplazamiento operado por el procedimiento-Rancière consiste en desbaratar toda fundamentación onto-antropológica de la política. Si bien la política es posible cuando ocurren procesos de subjetivación que son, a su vez, procesos de des-identificación, no toda subjetivación es igualmente política. Aquí entonces, lo que surge como problema fundamental no es la necesidad de una nueva teoría del sujeto, sino la necesidad de considerar los procesos de subjetivación que encarnan un potencial igualitario necesariamente universalista, pero rigurosamente contingente. La universalidad de un sujeto político así entendido, no viene asegurada por cuestiones de identidad o ubicación en la división social del trabajo, sino que es el efecto de un plegamiento circunstancial que para algunos delata un cierto anarquismo o un cierto espontaneismo en Rancière. De todas maneras, ambas categorías—anarquismo y espontaneismo—siguen perteneciendo a la razón estratégica que abastece a la filosofía política y, por lo tanto, no logran dar cuenta del desplazamiento rancièriano.[26]

En el fondo, la desarticulación de la relación onto-política conlleva la desarticulación del esquema categorial que inscribe la temporalidad en un modelo binario (contingencia-necesidad) y permite pensar la constitución del sujeto político en términos de una irrupción acontecimental. El procedimiento entonces gatilla una serie de términos: desacuerdo, irrupción, interrupción, subjetivación, pueblo, democracia, política que configuran un diagrama analítico divorciado de las determinaciones sociales, económicas y ontológicas con las que se tiende a pensar la política. En esto consiste finalmente la propuesta de Rancière, en la posibilidad de pensar la política más allá de la ontología, esto es, de pensar la política como una forma histórica de pensamiento.

9.

Además, es importante señalar que en la oposición rancièriana entre política y policía, la política no es ni una disputa por el poder del Estado, ni una cuestión filosófica o de fundamentos. Y este sería el eje del procedimiento en cuestión: el desplazamiento de la filosofía política y de las disciplinas sociales abocadas a reducir lo político a una cuestión de fundamentos o a una mera descripción de procedimientos y actitudes. En tal caso, su trabajo no se debe homologar con el gesto filosófico advenedizo que se contenta con declarar o señalar “el fin de la filosofía”, pues lo que importa no es el tipo de argumentos dados contra la filosofía (todos ellos inamentes a su horizonte) sino la posibilidad de pensar la política como una práctica histórica y como una forma de pensamiento en tanto que tal. La pregunta que sigue entonces es la siguiente: ¿necesita la política de la filosofía para pensarse?, ¿no es la política una forma histórica de pensamiento? Y todavía más: ¿si la política es una práctica histórica que se piensa a sí misma, qué papel le cabe a la filosofía?, ¿es cierto que la filosofía todavía tiene como asignación la de asegurar la posibilidad y la universalidad de la política?[27]

En este sentido, el famoso capítulo titulado “De la arquipolítica a la metapolítica” del libro El desacuerdo, ha funcionado como texto referencial para problematizar las relación entre la filosofía política, preocupada de diferir todo conflicto político en un esquema normativo, natural, jurídico o ideológico que terminaría por domesticarlo, y la política que es, esencialmente, una irrupción democrática de “la parte de los sin parte”: “Las filosofías políticas, al menos las que merecen ese nombre, el nombre de esa paradoja, son filosofías que dan una solución a la paradoja de la parte de los sin parte, ya sea sustituyéndola por una función equivalente, ya creando su simulacro, realizando una imitación de la política en su negación” (Rancière, 1999 88). Así, la arquipolítica, representada por el modelo platónico de convergencia determinante entre physis y nomos, la parapolítica, representada por el modelo clásico aristotélico y moderno hobbesiano y caracterizada por la sociologización del orden y la diferencia, y la metapolítica que, desde Marx hasta la filosofía política de corte post-heideggeriano, está preocupada de disolver la apariencia (enajenación, ideología, caída, desarraigo, etc.) del desacuerdo en una verdad siempre más allá de éste, funcionarían como formas de sobre-codificación policial del conflicto constitutivo de la política. Dicho conflicto no es cualquier tipo de antagonismo inscrito en la escena social, sino aquel con la capacidad de poner en escena el potencial igualitario de una subjetividad constituida en su misma emergencia. No hay entonces subjetividades pre-existentes ni lógicas antagónicas (como la lógica de la contradicción hegeliana o la lucha de clases marxista) que regulen la política a priori, pues ésta es el resultado de una discontinuidad en el plano policial de la administración y el control.

Gracias a este desplazamiento, el procedimiento-Rancière se distanciaría de las concepciones que piensan la política como especificidad de un subsistema social (Luhmann), así como de aquellas que la piensan como una práctica incontaminada por la esfera social y los intereses económicos (Arendt).[28] Ni siquiera se aproxima a la versión schmittiana que la piensa como una disputa partisana entre amigo y enemigo, ni menos como una descripción alucinada con las metamorfosis de la soberanía y del poder global contemporáneo (Agamben). Por el contrario, no hay especificidad de la política salvo la de ser tanto una irrupción dislocante como una interrupción del orden de lo dado. Así, la “genealogía política” rancièriana se fundaría en una copertenencia constitutiva entre la política y la democracia, lo que termina por desplazar los fetiches de la teoría contemporánea del poder—sus insistencias en la biopolítica, la teología política, el estado de excepción, el Imperio, etc.—que serían más propias de las preocupaciones policiales del saber que de las prácticas sociales de aquellos sujetos constituidos en la experiencia de la lucha y la resistencia. En última instancia, se trata de pensar el desacuerdo como una práctica histórica de suspensión del consentimiento.

En efecto, desde sus tempranos trabajos sobre el maestro ignorante (1991) y el ocio proletario (2010), hasta sus intervenciones más recientes, el procedimiento-Rancière es consistente con una re-definición conceptual y un desplazamiento de los sobre-entendidos habituales.[29] Así, la democracia no es el enemigo ideológico de la libertad, ni un régimen de excesos que marcarían el declive de la república moderna (Rancière 2006), ni la estética una tradición filosófica de larga trayectoria dedicada a indagar los avatares de la belleza, sino un régimen acotado de visibilidad surgido de la descomposición decimonónica de las bellas artes y relacionada con la emergencia de una poética des-generada y contaminante de los lugares consagrados de la decibilidad (Rancière 2011). Así mismo, el pueblo no alude a un sujeto preconstituido y representado en la lógica policial del Estado parlamentario contemporáneo, ni menos se reduce a la lógica populista de la interpelación hegemónica (a là Laclau, por ejemplo), sino que se refiere a la irrupción de un diferir que interrumpe los consensos y que expresa procesos de subjetivación no reducibles al espacio pre-asignado de lo político, conteniendo por lo mismo, la posibilidad de nuevas espacialidades, esto es, de una concepción no convencionl del espacio político moderno.[30] Es como si Rancière, cercano a un Foucault todavía indeciso con respecto a sus descripciones de los mecanismos del poder, se hubiese dedicado a desarrollar la genealogía de las prácticas de ruptura y resistencia, sin extraviarse en las retóricas sobre la monumentalidad o la multidimensionalidad del poder, del Estado, o de las estrategias bio-políticas contemporáneas. Todas estas analíticas materiales de las nuevas positividades sociales no tienen mucho que ver con su trabajo, el que se orienta, mediante desplazamientos acotados, hacia una concepción de la política que nada necesita del saber ni de los discursos maestros.

Esto cerraría el argumento rancièriano contra Deleuze y el “deleuzismo”, su discrepancia a nivel sustantivo, metodológico y político. Después de todo, su reclamo tiene que ver con una concepción radical de la poética, una concepción donde los “devenires minoritarios” aludidos por el primero no alcanzarían a dar cuenta de las intrincadas relaciones entre estética y política. Lo político es también lo poético, pero aquí otra vez nos encontramos con el procedimiento en pleno: lejos de re-editar la manía filosófica heideggeriana dedicada a desentrañar las claves del Dichtung antes de la “caída”, Rancière, al igual que Badiou, desestima el énfasis en la poética como figura asociada a un nombrar esencial y se concentra en la poética como irrupción en el ámbito literario de una decibilidad contaminante y subversiva de las jerarquías y los géneros tradicionales. Sin embargo, y aquí radica su diferencia con Badiou y su cercanía con Deleuze, esta distancia con respecto a la “edad de los poetas” no se hace en nombre de la filosofía como campo universal y comprometido con la verdad en sentido platónico, sino para recuperar el resonar poético de la lengua sin que en ello medie ninguna sacralidad.

10.

Finalmente, si el desacuerdo es la irrupción de una instancia invisibilizada previamente, la emergencia de la parte de los sin parte que muestra el carácter convencional y arbitrario de la distribución de lo sensible, esto produciría un estado de excepción o “interregno” que nada tiene que ver con su captura por el orden discursivo del Estado y de los saberes policiales, teológicos-jurídicos y filosóficos. Aquí, otra vez, habría que pensar la diferencia con el paradigma schmittiano-agambeniano del estado de excepción y con lo que Walter Benjamin llamó el “verdadero estado de excepción” (Agamben 2005), antes que homologar la problemática de la irrupción rancièriana con el marco teológico-jurídico del debate contemporáneo sobre la soberanía. Quizás podríamos aventurarnos a sostener que, desde Benjamin a Rancière, se crea una línea de trabajo sobre la excepción que difiere del embelesamiento con el golpe de Estado y con la excepción soberana, precisamente porque para éstos, la prioridad estaba en mostrar la irrupción del interregno o del desacuerdo como una suspensión de la soberanía, mientras que para el paradigma teológico-político, la excepción aparece como un mecanismo interno de autorregulación, una práctica policial.

No olvidemos, por otro lado, que el trabajo de Rancière emerge polémicamente contra el predominio transnacional de una cierta inclinación identitaria y neo-humanista, manifiesta en las llamadas Identity Politics, cuya continuación natural viene dada por los intentos de la ontología material de la producción y del neo-espinozismo de fundar la política en una categoría de multitud que sigue dependiendo no sólo de la noción antropológico-filosófica de producción, característica del marxismo clásico, sino también de la idea de “forma de vida” que hoy en día funciona como criterio de autenticidad de las posiciones de sujeto en un concepto de la política todavía reducida a la problemática del reconocimiento.

Quizás en esto radica la centralidad del procedimiento-Rancière para el trabajo crítico inscrito en el contexto latinoamericano, no en la posibilidad de restituir una relación legitimante con un exponente de la “teoría metropolitana” o la “filosofía europea”, cuestión que siempre despierta las críticas paranoicas de los defensores del archivo regional, sino en que, en cuanto procedimiento, nos permite elaborar una comprensión de la acontecimentalidad histórica y de la emergencia de las prácticas sociales del desacuerdo, sin la necesidad de recurrir a las nociones antropológico-políticas de identidad, autenticidad y forma de vida. Desde los neo-indigenismos latinoamericanos, hasta la configuración del llamado paradigma decolonial (Mignolo 2011), una suerte de política de la autenticidad, basada en formas de vida refractarias a la modernidad occidental, aparece como fundamento meta-filosófico de una política del resentimiento y del reconocimiento que sigue, muy a pesar suyo, siendo parte del recurso filosófico policial. Por muy importante que sea recuperar el archivo de las voces silenciadas, lo que habría que entender de una vez por todas es que la relevancia de esas voces está dada por su irrupción política y no por su reconstrucción fetichista. Lo contrario es demandar reconocimiento, es decir, seguir preso de la articulación fono-logo-céntrica de la filosofía política, haciendo una suerte de ventrilocuismo para traducir la voz del esclavo (phone) a las coordenadas del maestro (logos). Pues bien, contra todo esto habría que reiterar que el procedimiento-Rancière no se concentra ni en refutar la filosofía occidental, ni en develar el núcleo ideológico del sujeto moderno, ni siquiera en recuperar la existencia auténtica de formas de vida marginalizadas y olvidadas por el relato maestro de la Historia, sino que apuesta por la irrupción constituyente de lo político, esto es, por la constitución de una subjetividad divorciada de cualquier aura originaria.

Todo lo anterior sería, sin embargo, indicación de un primer momento de nuestra reflexión. Todavía haría falta, como mínimo, cuestionar sostenidamente la operación de lectura rancièriana no sólo por sus énfasis en una cierta historicidad empíricamente determinante de la emergencia moderna de lo estético y lo político (lo que Badiou llama su “fenomenología historicista” [2005 116]) y que estaría asociada con la emergencia de un régimen “poético” que contaminaría y subvertiría las jerarquías que tramaban la organización genérica de las Bellas Artes, así como el espacio acotado de lo político constituido en torno a una distribución proporcional de las partes; sino también porque dicha operación, asociada al desplazamiento de la filosofía como discurso maestro y a una genealogía conceptual que invierte la doxa terminológica de la “teoría” contemporánea, no sería accidental sino decisiva para su forma de pensar. No se trata, en todo caso, de corregir el sesgo empírico de su etnografía, sus permanentes referencias a la literatura francesa (Flaubert, Mallarmé, Proust) y la universalización de su análisis a partir de los mecanismos detectados en dicha tradición (lo que recuerda los típicos reclamos historicistas contra Foucault). Se trata, por el contrario, de pensar cómo, de la misma forma en que él entiende la política en tanto que emergencia de un desacuerdo que irrumpe históricamente desdibujando los diagramas del poder, su pensamiento y sus estrategias, más que operaciones filosóficas o histórico-hermenéuticas destinadas a confirmar un cierto proceso social, irrumpen en la escena intelectual haciendo visible lo que resulta “desapercibido” para esta.

En efecto, es en la concepción rancièriana de la política donde hay que buscar el sentido de su propia performance reflexiva, pues allí se pliega lo ontológico y lo histórico, lo que supone una teoría de la acontecimentalidad que debe ser explicitada y comentada. Esto es, finalmente, lo que marcaría aquel espacio de la convergencia y la distancia que caracteriza al pensamiento francés contemporáneo, desde Foucault en adelante, uno de cuyos temas centrales es, precisamente, el estatuto eventual de una noción de ruptura no dialéctica (o, de una dialéctica no hegeliana). Así como Deleuze lee en el texto literario y en el procedimiento estético su propia cancelación y el advenimiento de un porvenir desterritorializado de las dinámicas del poder y la representación, así mismo Rancière entiende sus intervenciones como irrupciones del desacuerdo, quitándole el piso a los discursos maestros y devolviendo la atención a las dinámicas históricas y a los procesos materiales de subjetivación. Su gesto es radical y modesto: la política sigue siendo una cuestión relativa al pueblo. Pero aquí también se asoma un límite constitutivo de la imaginación moderna, en la medida en que el mismo Rancière no problematiza la relación entre lenguaje como soporte y expresión del daño, inteligibilidad y audibilidad del desacuerdo, todavía pareciera estar acechado por el fantasma kantiano de una universalidad sui generis. Quizás en esto consista la gran demanda de nuestra época, no en sancionar el fin de la filosofía, ni menos habilitar filosóficamente una determinada política, sino en volver a cuestionar el diagrama categorial que determina y hace posible la relación entre lenguaje y experiencia.

Notas

01. Michel Foucault & Gilles Deleuze, en Foucault (1980 77-86).

02. Esta desvinculación entre historia y filosofía era también una desnaturalización de la supuesta relación de co-pertenencia entre filosofía y política, que Foucault había enunciado tempranamente en su relectura de la genealogía nietzscheana. No se debería olvidar entonces que es esta “ontología del presente” la que inaugura (con Kant, según el mismo Foucault) la posibilidad de un pensamiento sagital, concernido con la condición heteróclita del acaecer, cuestión que recorre el trabajo de Deleuze y de Félix Guattari en su totalidad. Así mismo, en la ruptura de Rancière con Althusser y el grupo de estudios de El capital podemos apreciar un movimiento similar; la desauratización de la agencia intelectual (la crítica de Althusser a la ideología) en nombre de un comunismo de la inteligencia social (Jacques Rancière, La lección de Althusser, 1975).

03. Jacques Rancière, El desacuerdo, 1996.

04. Sus contribuciones a dicho colectivo han sido editadas en el tomo III de Para leer El Capital (1973) originalmente publicadas en Francia en 1965. La ruptura con Althusser a propósito de los acontecimientos de mayo del 68, ya anticipan su renuencia a la filosofía como “discurso maestro” y se encuentran disponibles en español desde 1975, año de publicación de su libro, La lección de Althusserop. cit (un libro originalmente publicado en 1974).

05. El breve texto introductorio de Christian Ruby, L”Interruption (2009), lograría, en todo caso, capturar el gesto rancièriano sin sustantivarlo ni fosilizarlo académicamente. Para una introducción general de su trabajo, la reciente compilación de entrevistas editadas por la editorial Herder y publicadas en español el año 2011, con el título El tiempo de la igualdad son muy pertinentes, precisamente porque nos presentan una visión dinámica del procedimiento demarcatorio asociado con su firma. En español, quizá el mejor ensayo comprensivo de su gesto sea el de Federico Galende. 

06. A pesar de la pertinencia del temprano comentario de Slavoj Zizek en The Ticklish Subject (1999) la fuerza del procedimiento-Rancière tiende a quedar frustrada debido a la insistencia del filósofo esloveno por traducir sus nudos problemáticos a una muy ideosincrática jerga psicoanalítica. 

07. Aunque no directamente referido a Rancière, el libro de Oliver Marchart, Post-Foundational Political Thought (2007), da con un esquema conceptual que pareciera capturar la “novedad” del pensamiento político contemporáneo. El libro de Nick Hewlett, Badiou, Balibar, Rancière, Rethinking Emancipation (2007), nos entrega una perspectiva comparada de los ex-estudiantes de Althusser. Nuestro argumento, en todo caso, no está orientado ni por las ansiedades panorámicas y clasificatorias, ni por la necesidad de dar cuenta de un cierto horizonte problemático disciplinario. Sin embargo, ambos estudios parecen relevantes para nuestra interrogación. 

08. “Deleuze, Bartleby, and the Literary Formula”. The Flesh of Words. The Politics of Writing (2004 146-64). El texto específico de Deleuze está compilado en español en la serie de ensayos titulada Crítica y clínica (1996).

09. La fábula cinematográfica. Reflexiones sobre la ficción en el cine. Barcelona: Paidós, 2005.

10. Dissensus. On Politics and Aesthetics (2010 169-183).

11. “¿De una imagen a otra? Deleuze y las edades del cine” (La fábula cinematográfica 137).

12. Sin embargo, más allá del problema de “el plano de inmanencia” desarrollado en su trabajo con Félix Guattari, ¿Qué es la filsofía? (1995), habría que volver a reparar en la particular lectura deleuziana de la fenomenalidad y el aparecer en la filosfía de Kant, algo que no podemos hacer en este momento.

13. “Deleuze, Bartleby, and…” (2004 153).

14. En la segunda edición de la Historia de la locura de 1972, Foucault contesta sucinta y agresivamente las observaciones que Derrida desarrolló en su texto “Cogito e historia de la locura” (1989 47-89).

15. “Deleuze, Bartleby, and…” (2004 158).

16. Ver Foucault (1968 295-333).

17. Nos referimos a su temprano libro, Nietzsche y la filosofía (1995), originalmente publicado en Francia en 1962.

18. Particularmente, el tomo I de Capitalismo y esquizofrenia, El Anti-Edipo (1985), originalmente publicado en Francia en 1972. 

19. Ver, por ejemplo, la interpretación del trabajo de Rancière que desarrolla Ernesto Laclau en la parte final de su libro, La razón populista (2005), donde se intenta aproximar la lógica disruptiva del desacuerdo con la lógica contingente de las articulaciones hegemónicas. Habría que desarrollar este punto detenidamente, pero eso escapa a nuestro cometido actual. Sin embargo, el universalismo contingentemente adscrito a la irrupción del desacuerdo, todavía exige una cierta comunicabilidad, una cierta inteligibilidad de dicho desacuerdo, lo que inscribe la política rancièriana en el horizonte kantiano de participación en la historia como historia universal. ¿Qué pasaría si el desacuerdo fuese vehiculado por un ruido ininteligible, si la diferencia fuese inarticulable en las cadenas equivalenciales del discurso hegemónico? ¿Sería solo resto y negatividad o, por el contrario, sería el límite de la comunicabilidad como fundamento no problematizado de la política moderna, incluso en Laclau y en Rancière? En otras palabras, a pesar de que el mismo Rancière entiende que la meta-política occidental arranca con la sospechosa diferencia entre logos y phone, ¿hasta qué punto logra pensar la phone sin subordinarla a las exigencias del logos, sin reconocerla como sentido?

20. Este sería el lugar para elaborar la oposición entre Rancière y Badiou, sobre todo porque este último identifica toda postulación del poema como instancia relevante con una cierta edad ya desplazada o agotada. Mientras que el primero intenta pensar la estética como economía de lo visible y lo audible, el segundo quiere mostrar la estética como una trampa romántica que habría que desplazar desde la recuperación de un lenguaje universalista capaz de entreverarse, inestéticamente, con la dimensión ontológica del pensar, abocada al ser y el evento. Pero eso deberá quedar solo sugerido por ahora.

21. Nos referimos a Derrida (1998).

22. Ver Rancière (Dissensus 84-90). 

23. De todas maneras, debemos señalar que el problema de la “frase” y del diferendo en Lyotard todavía escapa al procedimiento-Rancière, quien parece despacharla demasiado rápido (ver, Jean-Louis Déotte). Es decir, aún cuando todo el problema del desacuerdo pasa por la expansión de la comunicabilidad que constituye la naturalizada distribución de lo sensible, todavía Rancière pareciera asignarle valor político a la expresión del “daño” en la medida en que dicha expresión sea inteligible, reconocible. ¿Escapa realmente Rancière a la dialéctica del reconocimiento? Mejor dicho, pareciera ser que con la suspensión de la dicotomía arquipolítica fundamental, aquella entre logos y phone, Rancière logra desplazar los presupuestos normativos o comunicacionales de la teoría del lenguaje que soterradamente alimenta la imaginación política moderna, sin embargo, todavía faltaría saber hasta qué punto el autor de El desacuerdo problematiza de manera efectiva la función del lenguaje en relación con la cuestión no ya de la representación sino de la expresión del “dano”. Nuestra hipótesis, solo podemos mencionarla de paso, repara en la complicidad de la imaginación política moderna con una cierta teoría burguesa del lenguaje (expresión de suyo benjaminiana) que no habría sido plenamente formulada. 

24. De hecho no es difícil advertir que el fundamento socio-económico de la noción de multitud se halla en el “obrero social”, categoría central de los análisis de la Autonomia Operaia en los años 1970. 

25. Curiosamente, esta observación es inversamente proporcional al reclamo de Hardt y Negri contra la supuesta indefinición deleuziana: “Deleuze and Guattari, sin embargo, parecen capaces de concebir positivamente solo las tendencias hacia el movimiento continuo y las fugas permanentes, y por eso en su pensamiento, también, los elementos creativos y la ontología radical de la producción de lo social se mantienen insustanciales e impotentes” (2000 28; traducción mía). Esa ontología radical de la producción, sin embargo, para Rancière es una herencia que el análisis marxista de la economía política le deja al pensamiento de la multitud, y no una formulación acertada de los procesos de subjetivación como clave de la política. De aquí, sostenemos, surge la relación constitutiva en el “deleuzismo” contemporáneo entre onto-política y antropología productivista. 

26. Más pertinente sería contrastar la noción de irrupción en Rancière y la noción de ruptura del orden discursivo hegemónico en Laclau, particularmente en su libro Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo (1993). Lo que está en juego, sin embargo, es algo mucho más decisivo: la posibilidad de pensar la irrupción rancièriana, la acontecimentalidad política, más allá del esquema categorial aristotélico que todavía determina la concepción de la temporalidad kantiano-moderna y la oposición entre contingencia y necesidad. ¿Escapa la irrupción política a este esquema categorial? ¿No era éste, precisamente, el problema deleuziano de la lógica del sentido y los trastocamientos? 

27. No podemos dar cuenta acá de la relación entre Badiou y Rancière, pero las diferencias entre ambos no se reducen sólo a sus distintas acepciones de la noción de metapolítica o estética, sino que cruzan la relación entre filosofía y política, ontología e historia, de manera radical. De todas formas, Bruno Bosteels (2010) intenta mediar en este diferendo. El mismo Bosteels ha retomado el problema, desde la perspectiva badioudiana en la primera parte de su Badiou and Politics (2011). Sin embargo, si la política, como irrupción del desacuerdo, como práctica oposicional y como dinámica social de resistencia, es ya una forma histórica del pensamiento (y no un sistema substantivado del pensar), entonces la pregunta por “los usos y abusos de la filosofía para la política” sigue siendo crucial.

28. Otra vez, se trata de un problema bastante complejo. Hay una proximidad innegable con el pensamiento de Arendt en la forma de plantear la relación entre política y vida activa, pero una diferencia sustantiva con respecto a las limitaciones que Arendt impone sobre lo político como una práctica ajena al mundo social plebeyo, y todavía más con el uso conservador angloamericano del pensamiento de Arendt en el periodo posterior a la Guerra Fría, similar al uso conservador del pensamiento de la alemana en las teorías transicionales latinoamericanas a fines de los años 80 y durante la década del 90. Por otro lado, el carácter instituyente del desacuerdo rancièriano pareciera aproximarse a la concepción instituyente de la democracia desarrollada por Claude Lefort, pero la diferencia radica en que aquel lugar vacío del poder después de la muerte del soberano sigue siendo un lugar relacionado con una teoría centralizada del poder y la democracia, mientras que la preocupación de Rancière no es ni el Estado democrático ni el poder. Así mismo, habría que distinguir el carácter radical de la irrupción igualitaria del pueblo en el francés, de la noción de imaginarios sociales, en el pensamiento del filósofo griego Cornelius Castoriadis que todavía estaría marcado por un cierto institucionalismo sociológico. Todo eso, sin embargo, solo podemos sugerirlo en este momento. 

29. The Ignorant Schoolmaster se publicó originalmente en 1987 y La noche de los proletarios en 1981.

30. Solo hemos podido sugerir la proximidad y la distancia entre el trabajo de Rancière y el de Laclau, pero sería parte de un trabajo posterior preguntar hasta qué punto las exigencias de traductibilidad propias de la articulación hegemónica, según las describe Laclau, no reinstalan la problemática diferencia aristotélica entre phone y logos, es decir, hasta qué punto la teoría de la hegemonía como teoría de la política no descansa sino en el mismo presupuesto antropológico evidente en su soterrada filosofía del lenguaje (traductibilidad, inteligibilidad, capacidad de producirse como demanda reconocible, etc.). 

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