La infinitización del sujeto

Jelica Šumič Riha
Traducción: Fernando Chávez Solca

Volume 6, 2014


Tradicionalmente, la política emancipatoria se pregunta cuáles partes de la sociedad cuentan, y cuáles no. Desde tal perspectiva, el acto fundacional de la política consiste en el descubrimiento de lo que Rancière llama el “conflicto acerca de la existencia de un escenario común, la existencia y la calidad de quienes están presentes en él”.[1] La formulación de la pregunta de la política emancipatoria en términos de existencia implica reconocer que hay una disyunción constitutiva entre la política y el sistema de dominación, un sistema que por lo general se suele caracterizar como un sistema de ordenamiento, identificación, conteo, o simplemente como el Estado. En efecto, la división entre dos lógicas irreconciliables –la igualitaria o genérica, por una parte, y la distributiva o constructivista, por otra– es, de acuerdo con algunos de los pensadores políticos más radicales de la actualidad, considerada como definitoria de la política como tal. Por lo tanto, si la política misma es vista como un disruptivo exceso de igualdad sobre la lógica distributiva del Estado, esto implica que una nueva perspectiva se abre para la teorización de la política: una que localiza el lugar apropiado para la política emancipatoria, es decir, para “los sujetos políticos que no son grupos sociales, sino mas bien formas de inscripción de la cuenta de los no contados”,[2] dentro del mismo terreno en el que opera el conteo estatal.

En cierto sentido, la polaridad entre el Estado y la política emancipatoria es sólo sostenible si el Estado se reduce a lo que Lacan ha identificado con el nombre del discurso del amo, concebido como un poder de postulación, el poder del significante de traer algo a la existencia. De hecho, para Lacan, “cada dimensión del ser es generada como consecuencia del discurso del amo –el discurso de aquel, que profiriendo el significante, supone sus efectos vinculares […], lo que está relacionado con el hecho de que el significante ordena. El significante es, primero y ante todo, un imperativo”.[3] En el campo de la política, el discurso del amo, en tanto su objetivo es decir lo que es, podría ser visto en esencia como una constitución simbólica del orden social de acuerdo con una lógica de la predicación. Estableciendo la relación entre los elementos que constituyen una situación dada y sus atributos, el discurso del amo lleva a cabo la “partición de lo sensible”, tomando la conocida expresión de Rancière, mediante la determinación de lo que cuenta y lo que está fuera de la cuenta, lo que es visible y lo que no lo es, en última instancia, lo que existe y lo que no. En vista de ello, el discurso del amo es obviamente “creativo”. Teniendo el poder performativo del significante para estructurar el campo social, asignando a los miembros de una sociedad dada un lugar y una función, el discurso del amo puede ser visto como el poder de conferir la existencia, un poder paradójico, ya que requiere la complicidad del sujeto con el fin de ser plenamente efectivo. Aunque es cierto que su lugar está trazado de manera previa por fuera del discurso del amo, el sujeto aún no existe; él/ella es, estrictamente hablando, una potencialidad, puede que aún no sea. Sin embargo, sólo es después de tomar el lugar y la función asignada a él/ella por el discurso del amo que el sujeto viene a la existencia: el sujeto puede llegar a ser lo que él o ella “es” desde el punto de vista del Estado, es decir, sólo tomando sobre sí mismo/misma la función que le es impuesta por el Estado. De hecho, sólo siendo identificado, asumiendo su papel o función, puede el sujeto existir del todo. El nacimiento simbólico del sujeto o, más bien, el dilema de su existencia es formulado por Lacan, como es bien sabido, en términos de una alienación fundamental: “O bien yo no soy más que esta marca” (este rol, función o mandato, que se atribuye a mí por el Otro social) “o yo no soy esa marca”, lo que significa que “yo no soy en lo más mínimo”. El sujeto puede por lo tanto “ser” una marca, o no ser.[4] Lo que es “creado” por lo tanto es un sujeto vacío, carente de ser y significante: desde el momento en el que el sujeto consiente su existencia simbólica, es decir, asume la identificación simbólica asignada, se convierte en un sin-nombre, atrapado en una búsqueda infinita, en la metonimia de sus identificaciones, por el significante faltante, aquel que podría por fin nombrarlo en su ser.

Teniendo en cuenta la dimensión ontológica inherente al discurso del amo, ya que su principal tarea es decidir lo que existe, la pregunta crucial para toda política emancipatoria digna de ese nombre es, por supuesto: ¿cómo puede llegar a ser, si en el marco del discurso del amo, en última instancia, no existe? A primera vista, puede parecer que, frente a elegir entre el ser (real) y la existencia o identificación (simbólica), no puede haber elección posible del sujeto. Debido al hecho de que antes de la identificación con su “mandato” simbólico, el sujeto no existe en absoluto, la elección del ser por sobre la identificación podría ser catastrófica, en verdad, una elección imposible, puesto que excluiría al sujeto de la sociedad y relegaría su existencia a la oscuridad de una vida fuera del espacio discursivo donde lo único que importa es exactamente el lugar que uno ocupa dentro de ese espacio. En términos sociales, entonces parece que el sujeto no puede evitar la elección de la identidad, ya que es a través de la identificación que se puede obtener un sentido de la existencia –pero al precio de la completa identificación con el rol establecido para el sujeto por parte del Otro.

Desde el punto de vista de la política emancipatoria, sin embargo, hay una salida posible. El punto de partida de la política emancipatoria no es más que la diferencia irreductible entre el ser del sujeto y su existencia simbólica o, más precisamente, su punto de partida no es el sujeto alienado del discurso del amo, el sujeto ocupado por el orden del amo, sino el sujeto como el fracaso del discurso del amo en absorber por completo o tomar posesión de su ser en el sistema impuesto de lugares y funciones. Por lo tanto, se propone partir del exceso del ser del sujeto sobre el conteo estatal –el resto, el producto residual– de la operación de la predicación por la cual el Estado estructura la realidad social. En cierto sentido, la política emancipatoria sólo es posible porque hay algo que está cojeando en el régimen de dominio: el sujeto, en la medida en que no puede coincidir con el papel establecido para él/ella por el discurso del amo. Por lo tanto, cuando se trata de la elección forzada instituida por la ley de la situación, ya sea en los términos del discurso del amo, como lo hace Lacan, o del régimen trascendental del mundo, tal como lo hace Badiou, esta debe ser puesta en tela de juicio con el fin de revelar el carácter absolutamente contingente de su necesidad, entonces la única posibilidad de que el sujeto la enfrente es, en última instancia, para elegir lo que no se puede elegir: ser. Con el fin de encontrar una nueva existencia, una forma de vida más allá o fuera de la existencia que ha sido prescrita por la lógica de la situación, el sujeto debe, paradójicamente, en primer lugar elegir no-ser.

Tomando a Juana de Arco como modelo, Badiou proporciona un ejemplo convincente de la elección del sujeto de no-ser como un paso obligatorio en su entrada en (una nueva) existencia. Lo que constituye a Juana de Arco como un acontecimiento propiamente en el sentido en que Badiou concibe este término es, a saber, una serie de “decisiones sucesivas de no-ser cuando la situación le prescribe que sea”.[5] Por lo tanto, lo que caracteriza a Juana de Arco como sujeto emancipador, según Badiou, es exactamente el tipo de sustracción a las posibilidades o funciones que su tiempo había prescrito a sus contemporáneos, la invención de una posición que le permitió mantenerse a distancia de la situación de su tiempo. El sujeto debe estar dispuesto a aceptar su no-ser, es decir, su destitución subjetiva, con el fin de empezar a crear una nueva forma de ser ex nihilo, por así decirlo. En esencia, lo que marca la posición inicial del sujeto emancipador, una especie de “denominador común” de varias figuras del sujeto político, es su rechazo de la identificación impuesta, incluso y sobre todo si dicho rechazo pone en tela de juicio su existencia simbólica. Esta elección de Juana de Arco de “no ser” o, más en general, esta capacidad del sujeto para escapar del poder de las identificaciones impuestas a él o ella por el Otro, es decir, este nuevo margen adquirido por la libertad del sujeto, es lo que Lacan llama “la infinitización del valor del sujeto”.[6] Es decir, Lacan presenta al sujeto como una fracción que asume un valor infinito de la misma forma que el cero en el denominador –una especie de sustituto de un encuentro traumático con lo real– que suprime el valor de todos los términos ubicados en el numerador. Cabe destacar que, para Lacan, la infinitización del sujeto significa la función de la libertad. Esto no debe entenderse en el sentido de que el cero esté abierto a todas las interpretaciones que han sido adjuntadas a este significante en el curso de sucesivos intentos desesperados del sujeto por representar la irrupción de lo real significativo, sino más bien en el sentido de que todos ellos son anulados. Y eso es lo que implica la elección de ser: una solución en la que “el sujeto designa su ser barrando todo lo que este significa”.[7]

En vista de la infinitización del sujeto, elegir ser es elegir la elección, la posibilidad de elegir. La elección por el ser, en este punto, no es tanto una cuestión por la elección de una “forma de vida” concreta. No se trata de elegir esto o aquello. Lo que está en juego en esta segunda opción es más bien, en palabras de Badiou, “la opción de elegir, la elección entre elegir y no elegir”,[8] donde la potencialidad de esta “opción de elegir” puede ser, por supuesto, restablecida sólo retroactivamente: en realidad, es decir, el aquí y ahora de esta segunda opción. Por lo tanto, en cierto sentido, puede decirse que la política emancipatoria se ocupa de la cuestión de la existencia y el ser, simplemente porque en ella se formula la hipótesis de que la elección forzada puede ser revocada por la reconfiguración de las coordenadas de la elección inicial. Uno podría preguntar, por cierto, ¿por qué la política emancipatoria tendría como pre-condición, poner en juego la propia posición de sujeto, la propia existencia (simbólica), si ninguna opción estuviera involucrada en la opción forzada? Sin embargo, es sólo desde el punto de vista de la segunda elección, la opción del ser, que el sujeto descubre que era libre y por lo tanto responsable, forzado a soportar las consecuencias de su elección, al optar por lo que el Otro social le impone como la “única opción posible”, específicamente, su alienación a una determinada estructura de representación y dominación. Confrontando la elección forzada como tal, el sujeto la anula, más específicamente, él/ella anula el aspecto impuesto de la necesidad implicada en la elección forzada. La elección del ser, entonces, podríamos argumentar, es exactamente el gesto que efectúa una especie de retorno al punto de partida que precedió a la atribución de la existencia, ya que permite al sujeto recuperar su poder de elección con el fin de enfrentar una vez más, por así decirlo, la elección original: ser/existir, permitiendo así a él/ella ratificar o rechazar su inicial, aunque forzada, elección. La política emancipatoria, por este motivo, no es más que un proceso de re-subjetivación que permite al sujeto, esclavizado por el discurso del amo, repetir el acto de elegir a fin de verificar su primera elección. En la medida en que la política emancipatoria hace posible que el sujeto restablezca su capacidad de elegir, parece confirmarse la aseveración de Lacan de que “uno es siempre responsable de su posición como sujeto”,[9] a condición de que uno entienda esta responsabilidad en términos de la conversión radical del sujeto o su re-nacimiento. Para que el sujeto acceda a este punto más allá de las identificaciones impuestas y/o de la existencia simbólica,

[…] es en tanto objeto del deseo, objeto a, como lo que él era para el Otro en su constitución como ser viviente, como deseado o no deseado de su venida al mundo, que es llamado a renacer para saber si quiere lo que desea.[10]

La separación del Otro se vuelve posible siempre que una disfunción del aparentemente perfecto funcionamiento del discurso del amo se torna visible. Para que el discurso del amo vacile, debe haber una brecha, una inconmensurabilidad entre el ser y la existencia. Es esta brecha la que permite que el sujeto impugne el régimen del amo antes que darle consentimiento y seguirlo ciegamente como una ley. En la medida en que la elección de ser implica el rechazo de toda la identificación, es decir, la posibilidad de que el sujeto se desconecte a sí mismo del Otro social, también muestra cómo el sujeto, precisamente por no ser más que un lugar vacío en el Otro, puede, sin embargo, representar la inclompletitud del Otro y perturbar el buen funcionamiento de su orden. Del mismo modo, la política de emancipación tiene como objetivo la falta en el Otro, su imposibilidad de absorber totalmente el ser del sujeto, para su incorporación al significante. Lacan indica en varios puntos, en particular en su texto “L’étourdit”,[11] que ese es el orificio que la estructura. La falta es de hecho necesaria para que el sujeto se sostenga a sí mismo en el régimen del amo que constituye su realidad social.

Tener o ser

Para llegar a una comprensión de cómo la elección del ser puede restablecerse en el campo de la política, hay que tener en cuenta que la existencia sólo puede situarse sobre la base de un discurso que constituye un marco institucional que determina el tipo de existencia social. En consecuencia, si la política de emancipación tiene como objetivo volver a configurar el estado de cosas existente, es la elección imposible del ser por sobre la existencia simbólica o de la identificación la que se impone sobre el sujeto. No hay mejor idea de los efectos que la opción por el ser puede producir en el campo de la política que ampliando lo que ya ha sido señalado por Giorgio Agamben a propósito del mayo chino del ‘89. En su libro, La comunidad que viene, Agamben evoca los sucesos de Tiananmen para ilustrar que la política emancipatoria es posible en la actualidad: una política de la singularidad cualsea. Este es el nombre que Agamben le da a una nueva e inaudita figura del sujeto emancipatorio situado más allá tanto de toda identidad y de todas las condiciones de pertenencia a la comunidad que sea. En este muy lúcido análisis se encuentran también elementos para la comprensión de que el mero hecho de hablar puede contar como un acto:

Lo que más impresiona en las manifestaciones del mayo chino es, desde luego, la relativa ausencia de contenidos determinados en las reivindicaciones (democracia y libertad son nociones demasiado genéricas y difusas para constituir objeto real de un conflicto y la única reclamación concreta, la rehabilitación de Hu Yao-Bang fue concedida inmediatamente). Tanto más inexplicable aparece por ello la violencia de la reacción estatal. […] En última instancia, de hecho, el Estado puede reconocer cualsea reivindicación de identidad –incluso aquéllas identidades estatales en su propio interior (la historia de las relaciones entre Estado y terrorismo en nuestro tiempo es la elocuente confirmación de este hecho). Pero lo que el Estado no puede tolerar de ninguna manera es que las singularidades hagan comunidad sin reivindicar una identidad, que los hombres se co-pertenezcan sin una condición representable de pertenencia. […] Pues el Estado, como ha demostrado Badiou, no se funda sobre el lazo social, del que sería expresión, sino sobre su disolución, que prohíbe. Por eso, lo relevante no es jamás la singularidad como tal, sino sólo su inclusión en una identidad cualsea (pero que el cualsea mismo sea ganado sin una identidad, ésta es una amenaza con la que el Estado no está dispuesto a pactar).[12]

Destacando la resistencia de cualquier singularidad a cualquier forma de representación, Agamben señala un sutil, pero significativo, cambio en el énfasis. En efecto, lo que es subversivo en cualquier singularidad, en este poderoso ejemplo de la invención de un nuevo sujeto político, no son ni sus “modos de hacer” ni sus “maneras de decir”, lo que es subversivo es más bien su “forma de ser”: en una manifestación pacífica la “impotente omnivalencia del ser cualsea”,[13] una singularidad cualquiera pone a todas las posibles pertenencias radicalmente en tela de juicio. Por lo tanto, si seguimos a Agamben, situándose a sí mismos más allá de la pertenencia a una comunidad cualsea, presentando en el aquí y el ahora lo que podría llamarse, en el lenguaje de Badiou, “desligazón política”, de tal modo desafiando cualquier sistema de clasificación o de conteo, en última instancia, cualquier inscripción predicativa en lo simbólico, la singularidad cualsea encarna el principal enemigo del Estado. En este sentido, la mera “escenificación”, la puesta en escena de una desvinculación social, representa una amenaza para el funcionamiento apropiado del discurso, el de establecer el vínculo social. Lo que está implicado en el concepto de la singularidad cualsea es la peculiar figura de la “desligazón” que anuncia, en palabras de Lacan, “otra dimensión del discurso y la apertura de la posibilidad de subvertir por completo la función del discurso como tal”.[14] Precisamente como un elemento que es insituable dentro del espacio social, interpretado por el Estado, una singularidad cualsea aparece como un comodín para el anonimato de los genéricos: manifestando su pertenencia a sí misma, una singularidad cualsea afirma su genericidad, en palabras de Badiou, bajo el pretexto de “los desiguales «nosotros» de la convivencia”.[15] Es decir, negándose a “abandonar la demanda de que hay un «nosotros»”,[16] como Badiou dice, un sujeto colectivo emancipatorio que, de acuerdo con la tesis de Lacan de que un grupo es lo real, es decir, imposible, manifiesta su propia disparidad inherente sin disolverse a sí mismo.

Lo llamativo del ejemplo de Agamben, de la forma en que un nuevo sujeto político se forma, es el poder divisivo de sus demandas, es la manera en que las singularidades cualesean triunfan en el descubrimiento de la falta en el Otro, provocando así el pasaje al acto del Otro, una prueba de que el Otro estatal está enfrentando su impotencia. Esto indica claramente que, para el sujeto emancipatorio, la falta en el Otro es central porque su demanda concierne a su existencia como sujeto, una existencia obtenida a través del Otro. Lo que llama la atención en un principio de las protestas de los estudiantes de Tiananmen es el hecho de que nada de lo que realmente se dijo allí, ni siquiera el contenido de las demandas de los estudiantes, pudo haber tenido una fuerza subversiva semejante como para provocar la respuesta violenta del poder del Estado. En efecto, la amenaza intolerable que el poder estatal reconoció en las manifestaciones de los estudiantes no se ha de buscar en algunos contenidos concretos, específicos de sus demandas, sino en última instancia reside en el hecho de que sus demandas eran percibidas por el Estado como reclamos que son, por definición, irrealizables. En efecto, desde el punto de vista del Estado chino, los estudiantes exigieron lo imposible. Lo que ellos pidieron, de hecho, no era lo que el Estado puede dar, sino, literalmente, lo que no podía dar: la exposición de su impotencia, su falta de medios para satisfacer sus demandas. Lo que era insoportable para el Estado chino hasta el punto de que el mero hecho de pronunciar estas demandas hizo responder con la fuerza, es la insistencia de la demanda más allá de todos sus contenidos específicos, un ¡Más! insaciable que ninguna entrega y concesión por parte del Estado podría apaciguar. Del relato de las manifestaciones de Tiananmen de Agamben queda claro que las demandas de los manifestantes no podían ser mitigadas ya que sirvieron para la constante reinscripción de la falta inicial en el Otro, su falta de medios para satisfacerlas.

El mero hecho de que la demanda podría persistir, insistir más allá de todos los contenidos particulares, requiere que hagamos una distinción rigurosa entre dos demandas estructuralmente diferentes: una a querer-tener y otra a querer-ser. La forma primaria de la demanda se sitúa en el nivel del tener. En el querer-tener, el Otro está siempre ya allí. Cada demanda, en la medida en que está formulada en términos de la falta o ausencia de tener, se dirige al Otro que se supone que tiene lo que nos falta. Haciendo al sujeto dependiente del Otro, ya que a fin de obtener lo que le está faltando, es necesario que presuponga Otro al que no le falta nada; una demanda de “tener”, es, por lo tanto, constitutivamente alienante. Por el contrario, el querer-ser, una demanda por el “ser”, es una exigencia que, hablando con propiedad, no hace ninguna demanda dirigida al Otro como el que “tiene”. Más bien, se articula a la falta del Otro. Al demandar “ser”, el sujeto puede también estar exigiendo un complemento del ser que se supone se encuentra en el Otro. Sin embargo, la mera posibilidad de expresar tal demanda indica que uno no puede encontrar su lugar en el Otro, tal como este es, revelando así que, al demandar ser, uno no demanda nada que el Otro pueda suministrar, nada que pueda por lo tanto, caer bajo el título del “tener”. El punto crucial aquí es que, mientras que la demanda de tener permite al Otro obtener un control más estricto sobre el sujeto, la exigencia de ser, por el contrario, implica la separación del sujeto del Otro. Esta es la razón por la cual la demanda por el ser es intrínsecamente subversiva, revolucionaria.

El caso de las manifestaciones de Tiananmen parece ser un ejemplo particularmente apropiado que puede dar cuenta del desdoblamiento de la demanda puesto que se introduce una disyunción en el momento en que una demanda, que parece ser una demanda por un “tener” específico (democracia, la libertad…) de repente se convierte en una demanda de un tipo muy diferente, una exigencia peculiar ya que se vuelve indiferente a su cumplimiento, lo que indica que su objetivo es el ser del sujeto.

En cierto sentido radical, todas las demandas del sujeto son las demandas por el ser ya que la demanda inicial del sujeto está motivada por el hecho de que el Otro carece del significante para capturar la totalidad de su ser. Siendo nada más que un intervalo, la brecha entre dos significantes, el sujeto siempre parece estar careciendo en algún aspecto. Por eso, con el fin de suplir la falta, el sujeto busca desesperadamente un complemento de su ser que se supone situado en el Otro. Por lo tanto, no hay ninguna contradicción en el hecho de que no puede haber ninguna demanda que no tenga por objetivo la falta de ser que la sostiene, y el hecho de que la demanda del sujeto por el ser siempre aparece en la forma de la demanda por algo, en definitiva, una demanda por el tener. Entonces parece que una demanda por ser es, como tal, una demanda paradójica. Es paradójica, en primer lugar, debido a que nunca se puede expresar como tal. La demanda por el ser es, por decirlo de algún modo, siempre “vestida” en una demanda por tener, disfrazada, por así decirlo, como un querer-tener. Como resultado de este paso obligado de la demanda de ser a través de la demanda de tener, algo de la demanda de ser se “pierde en la traducción” y este resto ineliminable de la demanda insatisfecha opera como un sustituto de la demanda de ser. En cierto sentido, sólo puede afirmarse como un querer-tener, es decir, como una demanda de algo, sea lo que sea, un tener que es un suplente para el indecible querer-ser. En otras palabras, una de las demandas particulares por tener, representa, en el espacio del Otro, una anomalía en el orden de las demandas, ya que apunta a un objeto que es, desde el punto de vista del Otro, inalcanzable, sustituyendo la constitutivamente inexpresable demanda del ser. La demanda por el ser es, en sentido estricto, una demanda imposible de tener, es decir, una demanda que, en el marco del orden social positivo existente, tiene que seguir sin cumplirse. Sin embargo, es precisamente porque parte de la demanda por tener sigue siendo imposible de inscribir en el universo discursivo existente que puede poner de manifiesto la falta en el ser del sujeto y, en consecuencia, dar lugar a futuros reclamos por ese ser.[17]

Por lo tanto, tomando el ejemplo de las demandas de los manifestantes chinos, no parece haber nada específico acerca de, por ejemplo, sus demandas de democracia y libertad, que las sitúe inmediatamente bajo un título u otro. Sin embargo, precisamente esta “ausencia relativa de determinados contenidos en sus demandas”, como ha sido subrayado con razón por Agamben, revela una de las características esenciales de la demanda de ser. En realidad, esto se debe a que “democracia” y “libertad” no tienen contenidos intrínsecamente propios, es decir, es precisamente en tanto “significantes vacíos” que pueden figurar como una encarnación paradójica de la falta de ser del sujeto, de esta manera indican que el objeto propio de este tipo de demanda por el ser es una demanda de algo que no ha de ser, al igual que el famoso objeto a lacaniano que puede caracterizarse sólo negativamente: “¡No es eso!”, una falta paradójica de tener que sólo puede emerger a través de la decepción del sujeto una vez que él/ella obtiene el objeto exigido. Por lo tanto, se puede argumentar que una demanda por el ser no es, para citar a Lacan, “sino la petición por el objeto a”,[18] este último da cuerpo al vacío presupuesto por la demanda como tal. Si revisamos un poco la formulación de Lacan, podríamos afirmar que “la discordancia entre querer tener y querer ser es nuestro sujeto”,[19] esto se debe a que la demanda de ser es, en última instancia, nada más que una división del Uno en Dos, una escisión de la demanda por tener en sí misma, o, en palabras de Badiou, una diferencia mínima, pero absoluta entre el tener y el vacío al que da cuerpo.

La demanda por el ser es una demanda paradójica por otra razón. Por un lado, una demanda de “ser”, como cualquier otra demanda, se dirige al Otro. Sólo que aquí, el hecho de que es una demanda de ser, significa que no hay ningún lugar para el sujeto en ese Otro, al que el sujeto dirija su solicitud. Esto se debe a que la demanda por el ser sólo puede ser dirigida al Otro por una inexistente agencia de los grupos, a los que se les niega un lugar en un determinado orden social, una parte de la sociedad que excede la clasificación, incontados por el discurso del amo. Respecto a esto, una demanda por ser no es una demanda por algo en particular, satisfacción de lo cual dependería de la “buena voluntad” del Otro, ya que está muy claro que la satisfacción de la demanda por ser hecha por la parte inexistente de la sociedad (una que es incontada y excluida en la estructura dada de asignación de lugares) tendría el efecto de hacer desaparecer al Otro, desaparición por la cual todo su orden es también aniquilado. Este solo hecho justifica situar a las demandas de los manifestantes chinos en el grado de la demanda por el ser más que en el de las demandas por tener. Allí donde los observadores occidentales podrían reconocer en la demanda de la libertad de expresión, la democracia, meramente una demanda por el tener, el Estado chino coloca correctamente a la libertad y la democracia en el registro de los significantes vacíos como una metonimia de la falta de ser de los manifestantes, un ser incompatible con el orden establecido de las cosas, así descifra correctamente detrás de una aparente demanda de tener (la democracia y la libertad), un ¡No! dirigido al actual régimen de dominación. El Estado chino, respondiendo con violencia, devolvió a los manifestantes su propio mensaje de una manera invertida, es decir, en su forma verdadera: detrás de lo que parece ser una demanda por tener, se reconoce correctamente que nada de lo que se les pueda dar les satisface, lo que indica que tal demanda, no es reductible a un reclamo por “tener”, por lo tanto, resultan ser incompatibles con el orden de poder existente. “Entendemos que en las demandas de más democracia y libertad”, el Otro es supuesto para que responda a los estudiantes que, “en realidad, demandan que el actual orden socio-político no exista más”.

Es, por lo tanto, sólo hasta el punto en que el ser está en juego en la demanda por ser que el mero hecho de proferir tal demanda puede provocar una modificación radical de la conexión entre el sujeto y el Otro. Una demanda es, como tal, siempre destinada al Otro. Para decirlo sin rodeos: todas las demandas están articuladas, fundamentalmente, al Otro. Toda demanda pide una respuesta del Otro. Lo que esto inmediatamente implica es que para que una demanda por el ser sea reconocida por el Otro político-social en primer lugar, tiene que ser reducida, degradada a una “falta de tener”. Tal vez por eso en la era de la proliferación de demandas, todas estas demandas, en la medida en que se hacen en nombre de la pertenencia a algún grupo ya existente, en el nombre de una identidad comunitaria, tal como es representada en el orden del Otro, pueden, en principio, ser reconocidas por este último. En nuestros desarrollos anteriores, sin embargo, está claro que el sujeto obtiene algún sentido de su ser siendo identificado con la falta en el Otro. La demanda de querer-ser bien puede parecer que es dirigida al Otro que se supone que es todo, pero el hecho de que esa demanda sea posible es una prueba absoluta de la falta en el Otro socio-político. De hecho, es a través de ese tipo de demanda por el ser que la falta en el Otro, su incompletitud, sale a la luz. En última instancia, en la medida en que tal demanda presupone algún tipo de exclusión, el único “mensaje” de la demanda por el ser que está dirigido al Otro por aquellos que ocupan la posición de la exclusión interna dentro del orden establecido, es: “¡Usted no es todo!”. En este sentido, podemos considerar que cuando la demanda de ser tiene éxito en forzar al Otro a reconocerlo, esto implica necesariamente una reconfiguración completa del marco socio-político existente, generando así un nuevo Otro; en última instancia, se trata de la creación de un nuevo orden. Es entonces en esta particularidad de la demanda, su dependencia fundamental del Otro, que la demanda por el ser subvierte al revelar que la demanda hecha por “lo que sea” o por particularidades genéricas, precisamente por aquellas singularidades que no reclaman ninguna identidad y rechazan los criterios de pertenencia a cualquier comunidad, no pueden ser reconocidas por el Otro como un reclamo legítimo. El operador de la vinculación social, el Estado y las singularidades genéricas son mutuamente excluyentes, ya que, ratificar una demanda de singularidades genéricas sería desligar todos los lazos sociales, una desligazón que socava el Estado cuya raison d’être es exactamente asegurar el vínculo social mediante la distribución de singularidades de acuerdo con el sistema establecido de lugares.

Por tanto, una demanda por ser es una demanda paradójica, ya que sólo puede ser enunciada desde algún lugar impensable, para ser más precisos, un no-lugar, ya que está conformada por una instancia que, por ser un residuo derivado de la constitución del orden social, de la cuenta del Otro, no puede, por definición, tener un lugar dentro del orden del Otro. Una demanda por el ser sólo puede ser expresada desde la posición de una instancia que, por ser un exceso insituable, no tiene su lugar en el campo del Otro, por lo que es condenado a errar eternamente en el espacio del Otro. El lugar desde el que se emite una demanda por ser es, estrictamente hablando, un lugar invisible, o mejor dicho, tal vez, inexistente, un lugar que aún no se da en el Otro. Y por el contrario, el hecho de que se efectúe una demanda por ser significa que el Otro, que declaró que no hay pérdida, que todo lo que cuenta ha sido contado y puede tenerse en cuenta, no es todo, que está incompleto, ya que, en su orden, no hay espacio posible para la inexistencia, es decir, para aquellos que exigen ser reconocidos en su ser. Por eso cada vez que lo inexistente, es decir, una instancia que no tiene lugar en el espacio discursivo del Otro, declara su ser-ahí, hace al Otro necesariamente incompleto.

Esto equivaldría a afirmar que con el fin de hacerse su ser allí, es decir, para ser incluido en el orden del Otro, el sujeto tiene primero que hacer un lugar en el cual inscribir su ser. Incluso se puede añadir aquí que no hay demanda por el ser que no implique en cierto sentido, crear el espacio en el que se inscribe. Por lo tanto, se puede argumentar que el sujeto emancipador habla o hace su demanda de ser desde el momento en el que el Otro queda en silencio. Sin embargo, no hay demanda que pueda hacerse si no existe uno. Es por ello que la demanda de ser siempre se manifiesta a través de la proclamación de la existencia: “nos sumus, nos existimus”,[20] una proclamación que significa que algo que para el Otro no existe en absoluto y por lo tanto era mudo, comienza a hablar. El sujeto llega a ser aquí, proclamando “somos, existimos”, ratificando el ser que sólo es anticipado en tal proclamación. El sujeto habla como si ya existiera. En realidad, la declaración “somos, existimos” puede ser emitida en el momento en que el sujeto que afirma que existe, aún no existe, ya que, en la configuración socio-política establecida por el Otro, no hay lugar posible para que pueda ser situado dentro. Para encontrar el lugar de uno en un orden simbólico dado, si este lugar no está proporcionado por el Otro por sí mismo y asignado por él al sujeto, se requiere que el sujeto abra su camino hacia el Otro, haga un agujero en el Otro y se sitúe en ese agujero. Por lo tanto, el sujeto puede hablar sólo haciendo agujeros en un orden determinado de poder, o mejor aún, mediante la adición de algo que, en lo que respecta a este orden, se considera superfluo, en exceso, un excedente perturbador que no debería en primer lugar estar allí. De hecho, aquello que desde el momento en que el Otro ha reconocido su existencia, provocaría la desaparición del Otro como tal.

La maldición de la metonimia

Es por eso que el sujeto de la demanda de ser tiene afinidades con la posición del sujeto histérico, es decir, el sujeto que, en el plano del ser, sólo puede existir si el Otro falta. En efecto, al igual que la histérica, el sujeto de la demanda de ser ocupa el lugar del sujeto barrado –el sujeto que experimenta su falta de identidad como una falta de ser, una falta de su ser en el Otro: no está debido a que no puede situarse a sí mismo allí. En consecuencia, el histérico concentrará sus esfuerzos en la exposición de la falta en el Otro, o si es necesario, en la perforación de un agujero en el Otro con el fin de hacer un espacio para sí mismo. Ante la falta del ser, y por lo tanto incapaz de reconocerse a sí misma en el papel atribuido a ella por el Otro, la histérica está condenada a una búsqueda incesante de un significante apropiado que la represente. Pero precisamente por eso es también que el sujeto –quien, por definición, rechaza el cierre, el acto de saturación, siendo éste, en el vocabulario de Lacan, “el punto de capitón”, el acto del “hegemón” por excelencia– quien lejos de negar la imposibilidad del campo social (constitutivamente no totalizable) de totalizarse a sí mismo, logra representar una situación dada como “legible” al trazar una línea de demarcación entre lo que existe y lo que no. Esto también explica por qué como sujeto que quiere contar, en realidad, sigue contando, después de que el Otro ha declarado haber contado todo lo que hay que contar. Dicho de otra manera, si quiere agregar, después de la última palabra del Otro, al menos una palabra más, es porque ella no permite que el amo tenga la última palabra. Al responder al gesto de cierre del amo mediante la adición de, al menos, un significante más, el sujeto histérico abre una dimensión más allá del cierre, revelando así, cómo es posible hacer un movimiento de una lógica de la necesidad, siendo eminentemente la lógica de la totalización , la lógica del “todo”, a una lógica de la contingencia, que no es más que otro nombre para la lógica del “no-todo”, y a la que sólo se puede acceder a través de la operación histérica de la des-totalización. El gesto histérico nos interesa, no sólo porque desafía al amo, sino también porque nos muestra cómo es posible pasar de intervalos cerrados a lo que Lacan designa como “conjuntos abiertos, en otras palabras, conjuntos que exceden sus propios límites”.[21] Es por eso que el Otro, cuya cuenta se basa en la secuencia de números naturales, no puede nunca alcanzar a las histéricas, o al sujeto emancipador, en ese aspecto, ya que se sitúan a sí mismas en el plano de los números reales, concretamente aquellos números que –debido a que siempre hay un número real entre dos números reales dados– convergen hacia un límite negativo que nunca se alcanza o, para ser más precisos, al que se puede llegar solamente en el infinito.

Es precisamente este paso de la lógica del todo a la lógica del no-todo lo que el sujeto histérico y el sujeto emancipador, como han sido teorizados por J. Rancière y G. Agamben, tienen en común. Así como el advenimiento del sujeto histérico a la existencia, la subjetivación política se basa en una articulación peculiar de contar y desatar. El sujeto desde esta perspectiva, no existe más que a través y para la operación repetida sin cesar de descubrir un error en la cuenta del Otro. En cualquier caso, en respuesta a la cuenta del Otro, el sujeto propone una operación de conteo completamente diferente, una que procede “uno a uno”. Pero el problema con una solución en la que la subjetivación política se fundamenta en el rechazo histérico radica en este mismo rechazo a la clausura. Y, en efecto, a primera vista, el cierre es lo que podríamos considerar como el gesto del amo por excelencia, ya que es un gesto por el cual se decidió, como señala Rancière, “si los sujetos que cuentan en la interlocución «son» o «no son»”.[22] Por lo tanto, si el gesto elemental de la política emancipadora consiste en des-totalizar toda totalización, se hace evidente que la política de emancipación, tal como Rancière señala, precisamente porque depende de la clausura del amo, sólo es posible en un mundo en el que el otro existe.#23

Desde el punto de vista defendido por Badiou, sin embargo, la operación mediante la cual el sujeto emancipatorio expone una disfunción en la cuenta del Otro, revelando de esta manera la falta en el Otro, no es la última palabra sobre la cuestión, ya que hay otra perspectiva, otro punto de vista según el cual la política de emancipación se puede situar en la presente coyuntura. Contrariamente a lo que Rancière sostiene cuando sitúa la política emancipatoria en un universo en el que es el Otro el que lleva a cabo el cierre, debemos seguir el camino tomado por Badiou y Lacan y partir de una situación en la que el cierre no es ya posible, aún más, una situación en la que la inexistencia del Otro, su inconsistencia, es flagrantemente obvia para todo el mundo. En resumen, podríamos decir que la subversión de la clausura del amo no es ciertamente suficiente para dar cuenta de una política emancipatoria que sería más sensible a los callejones sin salida del capitalismo globalizado. La razón de esto es la mutación del discurso del amo, es decir que, al estar articulado a la falta en el Otro, al Otro barrado, a lo que Lacan, como es bien conocido, designa como el discurso capitalista, en lugar de proporcionar un nuevo significante amo, capaz de representar una situación dada “legible”, por una operación que implica la obligatoriedad, el cruce de la barra separa dos órdenes inconmensurables: el orden simbólico y el orden de lo real, literalmente “vive para” la preservación de esta barra, asegurando de esta manera, a través de una búsqueda infinita por la falta constitutiva, una eternización del estado actual de las cosas: un status quo interminable. El discurso capitalista, que tiene como principio estructural la “metonimización generalizada”, desde el principio excluye la posibilidad de cierre. Esta es también la razón por la cual, con la generalización de la metonimia en la coyuntura capitalista tardía, el problema de un quiebre con el estado de situación actual adquiere urgencia. La cuestión candente real de hoy es la siguiente: ¿Cómo, en efecto, podemos identificar “los medios necesarios para la prescripción de nuevas posibilidades”,[24] según Badiou dice explícitamente, en el espacio no totalizable de discursividad creado por el nuevo discurso dominante, un discurso en el que todo es incluido, en el que se excluye la propia exclusión, y en el que por lo tanto, todo parece ser posible?

Nuestro punto es, concretamente, que la posibilidad de una política emancipatoria cambia fundamentalmente en la misma medida que el discurso del amo cede a la “metonimización generalizada”. O para ser más precisos, la hegemonía total de un discurso que es estructuralmente metonímico, el discurso capitalista, tiene consecuencias decisivas para el poder transformador de la política, en última instancia, por su capacidad de cambiar el régimen trascendental del mundo actual. Lo que caracteriza al discurso capitalista globalizado es precisamente que no quedará nada que sirva como barrera. En efecto, en un discurso que no conoce de limitaciones y en el que, como consecuencia, “todo es posible”, es lo imposible lo que parece ser imposible. Estamos viviendo en un régimen de dominio que ya no pasa por la prohibición y represión, y que, por lo tanto, representa la transgresión y, como corolario, la idea de un cambio revolucionario cuestionable. Pero algo ha cambiado radicalmente con la globalización del discurso capitalista. La globalización, en este sentido, no quiere decir, simplemente, que no se deja nada en su lugar como que ningún anclaje parece ser capaz de controlar el movimiento interminable de desplazamientos y sustituciones. En efecto, en el espacio actual de la discursividad, la noción de lugar en sí está extrañamente fuera de lugar. Lo que es más, siendo la categoría de lugar inoperante, la noción de falta se torna una de las categorías principales de la política de emancipación, necesaria para que el sujeto se sostenga en el Otro simbólico, que como resultado se vuelve obsoleto.

Hay dos consecuencias estructurales de esto. La primera es que, contrariamente al discurso clásico del amo, en el discurso capitalista el sujeto aparece desidentificado. Situándose en el lugar del agente –el sujeto barrado, que está esencialmente sin guía, atrapado en una búsqueda infinita por el significante faltante, aquel que podría finalmente nombrarlo, anclarlo en el campo de lo simbólico y ponerle fin a su errancia– el discurso capitalista explota la falta que instala en el sujeto como una forma de reproducirse a sí mismo. La astucia del discurso capitalista, entonces, consiste en explotar la estructura del sujeto deseante: mediante la manipulación de su deseo, es decir, reduciéndolo a la demanda, el discurso capitalista crea la ilusión de que, gracias al desarrollo científico y al mercado, es capaz de proporcionar al sujeto el complemento del ser que le falta mediante la transformación de la falta de ser en la falta de tener. De este punto de vista, “tener” es considerado como una cura para la falta de ser del sujeto en el discurso capitalista. La segunda consecuencia estructural es que el sujeto del discurso capitalista, que es la encarnación de la falta de ser, se completa con productos lanzados en el mercado. Por eso Lacan llama al sujeto del discurso capitalista “el proletariado”. De hecho, es un sujeto que es inseparable de aquello que constituye el complemento de su ser: su goce excesivo, el objeto a. Como estructura dominante de las relaciones sociales, el discurso capitalista crea las condiciones de una subjetivación oscura que depende de la conversión de la plusvalía, es decir, de la conversión de cualquier producto lanzado en el mercado, en la causa del deseo del sujeto. Sugerimos que es precisamente esta indistinción entre el plusvalor y el goce excesivo la que hace posible la producción capitalista de “cualquier objeto” para capturar, en efecto, para esclavizar a la voluntad del sujeto, para sostener su eterno “¡no es eso!”. Se podría afirmar que el capitalismo, en la medida en que promueve el “solipsismo del goce”, promueve al mismo tiempo una figura comunal en particular, lo que J.-C. Milner denomina una “clase paradójica”, un colectivo en el que sus miembros están unidos o sujetados por lo que los desune,[25] es decir, su idiosincrático modo de goce. Lo que por lo tanto se pone en cuestión es precisamente el vínculo social. O para ser más precisos, el lazo social que existe hoy en día es el que se presenta bajo la forma de individuos dispersos que no es más que otro nombre para la disolución de todos los lazos o la desligazón de todos los vínculos.[26] Estas dos características del discurso capitalista podrían, entonces ser puestas, en un único sintagma, el de la proletarización generalizada. En palabras de Lacan, “sólo un síntoma social: cada individuo es realmente un proletario, es decir que no tiene ningún discurso con el cual establecer un vínculo social”.[27] Irónicamente, la proletarización sigue siendo el síntoma de la sociedad contemporánea. Sólo que esta proletarización es de un tipo particular, que, al estar articulada con la naturaleza intrínsecamente metonímica del discurso capitalista, ha perdido toda su eficacia subversiva, todo su potencial revolucionario.[28] Resumir de esta manera la tesis de Lacan sobre la proletarización contemporánea es arrojar algo de luz sobre los impasses de la actual “metonimización” generalizada, en particular, sobre el hecho de que ningún vínculo social puede establecerse sobre la base de la metonimia.

Podría decirse que es esta metonimización generalizada operada por el discurso capitalista la que nos proporciona una clave plausible para identificar las dificultades de la política emancipatoria contemporánea en la búsqueda de una forma de escapar del actual callejón sin salida. La inexistencia del Otro, y la expansión sin límites resultantes de los desplazamientos metonímicos, contrariamente a lo que cabría esperar o que se espera, no es en sí misma un factor liberador para el sujeto, no es experimentada por el sujeto como la liberación de la captura que los efectos del Otro impone sobre él/ella. Todo lo contrario: en ausencia del significante amo que haría una situación dada “legible”, el sujeto sigue siendo un prisionero, no del Otro que existe sino del Otro inexistente, quizá mejor dicho, de la inexistencia del Otro. Examinado de cerca, sin embargo, lejos de desaparecer, el Otro es reintroducido en un espacio discursivo en el que domina la metonimia. Es por necesidad estructural que la metonimia resucita la creencia en el Otro como una agencia que, sin dejar de ser invisible, situada en un punto inaccesible, localizable sólo en el infinito, se supone debe regir este aparentemente irregular, anárquico movimiento correctamente. Este es el callejón sin salida al que el sujeto se enfrenta en un universo del Otro inexistente, el que destaca Lacan en la construcción de la siguiente pregunta: “S1 representa al sujeto para otro significante, pero si no hay Otro para proporcionar otro significante, entonces ¿qué es lo que se convierte en S1?”.[29] Mejor aún: ¿”por quién” o, mejor dicho, “por qué cosa”, entonces, el sujeto es representado? Y viceversa, la puesta entre paréntesis del significante amo, S1 –el significante, cuya función principal es asegurar la “legibilidad” del espacio discursivo determinado– vuelve por lo tanto “ilegible” una situación dada. Requiere que el sujeto, asumiendo la imposibilidad de un cierre, sin embargo, encuentre una manera de “contar la situación”, es decir, de volverla “legible”.

El problema de la política emancipatoria contemporánea no es la clausura de lo incompleto, porque no-todo espacio discursivo es realmente imposible, sino la imposibilidad de su representación en lo simbólico, es decir, no se puede efectuar a través del punto de capitón. Para decirlo de otro modo, en la medida en que el recuento efectuado por el amo y el recuento logrado por la histérica no pueden coincidir en lo real, ya que pueden reunirse sólo en el infinito, en el (no) lugar del límite, lo que está en cuestión aquí es una operación de conteo que reúne lo infinito y lo finito, una operación, que al poner de manifiesto la acción de la estructuración general del régimen establecido como el de la infinitización, y abriendo de este modo el punto de vista de la infinitud, podría también ser motivo de esperanza para su modificación. En este contexto, la crítica de Badiou a Rancière tiene un valor teórico muy preciso: nos recuerda que la teoría de la doble contabilidad no es suficiente para dar cuenta de una política de emancipación capaz de producir algo nuevo en una situación dada, esto es, de provocar una nueva situación en la situación de hecho existente, ya que esta situación ya se presenta como una situación de infinitas posibilidades. Por lo tanto, la política emancipatoria en la época del Otro no-existente se enfrenta a la tarea de revertir la imposibilidad estructural de la clausura del discurso capitalista en una condición de posibilidad de la invención, en última instancia, la invención de una nueva estructura socio-política, al tiempo que asume la imposibilidad del cierre. Pero tal invención no puede ser satisfecha con el punto de anclaje, la totalización metafórica, ya que siempre nos devuelve inexorablemente hacia la infinitización de la metonimia. Lo que se necesita, además, de hecho, como más allá de la teoría de conteo que se inspira en la revuelta histérica, es una teoría del quiebre o de la ruptura capaz de producir efectos que cambiarán para siempre la configuración discursiva en el universo sin límites. Al recurrir a la noción de corte de Lacan, se encuentra un marco teórico a través del cual se puede situar una posible salida para la política contemporánea de emancipación, al oponerse a la infinitización de un discurso interminable como el capitalista, y una operación de “transfinitización”, para usar el término de Cantor, efectuada a través del corte denominado acto (Lacan) y acontecimiento (Badiou).

La hipótesis aquí es que el corte ocupa el lugar de la sutura metafórica o, mejor dicho, interviene allí donde la metáfora como un acto de cierre ya no es operativa, es decir, en un universo infinito en el que es imposible crear, a título de un predicado, una totalidad. La diferencia entre la metáfora y el corte podría ser resumida como la diferencia entre un espacio de discursividad visto como una estructura orientada a lograr su completitud, hacia su clausura y un espacio de discursividad considerado, por el contrario, como el no-todo, es decir, la incompletitud que nunca puede ser completada. El no-todo, desde este punto de vista, no es una estructura discursiva que estaría incompleta, es más bien presentada como una serie sin ningún límite, o lo que es más, una serie sin ley. En cierto sentido, ambas, la metáfora y el corte, intentan volver a configurar el universo discursivo existente en base a la falta de fundamento radical. Sin embargo, a diferencia de la metáfora, que viene a acentuar el deslizamiento metonímico, permitiendo así el cierre de la serie, su totalización, el corte interviene precisamente con el fin de evitar el cierre. Trayendo la secuencia del no-todo de nuevo al agujero, el corte hace que el punto de lo real, la anarquía radical, emerjan.

En términos generales, la exposición del punto de lo real como la imposibilidad inmanente de una configuración social dada, es un prerrequisito constitutivo para iniciar el cambio. De esto se deduce que, para que el cambio sea posible del todo, se debe identificar el punto de lo imposible de un orden social dado. Un acto verdaderamente transformador consistiría entonces en marcar el punto de lo imposible-real de la situación socio-política existente, o con mayor precisión, marcar un punto en el que lo imposible se convierte en posible. Dado que el cambio sólo puede ocurrir como una alteración del régimen de discursividad hegemónica, la contingencia se debe establecer en el punto en el que lo imposible, lo que no puede ser, emerge: algo que se considera como imposible de repente viene a la existencia. Con esto en mente, la política de emancipación podría verse como el objetivo de hacer de la contingencia una necesidad con el fin de acercarse a lo imposible: de inventar una nueva forma de colectividad, reconociendo la imposibilidad de un basamento en lo real. Sin embargo, en la actual coyuntura, que está estructurada como una secuencia sin ley, este punto de lo real que marca una heterogeneidad radical respecto a lo que existe no está articulado a ningún tipo de imposibilidad, sea esta presentada como defensa o prohibición. Más bien está oscurecida por una expansión aparentemente ilimitada del reino de lo posible. En la era de la producción frenética de lo nuevo por lo nuevo mismo, en una época en la cual todo es nuevo, salvo por el nuevo significante que volvería la situación legible, su estructura discernible, la única manera en términos de Badiou de “decir la situación”, lo cual nos permitiría orientarnos en la existencia, es a través de un verdadero gesto de corte. Allí donde el Otro inconsistente no puede dotar al sujeto de una brújula, le queda al sujeto mismo descubrir un punto de detención, que ponga fin al error de la metonimización generalizada del discurso del amo de nuestro tiempo, para medir su desmesura, como Badiou diría, una desmesura que se debe a sí misma al exceso errante y no medible del poder del Otro, “el errar subjetivo de la potencia del Estado”,[30] y que por lo tanto, fijaría el ser del sujeto.

Pero para esto, es necesario que el corte, en palabras de Lacan, “se revele como el cuchillo que introduce diferencias en [el mundo]”.[31] Desde tal punto de vista, entonces se puede decir que el corte se puede validar en vista de sus consecuencias. Uno no demuestra el corte, la medida en que, para Lacan al igual que para Badiou, se constata, al igual que en la ciencia, es a través de sus efectos en lo real. Es decir, un verdadero corte sólo es cierto a través de sus consecuencias, o, lo que viene a ser lo mismo, “es sólo cierto en cuanto que es realmente seguido”.[32] El corte, en esta cuenta, no menos que la catacresis del amo, tiene el mismo poder creativo de una postulación sin fundamentos. La diferencia esencial entre el corte y el “punto de capitón” del amo es, sin embargo, que mientras que el gesto de cierre del amo sólo es eficaz si logra esconder la falta de fundamento de esta postulación, el corte, por el contrario, se encuentra abiertamente en una zona fuera de toda garantía, más allá de la garantía del Otro. Esta es la razón por la que la modalidad de la temporalidad involucrada en el gesto de cierre del amo es la de retroactividad: utilizando los propios términos de Lacan, es una cuestión de reordenar las “contingencias pasadas otorgándoles el sentido de las necesidades por venir”;[33] mientras que un verdadero corte, hasta el punto de que su validación depende de sus consecuencias, se inscribe en el futuro anterior: habrá sido. Esta es la principal lección que puede extraerse del seminario de Lacan “L’acte psychanalytique”: cómo puede producirse un corte de forma que pueda provocar una lógica de las consecuencias que deba ser seguida, una lógica que, además, descarrila el régimen trascendental de un universo discursivo dado.

La implicancia aquí es que, si el Otro ya no es capaz de la sutura, esto deja al sujeto emancipatorio la tarea de dar con una solución, no obstante, en el nivel del significante, ya que, inevitablemente, alimentará el proceso de metonimización, pero también en el nivel de lo que es heterogéneo, dispar con el significante, a saber, el acto. En efecto, no es suficiente exponer la inexistencia del Otro y la incoherencia resultante del campo social, también es necesario entender que en relación a los puntos muertos de la metonimización generalizada solamente el acto puede situarse como una solución –porque no implica la relación con el Otro.

Acteísmo[34]

Intrínsecamente auto-referencial, ya que no puede encontrar un soporte ontológico, el acto, como tal, es correlativo de la inexistencia del Otro. ¿Pero cómo el acto constituye una resolución al estancamiento del Otro inexistente? En última instancia, ¿qué es exactamente lo que el acto afecta, modifica, crea? Aquí es donde Lacan nos da una respuesta a la pregunta de si la violencia, en la época de la inconsistencia del Otro, es la única manera de salir de la impotencia del sujeto. Lo que preocupa a Lacan a este respecto es la definición de una transmutación, una conversión adecuada del sujeto, una conversión que lo haga capaz del acto. En el centro de esto está la siguiente pregunta: ¿cómo está el sujeto del significante, es decir, el sujeto como un efecto del significante, implicado en la estructura del acto? En el seminario L’acte psychanalytique, Lacan proporciona una manera de pensar sobre el acto que es un poco diferente a la suministrada en sus seminarios anteriores. La novedad de gran alcance de este nuevo enfoque puede ayudar a explicar la emergencia del sujeto emancipador en una era de la ausencia del Otro y, como corolario, dar cuenta de dos concepciones distintas de la política emancipatoria. Por ello, lo que está en juego en el acto es aquello que, en una situación dada, no se puede decir, concretamente, su punto de lo imposible. La solución de Lacan a los callejones sin salida de la inexistencia del Otro es la de proponer una nueva definición del acto: un cortocircuito paradójico de decir y hacer, de palabra y de acción. El acto se lleva a cabo a través de un decir cuyo sujeto, como resultado, emerge diferente, distinto de lo que era antes: “El acto (toutcourt) se lleva a cabo por medio de una frase, cambiando así su sujeto”.[35] Por lo tanto, lo que está en juego en el acto para Lacan es el estatus de un “decir” en la medida en que se presume produce una serie de consecuencias decisivas, empezando por el sujeto. Es aquí que el aspecto crucial del acto sale a la luz: se trata de un acto que aparece sin sujeto. En lugar de decir que el sujeto lleva a cabo un acto, es el sujeto que se considera como el resultado de un acto.

Sin embargo, para que un acto de decir sea tomado como verdaderamente un acto, se requiere que deje una huella imborrable en el universo del discurso en el que se produjo. Esto indica claramente que el acto no es algo que está más allá del lenguaje, algo que es más real que el lenguaje, ya que, para Lacan, “la dimensión significativa es constitutiva de cualquier acto”.[36] Y, de hecho, parafraseando a Lacan mismo, el acto no empieza sin decir. No debemos pensar que esto significa que cada vez que hay un dicho hay también un acto. Para evitar la conclusión absurda de que todo acto de decir altera al sujeto, es decisivo diferenciar entre dos formas heterogéneas de “hacer cosas con palabras”. Aquí hay que distinguir entre el acto en un sentido lacaniano y el acto como ha sido elaborado por la teoría del acto del habla con el fin de localizar con precisión el verdadero agente en un acto. Según J.L. Austin para que una enunciación cuente como la realización de un acto, por ejemplo, “lo prometo”, “declaro una movilización general”, “debe existir un procedimiento convencional aceptado que tenga un cierto efecto convencional, dicho procedimiento debe incluir la pronunciación de ciertas palabras por ciertas personas en ciertas circunstancias”.[37] Un verdadero acto en el sentido de Lacan, por el contrario, es un acto para el que no existe tal “procedimiento convencional” que se suministre con antelación. Lo que es más, es sólo “nachträglich [retroactivamente] que un acto adquiere todo su valor”.[38] En este sentido, un acto de habla lacaniano es lo contrario de un acto de habla austiniano: mientras que en un acto de habla austiniano el hablante realiza un acto profiriendo una fórmula diseñada para tal fin, y tiene como objetivo la absorción de ciertas formas de hacer realidad a través de un simple acto enunciativo, un acto de habla lacaniano, es la reducción al significante de lo que es fundamentalmente heterogéneo y por lo tanto inconmensurable, concretamente, un acto que empuja al significante en sí más allá de los límites de lo simbólico. O para ser más precisos, mientras que el acto de habla austiniano, equivale simplemente a “hacer cosas con palabras” de conformidad con un convenio pre-determinado, un auténtico acto en el sentido de Lacan implica un paso a través de una barrera del significante. Se podría decir que este tipo de acto de habla hace uso del significante para traer a la existencia algo que es del orden de lo real.

No es por casualidad que el cruce de César del Rubicón iluminara, para Lacan, la esencia de un hecho verdadero. En efecto, si la dimensión significativa es constitutiva del acto como tal, esto es, precisamente, porque para cruzar el Rubicón para asumir el valor de un acto, César, debe ir más allá de un límite, cruzar una frontera que sólo existe en lo simbólico. Es decir, no es suficiente para César cruzar el Rubicón con su ejército, violando con ello el derecho romano según el cual el ejército, a su regreso a Roma, debe ser disuelto antes de cruzar el Rubicón, él, además, debe proclamar: “¡alea iacta est!”. Es en lo simbólico en sí mismo que esta transgresión debe ser marcada. Al mismo tiempo, el acto se correlaciona con lo real sobre el cual tiene efectos: la inscripción de alguna discontinuidad radical en lo simbólico, que de ese modo inaugura una reconfiguración del universo discursivo existente. Al hacer hincapié en la dimensión de la discontinuidad provocada mediante un acto, hay que señalar, sin embargo, que la noción lacaniana del acto no se ocupa principalmente de la transgresión. Más bien, el cruce de una barrera supuestamente inviolable debe entenderse menos como acto histérico de desafío dirigido contra la prohibición del Otro, que como un intento de localizar el punto imposible del orden social existente: marcando y disolviendo al mismo tiempo el punto de lo real imposible en la situación, el acto tiene éxito para iniciar un conjunto de hasta entonces desconocidas posibilidades, para trazar una zona inexplorada, más allá de las fronteras, para ser explorada. Hay, pues, un acto con la condición de que el cruce de la barrera simbólica se conciba como un gesto claro de señalización de un nuevo comienzo que, sin embargo, no se puede alcanzar sin cruzar algún punto de imposibilidad. Es en este sentido que podemos hablar del acto que constituye un verdadero comienzo en la medida en que da lugar a un nuevo deseo[39] –que se sustenta a través de sus consecuencias. Y podemos empezar a ver con más claridad que es sólo a través de un forzamiento de la barrera de lo simbólico que un acto puede constituir una interrupción, una ruptura, una discontinuidad que separa para siempre un “antes” y un “después”.

Pero, ¿qué pasa con el sujeto después del acto? Sin lugar a dudas, César antes de cruzar el Rubicón y César después de cruzar el Rubicón no son el mismo César. Al cruzar el Rubicón, al inscribir en lo simbólico su gesto de transgresión, “¡alea iacta est!”, César, que puso en marcha este nuevo significante y así introdujo un nuevo orden en el mundo, se convierte a sí mismo en nada más que un producto de desecho. El momento del acto, en sentido estricto, es el momento en el que el sujeto parece estar “suspendido” entre el “viejo” sujeto que era antes del acto y un nuevo ser que es un ser sin esencia, que se convertirá en lo que es realmente sólo a través de la implementación de las consecuencias del acto. Él se convertirá en lo que es, es decir, en nada más que una serie de consecuencias que se derivan de “su” acto. Dicho de otra manera, el acto no incluye, en el momento de su realización, la presencia del sujeto. Es sólo después del acto y a través de sus consecuencias que el sujeto encontrará su presencia, pero una presencia renovada, dice Lacan. Nos enfrentamos aquí con dos sujetos fundamentalmente diferentes: el primero, el que va a ser sacrificado en última instancia, es el sujeto alienado del significante, y otro sujeto, el que emerge sin identificación, sin una marca y, por tanto, en busca de una nueva marca, de un nuevo significante. Es esta mutación fundamental del sujeto que puede ser denominada como “el suicidio del sujeto”, para usar el término que J.-A. Miller utiliza para enfatizar que el (viejo) sujeto, es decir, el sujeto como efecto del significante, tiene que “morir” con el fin de hacer posible, en virtud del acto, que un sujeto nuevo y completamente diferente, emerja:[40] el sujeto de una infinitización de las consecuencias de “su” acto.

El acto de cruzar un límite que se traza en lo simbólico tiene el efecto de romper el orden simbólico existente. Así que lo que caracteriza el acto no es meramente el hecho de que se modifica el sujeto, no es sólo la muerte del viejo sujeto y el nacimiento de uno nuevo sino que el acto, también, y esencialmente, implica una modificación de la agencia a la que o en contra de la que está, en última instancia, dirigida siempre: el Otro. En términos generales, es teniendo en cuenta este “direccionamiento” al Otro que era posible para Lacan oponer acting out y passage à l’acte, pasaje al acto, dos tipos de actos particularmente difíciles de distinguir, ya que ambos parecen involucrar un inesperado y violento movimiento apresurado. Lacan define acting out como el sujeto jugando en un escenario, literalmente, haciendo una escena para el Otro, y un pasaje al acto como un intento de separarse del Otro. En el caso del acting out, el sujeto se dirige al Otro a través de su acto, lo que contribuye a hacer consistente a este Otro. A través del pasaje al acto, en contraste, el sujeto en efecto se escapa del poder del Otro, pero al precio de una separación drástica: evacuándose a sí mismo del escenario. Señalando de esta manera la separación definitiva del sujeto del Otro, el pasaje al acto implica al mismo tiempo la desaparición del sujeto.

Sin embargo, el pasaje al acto no es la última palabra de Lacan sobre la cuestión. Hay otro ángulo en cuyos términos es posible establecer una distinción mucho más clara entre un acto verdadero, por un lado, y acting-out y pasaje al acto, en el otro. Esta no es la última palabra, ya que es en el contexto de esta segunda demarcación que él busca elaborar de manera más rigurosa el acto en relación con el Otro. Lo que un acto genuino, para Lacan, tiene en común con el pasaje al acto consiste en el hecho de que ambos sólo pueden llevarse a cabo en el vacío del Otro; en el mismo momento de su realización, el acto parece estar sin un apoyo en el Otro. Por eso, para Lacan, uno nunca puede saber lo que un acto suscitará. Más importante aún, siempre existirá el riesgo de que el acto se vuelva una mera mise-en-scène, una puesta en escena para el Otro, en una palabra, en un acting out.[41] Parece entonces que un acto verdadero, porque no pertenece al orden del cálculo o el razonamiento, como tal, es paradójicamente dejado a merced del Otro. Esta reintroducción del Otro en el acto, sin embargo, requiere una distinción adicional, esta vez una distinción entre el acto en el sentido propio de la palabra y el pasaje al acto. ¿Cuál sería un acto propio, entonces, a la luz de esta distinción?

Es de destacar que esta demarcación del pasaje al acto fue introducida por Lacan de pasada por así decirlo, en un punto de inflexión en su enseñanza, cuando propuso un procedimiento singular, denominado el pase, destinado a verificar, es decir, a ratificar el cambio supuestamente irreversible en estatus del sujeto al final del análisis.#42 El punto en cuestión aquí es que debido a que la propuesta de Lacan, “La proposición del 9 de octubre de 1967”,[43] encontró resistencia en “la vieja guardia” del lacanianismo, este fracaso lleva a Lacan a una reformulación radical del acto en relación a su resultado. En el centro de su re-elaboración de la noción del acto en ese tiempo está la cuestión del tipo de autenticación que el acto podría recibir. De hecho, la segunda definición del acto propuesta por Lacan es, por extraño que parezca, mejor argumentada a través de la experiencia del fracaso. Al comentar el fracaso de su “Proposición”, Lacan nos da otra clave importante para entender el acto. Por lo tanto, es desde la perspectiva de este incierto destino de su acto de habla conocido como la “Proposición” que Lacan es capaz de arrojar algo de luz sobre el acto en sí. Es decir, que si todo lo que recibió del Otro como respuesta a su “Proposición” fue un rechazo absoluto, “¡el No del Otro!”, ello no es sólo un aspecto del acto, es más bien la característica fundamental de lo que entendemos por acto. Uno puede ir más allá y afirmar que, debido a la negativa del Otro para ratificar su “Proposición”, Lacan está obligado a plantear la cuestión de si su “Proposición” es un acto por completo. Entonces, ¿qué es lo que según Lacan mismo, le está faltando a su “Proposición”, de tal manera que es posible que no merezca la calificación de un acto? Mientras que el pasaje al acto bien puede permanecer indiferente a lo que sigue, ya que las consecuencias del acto son precisamente eso que el sujeto que se precipita en el acto no quiere saber, no se puede decir lo mismo de la “Proposición”. En efecto, el hecho de que la “Proposición” se ha encontrado con la resistencia, incluso el rechazo del Otro, es considerado por Lacan como un indicador de que el estatus del acto es retroactivamente aniquilado. Por lo tanto, la única respuesta a la pregunta “¿es un acto?” para Lacan, es: “depende de sus consecuencias”.[44] Esta centralidad de las consecuencias está sin dudas en el corazón de la teoría revisada de Lacan del acto. De hecho, es centrándose en las consecuencias, que la precariedad, la naturaleza sin fundamento firme del acto sale verdaderamente a la luz. Si Lacan puede decir que “es en las consecuencias de lo que se dice que el acto de decir es juzgado”,[45] esto es debido a que “lo que uno hace con lo que se dice sigue abierto”.[46] Lo que esto inmediatamente implica es que la característica esencial del acto en cuestión para Lacan introduce aquí una lógica peculiar de consecuencias para tener en cuenta el efecto que el acto tiene en la situación en la que se ha logrado.

Esto nos lleva a lo que consideramos como uno de los cambios más importantes en la teoría del acto de Lacan. Uno no puede sino experimentar alguna dificultad en la conciliación de este énfasis en las consecuencias del acto, con la insistencia inicial de Lacan que, durante un acto auténtico no hay un “después de”, no hay “mañana”. ¿No es que ahora se pone en duda, en esencia, la que Lacan considera como la naturaleza exacta de (el pasaje a) el acto, es decir, esta dimensión de finalidad, de irrevocabilidad, sin apelar a ningún “mañana”, esta negativa a tener en cuenta los resultados, la continuación del acto, en última instancia, la borradura de lo que habría sido emanado de él, la indiferencia absoluta con respecto al “después”? Estos dos aspectos aparentemente contradictorios del acto están a pesar de todo unidos. Hacer que el estatus del acto dependa de lo que sigue, tenerlo en cuenta, por así decirlo, como una parte integral del acto, esta incertidumbre, es decir, la imposibilidad de predecir sus consecuencias, en definitiva, la dependencia del acto del Otro que se supone lo ratifica, anuncia una insólita herejía con respecto a la definición canónica lacaniana del acto que se ha inspirado en el pasaje al acto. Como es bien sabido, este último constituye, para Lacan, el paradigma de todos los actos (exitosos), ya que es a través de un pasaje al acto que el sujeto puede divorciarse del Otro, romper definitivamente, manejarse a sí mismo a partir de su poder. Esto también explica por qué el suicidio es considerado por Lacan como “el único acto que puede tener éxito sin fallar el disparo”.[47] Pero si tomamos las consecuencias del acto como propiamente constitutivas de la estructura del acto, ¿esto no indica un cambio importante, un desplazamiento, tal vez incluso una puesta en cuestión de la definición clásica de Lacan del acto? ¿No es más bien una ruptura con el Otro inherente a la esencia misma del acto? ¿No es un momento de la separación definitiva del sujeto del Otro?

Si Lacan se preocupa por el fracaso de su “Proposición” hasta el punto de dudar de su condición de acto, esto se debe a que en el momento de su realización, no podemos saber si estamos tratando aquí con una postura impotente, una gesticulación ineficaz o con un acto real capaz de producir ciertos efectos dislocatorios en la situación existente. En realidad, al inscribir las consecuencias en el mismo estatus del acto, Lacan se limita a indicar que el resultado del acto es incierto, ya que de hecho, el estatus del acto depende, en última instancia, del Otro, es decir, del efecto que tiene en su ley. El Otro, por lo tanto, reaparece inesperadamente como la instancia que, retroactivamente, después del evento, se supone que ratifica el acto. Que no es sino otra forma de decir que la única autenticación del acto como un poder transformador se desprende de sus consecuencias. En el momento en que se plantea la cuestión de saber si estamos tratando aquí con una gesticulación inútil, una postura vacía o con algo que es capaz de producir ciertos efectos dislocatorios en la situación actual, la cuestión de la dirección al Otro es re-planteada con toda urgencia. El verdadero acto en el sentido de Lacan es entonces el que se mide por sus consecuencias; en última instancia, tiene que ser juzgado por los efectos que tiene sobre el Otro. Lo que distingue el acto, entonces, no es simplemente la separación del sujeto del Otro, sino también, y más aún, la reconfiguración que el acto provoca en el mundo del Otro, la reconfiguración que puede ir tan lejos como a la emergencia de una nueva figura del Otro. Sólo en este sentido es que un verdadero acto constituye una interrupción, un corte, una discontinuidad en relación con el estado de cosas existente, un gesto fundacional, la fundación de un nuevo orden, una nueva situación, en efecto, la creación de un nuevo universo discursivo.

La impresión es que ahora el énfasis ha cambiado: el acto no es tanto cuestión de ruptura o discontinuidad, sino la inauguración de una nueva serie, inicia una “nueva cuenta”. ¿Cómo debemos entender esta estructura paradójica del acto? La discontinuidad, una ruptura de la cadena (significante) es, sin duda, esencial a la noción del acto. El acto, en este sentido, designa el hecho de una interrupción ocurrida en una situación, incluso, una interrupción que, sin embargo apunta a un “después”, a cierto “mañana”, mientras significa un nuevo comienzo. ¿Cómo es esto posible? Siendo totalmente contingente, es decir, no derivado, emergente, por así decirlo ex nihilo, el acto, en el momento de su realización no asegura nada. En efecto, el acto no puede garantizar que nada seguirá. Lo que especifica un acto como el comienzo de una nueva época, sin embargo, es precisamente la incertidumbre del futuro al que está expuesto a causa de sus consecuencias. O en términos más generales: en la medida en que el acto rompe el vínculo entre el antes y el después, poner el acto en su lugar es ponerlo en una cadena, en una secuencia. A través de sus consecuencias, el acto se inscribe en una cadena, en una serie metonímica sin ser del todo capaz de dominarla, de controlarla. Sólo si el acto tiene éxito en la transformación de la serie en la que se inscribe, en una nueva secuencia, puede decidirse después de los hechos, es decir, con carácter retroactivo, si estamos verdaderamente en presencia de un acto o no. Por un lado, en todo acto genuino hay una dimensión de “auto”: es “autorizándose” a sí mismo que uno puede llevar a cabo un acto, lo que quiere decir no encontrar ningún apoyo ni garantía en el Otro, en el orden simbólico. El acto, en este sentido, es una causa sui, una causa de sí misma, que, por supuesto, no debe confundirse con el sujeto. La causa que está trabajando en el acto, no se puede atribuir al sujeto, sino que debe estar situada en el objeto, y, más específicamente, en la causa del deseo como aquel que está oculto del conocimiento del sujeto. Es por eso que Lacan evoca la estructura paradójica del acto ya que en el acto “el objeto está activo, mientras que el sujeto es subvertido”.[48]

Por otro lado, sin embargo, el acto se inscribe igualmente en la dimensión de la retroactividad, en la medida en que es precisamente al punto de que es sobre la base de sus consecuencias que puede decidirse si el acto se llevó a cabo o no. Afirmar con Lacan que el destino, incluso la validez del acto depende de sus consecuencias, es afirmar que el “estatus del acto es retroactivo”.[49] ¿Pero qué implica para el sujeto esta dependencia de su acto de las consecuencias que proceden de él, en última instancia, de la recepción que tiene el Otro del acto? Entonces, ¿cuál es el papel del sujeto, cuando el acto es esencialmente transindividual? Para esta pregunta no hay otra respuesta que se pueda dar excepto una, en términos de la infinitization del sujeto: en un universo en el que el Otro no existe, el sujeto accede a la certeza sólo en virtud de un acto, con la condición, sin embargo, de que él o ella asuma la falta de fundamento del propio acto.[50] En este sentido, podemos afirmar que todo acto digno de ese nombre es llevado a cabo desde la perspectiva del juicio final, ya que “completar un acto […] significa ser responsable del acto y sus consecuencias”.[51] Un nuevo sujeto emerge como el efecto del acto. Este sujeto, sin embargo, que no debe ser identificado simplemente con la agencia que asume, toma sobre sí mismo la responsabilidad por las consecuencias siempre imprevisibles del acto. Sería más apropiado decir que el sujeto es la insistencia de (al menos en principio) una serie interminable de consecuencias provocadas por el acto.

Quizá no hay mejor ilustración de este aspecto paradójico del acto que el famoso diálogo (ya sea que realmente haya ocurrido o no) entre Lenin y Trotsky, al borde de la revolución de octubre: “¿Y si no somos capaces?”, se pregunta con ansiedad Lenin. “¿Qué pasa si tenemos éxito?”, responde un no menos ansioso Trotsky. A pesar de que esta divergencia en las preguntas evidentemente indica dos concepciones distintas de la revolución y de la política en general, el sujeto aquí tiene que responder por su propio curso de acción. Esto señala un momento de ansiedad que precede a cada acto –porque no hay respuesta en el Otro para decirle lo que ella o él debe hacer– ambas preguntas indican que, independientemente del resultado del inminente acto revolucionario, el sujeto ya ha situado lo que está a punto de llevarse a cabo en la perspectiva del “juicio final”, demostrando así su voluntad de asumir las consecuencias imprevisibles que proceden de este acto, las consecuencias que, en definitiva, quedan a merced del Otro. Pero, ¿qué “Otro” está en el objetivo del acto, en un universo en el que el Otro, precisamente, no existe? Ese es el dilema propio del acto por el cual la cuestión del acto se convierte en un dilema tanto para el psicoanálisis como para la política. No parece haber otra forma de salir de este callejón sin salida sino afirmando que el propio acto crea un nuevo Otro al que se dirige. Uno podría del mismo modo decir que el Otro al que el acto se dirige es, en esencia, un efecto del acto. Es el acto que crea esa agencia que se supone que está validándolo. Siendo el soporte material del acto, el sujeto necesariamente no advierte que el propio acto crea el Otro, es decir, el espacio en el que se han inscrito los inventos que trajo consigo. A la vez anticipatorio y retroactivo, el acto se presenta siempre en su aspecto paradójico: es a la vez sin fundamento (en el momento de su aparición) y fundacional (desde el punto de vista de sus consecuencias), fundacional en la medida en que llama a la existencia tanto del sujeto (como esa instancia que asumirá las consecuencias que se derivan de acto), y del Otro que retroactivamente ratifica aquello como un acto. El Otro, es, en rigor, la secuela del propio acto.

Es aquí donde las implicancias de la nueva noción de acto de Lacan pasan a ser válidas para la política emancipatoria. Una de las paradojas del tipo de campo que constituye la política es que se trata de un campo en el que esta estructura del acto sigue siendo insuperable. En efecto, de acuerdo con algunos de sus teóricos contemporáneos más radicales, la política emancipatoria es imposible sin la afirmación de que las personas, tomadas indistintamente, son capaces de pensar.[52] Más específicamente, lo que singulariza esta creencia inquebrantable en la capacidad de las personas para pensar, consiste esencialmente en la apuesta de que hay una causa que moviliza a las personas, en definitiva, la creencia de que su deseo es guiado por una causa que, al operar sin el conocimiento de las personas, es decir, yendo más allá de lo que saben, sin embargo, hace que sea posible para ellos, parafraseando a Lacan, estar “seguros en su acción”. Si bien no encuentra soporte en el Otro, el sujeto emancipatorio es guiado sin duda por alguna causa sin el conocimiento de ella, tanto es así que nunca está en la posición de preguntar: “¿qué es lo que hay que hacer?” En efecto, desde el momento en que uno empieza a preguntar ¿qué hacer?, ya es demasiado tarde. El deseo que fue animado por esta causa ya se está desvaneciendo, anunciando así el regreso de la ansiedad, ese afecto que reina en el “materialismo democrático” contemporáneo.

Notas

01. J. Rancière, Disagreement: Politics and Philosophy, Minneapolis, University Press of Minnesota, 1999, pp. 26–27.

02. J. Rancière, “Onzes theses sur la politique”, Filozofski vestnik, N° 2/1997, p. 99.

03. J. Lacan, The Seminar of Jacques Lacan, Book XX: Encore, New York y London, W.W. Norton & Company, 1998, p. 32.

04. J. Lacan, seminario no publicado L’acte psychanalytique (1967 – 1968), lección del 10 de enero de 1968.

05. A. Badiou, “L’insoumission de Jeanne”, en Esprit, n°. 238, p. 29.

06. J. Lacan, The Four Fundamental Concepts of Psychoanalysis, London: Penguin, 1977, p. 252.

07. J. Lacan, “The Signification of the Phallus”, en Écrits, New York y London, W.W. Norton & Company, 2002, p. 581.

08. A. Badiou, Deleuze: The Clamor of Being, Minneapolis y London, University of Minnesota Press, 2000, p. 11.

09. J. Lacan, “Science and Truth,” en Écrits, p. 729.

10. J. Lacan, “Remarks on Daniel Lagache’s Presentation: «Psychoanalysis and Personality Structure»”, en Écrits, pp. 571–572.

11. J. Lacan, “L’étourdit”, en Autres écrits, Paris: Seuil, 2001, p. 483.

12. G. Agamben, The Coming Community, Minneapolis y London, University of Minnesota Press, 1993, pp. 85–86.

13. Ibid., p. 10.

14. J. Lacan, Encore, p. 30.

15. A. Badiou, The Century, Cambridge, Polity Press, 2007, p. 97.

16. Ibid.

17. Esta insistencia de la demanda por ser, sin embargo, no se debe confundir con el deseo eterno (“¡No es eso!”) que signa la imposibilidad estructural de la satisfacción. Más bien, es en la medida en que todo “tener” puede, en principio, operar como un sustituto del objeto apropiado de una demanda por ser, con la condición de que abra el camino a la repetición, al eterno retorno a lo mismo. Por lo tanto, al no renunciar a este objeto, sea lo que sea, la demanda por ser traiciona la insistencia que caracteriza la pulsión.

18. J. Lacan, Encore, p. 126.

19. Ibid., p. 120.

20. Esta formulación ha sido tomada de J. Rancière, Disagreement, p. 36.

21. J. Lacan, Encore, p. 9. Esta capacidad de continuar con la cuenta una vez que todo ha sido contado es esencial para el sujeto histérico. “Cuando la histérica prueba que con la página dada vuelta, continúa escribiendo en el dorso e incluso sobre la siguiente, no se comprende. Sin embargo, es fácil: ella es lógica.” J. Lacan, Le séminaire. Livre XVIII, D’un discours qui ne serait pas du semblant, Paris, Seuil, 2006, p. 157.

21. J. Rancière, Disagreement, p. 50.

23. Podemos entender la crítica de Badiou a Rancière en este sentido. Véase, en particular, su Metapolitics, Londres y Nueva York, Verso, 2005, pp 109-110. No es por casualidad que los principales ejemplos utilizados por Rancière para ilustrar el funcionamiento de la política de emancipación, el demos ateniense y el proletariado, son precisamente dos modelos del sujeto político de una época en la que la operación de conclusión todavía era posible, es decir, una época en la que todavía existía el Otro.

24. A. Badiou, Metapolitics, p. 72.

25. J.-C. Milner, Les noms indistincs, Paris: Seuil, 1983, pp. 116-123.

26. El capitalismo, en cierto sentido, podría ser visto como una aberración de los vínculos sociales, ya que da cuenta de lo que en todos los otros vínculos parece imposible: su compatibilidad con el placer. El discurso capitalista es un vínculo social que no exige que el sujeto sacrifique su goce. Por el contrario, el vínculo social capitalista es un lazo que se adapta a la “nimiedad”, el disfrute privado de todo el mundo. Por lo tanto, desde esta perspectiva, se podría argumentar que, no sólo el goce no amenaza el lazo social capitalista, sino, por el contrario, el capitalismo se presenta como un discurso en el que la “democracia del goce” reina. Es en el sentido de esta solipsista “democracia de goce”, cuyo único principio es el primum vivere, vivir para el disfrute, que proponemos leer un “materialismo democrático”, un sintagma que Badiou introduce con el fin de identificar la ideología dominante de nuestro tiempo. Ver su Logics of Worlds, London y Nueva York, Continuum, 2009, pp. 1-9.

27. J. Lacan, “La troisième”, en Lettres de l’Ecole freudeinne de Paris, n° 16, 1975, p. 187.

28. A pesar del hecho de que el valor del síntoma en la política y el psicoanálisis difiere, sin embargo, no carecen de convergencia en algún aspecto. La conexión aparentemente ostentosa que Lacan hace aquí entre la política y el psicoanálisis puede encontrar confirmación en el siguiente pasaje: “no hay ninguna diferencia, una vez iniciado el proceso, entre el sujeto comprometido en el camino de la subversión con el fin de producir lo irremediable donde el acto alcanza su verdadero fin, y eso del síntoma que asume un efecto revolucionario apenas por no marchar más bajo la denominada batuta marxista”. J. Lacan, “Comptes-rendus d’enseignement”, en Ornicar?, n° 29, 1984, p. 24. Desde el principio, Lacan concibió al síntoma como aquello que altera el buen funcionamiento del orden social, traicionando la resistencia del sujeto a la alienación total en ese orden. Al tomar la iniciativa que la cita anterior nos ofrece, vamos a sostener que las afinidades establecidas por Lacan entre su noción de síntoma y el proletariado de Marx como un síntoma de la sociedad burguesa sólo puede aparecer en la base de la afirmación de Lacan de que “el síntoma es una metáfora”. J. Lacan, “The Instance of the Letter”, Écrits, p. 439. El punto aquí es que el síntoma puede generar sus efectos subversivos precisamente en la medida en que funciona como una metáfora, es decir, como un punto de almohadillado. Reconfigurando las relaciones entre los elementos de una situación dada de manera diferente, revela momentáneamente la posibilidad de un tipo de arreglo socio-discusivo nuevo, sin precedente alguno.

29. J. Lacan, “III-L’impossible à saisir,” Le séminaire. Livre XXIV, L’insu que sait de l’une-bévues’aile à mourre, Ornicar?, n° 17/18, 1979, p. 18.

30. Vease en particular el ensayo de Badiou “Politics as Truth Procedure”, en Metapolitics, pp. 144-145.

31. J. Lacan, “La psychanalysedansses rapports avec la réalité” en Autres écrits, p. 357.

32. J. Lacan, D’un discours qui ne serait pas du semblant, p. 13.

33. J. Lacan, “Function and Field of Speech and Language in Psychoanalysis”, p. 213.

34. Este neologismo, que tomamos prestado de C. Soler, condensando “acto” y “ateísmo” en una palabra, apunta a esa dimensión del acto que podría ser mejor designada como la “trascendencia atea”, una trascendencia inmanente más allá de toda figura del Otro. Vease C. Soler, “Les fins propres de l’acte analytique”, en Actes de l’Ecole de la Cause freudienne, n° 12, E.C.F. Paris 1987, p. 18.

35. J. Lacan, “Comptes-rendus d’enseignements”, en Ornicar?, n° 29, 1984, p. 18.

36. J. Lacan, L’acte psychanalytique (1967–1968), 16 de mayo de 1968.

37. J. Austin, How to Do Things with Words, Cambridge, Harvard University Press, 1962, p. 14.

38. J. Lacan, L’acte psychanalytique, 16 May 1968.

39. Ibid., 10 de Enero de 1968.

40. J.-A. Miller, “Jacques Lacan: remarques sur son concept de passage à l’acte”, en Actualités psychiatriques, n° 1, 1988, p. 52.

41. J. Lacan, “Comptes-rendus d’enseignements”, en Ornicar ?, n° 29, p. 23.

42. Es decir, el pase como una modificación que indica presumiblemente el pasaje del sujeto desde la posición del analizante a la del analista es el que marca la destitución del sujeto del significante y su pasaje al modo del objeto, el paso del sujeto al objeto.

43. J. Lacan, Autres écrits, Paris: Seuil, 2001, p. 243–259.

44. J. Lacan, “Discours de l’EPF”, en Autres écrits, p. 262.

45. J. Lacan, Encore, p. 16.

46. Ibid.

47. J. Lacan, Television, Nueva York y London, W. W. Norton & Company, 1990, p. 43.

48. J. Lacan, “La méprise du sujet supposé savoir”, en Autres écrits, p. 332.

49. Aquí nos basamos en la elaboración del acto que hace J.-A. Miller en su seminario “Politique lacanienne”, 27. 5. 1998.

50. J. Lacan, “La méprise du sujet supposé savoir”, p. 338.

51. J.-A. Miller, “Politique lacanienne”, 27. 5. 1998.

52. A. Badiou, Metapolitics, p. 142.