El Anarcorrepublicanismo marrano de Karl Marx


Eugenio Muinelo Paz
Universidad Completense de Madrid

Volume 12, 2017


La realización de la filosofía: un nuevo pensamiento

         In der Praxis muss der Mensch die Wahrheit […] beweisen.
         Karl Marx, II Tesis sobre Feuerbach

La especificidad filosófica del pensamiento de Marx, en meridiano contraste con la profusa tipología de vulgatas marxistas, no resulta prima facie evidente. Es escurridiza, ambivalente y esquiva a la definición, dado que constituye una premeditada torsión del propio discurso filosófico que disloca y altera los límites inherentes al rasgo fundamental que le fue consignado por la Tradición: el pensamiento (la theoría) ha de poder guiar y hacerse cargo atributivo-participativamente del contacto con lo real (práxis) que se le enfrenta, neutralizando y reconciliando las tensiones que tal impacto pueda generar en una unidad principial o un origen unitario que las subsuma.

El conjunto del itinerario de Marx, una y otra vez recomenzado, reescrito e inconcluso, habrá de poder leerse, a tenor de dicha premisa, insertándolo en el contexto de la problemática de la deconstrucción de la ontoteología; lejos, así pues, del cándido humanismo que en sus inicios quiso ver Louis Althusser. La superación de la alineación no es la conquista por parte del hombre de su propia identidad, referente último que orientaría toda praxis ulterior desde la más pura transparencia y cancelaría la historicidad constitutiva e irresoluble de la acción contingente. Si hemos de comprender el humanismo como la reocupación del esquema ontoteológico (la reducción de lo fundado a su fundamentum inconcussum) por el sujeto moderno y la fundamentación de todo lo ente en la conciencia una que lo pone, se nos antoja difícil atribuírselo aun al Marx de los Manuscritos y en ningún caso al de La ideología alemana, cuyo “realismo de la práctica individual” sería según Reiner Schürmann alotrópico, generado por la escisión interna y la dispersión plural del ser originario (la arché), que pasaría a no ser otra cosa que “la actividad por la cual los hombres sostienen sus vidas” (Schürmann: 2017, 74-75), siempre múltiple, fragmentada y singular, sólo totalizable mediante su refracción ideológica. Es por ello que, si bien hay que reconocerle a Althusser que el Marx de los Manuscritos aún preserva vestigios del léxico filosófico-humanista (las oposiciones esencia-existencia, sujeto-objeto, que desembocarán en la noción de un Gattungswesen del que el ser humano ha de reapropiarse), lo hace desde una óptica que apunta ya a su desmantelamiento práctico: “la solución de las mismas oposiciones teóricas sólo es posible de modo práctico, […] por ello, esta solución no es, en modo alguno, tarea exclusiva del conocimiento, sino una verdadera tarea vital que la Filosofía no pudo resolver precisamente porque la entendía únicamente como tarea teórica” (Marx: 1984, 151). Quede sentado pues, aunque sea provisionalmente, que si en Marx hay un humanismo (ni que decir tiene, por supuesto, que él mismo se vale del término, así como de “naturalismo”, “ateísmo”, etc.), no es el que funda la subjetividad solipsista del cogito ni ningún otro “-ismo” ideológicamente cerrado, sino un “humanismo del otro hombre”. En favor de ello habla el hecho de que en todos los pasajes de 1844 en que se alude a la enajenación del Gattungswesen por el trabajo asalariado y la propiedad privada nunca se deja de mencionar que su más grave consecuencia no es la interrupción de la perfectibilidad de la “esencia” humana (la cual en ningún caso, aclarará Marx poco después en la VI Tesis sobre Feuerbach, puede ser entendida como “algo abstracto que inhiere en cada individuo”), sino “la enajenación del hombre respecto del hombre“, pues “en general, la afirmación de que el hombre está enajenado de su ser genérico quiere decir que un hombre está enajenado del otro” (Marx: 1984, 113); quiere decir que el vínculo social en su formidable, contingente, imprevisible y utópica transversalidad ha sido preterido en aras de su coagulación despótica.

En cualquier caso, pareciera que el propio Marx quiere deshacer este equívoco cuando sustituye la noción todavía demasiado especulativa de alienación por los análisis críticos de las representaciones ideológicas La ideología, autointerpretación necesaria de una sociedad y de una época dentro de su marco (“legítima”, en un sentido casi weberiano: plausiblemente acatada, pero que dejará de serlo por el eventual advenimiento de otro orden discursivo), no es ficción opuesta a una verdad, sino ficción de una verdad, con genitivo subjetivo y objetivo a la vez.[1] Que la verdad necesite constitutivamente de la ficción implica que toda verdad que pretenda autodefinirse distinguiéndose nítidamente de la ficción acabará por periclitar una vez que se le haya sustraído el presupuesto que la hacía operar como tal: la objetividad natural, el ser de las cosas. Obviamente, el proceso de autorreflexividad que pone en marcha la filosofía moderna entraña un abandono de semejante asidero ontológico, muy propicio para desatar la consumación del nihilismo dado que revela toda legitimidad como relativa a la posición del sujeto; y es por ello que conduce a la pérdida de la verdad, al menos entendida en su dimensión apofántico-normativa. De ahí que no se trate de sustituir viejas por nuevas verdades, de crear nuevos valores o de reconfigurar el conjunto de las relaciones sociales manteniendo, sin embargo, la ley del valor; la insólita radicalidad de Marx y Nietzsche es que ponen el dedo en la llaga del propio valor, pálido revenant moderno, en tanto que equivalente general, de la vacua omniabarcancia del ser. Tanto la Umwertung nietzscheana como la superación de la forma-mercancía y del trabajo asalariado apuntan a la utopía de una afirmación de la vida más allá de la lógica de la equivalencia que gobierna tanto el discurso de la filosofía como el de la economía política, a un cierto exceso de la lógica del valor que no puede sino ser una salida de la filosofía por la filosofía, una salida del capitalismo a través del capitalismo.[2] Como reza elocuentemente el célebre quiasmo de la Einleitung a la Crítica de la filosofía del derecho hegeliana: no se puede superar la filosofía sin realizarla, ni realizarla sin superarla.

Tal y como el nihilismo no puede ser reemplazado sin más por la inversión de los valores existentes o por una nueva creación de valores, para Marx la filosofía, ideología quintaesenciada, no puede ser despachada de un plumazo denunciando su carácter ideal y desconectado de la praxis efectiva para contraponerle a continuación una metafísica materialista: no hay cámara lúcida que venga a revertir la mistificación ideológica de la cámara oscura.. Ello equivale a afirmar que la ideología no es un problema teórico; no se trata de la corrección de una mirada desviada, sino de la transformación práctica de aquel status quo que la desviación de la mirada (o que la mirada tout court, si secundamos el parentesco etimológico propuesto por Derrida: ideo-logía, ideaideîn) contribuye a perpetuar. A este respecto son sumamente esclarecedoras las críticas a Feuerbach, sorprendentemente distorsionadas, salvo contadas excepciones, cuando se habla del “materialismo” de Marx. Sin ir más lejos, en la primera de las Tesis sobre Feuerbach, Marx le achaca al materialismo feuerbachiano su carácter quietista de pura contemplación, en la medida en que considera la praxis sólo “en su sucio aspecto judío” (in ihrer schmutzig-jüdischen Erscheinungsform) sin atender al “revolucionario” o “crítico-práctico”.[3] El esquema proyectivo-transferencial de Feuerbach puede perfectamente revelar la base material de las ideologías, pero de ninguna manera captar el autodesgarramiento y la autocontradictoriedad de que brotan, pues rehusa intervenir en la realidad efectiva recayendo en la estructura del pensamiento especulativo: lo que parecía x, en realidad no es x, sino y; dicho de otro modo, Feuerbach acierta a subordinar las representaciones ideológicas a la Wirklichkeit, pero no a referir esta a la especificidad histórica de la acción humana: sigue viéndola a través de las “gafas” del filósofo, como un objeto puramente natural, inmutable, etc., que el pensamiento en su necesidad lógica puede subsumir sin resto más allá de la labilidad de los conocimientos “aparentes”. La historicidad, lejos de ello, es la compleja trama de las sucesivas generaciones, “cada una de las cuales se encarama a hombros de la anterior” y cuya imbricación, dado su sentido práctico y su opacidad conceptual, no es en modo alguno analizable de un modo exclusivamente teórico-cognoscitivo como “algo directamente dado desde toda una eternidad y constantemente igual a sí mismo” (Marx, Engels: 2014, 36-37). Y es que su sujeto no lo es, naufraga lejos de la tierra firme cartesiana cuyo avistamiento tanto excitó por obvias razones al viejo Hegel; es más bien un no-sujeto, destinado a hacer la historia, sí, pero, como se puntualiza en el 18 Brumario, desde la excentricidad de circunstancias no elegidas por él mismo, que le vienen de fuera y que simple y llanamente, sin providencia alguna que se ejecute a su través, se le dan. El saber, la Wissenschaft, no puede consistir, por parafrasear el pleonasmo hegeliano, en captar las épocas en conceptos, lo cual sólo es viable desde el presupuesto de que hay un principio externo que las rige y que un saber de tal principio granjea la posibilidad de dar cabida en la comprensión filosófica a cualquiera de sus eventuales manifestaciones, pretéritas o futuras. En esto Marx, sin que ello excluya (más bien al contrario) su condición de “judío de revolución”, se emparenta con el egregio linaje de “judíos de saber” (Jean Claude Milner), instalados en la convicción de la ilusoriedad de esa pretensión, tan germánico-europea (de ahí que la filosofía, como quiso Heidegger, sólo hable griego o alemán), de una Wissenschaft absoluta, “desembragada” de cualquier contenido específico, estando como está dotada de una estructura racional omniexplicativa aplicable a todos. Los judíos de saber, al contrario, anclando, a menudo sin apercibirse de ello, en la ancestral tradición de hermenéutica rabínica (no caída de kósmos noetós alguno, sino reavivada una y otra vez en el fuego del hogar, en la fecundidad transitiva de padres a hijos que se despliega, siguiendo la polémica expresión de Rosenzweig, en la “comunidad de sangre”), cuya regla de oro, como se sabe, reza que la Torah sólo se explica por la Torah misma, se vuelcan en su campo de estudio, en su Escritura, prescindiendo de todo aparato conceptual que no emerja del mismo. Lo que Spinoza (quien, por cierto, a despecho del tópico del Spinoza historicista y precursor de la teología liberal, esto es, de una de las aplicaciones por excelencia del saber absoluto, no hizo sino leer la Biblia desde la Biblia misma) hizo con el mundo, y Freud con el psiquismo humano, lo hace Marx con la historia: “[t]oda la concepción histórica, hasta ahora, ha hecho caso omiso de esta base real de la historia o la ha considerado simplemente como algo accesorio, que nada tiene que ver con el desarrollo histórico. Esto hace que la historia deba escribirse siempre con arreglo a una pauta situada fuera de ella” (Marx: 2014, 32).[4] Muy atinada, por tanto, aquella caracterización del marranismo por Yirmiyahu Yovel como una “aventura de la inmanencia”, como una reactualización del espíritu afirmador de la vida del judaísmo antiguo en el horizonte propio de la Modernidad, que requiere, como el caso de Marx revela significativamente, abandonar formas anquilosadas de afirmación y desprenderse de toda identidad a la que remitirlas.

Así pues, para adentrarse en el “continente historia” Marx tendrá que arriesgar, como sugiere Gérard Bensussan (2007, 68-71), otra lengua, otra experiencia del lenguaje no constituida por un paradigma de inteligibilidad previo y abierta a la donación metalógica de lo real-práctico en su inmediatez. Una lengua que no es ninguna, que carece de gramática propia y que se compone de retazos de las lenguas oficiales disciplinarias, lechos de Procusto que encorsetan lo real y desechan todo aquello que de real perturba sus órdenes discursivos armónicamente preestablecidos. Así, Marx no tendrá ningún problema en hablar en filósofo a los filósofos, en historiador a los historiadores, en economista a los economistas, etc., según se tercie la ocasión. Lo que le preocupa es ser fiel al descubrimiento feuerbachiano ante el que el propio Feuerbach tuvo que retroceder, él, que ya había contrapuesto “a la negación de la negación, que afirma ser lo positivo absoluto, lo positivo que descansa sobre él mismo y se fundamenta positivamente a sí mismo” (Marx: 1984, 184).

La nada social, la utopía de lo humano

Decía asimismo [Rabbí Hillel]: “Si no me hago cargo de lo que me corresponde, ¿quién lo hará por mí? Pero si sólo cuento conmigo, ¿quién soy yo? Y si no ahora, ¿cuándo?»

[…]

Hay cuatro tipos de hombres:

El que dice: “Lo mío es mío y lo tuyo es tuyo”, este es el tipo común. Algunos opinan que este es el tipo del hombre de Sodoma.

“Lo mío es tuyo y lo tuyo es mío”, este es el hombre ignorante.

“Lo mío es tuyo y lo tuyo es tuyo, tuyo”, ese es el piadoso.

“Lo tuyo es mío y lo mío es mío”, este es el malvado.

Pirké Abot, I, 14 y V, 10.

Positividad que Levinas nos enseñó a leer como responsabilidad “más allá de la esencia”. Ahora bien, más allá de la esencia, podría argüirse con toda razón, no hay propiamente nada, no se da ningún ón. Por lo demás, si algo hubiera, nos advertía el socarrón Gorgias, ninguna noticia tendríamos de ello ni, en buena lógica, podríamos transmitírsela a nadie, pues sin ousía no hay horismós que nos permita reconocer a los distintos óntes como instanciaciones fácticas suyas y el lógos entra en un bucle de insignificancia.[5] Pues bien, precisamente en pensar “fuera de la esencia” se empeñó Marx con descomunal ahínco, haciendo de la nada (lo innombrable) el (in)fundamento de la acción humana y del sujeto de la praxis una pura ausencia de fundamento. Pero ello en un sentido muy peculiar que se transparenta sobre todo en su caracterización un tanto críptica del proletariado como “clase universal” (o, mejor, como “no-clase”). Se nos concederá que rebatir la funesta idea del agente histórico llamado a realizar la necesidad irresistible que el Diamat constata es ya superfluo. Incluso, prescindiremos aquí de delimitar lo que en ella hay de hegeliano, para lo cual los interlocutores centrales serían Lukács y, lo cual puede resultar menos obvio, Carl Schmitt, quien acuña la frase de que nos servimos como encabezamiento del presente apartado (el proletariado como “nada social”, sin patria, sin familia, sin ningún tipo de inscripción comunitaria, y que eo ipso puede devenirlo todo) para designar la pura negatividad destinada a combatir (está comentando el manuscrito de 1843 sobre el Staatsrecht hegeliano, que había sido descubierto hacía pocos años y que habrá de ocuparnos más adelante) la instrumentalización despolitizante del Estado y la consiguiente transferencia del centro de gravedad (o, más bien, neutralización) del poder al (a manos del) particularismo de la sociedad civil.[6] La lucha de clases y la dictadura del proletariado como última distinción amigo-enemigo de gran estilo; por lo tanto, como último bastión de lo político en el mundo tecnificado.

Sin embargo, muy otra es la fuente (no Hobbes) de la que dimana la insólita subjetividad práctica que parece desprenderse de los textos marxianos sobre la (in)condición proletaria. Tan otra, tan secreta, tan subterránea, que tal vez el solo enunciarla, tematizarla o traerla a presencia (pues pertenece más al Decir anárquico, huella de un pasado que nunca fue presente, que a lo Dicho árquico recogido y contemporaneizado por la Historia) la desbarate y la eche a perder identificándola. Habrá que aludir a ella sin nombrarla directamente, desde la intentio obliqua, no tanto de la reflexión concéntrica (que no sería sino intentio recta enfocada sobre sí mismo) cuanto de la heteroafectividad como desdoblamiento del sujeto.[7] En efecto, no estamos ante ningún sujeto autoconsciente que se autoadscribe una (la) misión histórica, sino más bien ante un “índice de la inhumanidad de lo humano presente” (Rozitchner). El texto en que por vez primera Marx ensaya la nominación imposible de “la parte de los sin parte” (Rancière), sin que en ulteriores ocasiones modifique sustancialmente lo allí dicho, es la ya citada Einleitung a la nunca escrita Crítica de la filosofía del derecho hegeliana:

Para que la revolución de un pueblo y la emancipación de una clase especial de la sociedad civil coincidan, para que una clase valga por toda la sociedad, se necesita, […], que todos los defectos de la sociedad se condensen en una clase, que esta determinada clase resuma en sí la repulsa general, sea la encarnación de los límites generales. […] ¿Dónde reside, pues, la posibilidad positiva de la emancipación alemana? Respuesta: en la formación de una clase atada por cadenas radicales, de una clase de la sociedad civil que no es ya una clase de ella; de una clase que es ya la disolución de todas las clases; de una esfera de la sociedad a la que sus sufrimientos universales imprimen carácter universal y que no reclama para sí ningún derecho (Rechtespecial, porque no es víctima de ningún desafuero (Unrechtespecial, sino del desafuero puro y simple; que ya no puede apelar a un título histórico, sino simplemente al título humano.

(Marx: 1982, 500-501; traducción ligeramente modificada)

Étienne Balibar hace pivotar sobre este pasaje un estimulante estudio sobre “El momento mesiánico de Marx” (reverso inseparable, como nota agudamente, de su “momento maquiaveliano”), sin ubicar, como sería previsible, la faktische Auflösung der bisherigen Weltordnung que unas líneas más adelante invoca Marx en la tradición escatológica descrita entre otros por Karl Löwith y Eric Voegelin. Se alinea con lecturas más proclives a la complejidad como, sobre todo, la de Jacques Derrida y sus Espectros de Marx, apostando también por una “mesianicidad” estructural sin mesianismo que la cercene con su cierre ideológico. Ello se debe a que está en condiciones de captar que ya el proletariado, cosa que el posmarxismo oblitera con cierta ligereza, no es un “sujeto pleno”, sino “vacío”.[8] O mejor, como el propio Balibar corrige, el sujeto como vacío: alterando significativamente la frase schmittiana, “una nada política […] que no está de ningún modo privad[a] de determinaciones prácticas. Quizás al contrario est[a] forma la condición para que ciertas dimensiones de la práctica, como transformación revolucionaria de las condiciones existentes, sean pensadas como tales […]. Y lo que Marx intenta pensar, […], no es tanto la constitución de una individualidad (o una subjetividad colectiva […]) como el hecho de una intervención histórica, resultante de la conjunción en la escala del mundo de la “consciencia” y del “sufrimiento”, […]. El acontecimiento […] no es del orden de la representación, constituiría más bien el límite de esta, el punto de realidad que disuelve las formas de la representación en el sentido político como en el sentido metafísico” (Balibar: 2014, 66-69).

La irrepresentabilidad del sufrimiento, originada en su carácter universal (no hay “título histórico” al que apelar; no hay, como para lo sublime kantiano, categorías del entendimiento que puedan englobarlo) no impide que se pueda tomar conciencia de él; o, mejor dicho, que él invada (pues desborda el marco categorial de la representación en que ella preserva su autonomía) la conciencia que se obstinaba en la perpetuación ciega de su apercepción trascendental, para la cual el yo tiene que poder acompañar, empujado por su conatus essendi, todas mis representaciones. El acontecimiento nombra en Marx una tal invasión o inversión del orden de la conciencia, el cual no es otro, como bien vio Levinas, que el orden del interés, de la abolición de todo désintér-esse-ment. Lo que haya en él de mesiánico-escatológico tiene que ver únicamente con esta dimensión “acontecimental” del sufrimiento, y no con plan, ideal o utopía algunos cuya realización prediseñada hará advenir (pero, recuperando la perentoria admonición de Hillel, podríamos protestar: si no ahora, ¿cuándo?) la reconciliación final de la humanidad, encubriendo la constitutiva e insuturable división de lo humano consigo mismo.

No se trata, pues, de una huida de la historia, sino de todo lo contrario: de suscitar en su interior el despertar utópico que la reescriba, que socave los fundamentos de una sociedad que (como la ontología, como el paranoico) cree poder subsumir e integrar en sí misma su propia totalidad, aniquilando todo resto que no encaje en ella (que necesariamente no habrá de encajar, pues toda identidad totalizante, para sostenerse en su pretensión, genera un afuera, un “enemigo” que, como en el verso däubleriano que tanto gustaba de citar Carl Schmitt, no es sino meine eigene Frage in Gestalt). ¿Escatología de la paz mesiánica contra ontología de la guerra? Tal vez, pero siempre bajo la condición de no rebajar la primera a una suerte de narcótico, aunque tienda a serlo en ciertas manifestaciones de eso que Levinas llama con deliberada aviesidad “las religiones y las teologías” (mutatis mutandis: la ideología, cuya misma esencia era para Marx según Derrida la religión); lejos de anestesiarnos con las representaciones de no se sabe qué trasmundos, nos compromete e implica de manera radical en la propia historia; es más, posibilita, al conceder la palabra, que esta sea juzgada:

Este “más allá” de la totalidad y la experiencia objetiva no se describe, sin embargo, de modo puramente negativo. Se refleja en en el interior de la totalidad y de la historia, en el interior de la experiencia. Lo escatológico, en tanto que lo “más allá de la historia”, arranca a los seres de la jurisdicción de la historia y del porvenir; los suscita en su plena responsabilidad y los llama a ella. […] La idea escatológica del juicio […] implica […] que los seres existen, desde luego, en relación, pero a partir de sí y no a partir de la totalidad […], que pueden hablar, en vez de prestar sus labios a cierta palabra anónima de la historia. La paz se produce como esta aptitud para la palabra.

(Levinas: 2012, 15-16)

Tal es el sentido también de la vis utopica en Marx como más allá de la historia en la historia (o, expressis verbis, tránsito de la prehistoria a la historia): no realización de un ideal (la “mala” utopía o la utopía “fácil”), sino destrucción de toda linealidad y coherencia históricas que neutralicen, integrándolo (esto es, arrebatándole la palabra, ya que esta ha de ser proferida siempre en primera persona, ha de ser apología, como quería Levinas), el sufrimiento universal. Marx es, pues, también un pensador del écart absolu fourieriano que Abensour traduce como le “tout autre” social, enemigo de las componendas con un orden sistémico configurado para succionar la vida de quienes (de los cualquiera, pues, como se dice en el Manifiesto, la obsolescencia de las habilidades profesionales diferenciadas implica que el proletariado se reclute de entre todas las capas de la población) a la vez secreta fuera de sí como una excrecencia espectral pertenecen y no pertenecen a la sociedad civil. Pero también antiutopista, antiutopista a fuer de utópico, según la certera paradoja de Adorno, capaz de detectar la imposibilidad de efectuar un tránsito programado teleológicamente a la implantación de un orden social plenamente racional y de advertir, eo ipso, que toda fantasía utópica contribuye subrepticiamente a fortalecer el status quo, pues, en el fondo, no es sino un modo imaginario-fantasmático de combatir la lucha de clases (la dominación de… sobre…), de “mitigarla” y de “mediar entre los antagonismos” adhiriéndose a una “fe supersticiosa en los efectos milagrosos de su ciencia social” (Marx y Engels: 2012, 617).

Hemos visto ya que uno de los principales aportes marxianos es sin duda la liquidación definitiva de lo que podemos denominar el paradigma platónico-aristotélico de la reunificación árquica prós hén/aph’henós de la dispersión que la praxis genera, y con él está íntimamente emparentado su dimensión utópica/anti-utópica.[9] La utopía no es un “nuevo” dicho social: una ciencia perfectamente enunciable y acabada, con la prodigiosa virtud de una aplicabilidad efectiva que ponga término definitivo a la dominación. Lo que Marx le reprocha al socialismo utópico es paradójicamente un cierto cientificismo o, al menos, una incorrecta comprensión de la ciencia[10]: la ciencia no puede brindar, insistimos, “recetas” para la acción; la ciencia tiene que devenir praxis, y ello a resultas de poner en juego una noción de sujeto que no permanece intacto e incontaminado (sujet-supposé-savoir), sino que cede al riesgo de involucrarse en una experiencia que movilice la rigidez en que tiende a enquistarse toda dominación. Como es sabido, fue la Comuna de París el caso paradigmático para Marx de puro dinamismo y flexibilidad institucionales, condición sine qua non para la constitución de una república verdaderamente social que haya depuesto la dominación estructural. Pues bien, Marx la califica de “creación histórica completamente nueva” (Marx: 2010, 38), cuya especificidad no se deja captar en términos de reedición de rupturas precedentes (como solieron hacer las revoluciones burguesas, “como farsa”), pues retrotraducirla a ellas significa ya limarle sus aristas, asimilarla como tal al romo orden vigente. No disponemos de un lenguaje ya hecho que pueda dar cuenta de ella. Ella constituye, bien al contrario, la irrupción de algo que el lenguaje (la historia) no puede contener en sí mismo y que, paradójicamente, es lo que le insufla vida. Las utopías al uso, formaciones fantasmáticas recompuestas arbitrariamente a partir del lenguaje dicho de la historia, no portan consigo un decir nuevo que no precisa de esquemas preconcebidos que lo orienten y que va directo al meollo de la vida social: el decir de una ruptura instauradora, sólo proferible por la (no-)clase que no tiene ningún interés de clase, “que no tiene que realizar ningunos ideales, sino simplemente dar rienda suelta a los elementos de la nueva sociedad que la vieja sociedad burguesa agonizante lleva en su seno” (Marx: 2010, 42). Si no nos situamos en el ángulo de la vía oblicua que proponíamos antes, naturalmente pasajes como este pueden dar pie a fantasear sobre no se sabe qué designios teleológicos del proletariado, pero, desde ella, apuntan más bien hacia una legibilidad otra de lo social: no una sociedad reconciliada consigo misma por el advenimiento de un sujeto autotransparente que está en condiciones de poner fin a la irracionalidad del orden social, sino un liberar, un exasperar los antagonismos (los cuales, en condiciones de dominación, más bien bloquean que vivifican el permanente desorden congénito del vínculo social) hasta tal punto que la sociedad que cree poder contenerlos mediante la verticalización del poder se vea atravesada hasta la médula por ellos, transformándose de un golpe en el “lugar vacío de lo social” (Lefort), en la esencial movilidad y tensión del vivere civile que intentaremos condensar en la última parte de la exposición. Claude Lefort (desde luego no pensando en Marx, a quien hace engrosar las listas de los pensadores de la “buena sociedad”) ha expresado con el rigor filosófico y la elegancia de estilo que le caracterizan cómo el “trabajo de la obra” (la escritura e interpretación del conflicto interno, de la división del deseo que desgarra la sociedad, ni “teoría” ni “praxis” propiamente dichas) nos arrastra al acontecimiento de la “diferencia temporal”:

Mientras que el principio de no contradicción es erigido en ley del pensamiento para prohibir el encabalgamiento de lo posible y de lo imposible, el porvenir se encuentra reconducido a la figura de un pasado que aún no sería pasado, lo no sabido rebajado a los límites de un desconocido del que lo conocido proporcionaría la medida. En cambio, lo que ocupa el discurso de la obra es la diferencia temporal y la diferencia, interna al saber, entre el saber y el no saber. Con él, lo posible histórico no se define ahí donde el ejercicio del saber domina su propio límite y reserva el campo de sus actividades futuras, se desvela alojado en el vacío de la historia, en el vacío de eso mismo que lo recupera y conlleva su denegación aquí y ahora -inaprehensible para quien lo considera para hacer de él en el pasado un doble de lo real o para darle rostro en el porvenir, pero casi sensible en la interrogación, en tanto que ésta no es falta de conocimiento, no se erige en la frontera de lo ya conocido, sino que se somete a la prueba del Ser en su relación con lo que aún no es.

(Lefort: 2010, 503)

Que haya un “posible histórico” más allá del saber sólo puede atestiguarlo el trabajo de la obra; la inteligencia de lo político sólo es posible como escritura de lo político, como su desnaturalización, pues escritura y lectura, ¿qué son sino realidades no dadas ni dables en el orden de la representación, siendo en ellas la acción su propio sentido, adviniéndole de no se sabe dónde, del “vacío de la historia”, como inspirado, creatio ex nihilo? La relación lingüística (y la política) al margen de esta “inspiración” se agotaría en la unilateralidad de la referencia del significante al significado (visée escribe siempre Levinas, poniendo de manifiesto los límites de la conciencia puramente intencional para acceder al visage), clausurando la posibilidad de la emergencia de un no-dicho que la lectura infinita abre. Tal vez sea, como enseñó Lacan, el cara a cara de un significante para con otro significante la manera menos defectuosa de nombrar el advenimiento del sujeto horadado por el vacío incolmable del deseo: el sujeto hablante, sexuado y mortal. Tal vez sea la experiencia analítica la que mejor ha revelado que la enunciación no es verdadera por ofrecerse a la comparación, en la especularidad identificante del semblant, con un supuesto “referente” externo que la estabilice al reconocer su propio orden en él, sino sólo por los efectos que produce: la verdad no se aprehende, se “desencadena”; y tal desencadenamiento de la verdad, como tal no “verificable” es la interpretación (Lacan: 2007, 13).

Ahora bien, ¿cuál es el objeto por excelencia de la interpretación sino el libro (o, con Mallarmé, el Libro), campo en el que todos los significantes son “flotantes”, en el que campan liberados de toda inscripción semántica preasignada?, ¿qué solicita con mayor urgencia que el libro una lectura que lo vivifique extrayendo su savia de sí mismo, sin recurrir a instancias ajenas a la propia textualidad que lo hagan degenerar en “documento”, y al lenguaje en mera “transmisión de información”?, ¿qué dimensión antropológica omite el zõon lógon échon aristotélico, sino esta del “animal profético” (Levinas: 1982, 136), libresco (“literario”, prefiere Abensour) en el mejor sentido de la palabra? Ambigüedad profunda del libro, en su textura material e inerte (de nuevo, lo dicho de la historia[11]) se alberga ya el Infinito utópico de las lecturas, singularizadas para cada uno de los que emprenden la lectura; Infinito no dominable íntegramente por ninguna de ellas (como sí daría a entender la posesividad del échon aristotélico), pues la lectura, en virtud de la esencia profética del lenguaje, es pura dispersión y transversalidad semánticas, no se detiene en la mera referencialidad unívoca e intencional, “no pone de relieve únicamente la participación de los seres que hablan en el tejido del mundo y de la Historia, en donde se preocupan de sí mismos, es decir, de su perseverancia en el ser. En el lenguaje, no significa solamente un significado a partir de palabras que, conjunciones de signos, se dirigen a este significado. Más allá de lo que me quiere hacer saber, me coordina con el otro con quien hablo; significa a partir del rostro del otro, ofuscado, mas inolvidable, en todo discurso” (Levinas: 1982, 9).

El libro sería el testimonio fehaciente de que la palabra, como la responsabilidad, no comienza conmigo; de que la recibo de un pasado inmemorial, an-árquico, que nunca fue presente; de que la diacronía irrecuperable de la trascendencia ética desfonda al sujeto y le hace perder su concentricidad autárquica. La significación del Decir es, por tanto, inasequible a la tematización, se sustrae al orden del ser en que el logos (lo dicho) impone su sentido; es el no-origen pre-originario que brota (como mandato) de mi coordinación con el otro en el lenguaje, cuyo alcance último es que mi responsabilidad llega siempre ya después, responde a y de la libertad de otro, previa constitutivamente a la mía. Esta es la verdadera excepción al régimen del presente, de lo contemporaneizable. Una obligación que me antecede y que se traduce en la elección intransferible (en acusativo: heme aquí) que me sobreviene para la substitución del otro, para tornarme su rehén.[12] Esta asignación que, más originaria que todo compromiso, no se puede declinar, que nadie puede cumplir por mí (“si no me hago cargo de lo que me corresponde, ¿quién lo hará por mí?”), la vivencio como obsesión por el otro (“si sólo cuento conmigo, ¿quién soy yo?”), quien me incumbe más, infinitamente más que yo mismo (de ahí el énfasis kenótico del dicho de Hillel: al vaciarme por el otro, no ya la subordinación explícita precapitalista, sino incluso la igualdad formal del derecho burgués salta por los aires; la alteridad del otro como que se magnifica, ya no es que se duplique, sino que se infinitiza: tuyo, tuyo, tuyo, tuyo,…). Pasividad más pasiva que toda pasividad[13], aquende la distinción actividad-pasividad, mi acercamiento al rostro del prójimo no se efectúa en términos de aprehensión, dada su indescriptibilidad fenomenológica, sino de sustitución (“lugar o no lugar, lugar y no lugar, utopía de lo humano”): más allá de lo ontológicamente delimitable o constatable, la significación ética (pleonasmo para Levinas), desencadenando el uno-para-el-otro de la responsabilidad, inaugura una verdad más allá de lo verdadero y lo falso en sentido apofántico y hace “posible demostrar que no hay cuestión de lo Dicho y del ser más que porque el Decir o la responsabilidad reclaman justicia. […] Solamente así se devolverá a la verdad el terreno del desinterés, que permite separar la verdad y la ideología” (Levinas: 2003, 96-97).

Separación que, recordemos, siguiendo a Marx no se realiza con el criterio del saber, de la circunscripción epistemológica: es una verdad que no se sabe la que nos sobrepone a la cerrazón ideológica para con el sufrimiento del otro. Y no se sabe porque allí (“lugar y no lugar”, “clase y no clase”; violación del principio de tercio excluso cuya jurisdicción obstruye, según nos muestra Lefort, la emergencia de lo posible histórico) ya no hay sujeto que hubiera de “saber”. La potencialidad de la intriga que aquí estamos perfilando (un pensar otro que el saber: un más allá del sujeto en el sujeto) y para nombrar la cual, como cada vez tendemos a reconocer con mayor clarividencia, la experiencia histórica del marrano nos da un índice precioso, supone “una perturbación sin precedente de la subjetividad del sujeto […] para sí y cabe sí […] según las modalidades de una conciencia soberana y en pleno dominio de sí” (Abensour: 2013, 74-75). Diseccionado paratácticamente contra toda hipotaxis jerárquicamente identificante (“judío” y “cristiano”: por ende, ninguna de las dos cosas[14]), “síntesis sin concepto” (Adorno), el marrano es un sujeto que no es ya el de la coincidencia sustancial consigo mismo, pero que no por ello deja de ser sujeto, sino que, muy al contrario, supone su radicalización práctica, su no-generalizabilidad: sólo la intriga (el secreto, el trauma) de la responsabilidad que yo no he elegido (ella, más bien, me elige) me autoriza a hablar en primera persona; sólo la sustitución de mí por el otro (el otro en mí: una fisión del sujeto como la descubierta por ese otro gran “marrano de la razón” que fue Sigmund Freud) me singulariza encomendándome una tarea infinita e irreemplazable. En uno de sus raros pero siempre afinados coqueteos con la jerga marxista, Levinas asocia esa “elección sin identificación, elección que empobrece y desnuda”, mediante la que me hago un moi (que no un je: habría que reescribir, por tanto, el título de Rimbaud con un Moi est un autre) con la difícil noción de una desalienación por alienación, en virtud de la alteridad del otro en mí “respecto a la cual en una responsabilidad irrecusable me coloco desposeído de mi soberanía. Paradójicamente es en tanto que alienus -extranjero y otro- como el hombre no está alienado” (Levinas: 2003, 114-115).

A modo de conclusión inconclusa: el capital y las vicisitudes de la soberanía

La relación social de los individuos entre sí como poder sobre los individuos, que se ha vuelto independiente […], es un resultado necesario del hecho de que el punto de partida no es el individuo social libre.

Karl Marx, Escritos de juventud (cursiva nuestra)

Todo lo anterior no pasaría de huera doxografía si no contribuye a esclarecer en la medida de lo posible su concreción práctica, su potencia de intervención. Valgan para ello estas breves y atropelladas consideraciones finales sobre el republicanismo democrático radical de Marx, sintagma con el que tal vez podamos apresar algo de las difusas propuestas positivas diseminadas a lo largo de su obra.

Debemos sin duda a Miguel Abensour el haber realzado las resonancias maquiavelianas (incluso aristotélicas) del joven Marx, el de la Crítica del Derecho Político Hegeliano (1843), cuya crítica de la soberanía estatal (y, más específicamente, de la monarquía constitucional que racionaliza Hegel) en aras de la “verdadera democracia” no se comprende plenamente a menos que se repare en la centralidad del “dêmos total” como nervio de lo político, como su “vida, plural, masiva, polimorfa” (Abensour: 1998, 65), hipostasiada místicamente en el Estado(/)Soberano. Ello no equivale a decir que el dêmos abarque exclusivamente el conjunto de relaciones que se dan en la familia y la sociedad civil: el dêmos es el lugar (o no-lugar) de lo político precisamente porque no es, como el Estado, una simple emanación abstracta de la sociedad, ella también abstracta. El dêmos es el nombre imposible para una “sociedad política real” (Marx: 1982, 430) en la que la oposición entre intereses generales y particulares pierde su sentido, ya no, como en el Estado, por su reconciliación en una instancia superior (ya sea por delegación pactada o por decisión dictatorial) que medie entre estos últimos imprimiéndoles el sello de la universalizabilidad[15], sino porque el dêmos practica una hendidura, una especie de “distancia intersticial dentro del Estado[…], que permite la emergencia de nuevas subjetividades políticas” (Critchley: 2010, 156; cursiva nuestra). Si lo político es acoplamiento, coincidencia sustancial del Estado consigo mismo (“lo total” hegeliano-schmittiano), entonces toda praxis, toda intrusión de lo nuevo en el horizonte de lo sabido, queda relegada a la fantasmagórica condición de ens rationis. El elogio marxiano del sufragio universal no puede insertarse, por contra, dentro de la tradición árquica de tratados De optima politia (en la cual, por cierto, habría que incluir también el anarquismo): Marx no ve en la democracia el régimen “ideal”, sino la verdad de todo régimen que lo fisura y lo trabaja desde dentro, dado que mina y revienta el sostén de todo régimen de dominación y de toda soberanía: la representación. El sufragio universal, puro imprevisto social, la masa informe que tanto inquietaba a Hegel y cuya estructura es irracionalizable a priori, es potencialmente “autodeterminación popular” porque “no sólo representa sino que es […] (la relación) entre la sociedad civil y el Estado político“, porque le revela a la sociedad civil su existencia burguesa como su “no-esencia”, exigiendo tanto la disolución del Estado político externo a ella como de ella misma en tanto que impolítica (Marx: 1982, 432) para acceder a la dimensión de la vita activa y de la participación irreductiblemente singular y consciente (de lo contrario, puntualiza un aristotélico Marx, estaríamos hablando de “bestias”) en los asuntos públicos que ninguna encarnación soberana y unitaria puede alcanzar. Es denominador común de estas entusiastas lecturas del manuscrito del 43 (Abensour, Critchley) que estamos glosando el hecho de que, acto seguido, coincidan siempre en denunciar una supuesta regresión “totalitaria” del Marx posterior, vinculada a una supuesta voluntad de unidad que la idea de comunismo y de proletariado implicarían. En las escasas líneas que nos restan, queremos concluir con un cuestionamiento de esta maniqueización de la obra marxiana, aduciendo que todo El capital puede entenderse como un magno proyecto de crítica de toda soberanía independizada de aquellos sobre quienes se ejerce; esto es, como crítica de toda dominación de…sobre…; esto es, como una reivindicación de la horizontalidad (siempre conflictiva, no lo olvidemos) de lo político; esto es, en definitiva, como un proyecto republicano.[16]

Afortunadamente, tras décadas de obtusa ortodoxia, estamos comenzando a reparar con acierto en cuán política era para Marx la economía política, de manera que ni aun en su aspecto analítico-descriptivo pierde la crítica de la economía política su relación con el problema de la soberanía y de la dominación. Es, muy al contrario, la única perspectiva capaz de hacerse cargo de las mutaciones profundas que experimenta el paradigma teológico-político en el umbral de la sociedad capitalista. Si la excepcionalidad soberana consistía en encauzar el exceso, el surplus traumático que toda vida humana entraña (el tiempo, en definitiva), hacia un punto trascendente en el que converja y desde el que se pueda investir simbólicamente el desajuste del ser-en-común, la trascendencia que todo sujeto es para sí mismo, reduciéndolo a la identidad de un todo inteligible por la autoridad personal-carismática que lo refrenda; si tal es el mecanismo psíquico de la soberanía clásica, decimos, la dominación abstracta del capital, por su parte, no hace sino afianzar y optimizar la neutralización de la trascendencia humana con vistas a su subyugación perfecta. La dominación como dependencia simbólico-personal, necesariamente desvanecida tras la difuminación de los límites comunitario-territoriales propios del Estado-nación, deja paso a un sistema universal de relaciones (no menos simbólico, como de desprende de los trabajos de Jean-Joseph Goux; ahí está la clave de su eventual destrucción) en el que la dependencia se implementa impersonal y estructuralmente, fuera del bando soberano y doxológico del reconocimiento y la aclamación, de un modo externo a los individuos en ella implicados, pero no por ello menos eficaz, sino más, infinitamente más: “Hasta tal punto estas relaciones externas no son una remoción de las «relaciones de dependencia», que más bien constituyen únicamente la reducción de éstas a una forma general; son ante todo la elaboración del principio general de las relaciones de dependencia personales” (Marx: 2007, 92). Principio general que no sería otro que el de la expropiación del tiempo. No siendo niguna economía sino economía del tiempo, la capitalista lo es a la enésima potencia al operar en ella el tiempo abstracto de trabajo como criterio y medida del equivalente general, pues no otra cosa significa la génesis de esa mercancía tan sui generis que es la fuerza de trabajo y cuyo valor de uso transustancia el valor en plusvalor. El fin de la producción capitalista, la autovalorización ad infinitum del valor, tiene que poner a su servicio cada vez más tiempo de trabajo, no sólo en términos absolutos (prolongación de la jornada laboral), sino, lo que es más decisivo, también relativos. Ello supone simultáneamente el vaciamiento cualitativo de todo tiempo que no sea tiempo de trabajo y el encubrimiento del carácter social del trabajo que paradójicamente la tendencia dinámica del capital (en consonancia con la sustancia misma de la que extrae su vida: el tiempo) incrementa de forma sistemática. Así pues, los trabajadores, cierto es, individuos jurídicamente libres, no entran en relación entre sí más que bajo la férula del capital:

La conexión entre sus funciones, su unidad como cuerpo productivo global, radican fuera de ellos, en el capital, que los reúne y mantiene cohesionados. La conexión entre sus trabajos se les enfrenta idealmente como plan, prácticamente como autoridad del capitalista, como poder de una voluntad ajena que somete a su objetivo la actividad de ellos. Por consiguiente, si conforme a su contenido la dirección capitalista es dual porque lo es el proceso de producción mismo al que debe dirigir -de una parte proceso social de trabajo para la elaboración de un producto, de otra, proceso de valorización del capital-, con arreglo a su forma esa dirección es despótica.

(Marx: 2010, 403)

Dominio arbitrario de una voluntad sobre otra en virtud de una preeminencia prefijada al margen de y con anterioridad al enfrentamiento de las mismas: he ahí tal vez la más meridiana definición imaginable de despotismo. Y la economía liberal, con su aparato jurídico-político concomitante, es una formación despótica en grado sumo porque lo es perversamente: sin apelar a privilegios naturales, distinción de condición, ni teodicea ideológica de ningún tipo concreto, es, como aseveró el olvidado jurista soviético Evgeni Pašukanis en una suerte de reescritura de La carta robada de Poe, pura “ideología formal”, vaciada de contenido, que logra que las relaciones de dominación pasen desapercibidas precisamente porque no aparecen bajo una forma enmascarada (Pašukanis: 1976, 118-119). La experiencia de un poder que, en su cínica obscenidad, puede ejercerse a placer sin excusas ni justificaciones (porque no lo ejerce “nadie”, porque se muestra “idealmente como plan“, como organización racional de la satisfacción de necesidades) roza hoy lo cotidiano y Marx vio ya en su día con claridad que así es cómo el capital subsume la vida, la fuerza de trabajo. Cuando nos habló de una posible formación social en la que pudiese emerger lo que él llamó el “individuo social libre”, lo que justo tenía en mente es un poder efectivamente no ejercido por nadie, sino dividido en su núcleo más íntimo. No un mundo social armónicamente reconciliado consigo mismo, sino uno en el que cualquiera pueda hacerse valer ante cualquiera en cualquier situación (conflictiva o no) en completo pie de igualdad, en isonomía, porque nadie haya petrificado la esencial movilidad del lugar vacío del poder. En ello Marx desde luego no estaba lejos de Maquiavelo. El deseo más propio del pueblo, el deseo de no ser oprimido, es, en su pura negatividad y en su división del cuerpo social, el germen de toda libertad.

Notas

01. La cuestión del “corte epistemológico” y del “descubrimiento del continente Historia” a partir de 1845 no deja de tener un cierto aire de disquisición erudita, pues lo relevante en ella no debería ser la “marxología”, sino “el signo que ella significa, a saber, la imposibilidad absoluta de mantenerse todavía en la filosofía interpretada como interpretación del mundo” (Bensussan: 2007, 137). Sin embargo, es innegable que quien mejor discriminó entre el “anti-humanismo” teórico de Marx y sus perversiones ideológico-cientificistas fue Althusser en su conocido artículo “Marxismo y humanismo”, recogido en Pour Marx: si bien la ideología puede ser objeto de un análisis científico, no puede ser desalojada por este, siendo como es la estructura imaginaria que necesariamente atraviesa, en que necesariamente habita toda sociedad. De ahí el aparente oxímoron de que “[s]ólo una concepción ideológica del mundo pudo imaginar sociedades sin ideologías, y admitir la idea utópica de un mundo en el que la ideología (y no una de sus formas históricas) desaparecerá sin dejar huellas, para ser remplazada por la ciencia” (Althusser: 1967, 192).

02. No ha de confundirse esto con la alternativas demasiado obvias de un Georges Bataille o, más recientemente, del Agamben que concluye su magna obra Homo sacer con un volumen sobre El uso de los cuerpos: el énfasis tanto en el gasto inútil como en la inoperosidad siguen presos, por mucho que la radicalicen (o, más bien, justamente por ello), en las redes de la lógica del valor como reverso gratuito del valor de uso. Se trata, por el contrario, y esto ha de retenerse en todo lo que sigue, de lo que llamaremos una estrategia marrana del “más allá-en”. Sin dejar de tener resabios hegelianos, porque no hay negación abstracta de lo que se pretende dejar atrás, sino que se conserva en su ulterior despliegue, no obstante, preferimos el epíteto de “marrana”, porque las marcas y las huellas de los momentos superados (que no son tales) no se dejan unificar por ninguna identidad que las integre, por muy dialécticamente que sea. Habrá una dialéctica, sí, pero de la indecidibilidad.

03. Nótese que el adjetivo jüdisch no aparece con este sentido en los pasajes de La esencia del cristianismo que ahí parafrasea Marx, sino que es interpolación suya. No es este el lugar para entrar en ello, pero el tan controvertido antisemitismo de Marx no es sino fruto de una cortedad de miras en la lectura, incapaz de dar cuenta de la ambivalencia profunda de la obra, de su asimulación. En este caso se superponen dos estratos de interpretación. Por una parte, el obvio: judaísmo es sinónimo de egoísmo; pero, por otra, lo judío se asocia íntimamente a lo práctico, aun a través de la sutil ironía con que Marx explícitamente lo rechaza, con lo cual en realidad como que se alude, negándolo, a aquello que no se puede nombrar, a una subjetividad incategorizable que sería la llamada a acceder a una dimensión universal de la praxis. Tal innominabilidad provoca paradójicamente que el judío deje de serlo justo en la medida en que lo es, del mismo modo que el proletariado será la clase universal justo porque no es ninguna. De ahí que, en la respuesta a Bruno Bauer, el verdadero judío sea aquel que se haya emancipado de su propio judaísmo. Por lo demás, las discrepancias con Moses Hess, cuyos puntos de partida para la crítica de la sociedad burguesa compartió casi por entero, precisamente se deberán a que la apuesta sionista supone una suerte de regresión identitaria.

04. Un discípulo tan relevante de Levinas como David Banon, cuyo trabajo se centra fundamentalmente en la problemática judía de la (inter)textualidad, lo ha expresado de modo pregnante: “El sentido no se oculta «detrás» de la letra, circula y se desplaza «entre» las letras, las palabras, los versículos, los capítulos” (Banon: 2013, 114). Obviamente, esto está dicho en una vena polémica contra un supuesto “espiritualismo” paulino que habría obturado en la tradición cristiana la renovación infinita del sentido mediante la fijación de un corpus dogmático. Se olvida así que Pablo aprendió bien todos los entresijos de la intersignificancia rabínica “a los pies de Gamaliel” y que todo lo dicho en sus epístolas está dotado, como los versículos de la Torah, de infinitas lecturas.

05. Insignificancia, hay que puntualizarlo, sólo para el lógos centrado exclusivamente en la apóphansis, que es naturalmente el propio del saber. En el Perì hermeneías (IV, 17a) Aristóteles deja caer como en passant (lo cual no deja de ser sintomático), para ipso facto relegarla a los imprecisos campos de la poética y la retórica, la posibilidad de otro orden discursivo no dirigido a la verificación del enunciado, sino a su realización: la eúche, la “plegaria”, la palabra del deseo que remite en su performatividad (y no por el éxtasis contemplativo de la idéa tou agathou en que concluye la dialéctica platónica) “más allá de la esencia”, esto es, más allá de la ontología y, por ende, más allá del saber. Tal sería la discursividad utópica, tan ajena a la racionalidad filosófica, a la que Marx pertenecería, y cuyo alumbramiento, si secundamos las genealogías de Rosenzweig y Levinas (y, antes, del Kuzari de Yehudah Haleví), habría que retrotraer a la Biblia hebrea. Derrida abre al respecto un interrogante, como todos los suyos, ineludible: ¿puede esa “espera sin espera” que se sostiene en el tenue hilo que une la fe, el crédito o la confianza, a la promesa (podría traducirse en buen castellano: la esperanza sin expectativa), ese “mesiánico sin mesianismo”, que es para Derrida, recordemos, la estructura universal de la relación al acontecimiento (esto es, de la experiencia como tal en tanto que advenimiento de lo no-presente) autonomizarse de las formas históricas (“abrahámicas”, eminentemente) de las que toma su nombre? O, más radicalmente aún: ¿pueden estas tan siquiera concebirse sino como recortándose del (o traicionando el) horizonte “cuasi-trascendental” de lo mesiánico? Por el contrario, cabe inquirir también “si la posibilidad de pensar esta independencia ha surgido o se ha revelado como tal a través de los acontecimientos «bíblicos» que nombra el Mesías y que hacen de él una figura determinada” (Derrida: 1999, 255), si “es sólo a través el acontecimiento (histórico) de la revelación que la revelación de la revelabilidad, como tal, se manifiesta” (Derrida: 1999, 268). Como toda genuina cuestión, indecidible.

06. En una emisión radiofónica del año 1931, difundida con el título “Hegel und Marx”. Sobre la ambivalencia de la lectura schmittiana de Marx, preñada a partes iguales de admiración (Marx como pensador antiliberal del conflicto contra la neutralidad burguesa y, por tanto, de la soberanía en un sentido fuerte; inferencia que intentaremos desmentir sin abandonar la mayor al explorar el republicanismo de Marx) y de desdén (Marx infectado del nihilismo congénito a toda escatología inmanente, que degenera indefectiblemente en el cuius regio, eius oeconomia soviético), ha llamado la atención con solvencia Jorge E. Dotti, quien sintetiza así la sinuosa posición de Schmitt sobre Marx: “Claramente, la politicidad de la propuesta de Marx está fundada exclusivamente en la elaboración filosófica de un conflicto [la lucha de clases] caracterizado por una intensidad que no puede ser mantenida dentro de sus límites originales; lo cual equivale a decir, contrario sensu, que la visión de Marx ha extendido el conflicto existencial más allá de su naturaleza original, como único contrapeso a su economicismo” (Dotti: 1999-2000, 1480).

07. Quizá tanto como el psicoanálisis ha abierto esta vía la fenomenología husserliana, por mucho que se le haya achacado un cierto solipsisimo metódico. No sólo en la quinta Meditación Cartesiana, sino en la ingente cantidad de legajos póstumos sobre la intersubjetividad, Husserl descubre la estructura excéntrica del sujeto en la apercepción de mi propio Körper como Leib. Una suerte de Verdoppelung del yo, representación contradictoria pero que posibilita algo así como una “interfacticidad trascendental” (Marc Richir), que hace que “yo, antes de toda experiencia real de otro sujeto, pueda obtener una representación posible de otro” (Husserl: 1973, 265).

08. No sólo Laclau, por tanto, sino perspectivas tan dispares como las de la Escuela de Frankfurt o André Groz, y, en general, todos los “adioses a la clase obrera” que arguyen que la integración sistémica del proletariado (la siniestra “subsunción real”que entrevió Marx en el inédito capítulo 6º del libro I de El capital sobre los “Resultados del proceso inmediato de producción”) en el horizonte tardo-capitalista implica la desaparición de esta como agente histórico, ignoran que nunca fue tal, que el proletariado fue desde su misma génesis “significante vacío”. En ese sentido, todo lo que Marx haya podido afirmar al respecto no ha perdido un ápice de su vigencia. En cualquier caso, parece más perspicaz y fructífero el diagnóstico de Jean Claude Milner: la tecnificación total y la terciarización masiva sugieren no tanto el “aburguesamiento” del proletariado cuanto más bien el surgimiento de eso que él llama la “burguesía asalariada”, verdadera clave para comprender el éthos de nuestro tiempo.

09. Aunque lo de “aristotélico” con cierta salvedades, pues la phrónesis y la índole de boúleseis y prohaíreseis que de ella se siguen son más un saber encarar la contingencia de la acción que una derivación práctica de una pauta ideal. Más que un “saber”, pues, un tipo de éthos formado por la continua e interminable adquisición de una héxis. De ello en realidad pende la veta republicana del pensamiento político de Aristóteles, de todo punto inconcebible si, como sostiene Schürmann, “los tratados aristotélicos titulados Ética, Política y Economía […] toman prestado de las disciplinas más «teóricas», Metafísica, Órganon y Física, lo esencial de sus esquemas racionales” atributivo-participativos (Schürmann: 2017, 53). 

10. No así Engels, quien tenía a las ciencias naturales por el resorte que podía poner en marcha el socialismo “científico”; Marx obviamente no renegaba (como es sabido, más bien al contrario, era declarado entusiasta) del avance de las ciencias naturales, pero desde luego no depositaba en ellas solas esperanzas revolucionarias de ningún tipo.

11. De la antropogénesis en definitiva, que no explica sino por la emergencia del lenguaje tout court, atravesado ya él de la ambigüedad que aquí apuntamos, y que Marx acierta a describir con su agudeza y arte de ingenio de la siguiente manera: “El «espíritu» nace ya tarado con la maldición de estar «preñado» de materia, que aquí se manifiesta bajo la forma de capas de aire en movimiento, de sonidos, en una palabra, bajo la forma del lenguaje. El lenguaje es tan viejo como la conciencia: el lenguaje es la conciencia práctica, la conciencia real, que existe también para los otros hombres” (Marx: 2014, 25).

12. Recuérdese cómo Derrida ensaya una por fuerza precaria nominación de lo marrano en las últimas líneas de “Esperarse (en) la llegada” (en Aporías): fidelidad a un secreto que uno no ha elegido sin identificarse con la pertenencia. Cabría hablar, pues, de un “marranismo ético” de Levinas y, mediante un silogismo algo forzado, de Marx (otro “ontologista liberado” según Derrida), conjetura improbable de la que provienen los impulsos a las conexiones que estamos intentando establecer.

13. Atributo que ostenta también el proletariado en la fragmento del que hemos partido para perseguir su imposible identidad en Marx. Poco antes del paso por nosotros citado, habla Marx de un cierto “elemento pasivo” que “toda revolución requiere” (Marx: 1982, 498).

14. Así describe su estructura ambivalente Yirmiyahu Yovel, quien ha prolongado sus estudios spinozianos en una fenomenología histórica del marrano de largo alcance que busca desplazar la genealogía hegeliano-protestante de la subjetividad moderna: “El Otro judío, que anteriormente se le había confrontado a la sociedad cristiana desde fuera, ahora se había tornado un componente interno de esa sociedad sin perder su alteridad, ni a los ojos de la sociedad huésped ni en su propia autopercepción”. De ahí que, “si eran judíos y cristianos por igual, o ninguna de las dos cosas, entonces cualquier cosa, por muy contradictoria que fuese, era posible” (Yovel: 2009, 58).

15. El “Cristo de la sociedad” (Marx: 1982, 398), deja caer Marx preludiando toda la problemática schmittiana, que es el poder ejecutivo y que toda “concepción teológica del Estado político”(430) en su existencia separada presupone. Sobre la crítica marxiana, típicamente judía, de la mediación representacional y su recepción crítica en la teología política de Schmitt ha escrito, tomando como referencia el Zur Judenfrage, un exhaustivo texto Jorge E. Dotti, intitulado significativamente Filioque y que figura como prólogo a la publicación de la Tiranía de los valores en la editorial bonaerense Hydra (2009). Por otra parte, en el texto de 1843 que comenta Abensour, Marx incide en que el monarca en tanto que subjetivación de la soberanía previamente objetivada no retiene, en tanto que persona, otro atributo que su cuerpo, que su reproducción orgánica (de ahí la hereditariedad), trocándose el poder ejecutivo como en una “prolongación mística” del alma que inhabita ese cuerpo. Esto nos remitiría a la célebre genealogía teológico-política de Los dos cuerpos del rey de Kantorowicz, en cuya complementación con la crítica marxiana de la economía política se encuentra trabajando en un prometedor proyecto Eric L. Santner (en sus dos últimas publicaciones: The Royal Remains y The Weight of All Flesh).

16. Naturalmente, referencia obligada para indagar en las raíces ilustrado-republicanas de Marx es El orden de «El capital», de Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero, quienes, haciendo pie en los eruditos trabajos históricos de Antoni Domènech (El eclipse de la fraternidad), muestran a las claras que toda la apabullante arquitectónica de El capital no tiene otro objeto que conseguir que nadie deje de ser sui juris. Nada, pues, de determinación en última instancia, tránsito necesario a una sociedad sin contradicciones, ni nada por el estilo: sólo la evidencia de que verdadero conflicto sólo puede darse entre sujetos autónomos cuyo acceso al poder esté limitado por igual, de que en condiciones de dominación estructural el lugar vacío del poder es usurpado por un poder omnímodo y concentrado que hace inviable la vida política.

Obras citadas

  • – ABENSOUR, M., (1998), La democracia contra el Estado, Buenos Aires, Colihu
  • Id., (2013), Utopiques II: L’homme est un animal utopique, Paris, Sens & Tonka.
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