De lo inaudito a lo más-que-audible: la descolonización de la escucha como tarea infrapolítica

María del Rosario Acosta López y Juan Diego Pérez Moreno
University of California, Riverside/ Riverdale Country School

Volume 17, 2025


Este artículo comenzó como una reflexión sobre la posibilidad de poner en diálogo dos proyectos en los que veníamos trabajando en colaboración, pero que pensábamos, hasta entonces, solo en paralelo: por un lado, la pregunta sobre la naturaleza de la memoria y el testimonio en contextos de “violencias traumáticas” y, por otro, la cuestión de la colonialidad del ser o, más específicamente, la distribución colonial de lo que cuenta como sery de las formas de violencia epistémica y ontológica que conlleva esta distribución. Poner estas dos preguntas en diálogo ha implicado conducir la pregunta por la escucha de formas traumáticas de violencia hacia una indagación sobre la escucha del trauma de la colonialidad. Esto, insistiendo en que la tarea de la escucha cambia y se transforma cuando lo que está en juego no son sólo los marcos de inteligibilidad requeridos para dar sentido al ‘mundo’, ni únicamente los marcos de sentido requeridos para ‘hacerlo audible’, sino también, y sobre todo, las formas de ser y las prácticas que hacen mundos, que cuestionan y obligan a subvertir estos marcos de manera radical.

Si en el contexto de nuestro trabajo con la violencia traumática la pregunta imperante había sido, hasta ahora, cómo cuestionar las formas hegemónicas de audibilidad para dar lugar a una escucha de lo inaudito del trauma,1 en el caso de una indagación por la operación de la colonialidad este ejercicio crítico se revela como insuficiente, dado que incluso la insistencia en algo así como un ámbito o régimen de “lo audible” corre el riesgo ya de reproducir las formas de violencia estética y epistémica que le son inherentes a dicha operación. El ejercicio que nos proponemos es pues, en consonancia con trabajos previos pero, sobre todo, como un trabajo de autocrítica, un esfuerzo por descolonizar la estética, esto es, por desorganizar la distribución colonial de lo sensible con el compromiso de subvertir los criterios —estéticos, epistémicos, éticos y, como veremos, ontológicos— que estructuran el sentido en un régimen hegemónico colonial.2 La tarea que nos ocupa no consiste en imaginar que podemos situarnos fuera de este régimen sensorial —si es que tal cosa es posible—, sino en comprender qué sería necesario para subvertirlo y resistirlo desde adentro.

Así, si el propósito es descolonizar la escucha, y no solo insistir en la urgencia de su reorganización o redistribución, la pregunta no puede ser solo por qué significa hacer audibles los efectos colonizadores del trauma, sino también, y sobre todo, qué modalidades de escucha se requieren para hacer audible el trauma de la colonialidad. A esto se añaden una serie de preguntas que colindan con esta tarea, añadiendo capas de dificultad a la conceptualización de la escucha en estos contextos: ¿Cómo hacer justicia a los testimonios de experiencias traumáticas en contextos coloniales? ¿Es posible interrumpir los marcos o “gramáticas” de sentido que determinan de antemano las condiciones de audibilidad en los ejercicios de construcción de memoria y de producción de historia cuando lo que está en juego es la interrupción de la repetición de la herida colonial? De ser así, ¿cómo llevar a cabo esa interrupción sin reproducir formas coloniales de violencia?

Para proponer una primera aproximación a estas preguntas, en el marco de una reflexión sobre las posibles resonancias entre una aproximación infrapolítica y un ejercicio de crítica descolonial, comenzaremos por una exposición de las preguntas que guiaron nuestro enfoque inicial: cómo hacer audible la memoria traumática por medio de gramáticas que respondan a la crisis de la experiencia y del sentido que esta representa en tanto inaudita, y cómo vincular esta problemática con una aproximación descolonial a la audibilidad y a la tarea de escuchar el trauma colonial. El mero ejercicio de poner estas dos preguntas en relación hace eco de la invitación de la infrapolítica a reclamar la cesura fundamental entre la política, entendida como la institución y la práctica hegemónica del poder, y la existencia (Moreiras 2021, 86), e insistir en los peligros que aparecen cuando asumimos un horizonte de sentido basado en la equivalencia general entre ambas en lugar de activar mecanismos críticos que develen la violencia y los efectos de esa operación. Nuestra atención a los modos en que la memoria traumática resiste e interrumpe las gramáticas hegemónicas, y a la denuncia que esta interrupción implica de las violencias que ellas perpetúan, busca, precisamente, reconocer el reclamo de instancias en las que emergen formas infrapolíticas de experiencia y de existencia que, en su base, constituyen un exceso irreducible a la “lógica totalizante de la equivalencia general” (Moreiras 2021, 87).

Posteriormente, pasaremos a ocuparnos de un caso histórico de violencia colonial y traumática: la masacre de Bahía Portete contra la comunidad indígena wayuu en Colombia en 2004. El análisis del modo en que la memoria de este evento cuestiona y desestabiliza la categoría de testigo en tanto testigo humano nos permitirá mostrar cómo el desafío por hacer audibles los sentidos del trauma colonial requiere escuchar testimonios de entidades más-que-humanas, esto es, formas de existencia y de sentido que exceden, escapan y/o resisten las gramáticas coloniales del antropocentrismo. Esta atención a los lugares y las formas de enunciación que se desmarcan de la voz y el sujeto humanos, y que así cuestionan su autoridad epistemológica y ontológica sobre la circulación del sentido y su audibilidad, nos conducirá a considerar las limitaciones de pensar una escucha radical solamente como una gramática de lo inaudito. La escucha de un testigo más-que-humano implica, en efecto, el reclamo de un testimonio y un sentido más-que-audibles que, entonces, también deben ocupar el espacio de resonancia en el que su memoria pueda empezar a escucharse justamente a partir de su desestabilización radical de, y posible inconmensurabilidad con, las gramáticas de la audibilidad misma.  

A la luz de este reclamo doble, y en el intento de atender a su interpelación, exploraremos entonces qué estaría en juego a la hora de desarrollar gramáticas radicales que permitan escuchar la memoria del trauma colonial más allá de las limitaciones de la audibilidad antropocéntrica. Como veremos, estas gramáticas radicales supondrían una apertura del sentido y los sentidos a prácticas-de-hacer-mundo divergentes que contravienen la división colonial, racista y especista entre humanos y no-humanos, es decir, entre el sujeto humano y las llamadas “especies naturales”. Proponemos que, entendidas como una estrategia subversiva e infrapolítica contra las formas de borradura propias de la violencia colonial y traumática, estas gramáticas descoloniales de escucha abren y expanden zonas de contacto que, siguiendo el trabajo de Marisol de la Cadena, aquí conceptualizamos como umbrales onto-epistémicos para la emergencia y circulación de sentidos más-que-audibles. Es justo por esa apertura y esa expansión que estas gramáticas permiten que las memorias de prácticas-de-hacer-mundo divergentes sean escuchadas, recordadas y reivindicadas en su resistencia a la violencia onto-epistémica que opera en las gramáticas y el sensorium del régimen colonial.

Gramáticas de lo inaudito, o hacia una escucha radical

Comencemos por recopilar las preguntas que nos han ocupado hasta ahora, con el fin de dar un contexto para la necesidad de ponerlas en diálogo y, a partir de ello, en cuestión. La primera pregunta se centra en el desarrollo de una perspectiva filosófica sobre la memoria en contextos de violencia traumática, con especial atención al caso del conflicto armado en Colombia, y en particular, a los miles de testimonios de supervivientes afectades por la violencia paramilitar a principios de la década del 2000, uno de los periodos más cruentos de la larga historia de violencia en el país. Nuestra reflexión se ha centrado en los desafíos epistémicos y estéticos que surgen al escuchar testimonios en estos contextos traumáticos.3 Partiendo de debates sobre violencia e injusticia epistémica, nos hemos detenido en el hecho de que los testimonios que emergen de estas experiencias a menudo no se escuchan en toda su complejidad. Esto no solo ocurre por la falta de disposición para atenderlos en “sus propios términos” —esto es, sin imponerles una traducción a gramáticas ya establecidas—, sino también debido a lo inédito de las formas de violencia que estos recogen y buscan transmitir. En ese sentido, se trata de formas de violencia traumática: formas de violencia que no solo se infringen sobre cuerpos y vidas concretas, sino que introducen daños sin precedentes y realidades que eran inimaginables hasta su emergencia. Se trata, entonces, de formas de violencia que desestructuran radicalmente el sentido de su experiencia, razón por la que su impronta deja a quienes las sobreviven sin las herramientas o gramáticas adecuadas para comprender, expresar y hacer audible su experiencia.

En consecuencia, en estos casos particulares, la escucha de testimonios exige más que el compromiso de hacer audible lo que ha sido silenciado, a menudo tanto institucional como políticamente, por los mismos actores que, de hecho, a menudo tienen el control estético sobre los medios de su representación.4 Más allá de ello, es necesario inaugurar y crear —quizás cada vez de manera única— gramáticas o marcos de sentido capaces de hacer audible, si no también inteligible, legible y políticamente reconocible, aquello que, de otro modo, corre el riesgo de no ser escuchado. Esto último no solo debido a la falta de disposición para escuchar lo inaudible, sino también debido a su carácter inaudito y al desafío radical que esto plantea para su comunicabilidad. Y aquí lo inaudito se refiere tanto a lo que no se ha hecho aún audible como aquello que nos indigna por el carácter insólito de su ocurrencia. Entre ambos sentidos hay una conexión estrecha y crítica que es el punto de partida de nuestro argumento: precisamente porque la violencia traumática inaugura formas inéditas, y así inauditas, de daño que desafían los límites de nuestra imaginación (est)ética, ni los supervivientes ni quienes les escuchan disponen aún de las gramáticas necesarias para que la experiencia de esa violencia pueda tener sentido. Y esta carencia implica que, en el intento de escuchar y configurar ese sentido con las gramáticas hegemónicas, corremos el riesgo de reduplicar el efecto violento del olvido y la inaudibilidad que el trauma mismo impone en la estructura de la experiencia de quienes lo sobreviven.

Lo que se requiere, entonces, es una forma radical de escucha que pueda abrir posibilidades de sentido allí donde estas no existen previamente, asumiendo la responsabilidad de generar una gramática para lo inaudible y lo inaudito sin que ello implique (o sea entendido, de manera equivocada como) el “hablar por otro”. Hacer audible, inteligible, comprensible e incluso creíble el testimonio de la violencia traumática no debe ser entendido, por tanto, como la tarea de “darle voz” a quien no la tiene aún sino, más bien, la de ofrecer un espacio de resonancia para los efectos inauditos de una violencia que, no por ser incomunicable, debe dejar de ser escuchada. La tarea de escuchar para hacer audible es, por lo tanto, una tarea doble, ya que hacer audible lo inaudito implica también denunciar las formas de borradura que operan en las experiencias de violencia traumática. No es suficiente con resistir los criterios que determinan qué puede —o no puede— hacerse audible. Escuchar, en estos casos, significa también señalar y cuestionar el tipo de borradura que esos criterios están (re)produciendo y las estructuras que los sostienen. De ahí que se trate, en última instancia, de una tarea simultáneamente estética, política y ética.5

Al mismo tiempo, las gramáticas de lo inaudito son también formas creativas de resistencia. Gracias a su capacidad para abrir un espacio donde pueda escucharse aquello que, de otro modo, se designaría como ilegible —y a veces incluso como increíble, como si ni siquiera fuera posible—, estas gramáticas confrontan la “abominable originalidad”6 de las formas de la violencia traumática con la fuerza creativa de una imaginación capaz de producir sus propios marcos de sentido allí donde no los hay de antemano. En última instancia, las gramáticas de lo inaudito buscan abrir un espacio para la resonancia del sentido de lo que, de otro modo, sería irreconocible; un espacio para hacer perceptible aquello que corre el riesgo de desaparecer al ser desaparecido dentro de un régimen de lo sensible que, estructuralmente, es incapaz de escuchar más allá del ensordecedor rugido de sus propias jerarquías colonizadoras.

Esto nos ha conducido a considerar una segunda pregunta. Si las gramáticas de lo inaudito proveen de una capacidad crítica para sacar a la luz, denunciar y hacer audibles los borramientos que la violencia traumática impone y refuerza tanto en el plano de la psique como en el de la historia, parece inevitable enfrentarse a la vez con la pregunta por su potencial descolonizador. Esto bajo el supuesto de que  toda tarea de descolonización debería orientarse, en primera instancia, hacia la reconfiguración radical del régimen estético que reproduce y sostiene los criterios imperantes (coloniales y colonizadores) de legibilidad. En efecto, la violencia traumática opera como violencia colonizadora en tanto que presenta los efectos de su proceder como rastros ilegibles, e incluso llega a borrar así la supresión misma de su audibilidad. La interrupción de esta operación de supresión —de esta doble capacidad de borradura que, en algunos casos, la violencia traumática también espectaculariza— debería pasar también, por lo tanto, por un ejercicio de descolonización de la escucha. Esta parecería ser una posible vía frente a un tipo de violencia epistémica, como la violencia de la colonialidad, que exige la reinvención de las condiciones mismas de posibilidad del sentido para resistir sus efectos silenciadores. Una salida posible, así, cuando la violencia no solo ha despojado estas condiciones de su capacidad operativa y las ha vuelto obsoletas, sino que también ha introducido algo radicalmente otro, algo a lo que busca negar el acceso a la comprensión mediante el control y la saturación de todos los medios (políticos, estéticos) de representación. Así pues, al descolonizar los marcos que organizan y determinan las distribuciones coloniales y colonizadoras del sentido, las gramáticas de lo inaudito, entendidas como gramáticas descoloniales, podrían contribuir a resistir y desarticular los criterios de legibilidad y audibilidad que la violencia traumática, en tanto violencia colonizadora, no solo instituye, sino que además actualiza constantemente con el fin de perpetuar su poder silenciador.

La memoria de jepirachi7

Detengámonos ahora en un caso específico de violencia traumática y colonial que ilumina los desafíos que implica el intento de descolonizar radicalmente los marcos hegemónicos del sentido. Atender a estos desafíos es crucial para identificar y así prevenir la perpetuación involuntaria de las gramáticas coloniales que aún podrían estar operando en las prácticas de escucha radical y en los sentidos que estas logran hacer audibles. Sólo al centrar nuestra mirada crítica en lo concreto podemos empezar a escuchar la singularidad de la voz que habla desde la herida traumática y, más específicamente, en los modos como esta voz se ve obligada a hablar en una lengua doble, si se quiere: dentro de las estructuras coloniales del sentido y en su resistencia a sus términos organizadores. Sólo podemos empezar a imaginar otras formas de producir y hacer resonar sentidos —otras gramáticas posibles, emergentes— en el intento de escuchar esta voz, esto es, el intento de escuchar la singularidad de una reivindicación que es siempre única y que ha de ser escuchada siempre de nuevo, por muy ancestral que sea.

El 18 de abril de 2004, alrededor de 50 paramilitares del Frente Contrainsurgencia Wayuu del Bloque Norte de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), liderados por el jefe paramilitar Jorge 40, entraron a la costa de Bahía Portete en la Alta Guajira. El escuadrón ingresó al territorio de la comunidad wayuu, donde saqueó viviendas, profanó tumbas en el cementerio local y asesinó y desmembró a varias personas. La ruta del terror de los paramilitares dejó al menos 12 muertos, varias personas desaparecidas y el desplazamiento forzado de más de 600 miembros de la comunidad, quienes se escondieron durante días entre cardones y manglares antes de empezar su éxodo por el desierto. Entre las víctimas se encontraban cuatro mujeres indígenas que fueron previamente sometidas a tortura sexual en público. Las mujeres, cuyos restos no han sido encontrados hasta el presente, eran líderes destacadas de la comunidad indígena wayuu, quienes durante años se habían negado a aliarse con los grupos paramilitares que buscaban imponer su control sobre su territorio debido a su ubicación estratégica para el narcotráfico. Su territorio, ya que los wayuu han habitado esta región desde antes de que los conquistadores españoles o cualquier alijuna (persona no wayuu en lengua wayuunaiki) pusieran un pie en su tierra. En efecto, los wayuu son una de las pocas sociedades indígenas en América Latina que han resistido la subyugación colonial escapando a las dunas de la Guajira para proteger su pueblo, su lengua, y sus prácticas-de-hacer-mundo de cualquier contacto con los colonos alijuna.8

En el proceso de elaborar un informe sobre la masacre de Bahía Portete, y con el fin de reconstruir la memoria de estos hechos traumáticos y los efectos de la violencia en la comunidad, los investigadores del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) de Colombia se enfrentaron a un desafío particular.9 Al escuchar los testimonios de los sobrevivientes wayuu, su capacidad de escucha se vio radicalmente cuestionada, ya que las gramáticas que tenían a su disposición para “dar sentido” a las historias y testimonios que se compartían parecían inadecuadas para hacer que esas historias fueran audibles para oídos alijuna. Para reconstruir la historia de la masacre y sus consecuencias, por ejemplo, los sobrevivientes sugirieron a los investigadores del Centro que escucharan también el testimonio del viento. La palabra “viento” aquí no solo denota al viento en su sentido común, sino también algo más, algo que une alijuna no puede imaginar inmediatamente cuando la pronuncia en español. En wayuunaiki, y en las prácticas-de-hacer-mundo wayuu que se sedimentan y transforman con él, la entidad que se traduce como “viento” es, de hecho, una entidad múltiple: cada una de sus manifestaciones se asocia con una fuerza mitológica diferente que se hace palpable gracias a sus intervenciones en el territorio, tanto en la materialidad del desierto como en los ritmos de los ensamblajes y las prácticas que informan los ciclos de la vida de sus habitantes. La más influyente y dominante de estas manifestaciones es el viento alisio del nordeste que corresponde a jepirachi, cuyo nombre alude a la dirección de sus huellas a lo largo de la península: jepirachi sopla hacia la región de jepira, el mundo sagrado de los muertos cuya entrada está en el Cabo de la Vela.10 En la cosmovisión wayuu, después del primer velorio en los días posteriores a la muerte, cada espíritu o yoluja comienza su viaje hacia el nordeste acompañado por los ritos funerarios de su comunidad, que responden a los favores que el muerto pide en su último viaje bajo la guía de jepirachi. Tiempo después, sólo las mujeres mayores pueden tocar los cuerpos de los muertos y prepararlos para su exhumación en el segundo y último entierro; sólo entonces, cuando los huesos se entierran en el territorio de la madre, los espíritus pueden encontrarse con los ancestros en el tiempo y el espacio originario de jepira. Es allí donde su viaje termina, donde el equilibrio entre la vida y la muerte se reestablece con la llegada de la nueva temporada de lluvia.

La interrupción indefinida de los rituales de duelo en ausencia de los cuerpos profanados y desaparecidos, así como la agresión premeditada contra las mujeres en tanto líderes y mediadoras espirituales de la comunidad, suspende violentamente la posibilidad de reestablecer este equilibrio. La tortura, humillación y desaparición de los cuerpos de las mujeres wayuu en el espectáculo macabro de la masacre de Bahía Portete implica, sin exageración alguna, un resquebrajamiento radical del orden de este mundo, una ruptura que desmiembra el tejido de la comunidad al fracturar su relación de sus miembros con su territorio y con su historia. Al impedir el debido ritual de duelo que les correspondería, la violencia infringida sobre los cuerpos de estas mujeres suspende el acceso de los yoluja de estas mujeres a jepira, y presenta esta suspensión como espectáculo del poder colonizador de los paramilitares. Se trata, no en vano, de una violencia generizada que los paramilitares orquestaron intencionalmente, anticipando la perturbación simbólica que la desaparición de estas mujeres causaría en la comunidad. En palabras del informe citado del CNMH,

en su papel de comunicadoras con el mundo de los espíritus y facilitadoras de los trabajos del duelo y de que los muertos emprendan el viaje por el camino de los muertos hacia jepira, las mujeres tienen una función central en la restauración del desequilibro que eventos de violencia ocasionan en sus familias y comunidades. Esta función no la han podido ejercer porque los cuerpos no han sido encontrados. El trabajo del duelo, en consecuencia, también ha sido alterado por la violencia paramilitar. (97)

El hecho de que estas mujeres no puedan llegar al final de su viaje no solo significa que no pueden reincorporarse al ciclo de la vida al que pertenecen en su territorio, un ciclo que es uno de los fundamentos mismos del mundo wayuu; también implica que no se puede hacer duelo por ellas, que sus vidas no pueden ser recordadas ni contadas de nuevo, ya que, en sentido estricto, aún no han terminado. Privades de un entierro apropiado, ni vivos ni muertos, les yoluja desaparecides vagan imposiblemente hacia jepira en algún lugar entre la vida y la muerte, en el espacio obliterado que marca la borradura de sus cuerpos ausentes. Al experimentar una muerte demasiado repentina y siempre retrasada —esto es, la muerte (im)posible que produce la desaparición forzada—, la violencia traumática infligida sobre estos cuerpos desaparecidos como metonimia de su comunidad introduce algo inaudito en el orden de su mundo. Como señala el informe del CNMH sobre las prácticas de construcción de memoria de las comunidades indígenas en Colombia, la masacre de Bahía Portete supone “una fractura en el flujo entre la vida y la muerte que implica una profunda alteración en la forma como se produce, circula y reproduce la vida en colectivo” (Grupo de Memoria Histórica y ONIC 2019, 186).11

¿Qué tipo de escucha, qué forma de sintonía sería necesaria para comunicar o, al menos, para empezar a hacer audible la particularidad de la herida que esta violencia deja como una huella ausente, como una borradura imposible de rastrear? ¿Cómo escuchar esta perturbación radical de las prácticas-de-hacer-mundo wayuu reconociendo tanto su especificidad como la de la violencia que fractura su sentido? Para quieres sobrevivieron a la masacre de Bahía Portete, el viento alisio del Norte sigue siendo testigo en tanto que, pese a todo, su aliento guarda el recuerdo de los viajes truncados de los yoluja hacia jepira. Es, entonces, el testimonio de jepirachi el que debe ser escuchado para reivindicar la existencia de los cuerpos desaparecidos en un presente en el que, de otro modo, no pueden localizarse. Y es en este sentido que el testimonio del jepirachi introduce una gramática de lo inaudito al dar cuenta de su muerte, tan repentina como retrasada, con la inscripción de una forma de memoria y de supervivencia que resiste y ha resistido durante siglos las borraduras de la violencia y la historia colonial.

¿Cómo responder, entonces, al llamado sobreviviente de los espíritus que hablan a través de la memoria de jepirachi, ese ser que es viento y algo más? ¿Cómo escuchar las voces de los yoluja que soplan en él? ¿En qué sentido el testimonio de jepirachi puede entenderse como un testimonio tanto de la violencia colonial como de su resistencia a la borradura que ella introduce?

Antes de reivindicar la existencia de los cuerpos insepultos, y como condición para hacerlo, el reconocimiento de la memoria de jepirachi reivindicaría primero la existencia de seres que hablan desde un locus de enunciación más-que-humano y, por extensión, de una forma de audibilidad que desbordaría, o al menos no correspondería completamente, a las gramáticas de lo audible disponibles para oídos alijunas. ¿Qué significaría hacer audible lo inaudito cuando lo único que queda, lo único audible, al menos para los oídos alijuna, es el sonido del viento y las huellas que su paso deja en la arena del desierto? ¿Podemos tendernos a su escucha y abrir espacios para la resonancia de su sentido si permanecemos en el ámbito de la escucha tal y como la conocemos? Quizás nuestra tarea aquí ya ni siquiera consista en escuchar, sobre todo si la escucha se reduce a la facultad de hacer que el sentido sea audible para los oídos humanos o, más precisamente, para los oídos de quienes cuentan como humanos en las gramáticas alijuna. ¿No requeriría la escucha del llamado de jepirachi que nos sintonicemos de otro modo, esto es, que dejemos que el sentido resuene de formas que no sean totalmente reducibles al régimen antropocéntrico de lo audible y sus gramáticas? Si asumimos esta tarea en toda su complejidad, debemos aceptar que la escucha de lo inaudito en el testimonio de jepirachi ya no nos conduce, o no sólo al menos, al plano de una gramática nueva, sino de algo más cercano a una apertura ontológica. De hecho, la escucha de su memoria solo podrá empezar a tener lugar, justamente, si entramos en el umbral ontológico —el umbral entre mundos, entre prácticas-de-hacer-mundo— que aquí se abre en el límite de lo (in)audible y de toda escucha que intente cruzarlo.12

Más alla de la audibilidad antropocéntrica, o el reclamo de lo más-que-audible

No basta, entonces, con repensar o las gramáticas disponibles que permiten que alguien cuente y sea audible como testigo y que su testimonio tenga sentido. La cuestión, en última instancia, no se reduce a “reconocer” o “validar” el estatus ontológico del jepirachi como una “persona”, incluso si se tratara de una persona no-humana. Si nos limitáramos a esta tarea, correríamos el riesgo de seguir atrapados dentro del ámbito de lo humano como él único registro para escuchar a un testigo y, por extensión, como la única forma en la que el sentido de su testimonio puede contar como audible.13 El punto no es reclamar o validar la “humanidad” de jepirachi; el punto, más bien, es cuestionar de entrada el hecho de que, para contar como testigo, el lugar de enunciación de todo testimonio tenga que obedecer a la distinción ontológica entre lo humano y lo no-humano que le otorga a la voz antropocéntrica su autoridad. De ahí que la tarea no consista en extender la humanidad a los seres “no-humanos” sino replantear críticamente el vínculo entre el sentido y la audibilidad en su totalidad, lo cual incluye, pero no se reduce a, cuestionar los criterios que: (1) interpretan la voz como un atributo exclusivamente humano; (2) requieren que cualquier forma de sentido audible sea interpretada como una voz para poder tener sentido; y (3) asumen que todas las formas de sentido, y todas las formas de generarlo y permitir su circulación, ocurren en el ámbito de la audibilidad antropocéntrica.

Una perspectiva crítica que cuestione estos criterios podría exponernos, entonces, a formas de sentido que puedan tener sentido sin necesidad de ser traducidas a una gramática de la escucha propiamente dicha, incluso si su aspiración fuese a hacer audible aquello que hemos conceptualizado como lo inaudito. O, a la inversa, esta perspectiva crítica podría exponernos a una nueva articulación entre audibilidad y sentido cuya gramática se desmarcaría, de entrada, de la reducción de la escucha que produce sentido a ser una facultad exclusivamente humana.

Es importante detenernos en la apuesta que esta perspectiva crítica implica. No se trata, en efecto, de reconocer como sujetos a los seres objetivados en la “naturaleza” —concebida aquí como lo opuesto al sujeto humano—, ya que esa supuesta subjetividad solo reflejaría, y por tanto preservaría, la primacía ontológica del sujeto humano como norma y medida. Para que jepirachi sea considerado un testigo, debemos admitir primero que “el punto de referencia común para todos los seres de la ‘naturaleza’ no es la humanidad como especie, sino más bien la humanidad como una condición” (Descola 1986, 120, trad. nuestra): la condición de poseer un punto de vista, una perspectiva. Es justo esta condición la que debe extenderse a entidades más-que-humanas como jepirachi, cuya existencia cuestiona la distinción especista entre el sujeto “humano” y la naturaleza “no-humana”.

Ahora bien, esta extensión no hace de la condición o perspectiva de las entidades más-que-humanas una simple proyección antropocéntrica. La condición de tener una perspectiva reclama, de entrada, la existencia de perspectivas que son epistemológica y ontológicamente irreducibles a la presunta perspectiva universal de la especie humana como única referencia autorizada para reclamar la condición de sujeto como ‘persona’. En contraste con la perspectiva única y universal del sujeto antropocéntrico, asumir la perspectiva como condición implica entender que tal condición es necesariamente singular y plural, irreductiblemente múltiple. En palabras de Viveiros de Castro, quien teoriza este giro hacia el perspectivismo a partir de un diálogo con la metafísica de los pueblos amazónicos:

Todos los animales y constituyentes cósmicos en las cosmologías amazónicas son intensa y virtualmente personas, porque todos ellos, no importa cuál, pueden revelarse como (¿transformarse? en) una persona. No se trata de una simple posibilidad lógica, sino de una potencialidad ontológica. La ‘persona’ y la ‘perspectiva’ —la capacidad de ocupar un punto de vista— es una cuestión de grado, contexto y posición, más que una propiedad distintiva de especies concretas. Ciertos entes ‘no humanos’ actualizan este potencial más plenamente que otros, y algunos, además, lo manifiestan con una intensidad superior a la de nuestra especie y son, en este sentido, ‘más humanos que los humanos’. (Viveiros de Castro 2013, 24, trad. nuestra)

El hecho de que la perspectiva, entendida entonces como posicionalidad y no como la propiedad de un “sujeto”, no sea reducible a una única posición epistemológica y ontológica no excluye, sin embargo, la posibilidad de encontrar un “terreno común” entre entidades con perspectivas divergentes. De hecho, el perspectivismo nos invita a replantear aquello que es común entre las perspectivas, y a hacerlo resistiendo la idea de una cualidad universal —una posición o referente único— que todas las perspectivas compartirían para poder ser consideradas como tales en primer lugar. Este terreno común no puede ser, en efecto, una cualidad, propiedad o un estatus ontológico dado —por ejemplo, el estatus de ser humano— que predetermine qué perspectivas pueden incluirse en la relación para su validación. De ser así, esa primacía ontológica implícitamente excluiría a los entes que no compartan esa cualidad o, lo que es lo mismo, los incluiría sólo en calidad de otros, es decir, incorporándolos como su negativo, como diferentes. Lo común entre entidades con perspectivas divergentes no puede reducirse, en breve, a la lógica de la identidad y la diferencia que su divergencia misma resiste en primer lugar. Si seguimos las ideas de Viveiros de Castro, podríamos decir que el terreno común es, más bien, el espacio de la relación misma: los ensamblajes y anudamientos siempre cambiantes, múltiples y variados en los que lo común se (re)produce, como señala Raquel Gutiérrez Aguilar, a través de una constante renegociación que reconoce su irreductibilidad a una perspectiva única, inalterable y totalizadora (2016, 79–92).

La demanda de escuchar el testimonio de jepirachi es, en su base, aquella de escuchar a un testigo cuya memoria habla desde y a través de la distancia onto-epistémica que esta irreductibilidad implica. Ni “humano” ni “no-humano”, ni sujeto ni naturaleza, jepirachi es un testigo en la medida en que su existencia emerge con prácticas-de-hacer-mundo cuya divergencia está fundada en el perspectivismo como principio ontológico: un principio que abre el camino hacia ontologías radicalmente variables, coexistentes y multiespecies, irreductibles a un único referente o, como hemos sugerido, a la mismidad antropocéntrica como el único punto de referencia. En este sentido, afirmar que jepirachi es un testigo es, ante todo, afirmar que su existencia y su testimonio no son la manifestación de una “creencia” relativa a una cosmovisión particular –la “perspectiva cultural” de la comunidad wayuu, por ejemplo– cuyo referente sería su estatus “real” o “verdadero” como “viento”, es decir, como parte de la “naturaleza no-humana” objetivada. En contraste, el testimonio de esta entidad más-que-humana puede ofrecer una forma de memoria que hace audibles los efectos de la violencia traumática sólo si también reclama, y así reivindica, la existencia de prácticas de hacer mundo —y de las entidades que emergen con ellas— sin reducirlas a ser un conjunto de “creencias culturales” del otro colonial.14

Escuchar la demanda de un testimonio divergente como el de jepirachi implica, entonces, reconocer que su llamado nos interpela con el imperativo no solo de abrir nuestros oídos sino de subvertir nuestras gramáticas. Esta doble operación, de apertura y subversión, debe ir más allá de los límites de la audibilidad antropocéntrica y en tensión con la oposición entre “creencia” y “realidad” que fundamenta el culturalismo colonial y su continuación en el multiculturalismo neoliberal. Se trata, en efecto, de una demanda que subraya y cuestiona al mismo tiempo las operaciones de diferenciación (esto es, de hacer otro) con las que el orden colonial naturaliza los criterios que determinan qué es “real” y qué es “creencia” y, por extensión, qué formas de sentido cuentan como “audibles”. Todo ente, práctica o idea que exceda o desobedezca la hegemonía de este orden queda privado de la posibilidad de reclamar la audibilidad que le confiere un estatus ontológico legítimo. Escuchar o, más precisamente, abrirnos más allá de la escucha al testimonio de jepirachi implica, antes que nada, cuestionar esta lógica distributiva (de lo humano y lo no-humano, de lo que cuenta como real y lo que cuenta como creencia) reclamando una forma de sentido que aparece como un exceso en tanto que se desmarca de sus gramáticas.

Este exceso es la superposición inextricable de dos excesos. Por un lado, el testimonio divergente de jepirachi nos confronta con el exceso epistemológico del trauma: una forma de memoria marcada tanto por la ausencia como por el desborde de una experiencia que no puede articularse como experiencia dentro de las gramáticas y marcos de sentido disponibles, los cuales, de hecho, con frecuencia interfieren o impiden su audibilidad. Por otro lado, este testimonio más-que-humano nos confronta con un exceso ontológico: con una memoria que remite a procesos concretos de circulación de sentido y de creación de mundos que desobedecen —y, en esa desobediencia, desestabilizan— la separación ontológica no solo entre la “subjetividad humana” y la “naturaleza no humana”, sino también entre lo “real” (entendida como la perspectiva auto-autorizada del yo colonial) y las “creencias” de los otros coloniales. El testimonio de jepirachi nos expone, en breve, a un exceso onto-epistémico: el exceso de una perspectiva cuya voz —o acaso alguna otra forma de enunciación distinta de la categoría antropocéntrica de “voz”— habla desde un locus que se desmarca de los límites de la ontología colonial y su división entre naturaleza y cultura. Tal como otras entidades complejas que habitan las cosmologías y los mundos amerindios, jepirachi no es —es decir, “no existe”— dentro de las gramáticas coloniales hegemónicas, ya que su existencia resulta irreductible tanto al sujeto antropocéntrico del conocimiento colonial (Anthropos) como al otro objetivado y literalmente naturalizado que justifica su poder (la “naturaleza”, a la que pertenecerían los “pueblos naturales”).15 Ni humano ni natural, ni sujeto ni objeto, jepirachi no es, sin más, porque el exceso constitutivo de su existencia, como de su memoria y su sentido, apenas puede reducirse parcialmente a los términos clasificatorios de la ontología antropocéntrica que el evento mismo de su emergencia desafía. De ahí que su audibilidad dependa del reconocimiento y reclamo de una forma de circulación del sentido más-que-audible, esto es, de un sentido que se enuncia antes y más allá, desde dentro y desde fuera, de las gramáticas de la audibilidad antropocéntica y su matriz colonial.

Una “gramática de la escucha” cuyo “oído radical” aspire a abrirse al sentido del testimonio divergente de jepirachi no puede, entonces, limitarse a hacer audible lo inaudito de la masacre, ya que hacerlo no garantizaría per se que el exceso onto-epistémico de ese sentido más-que-audible esté siendo, en efecto, escuchado. Debemos, así, reformular nuestra pregunta: ¿cómo podemos escuchar la memoria de cuerpos, seres y mundos —como jepirachi y el mundo wayuu— cuya existencia excede, escapa y/o resiste la división ontológica entre naturaleza y cultura, esto es, el principio fundacional del antropocentrismo? ¿Cómo hacer audible una forma de sentido que se aparta de la voz y de los efectos de enunciación del sujeto antropocéntrico en tanto sujeto colonial? En resumen, ¿cómo afinar nuestros oídos para atender a una voz (¿sería todavía una voz?) en cuya resonancia habita, en consecuencia, una memoria más-que-humana en tanto más-que-audible y viceversa?

Escuchar (desde) umbrales onto-epistémicos: la memoria en el antropociego

Recapitulemos: la tarea de escuchar un testimonio divergente como el de jepirachi exige emancipar nuestras gramáticas y nuestros oídos —nuestra experiencia del sentido, y nuestros sentidos en su conjunto— del mandato onto-epistémico del antropocentrismo. Este mandato opera a través de la obliteración y el desconocimiento de una multiplicidad de entes, ensamblajes y mundos, que son reducidos a ocupar la posición del “otro” dialéctico del yo colonial en el Antropoceno: un monolito mudo, objetivado y racializado bajo el nombre de “naturaleza”. Marisol de la Cadena ha conceptualizado esta obliteración estructural de estos “no-seres”, así como el exceso onto-epistémico que emerge a través de su borradura, como lo que ella llama, en un juego de palabras provocador, el antropociego (o anthropo-not-seen, en su formulación en inglés). El antropociego se refiere al conjunto de entidades, experiencias y mundos que las gramáticas del Antropoceno no ven o, para ser exactos, que la hegemonía especista y colonial del Anthropos concibe como imposible y así borra. En sus palabras:

El antropociego designa a seres existentes que tienen lugar dentro de una condición histórica hegemónica que los concibe como una imposibilidad: simplemente no pueden ser y, por lo tanto, no son vistos, no son escuchados, no son sentidos, no son conocidos. Es crucial subrayar que estas entidades exceden incluso conceptualizaciones radicales como la de lo humano entendido como más-que-humano, o la historia de la naturaleza humana concebida como historia de relaciones interespecies. Ni geos ni bios, el antropociego abarca a todas aquellas entidades que existen a través de relaciones que “no pueden ser”… y cuya existencia corre el riesgo de ser negada —ya sea de forma violenta o, más sutilmente, mediante una ignorancia benevolente que las reduce a lo irrelevante— si su posibilidad no se reconoce dentro de un nosotros complejo [complex we]: un nosotros cuyo fundamento es la divergencia (y no la mismidad). (2019, 483, trad. nuestra)

Como sugiere De la Cadena, no basta con escuchar aquello que previamente no ha sido visto, oído, percibido, sentido y, en consecuencia, conocido. Lo que se requiere es más radical y estructural: una desestabilización crítica del régimen ontológico que obliteró en primer lugar la posibilidad de ser de otra manera, incluso por fuera o de un modo inconmensurable con el régimen estético que define de antemano no solo lo que se escucha, sino también lo que cuenta como existente para ser audible. Si lo que está en juego es escuchar el rugido de los excesos onto-epistémicos que, siguiendo a De la Cadena, el Antropoceno estructuralmente niega y/o “reduce a lo irrelevante”, “hacer audible lo inaudito” resulta insuficiente para contravenir el régimen estético, epistemológico y ontológico colonial a menos de que se cuestionen las premisas antropocéntricas de la escucha misma. Quedarnos en el plano de una “gramática de lo inaudito” podría introducir un riesgo inadvertido, en la medida en que sus propios términos pueden neutralizar el sentido más-que-audible de la memoria de jepirachi al enunciarlo con la voz del Anthropos, sujeto y referente del ordenamiento colonial y de la violencia colonizadora que, como hemos visto, esa misma memoria denuncia y resiste con su exceso.

En efecto, la borradura colonial de memorias, sentidos y prácticas-de-hacer-mundo no ocurre únicamente a nivel de las gramáticas y/o marcos que organizan nuestros sentidos, sino también en el nivel de lo que significa existir en términos, como diría De la Cadena, de ser visto (léase: percibido, conocido, escuchado). Perturbar los criterios que determinan de antemano qué merece (o no) ser audible es un paso crítico, pero quizás insuficiente, si la tarea no solo consiste en subvertir las gramáticas disponibles, sino también en cuestionar si el espacio mismo de la audibilidad, tal y como lo conocemos, puede permitir que el sentido más-que-audible que emerge de las heridas coloniales circule y se manifieste en cuanto tal. De hecho, más allá del régimen antropocéntrico de lo audible (y, por ende, de lo inaudito dentro de él), hay sentido: ese es, de entrada, el reclamo de quienes saben y reclaman que jepirachi es un testigo. Como expresión del exceso onto-epistémico que ese régimen de audibilidad debe neutralizar para autorizar supropia producción de sentido, ese sentido más allá del límite reclama el espacio del subceso de ese régimen: el espacio “del exceso infra-político activo que fluye por debajo de la política tal como la conocemos” (Moreiras 2021, 66, trad. nuestra). Un espacio que, por lo tanto, no puede ser delimitado ni determinado por ninguna configuración de lo audible en los términos de ese mismo régimen de audibilidad precisamente porque, para constituirse, éste debe mantenerse “ciego” frente al exceso onto-epistémico que lo desborda.

El testimonio de una entidad como jepirachi es, así, si se quiere, una emisión infrapolítica de sentido más-que-audible cuya resonancia quizás deba desbordar, interrumpir y reconfigurar por completo el régimen de enunciación de la voz y lo audible para permitir que su registro de memoria pueda ser propiamente “escuchado”. En efecto, si la inscripción de la memoria de jepirachi en su testimonio —como las huellas que el rumor de su paso deja en la arena— es la inscripción de un sentido divergente y subcesivo, su escucha no deba orientarse a hacerlo legible. O, para ser más precisos, su escucha debe interrumpir la equiparación entre audibilidad y legibilidad dado que la existencia del mundo del que ese sentido da cuenta es irreducible a cualquier est-ética que intente traducirlo a la voz del logos. De ahí que, en estricto sentido, escuchar el testimonio de jepirachi no constituya ya, o no únicamente, un acto de escucha. Se trata, más bien, de la experiencia de abrirnos al sentido(o los sentidos) que circula entre una pluralidad de seres divergentes, y entre los mundos divergentes que emergen con ellos. Escobar (2020) y Blaser y De la Cadena (2018), entre otros, han conceptualizado esta pluralidad en la divergencia como el pluriverso, “un mundo de mundos heterogéneos que se encuentran como una ecología política de prácticas en su negociación de su compleja coincidencia en la heterogeneidad” (Blaser y De la Cadena 2018, 4, trad. nuestra). Antes que cualquier otra cosa, el testimonio de jepirachi da testimonio de esta heterogeneidad pluriversal en su resistencia a ser sometido a lo que John Law ha llamado el mundo de un solo mundo(one-world world):16 el mundo autoidéntico que elimina las posibilidades de toda forma de ser y hacer que exceda sus límites (Law 2015, 126–39) al asimilar todas las prácticas-de hacer-mundo que cuestionan su autoridad como la medida absoluta de lo posible.

Reformulemos nuestra pregunta una última vez: ¿cómo abrir un espacio de resonancia en el presente para la memoria de seres y mundos que el antropociego no ve ni puede ver estructuralmente? ¿Cómo abrir el presente del Antropoceno —y sus gramáticas hegemónicas— a un presente pluriversal, uno que desobedecería el “acuerdo” ontológico implícito que solo hace audible la voz humana en el discurrir monológico de su historia? ¿Cómo hacer audible, aquí y ahora, un sentido cuya reverberación no solo excede, sino que desmantela la “condición hegemónica de imposibilidad” que borra la existencia del mundo que emerge con él? ¿Cómo escuchar, en última instancia, la resonancia resistente de ese sentido más acá y más allá de los efectos silenciadores del yo antropocéntrico y de su historia colonial, racista y especista? Aprender a ver, escuchar, sentir y conocer la “emergencia oximorónica” (De la Cadena 2019, 483) de entidades como jepirachi exige, no solo un reordenamiento del sentido y los sentidos —es decir, un reagenciamiento del sensorium dado, una reconfiguración estética—, sino lo que podríamos entender como una revolución ontológica radical en tanto proyecto descolonizador. El umbral que va de lo uno a lo otro —de la subversión de las gramáticas que organizan el sentido a la apertura infrapolítica de una ontología pluriversal, descolonial y descolonizadora— es, precisamente, lo que el testimonio de jepirachi abre con su reclamo.

La pregunta por cómo cruzar este umbral es también la pregunta por cómo escuchar un sonido que no es una voz humana; por cómo inscribir, en el presente, un testimonio que no puede reducirse a la historia de un sujeto humano; y por cómo repensar la historia misma a la luz de una inconmensurabilidad radical: la de un tiempo y un mundo que aún no deberían —o no del todo— convertirse en “pasado” o incluso en “memoria”, precisamente porque su sentido solo pueden emerger en y como la resistencia a ese “haber sucedido”.17 En efecto, lo que el acontecimiento de esta emergencia exige de cualquier gramática que intente hacer audible su rugido más-que-audible es una interrupción, entendida como una redistribución radical del sensorium colonial y de la lógica de la diferencia que lo sostiene.

Este tipo de interrupción podría provocar, en palabras de De la Cadena, “un desacuerdo ontológico entre aquellos que [intencional o inadvertidamente] comparten cierta mismidad [sameness], inaugurando así una práctica de la política completamente diferente: una que opera a través de la divergencia” (2015b, 65, trad. nuestra). Una política que no ocurre entre sujetos “iguales”, sino más bien entre y a través de mundos que se encuentran en el espacio común de su mutua inconmensurabilidad.18 Si todo espacio infrapolítico se abre con la sustracción radical de la existencia de la lógica de equivalencia general —una sustracción que reclama la igualdad únicamente como “igualdad de los inconmensurables” (Moreiras 2021, 89, trad. nuestra)—, entonces la tarea de una gramática que busque afirmar esta política de la divergencia habrá de ser, en sí misma, una tarea infrapolítica: una que aspire al “reconocimiento de una igualdad no basada en la equivalencia, sino en la singularidad radical sin cálculo de valor, ni comparación, y por ende, ninguna jerarquía entre singularidades inconmensurables” (Moreiras 2021, 90, trad. nuestra) ni entre las prácticas-de-hacer-mundo que emergen con
ellas.

La tarea, sin más, consiste en abrir formas de acoger el exceso mutuo de una divergencia radical para hacer audible —es decir, perceptible, sensible— el rugido infrapolítico de su sentido más-que-audible: un sentido que interrumpe tanto los efectos silenciadores del trauma de la violencia colonial como los efectos de audibilidad inherentes a la ventriloquia antropocéntrica. Una gramática que busque descolonizar la escucha será, entonces, aquella que asuma esta tarea ya no con la intención de “hacer audible lo inaudito” sino, más bien, de abrir instancias o “zonas de contacto” entre mundos que operen como umbrales ontoepistémicos. Si, como afirma Pratt (1991) en su definición seminal, las zonas de contacto son “espacios sociales donde las culturas se encuentran, chocan y luchan entre sí, a menudo en contextos de relaciones de poder altamente asimétricas” (36), los umbrales ontoepistémicos serían, en conclusión, zonas de contacto impredecibles entre mundos divergentes en los que los múltiples registros del sentido del trauma colonial pueden hacerse sensibles, justamente, en la medida en que ese sentido desafía cualquier aspiración a su comprensión absoluta. Tal vez sea en esa disposición, en esa apertura radical, donde pueda fundarse una escucha infrapolítica como umbral hacia un mundo de mundos: una práctica estética, epistemológica y ontológica que no busca “reintegrar” la divergencia como diferencia, sino habitar su umbral como condición de lo común. Escuchar el llamado de los sentidos inconmensurables que allí resuenan es quizás el primer paso para recordar y reivindicar el poder liberador de una memoria descolonial en tanto infrapolítica, y viceversa.19


Notas

  1. Cf. Acosta (2022a), Pérez (2018). ↩︎
  2. Nuestra reflexión sobre las estéticas descoloniales comenzó en el panel “Estéticas descoloniales: resistencia, desciframiento, posibilidad” que coorganizamos con Miguel Gualdrón para el Encuentro II de Filosofías de la Liberación en septiembre de 2020. Primero conceptualizamos las estéticas descoloniales como prácticas que configuran modalidades de experiencia estética que exponen, subvierten y así resisten las estructuras espacio-temporales inherentes a la lógica de la colonialidad, la cual incluye operaciones epistémicas, gramáticas perceptuales, y los modos en que estas sobredeterminan los cuerpos privándolos de cualquier posibilidad de sentido que altere el régimen colonial. Las estéticas descoloniales, por lo tanto, pueden entenderse como una estética de resistencia que emerge de/con la resistencia y que, a su vez, produce sus condiciones de posibilidad, lo cual conlleva una crítica a la colonialidad enraizada en el reclamo de otras formas de sentir, saber y ser. Ver Acosta López 2021 y 2022b. ↩︎
  3. Nuestro trabajo comenzó en un momento (2010–14) en que el Centro de Memoria Histórica en Colombia (CNMH) había empezado a recuperar testimonios de sobrevivientes del conflicto armado con la intención de organizarlos como informes públicos e institucionalizarlos como memoria política. Para una descripción detallada del trabajo del Centro, de su rol en la institucionalización de una “política de la memoria” en Colombia, y del efecto que su trabajo tuvo en las discusiones actuales sobre iniciativas de construcción de memoria en el país, ver Stern 2018 y Acosta López 2023a. Para una reflexión filosófica sobre la relación entre este trabajo de institucionalización de la memora y los desafíos filosóficos que esta conlleva, ver Acosta López 2023b y 2023c. ↩︎
  4. La complejidad particular de las formas de violencia auspiciadas por el Estado radica en que no solo son devastadoras en sus efectos, sino que también producen narrativas de legitimidad que normalizan, y así invisibilizan, la violencia como violencia, haciéndola inaudible tanto a nivel estructural como en sus efectos más “visibles”. Ver Acosta López 2023b. ↩︎
  5. Es por esta razón que, en otros lugares, nos hemos referido a la tarea en cuestión como una tarea est-ética, para resaltar el hecho de que las formas en las que organizamos el sentido están intrínsecamente conectadas con la responsabilidad epistémica, ética y política de escuchar lo inaudito. Ver Acosta López 2019 y 2024. ↩︎
  6. [1] La expresión es de Hannah Arendt (2004, 309), quien la utiliza para describir la particularidad del tipo de violencia inaugurada por los campos de concentración nazis. ↩︎
  7. Partes de esta sección retoman ideas de la entrada del catálogo que escribimos para la instalación artística Deserere de la artista colombiana Clemencia Echeverri (ver Acosta López y Pérez Moreno 2022, 16–44). Aunque en registros diferentes, esa obra, al igual que el presente ensayo, es un intento de acercarse a las memorias de la masacre de Bahía Portete y sus secuelas sin traducirlas a las gramáticas de sentido ya disponibles en el intento de resistir la reproducción de las formas de borradura colonial inherentes a la masacre misma. Agradecemos a Echeverri por las generosas conversaciones que fueron la base de nuestra contribución al catálogo. Muchas de las reflexiones incluidas en esta sección de nuestro ensayo son el resultado directo del diálogo con ella. ↩︎
  8. En su trabajo con sociedades marginadas por la racionalidad occidental, como las comunidades afro-descendendientes e indígenas en América Latina, antropólogos como Marisol de la Cadena, Arturo Escobar y Tim Ingold, entre otros, describen las prácticas-de-hacer-mundo (worldling practices) como las acciones cotidianas en las que se encarna y actualiza la red de relaciones entre todos los cuerpos, humanos y no-humanos, que constituyen el mundo que la comunidad habita: su territorio. Ver, por ejemplo, Escobar 2018, 97-107. ↩︎
  9. Para una reflexión detallada sobre los desafíos metodológicos que los testimonios de las víctimas sobrevivientes de la comunidad wayuu plantearon a los ejercicios previos de la CNMH en la reconstrucción de la “verdad histórica”, ver los primeros capítulos del informe oficial sobre el caso (Grupo de Memoria Histórica 2010, 15–35). ↩︎
  10. Para una descripción exhaustiva del estatus ontológico y el papel que cumple jepirachi en las prácticas-de-hacer-mundo de la comunidad wayuu, ver Guerra 2019, 249–54. ↩︎
  11. Es preciso destacar que este informe fue coescrito con miembros de comunidades indígenas directamente afectadas por el conflicto armado colombiano, quienes reconocen explícitamente la violencia traumática del conflicto como una iteración de las formas coloniales de violencia que comenzaron con la llamada “conquista” de sus territorios ancestrales. ↩︎
  12. Nuestras reflexiones están así en diálogo con el Volumen Testimonial del informe final de la Comisión de la Verdad de Colombia, específicamente con la sección interactiva del volumen recopilada bajo el título “Sonidos y memorias.” Como afirma el comisionado Alejandro Castillejo en la breve introducción a esta iniciativa publicada en su sitio web, la Comisión ha interpretado el mandato de recoger las memorias del dolor producido por la guerra como una tarea que va más allá de los testimonios humanos. La Comisión reconoce que existen “subjetividades” más-que-humanas dotadas con la agencia para dar testimonio. En esa vía, el volumen incluye al menos tres horas de grabaciones de ‘paisajes sonoros’ y comienza con una introducción que se pregunta, en primer lugar, qué es y qué se considera una ‘voz’. Algunos de esos paisajes sonoros fueron grabados en Maicao, en la región de La Guajira, y pueden posiblemente incluir, para quienes puedan oírlos, el sonido del testimonio de jepirachi. Ver Comisión de la Verdad de Colombia 2022, 9–15. ↩︎
  13. En su análisis del testimonio en la literatura y el arte visual de la post-dictadura en Chile y Argentina, Kate Jenckes (2017) desafía la noción convencional de la voz del testigo como voz humana a partir de una relectura expansiva de la filosofía de la diferencia de Jacques Derrida. Algunas de las valiosas preguntas que plantea sobre la necesidad de repensar el sentido desde una perspectiva no antropocéntrica se cruzan con nuestras reflexiones. Sin embargo, nuestro acercamiento al antropocentrismo sucede en el contexto de su imbricación con las gramáticas coloniales y se aparta así de las indagaciones exclusivamente metafísicas sobre la conexión entre la representación, la violencia traumática y la muerte. ↩︎
  14. En palabras de Viveiros de Castro, “El relativismo cultural imagina una diversidad de representaciones subjetivas y parciales (culturas) que refieren a una naturaleza objetiva y universal, exterior a la representación. Las comunidades amerindias, en cambio, proponen una unidad representativa o fenomenológica (la capacidad de tener un punto de vista) que es de carácter puramente pronominal y que se aplica a una auténtica diversidad radical” (2015, 25, trad- nuestra). ↩︎
  15. Ver, por ejemplo, la exhaustiva etnografía de Marisol de la Cadena sobre las prácticas-de-hacer-mundo en los Andes en torno a Ausangate, una entidad que emerge como montaña (geos) y tirakuna (un “ser de la tierra”) en Cuzco, Perú (2015a), así como el trabajo de Eduardo Kohn con seres como el runa puma, una persona-jaguar que no es ni humana ni animal, durante su extenso trabajo de campo en los bosques altos del Ecuador (2013, 3–27). ↩︎
  16. La resistencia de esta memoria antes de la memoria —esta memoria que resiste su inserción en cualquier gramática que la fuerce a ser pasado— puede vincularse conla resistencia de lo inolvidable en la filosofía de la historia de Benjamin. Habría que decir, sin embargo, y en la misma vía de la distinción entre lo inaudito y lo más-que-audible, que aquí lo inolvidable ya no designaría solamente aquello que resiste su inserción en la historia (antropocéntrica y colonial) y el “olvido” funcional del progreso, sino formas de memoria y existencia que, sobre todo, resisten la violencia de la ontología, especista y racista que está en la base de esa operación de inserción. Si la interrupción de lo inolvidable (siguiendo a Benjamin) es un interrupción de la historia que iluminaría la potencialidad del presente, la interrupción de lo inolvidable en estos otros términos sería también una interrupción del “mundo-de-un-solo-mundo” (Law) que esa historia produce; una interrupción, entonces, que abriría el presenta a la potencialidad de los ensambles del pluriverso. Para unaconceptualización de esta resistencia de la memoria en el contexto del trauma colonial, ver Acosta López (2022b). ↩︎
  17. La resistencia de esta memoria antes de la memoria —esta memoria que resiste su inserción en cualquier gramática que la fuerce a ser pasado— puede vincularse conla resistencia de lo inolvidable en la filosofía de la historia de Benjamin. Habría que decir, sin embargo, y en la misma vía de la distinción entre lo inaudito y lo más-que-audible, que aquí lo inolvidable ya no designaría solamente aquello que resiste su inserción en la historia (antropocéntrica y colonial) y el “olvido” funcional del progreso, sino formas de memoria y existencia que, sobre todo, resisten la violencia de la ontología, especista y racista que está en la base de esa operación de inserción. Si la interrupción de lo inolvidable (siguiendo a Benjamin) es un interrupción de la historia que iluminaría la potencialidad del presente, la interrupción de lo inolvidable en estos otros términos sería también una interrupción del “mundo-de-un-solo-mundo” (Law) que esa historia produce; una interrupción, entonces, que abriría el presenta a la potencialidad de los ensambles del pluriverso. Para unaconceptualización de esta resistencia de la memoria en el contexto del trauma colonial, ver Acosta López (2022b). ↩︎
  18. El argumento de De la Cadena sobre la necesidad de rearticular los “acuerdos” ontológicos hegemónicos como una apertura hacia una política radicalmente transformadora—es decir, hacia una praxis política que cuestione la distribución dada de lo sensible, sus efectos de poder neutralizadores, sus gramáticas normalizadoras y normalizadas—resuena con los enfoques posestructuralistas sobre las intersecciones entre ontología, comunidad y política (pese a que, en mayor o menor medida, estos reproduzcan un paradigma antropocéntrico). Ver Acosta López (2017). ↩︎
  19. Agradecemos a todas las personas participantes de nuestro grupo de lectura Lecturas decoloniales por su generosa lectura de una versión previa de este ensayo, así como por las conversaciones anteriores que han nutrido nuestro trabajo colaborativo en torno a las ontologías decoloniales. ↩︎

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