Julen Etxabe
University of Helsinki
Volume 6, 2014
“Lo que dura, lo fundan los poetas”
Hölderlin[1]
Que toda constitución requiere de poesía puede resultar una proposición subversiva, como pudo comprobar la Agencia Europea de Derechos Fundamentales cuando propuso crear una versión en forma de poema épico de la Carta Europea de Derechos Fundamentales para hacerla más accesible a los ciudadanos. Tan pronto tuvo noticia de ello, Viviane Reding, Comisaria Europea de Justicia, Derechos Fundamentales y Ciudadanía, protestó enérgicamente ante tamaño “despilfarro”, alegando que la Carta era suficientemente clara y no necesitaba de intérpretes, y que la iniciativa podía incluso atentar contra la “dignidad” del documento, lo que efectivamente consiguió abortar el proyecto.[2] Con independencia de la idoneidad o no de aquella iniciativa, de esta anécdota destaca la famélica visión del derecho de la Comisaria Europea, por desgracia bastante generalizada, en la que el derecho debe desprenderse de todo elemento “impuro” que ponga en riesgo la autonomía, claridad y certeza que se le suponen. Así, Reding se muestra incapaz de reconocer que toda constitución es y requiere de un acto poético, no sólo en el momento de su creación, sino en la posibilidad misma de su vigencia y continuidad en el tiempo, que se nutre de símbolos, mitos, narrativas, ficciones.[3]
Efectivamente, la constitución depende no de un instante fungible y único de voluntad soberana, sino del ejercicio y elaboración continuos de un lenguaje constitucional que establece el campo de actuaciones posibles, y que se actualizan por medio de la retórica en su sentido más amplio.[4] La constitución forma un sujeto político, una determinada manera de hablar, una variedad de argumentos, una visión del individuo y de la sociedad, o varios de todos ellos, pero el ente constituido ha de entenderse no como definido y estable, sino en perpetuo desarrollo, al igual que un organismo vivo o una masa plural de personas. Ello lleva aparejada una forma de entender e interpretar el acto de constitución, un acto llevado a cabo por y para el lenguaje, no como expresión de una única y pretendida voluntad constituyente, sino como una serie de actividades y conversaciones que duran (y permiten su duración) en el tiempo. Así, la constitución forma parte de un acto que no cesa, en el que conviven, no siempre de manera pacífica, momentos de integración plena (si bien imaginaria) con otros de división, ambos igualmente constitutivos.
Pretendo acercarme al acto de constitución en dos momentos muy distintos de la historia del constitucionalismo español. Por un lado, a través de la presentación y defensa del proyecto de Constitución de Cádiz realizada en las Cortes Generales y Extraordinarias por el diputado liberal y miembro de la Comisión Constitucional, Agustín de Argüelles, cuando por vez primera se adoptó el principio de soberanía residente en la nación. Por otro, a través de la importante Sentencia del Tribunal Constitucional (STC 31/2010) que resolvió el recurso de inconstitucionalidad planteado contra el Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006, y que se saldó con la declaración de inconstitucionalidad, entre otros extremos, de la definición de Cataluña como nación que hacía su preámbulo. Al poner en relación estos dos actos—el que fundamenta retóricamente el principio de soberanía nacional y el que enjuicia el intento de fundación de otro concepto de nación—se pone en evidencia la naturaleza poética o constitutiva de ambos: la constitución de la nación, como acto de auto-afirmación y creación imaginaria de un colectivo, es arrojada al mundo del cual depende para su perfección, vinculada al carácter performativo del lenguaje. Asimismo, la tarea hermenéutica requiere un acto de apertura poética al lenguaje que se interpreta.
Primeramente, en su intento de justificar el principio de soberanía nacional, Argüelles no apela a la razón iusnaturalista, a principios filosóficos, o a abstracciones como el estado de la naturaleza o el contrato social, sino a la historia de la jurisprudencia y el derecho españoles que vendrían a confirmar una soberanía antecedente y sin solución de continuidad desde el reino visigodo hasta el presente. El carácter mitificador de esta forma de actuar facilita su comprensión como texto poético que trata de fundar aquello mismo bajo lo cual predica su autoridad: la existencia de una nación soberana. Según veremos también, Argüelles bucea en la tradición y la diversidad de los reinos de España para construir una constitución a partir de la cual, y en adelante, transcender la tradición y hacerla innecesaria, desterrando de un plumazo la diversidad y riqueza que la hicieron posible. La constitución se presenta a sí misma como culminación de un proceso histórico que se quiere transcender, decretando el olvido de un pasado que se considera cerrado. Sin embargo, ninguna constitución está exenta de las marcas del tiempo ni puede abstraerse de ellas, por lo que nunca puede declarar su propia autosuficiencia y plenitud. Fundamentalmente, la Constitución de Cádiz se abre a un futuro incierto que pone en evidencia que su vigencia y poder efectivo dependen de actos posteriores sobre los cuales la constitución no puede imperar, lo cual debería alertarnos sobre cualquier intento de cierre alentado desde el presente.
El segundo acto resolvió el recurso contra el término “nación” que el EAC reivindicaba para Cataluña en su preámbulo y que el TC anuló por entenderlo contrario a la “indivisible unidad de la nación española” del Art. 2 de la constitución (CE) de 1978. El caso planteaba un doble reto: por un lado, existía la dificultad de trasladar en el tiempo un compromiso que se asemeja, como se explicará, a lo que Carl Schmitt denominó “pactos apócrifos”, es decir un acuerdo que lo fue solo en forma y no en substancia.[5] Por otro lado, el tribunal se enfrentaba al reto de comprender el desacuerdo (Rancière 1996) entre universos normativos alternativos. En ambos extremos, partiendo de un punto de vista doctrinario y jerárquico, el TC parece atenazado por un concepto unitario de nación que le incapacita para imaginar su concepción plural.[6]
Como se expondrá, la sentencia posee la virtud, no del todo apreciada por los comentaristas, de no entorpecer aquello que la constitución no imposibilita, lo cual hubiera permitido un desarrollo potencial del EAC. Sin embargo, los intentos de salvar partes de la sentencia no pueden obviar la incapacidad del Tribunal para ensanchar la cabida del texto constitucional, exponiendo en su cruda realidad las limitaciones de este lenguaje para resolver los importantes retos que se le plantean en la actualidad. A modo de conclusión, un breve epílogo analiza sucintamente la sentencia del TC de 25 marzo de 2014, en respuesta a la declaración de soberanía y derecho a decidir del Parlamento Catalán.
I. Proyecto de Cádiz, constitución de la nación
A pesar de su efímero periodo de vigencia—desde 1812 hasta 1814, durante el trienio liberal de 1820-23, y brevemente durante 1836-1837—la Constitución de Cádiz, promulgada durante el asedio de las tropas francesas y bajo el dominio del gobierno napoleónico de José I, ha pasado a la historia del constitucionalismo español como la primera en asentar los principios liberales de soberanía nacional y la separación de poderes, rompiendo con siglos de tradición absolutista.[7] Se trataba indudablemente de ideas innovadoras, con difícil acomodo en la tradición jurídica española, si no directamente opuestas a ella. Sin embargo, la defensa de estos principios que se hizo en Cortes por el ponente y miembro de la Comisión encargada de la elaboración del texto, Agustín de Argüellles, se basó en usos, tradiciones y máximas santificadas por la costumbre de siglos, “por espacio de los cuales la nación elegía a sus reyes, otorgaba libremente contribuciones, sancionaba leyes, levantaba tropas, hacía la paz y declaraba la guerra… Era, en fin, soberana, y ejercía sus derechos sin contradicción ni embarazo”.[8]
Lógicamente, como arguye el historiador Joaquín Varela Suanzes-Carpegna, el revestir estos principios de una aureola de tradicionalidad enraizada en la tradición española ayudó en hacerlos respetables y permitió defender premisas foráneas en contra del orden caduco de cosas.[9] Pero más que como interés ideológico coyuntural, interesa analizar el discurso en su vertiente poética, que crea aquello mismo en que fundamenta su argumento principal: una nación a la que pertenecería la soberanía originaria, y que vendría verificada en el mejor derecho histórico de los reinos de España. Es en esta habilidad para persuadir de lo nuevo, presentándolo como mero amejoramiento de lo antiguo, donde radica la fuerza expresiva del discurso, que es una obra maestra del género político-constitucional. En efecto, a la Comisión legislativa le había sido encargado redactar un proyecto que meditara las reformas necesarias en la legislación y proponer los medios para asegurar su observancia, pero a medida que fue decantándose la necesidad de redactar un nuevo texto constitucional, se acordó que debía acompañar el proyecto de Constitución de un discurso o preámbulo razonado que fuera digno de tan importante obra.[10] Como recuerda un testigo presencial, José María Queipo de Llano (Conde de Toreno), el discurso provocó grandes dosis de entusiasmo en la audiencia, pues hasta el presidente de las cortes, “si bien desafecto a las reformas, [fue] arrastrado como los demás por el torrente de la opinión [y] señaló principiar los debates”.[11]
Tras una breve introducción en la que se alude a la grandeza de la tarea encomendada y la humildad con la que se ha acometido, comienza Argüelles asegurando que:
Nada ofrece la Comisión en su proyecto que no se halle consignado del modo más auténtico y solemne en los diferentes cuerpos de la legislación española, sino que se mira como nuevo el método con que ha distribuido las materias, ordenándolas y clasificándolas para que formasen un sistema de ley fundamental y constitutiva en el que estuviese contenido con enlace, armonía y concordancia cuanto tienen dispuesto las leyes fundamentales de Aragón, Navarra y de Castilla…
(2)
A primera vista, reconoce que “aquellos poco versados en la historia” podrían sorprenderse de estas conclusiones, pero afirma que ello es debido al desconocimiento generalizado de la jurisprudencia y legislación antiguas y al “ahínco con que se prohibía cualquier escrito que recordase a la nación sus antiguos fueros y libertades”. De ello no se exceptúan las nuevas recopilaciones de Derecho, “de donde se arrancaron con escándalo universal leyes benéficas y liberales, [que] causaron un olvido casi general de nuestra verdadera constitución” (4) que alude, sin mencionar, a la Novísima Recopilación de las Leyes de España de 1805 que suprimió el deber del rey de convocar las Cortes.[12] Invita Argüelles a comparar este lamentable estado de cosas con la manera “auténtica y solemne” con que se proclamaba la soberanía nacional en el Fuero Juzgo del siglo XIII.[13] Allí se encuentran las siguientes disposiciones:
…que la corona es electiva; que nadie puede aspirar al reino sin ser elegido; que el rey debe ser nombrado por los obispos, magnates y el pueblo; explican igualmente las cualidades que deben concurrir en el elegido; dicen que el rey debe tener un derecho con su pueblo; mandan expresamente que las leyes se hagan por los que representan a la nación, juntamente con el rey; que el monarca y todos los súbditos, sin distinción de clase y dignidad, guarden las leyes.
(7)
Pregunta Argüelles: “¿Quién a la vista de tan solemnes, tan claras, tan terminantes disposiciones podrá resistirse todavía a reconocer como principio innegable que la autoridad soberana está, originaria y esencialmente, radicada en la Nación?” (7) Lo problemático no es que tales disposiciones no apareciesen en el Fuero Juzgo, que por ejemplo contiene, si bien en una acepción limitada, el principio de la “elección” del rey que, como afirmaba el influyente historiador Francisco Martínez Marina (1754-1833), requería el consentimiento o placet del pueblo—si bien no es posible verificar en qué consistía exactamente y si puede interpretarse como algo distinto que como mero acto de aclamación popular de una decisión que le vendría dada de antemano.[14] La objeción principal a Argüelles radica en las conclusiones que pretende, que son claramente inciertas. Por ejemplo, un monárquico podría partir de las disposiciones aludidas para concluir que la supuesta “elección” del rey no limitaba el principio dinástico en la sucesión, o para afirmar que esta elección ni añadía ni quitaba nada a la soberanía que seguía residiendo en el monarca, sin cuya presencia no podían convocarse la juntas y concilios, ni tener ningún valor lo allí acordado.[15] Así, Argüelles omite mencionar que los reyes gozaron de todas las prerrogativas y derechos de la soberanía, incluido el último arbitrio sobre la paz y la guerra, la jurisdicción civil y militar, la capacidad de ser jueces natos en todas las causas, el supremo dominio, autoridad y jurisdicción sobre todos los vasallos, la capacidad de hacer leyes, sancionar y enmendar las leyes.[16]
Argüelles humaniza la edad media, le imprime una sensibilidad moderna (es decir, liberal) y en el proceso sin duda distorsiona el alcance real de aquellas instituciones, a las que se acude no para comprender cómo fueron entendidas o aplicadas en su tiempo, sino como fuente de apoyo para las circunstancias presentes. Y sin embargo, Argüelles realiza un notable esfuerzo por enraizar el principio de soberanía nacional en la historia, que presenta como la hipótesis que mejor explica ciertos ejemplos, cuya fuerza persuasiva depende enteramente de su habilidad para ser expuestos ante su audiencia como instancias ejemplares de la misma. Ofrece varios casos de reyes que fueron destronados a causa de su mal gobierno.[17] Alude también a la facultad de las cortes de elegir un substituto al rey.[18] Finalmente, acude a varias instituciones y antiguos fueros en Aragón (el Justicia de Aragón, o el privilegio de la Unión), en Navarra (el pedimento de ley, el contra fuero, etc.) y en las Provincias Vascongadas, que invariablemente se presentan como garantes de la libertad del pueblo frente a la acción usurpadora de los reyes (9-16).
Pero, ¿qué sucede con aquellos ejemplos históricos que contradicen claramente sus conclusiones? Argüelles reconoce que estos principios no fueron siempre respetados en la práctica (lo que atribuye a la ausencia de leyes claras), pero tales casos “no pudieron echar de sí la memoria de haber sido electiva la corona en su origen” (8, énfasis añadido), frase que meritoriamente logra recomponer, gracias a la labor reconstituyente de la memoria, la discontinuidad histórica que se reconoce en su ejercicio. En segundo lugar, Argüelles se basa en la inexistencia de pruebas fehacientes que contradigan aquel derecho originario, desplazando la carga de la prueba a quien pretenda argüir que la soberanía no reside en la nación, ya que: “¿no era preciso que para sostener lo contrario se señalase la época en que la nación se había despojado a sí misma de un derecho tan inherente, tan esencial a su existencia política? ¿No era preciso exhibir las escrituras y auténticos documentos en que constase el desprendimiento y enajenación de su libertad?” (8). De manera que recuerda los argumentos de Rousseau contra la imposibilidad de enajenar la libertad personal en el libro primero del Contrato Social, Argüelles sostiene que tamaña alienación requeriría no sólo situaciones de hecho, sino pruebas de derecho, cuya ausencia vendría a demostrar a contrario, que la soberanía sigue residiendo en su legítimo propietario: la nación. Finalmente, reconoce que el vasto cuerpo de legislación y jurisprudencia heredado de los siglos contiene disposiciones y normas que contradicen sus conclusiones. Por ejemplo, en las famosas Partidas redactadas durante el reino de Alfonso X (1252-1284) se dispone que el rey ostenta potestad exclusiva sobre las leyes y ningún otro tendrá potestad para hacerlas, y que si alguno las hiciere, no tendrán fuerza ni valor alguno.[19] Ciertamente, esto plantea una contradicción o antinomia jurídica a la que se ha de dar respuesta.
Argüelles trata primero de minimizar su alcance, explicando estas contradicciones como inevitables en el largo transcurso de los siglos y el modo acumulativo en que ha ido desarrollándose la jurisprudencia, apilándose un código tras otro sin ningún criterio de sistematicidad. Ello torna “forzoso entresacar con gran cuidado y diligencia las leyes puramente fundamentales y constitutivas de la monarquía de entre la prodigiosa multitud de otras leyes de muy diferente naturaleza, de espíritu diverso y aun contrario a la índole de aquéllas” (17). Ahora bien, la dispersión normativa heredada de los siglos podría justificar la necesidad de eliminar asperezas y contradicciones, pero no el criterio seguido a la hora de hacer la selección de normas. Para ello, Argüelles necesita otro argumento fundamentado en una “mejor lectura” de la tradición, realizada con el ánimo de penetrar profundamente, no en el tenor de las citadas leyes, sino en su índole y espíritu (20). Entre tanta legislación y avatar histórico, Argüelles invoca este espíritu “no en el que últimamente había igualado a casi todas las provincias en el yugo y la degradación, sino de las que todavía quedaban vivas en algunas de ellas” (20). A ello acompaña esta breve narración:
Los españoles fueron en tiempos de los godos una nación libre e independiente, formando un mismo y único imperio; los españoles, después de la restauración, aunque también fueron libres, estuvieron divididos en diferentes estados en que fueron más o menos independientes […] Los españoles nuevamente reunidos bajo una misma monarquía todavía fueron libres por algún tiempo; pero la unión de Aragón y de Castilla fue seguida muy en breve de la pérdida de la libertad, y el yugo se fue agravando de tal modo que últimamente habíamos perdido, doloroso es decirlo, hasta la idea de nuestra dignidad, si se exceptúan las felices provincias vascongadas y el reino de Navarra, que presentando a cada paso en sus venerables fueros una terrible protesta y reclamación contra las usurpaciones del Gobierno, y una reconvención irresistible al resto de España por sus deshonrosos sufrimientos, excitaba de continuo los temores de la corte…
(19)
Se ofrece a la nación así considerada una narración simplificada de su historia; la de un sujeto político único al que se atribuye un ansia constante e irrefrenable de libertad, no obstante los obstáculos, rupturas y discontinuidades interpuestas, incluida la propia diversidad de los reinos y regímenes jurídicos que lo integran. Este es un relato de pérdida progresiva de dignidad bajo la acción del poder absoluto que la constitución vendría a recomponer, apoyándose para ello en los reductos de libertad que todavía quedan vivos en algunos territorios. Así, la libertad también unifica la experiencia entre territorios diversos, a caballo entre el dolor y el sufrimiento por su pérdida y la pugna constante por recobrarla, en contra de la acción usurpadora de los monarcas. Se trata por tanto de una narración hilvanada alrededor de una idea o principio motor (la libertad) que da coherencia y explica la historia, y del que se extrae un principio (el de la libertad originaria) que se emplea a continuación para resolver las antinomias. En tanto que presunción pro libertatis, se emplea ésta para decantarse en favor de que la potestad legislativa resida en las cortes y no en el monarca, como decía la disposición aludida de la Partida, que, en cuanto norma contraria al principio destilado de la tradición, se ha de suprimir. Según esta relectura creativa y creadora de la tradición, idéntico deseo de libertad subyacen tanto a las antiguas leyes fundamentales como a la presente constitución, por lo que no duda que el Congreso oirá con “benignidad” el proyecto que presenta (16).
El punto esencial del relato ha consistido en defender que la soberanía reside originariamente en la nación y no en el rey. Si desde una vertiente estrictamente histórica el argumento podría decantarse más fácilmente por el lado monárquico, en favor de Argüelles concurren dos circunstancias muy importantes. En primer lugar, en el momento de asedio que vive Cádiz, Argüelles escribe para una audiencia que puede dar fe de aquella pulsión de libertad no tanto en los anales de su jurisprudencia, sino en su experiencia actual frente al enemigo exterior, y de esta manera, fundir el deseo presente de libertad con el principio supuestamente entresacado de la tradición. En segundo lugar, y jurídicamente más concluyente, se debe confrontar el hecho notorio de las renuncias de Bayona de 1808, cuando Fernando VII y Carlos IV abdicaron la corona en favor de Napoleón, y que se tradujeron en la promulgación del Estatuto de Bayona otorgado por José I. Así, una vez constituidas el 24 de Septiembre de 1810, el primer acto institucional de las Cortes Generales y Extraordinarias de Cádiz consistió en declarar nula y sin ningún valor aquellas renuncias no sólo por la violencia en que se incurrió al hacerlo, sino por “faltarle esencialmente el consentimiento de la nación”.[20] Es decir, la nación nace en tanto que es necesaria presuponerla para oponerse a la cesión de soberanía en favor de un tercero, pues el rey no podía enajenar aquello que no era suyo. Así el Art 2 de la Constitución vendrá a explicitar que: “La Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona”. Al mismo tiempo, se abjura del Estatuto de Bayona como “carta otorgada”, porque como dice el Art. 3: “La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales”. En definitiva, el principio de soberanía nacional instaurado en la Constitución de Cádiz y hoy aceptado como dogma liberal puede entenderse como construcción retórica del texto en el que está siendo retroactivamente justificada.
El discurso de Argüelles puede, por tanto, considerarse como un proceso de constitución de un nuevo sujeto político, la nación, que entraría dispersa, sojuzgada y olvidada de sus propias tradiciones, y saldría reconfortada, unida, y asegurada en sus derechos. Como acto poético de refundación, el proyecto opera una auténtica constitución retórica, hecha posible en el transcurso mismo del texto que la invoca como fundamento. Se ofrece así a la nación el proyecto de constitución para que se reconozca en ella y la acepte como suya, habiéndose destilado en un cuerpo claro, ordenado y consistente lo mejor y más reputado de cada tradición, con ideales estéticos de enlace, armonía y concordancia, y reglas de composición “breves, claras, y sencillas” (20); nuevo sólo en el método, añejo en la sustancia.
La ironía es, por supuesto, que una vez constituida en torno a la riqueza cultural e historia sobre la que se asienta, la constitución pretende operar como un todo unificado y autosuficiente, dejando atrás el pasado y la pluralidad normativa que la hacen posible. La constitución se presenta como culminación de un proceso histórico a partir del cual, y en adelante, rechaza su propia historicidad. Se trataría así de sustraer la propia constitución de la evolución natural del derecho y la jurisprudencia. Así se nos dice que “se ha acabado para siempre esa prodigiosa multitud de intérpretes y escoliadores que, ofuscando nuestras leyes y llenando de oscuridad nuestros códigos, produjo el lamentable conflicto, la espantosa confusión en que a un tiempo se anegaron nuestra antigua constitución y nuestra libertad” (48). Para Argüelles, “la Constitución… debe ser un sistema completo y bien ordenado cuyas partes guarden entre sí el más perfecto orden y armonía. Su textura… ha de ser de una misma mano; su forma y colocación, ejecutada por un mismo artífice” (18). De idéntica manera, se anticipa la necesidad de instaurar un único código de leyes positivas para toda la nación, y la de crear un único fuero o jurisdicción que “acabará de una vez con la monstruosa institución de diversos estados dentro de un mismo Estado que tanto se opone a la unidad de sistema de la administración, a la energía del gobierno, al buen orden y tranquilidad de la monarquía” (65).[21]
A pesar de la forma centralista de entender el ejercicio del poder soberano, en que prima el valor de unidad frente al de pluralidad, se observa la imposibilidad de la constitución de cerrarse de manera absoluta sobre sí misma.[22] Las propias imperfecciones que se reconocen al texto (1); la necesidad de completar reformas futuras (60-61); el reconocimiento de que ciertas situaciones se han de dejar al “progreso natural de las luces” (89) o momentos más propicios; y la propia diversidad territorial y normativa de la nación, son circunstancias que abogan por la comprensión de la constitución como proyecto en desarrollo más que como texto constituido de una vez para siempre. [23] Así, Argüelles asegura que la constitución “no podrá experimentarse sino después de establecido el orden y la tranquilidad” (118) y amaine “el espíritu de aversión y repugnancia que la contradice” (117), lo que hace depender la constitución de un cambio social profundo que requiere tiempo. En otras palabras, la constitución es un texto que se ofrece a la sociedad para que la acepte y la haga suya (si ésta quiere), haciendo depender su vigencia real y efectiva en un hecho difuso sobre el cual la propia constitución no puede mandar: su receptividad y aceptación social.
Entramos con ello en el terreno de la poética de la recepción, lo cual resulta ineludible para toda constitución. Así, nada más restablecido Fernando VII en su trono decretó la nulidad absoluta de todo lo actuado en Cádiz, declarándolo sin efecto “ahora ni en tiempo alguno, como si no hubiesen pasado jamás tales actos, y se quitasen de en medio del tiempo”.[24] Y por si quedase alguna duda, una vez recobrado el trono tras el paréntesis del trienio liberal, decretó de manera aún más contundente: “Con el fin de que desaparezca del suelo español hasta la más remota idea de que la soberanía resida en otro que en mi real persona; con el justo fin de que mis pueblos conozcan que jamás entraré en la más pequeña alteración de las leyes fundamentales de la monarquía…”.[25] Aparentemente a Fernando le faltó la benevolencia requerida para interpretar el proyecto de Cádiz como se merecía. O, ¿fue tal vez su interpretación la más lúcida al adivinar lo que realmente se pretendía en Cádiz? La discrepancia sobre cómo interpretar los propósitos de un texto fundacional también se debate en la STC 31/2010 sobre el Estatuto de Cataluña.
II. Tribunal Constitucional, constitución (im)posible
Como hemos visto, la Constitución de Cádiz pretende erigirse en el texto que subsuma la tradición anterior para, en adelante, “poder leer a un mismo tiempo el solemne catálogo de sus fueros y de sus obligaciones sin necesidad de expositores ni intérpretes” (Argüelles 23). Esta es una pretensión que acompaña muchos procesos de constitucionalización que Anne Norton explica como intentos de transubstanciación (1988). A través de este acto en el que “la carne se torna verbo”, un determinado grupo de personas ambiciona transcender los límites corpóreos de su existencia finita y, en cuanto miembros de un cuerpo ideal o místico, se vinculan a sí mismos y a las generaciones posteriores a la preservación (o resurrección) de aquella nación perfectamente constituida. No obstante, dice la autora, si bien “aquellos que se constituyen a sí mismos por escrito a menudo permanecen deliberadamente inconscientes de la dialéctica sin fin de la constitución [y] prefieren ver el texto de la Constitución como la expresión perfecta de una identidad ideal” (467, traducción mía), ningún texto, cualquiera que sea su carácter, puede transcender las “marcas” del tiempo (469). El texto se presenta a los intérpretes no como un artefacto del pasado, sino como derecho actual y vigente, por lo que “siempre habrá disyunciones entre lo que se dice que es y lo que es, entre la nación [a people] y su constitución” (469). Este hecho garantiza que siempre haya “no una, sino un número variado de constituciones comprendidas en el texto” (471).
En apoyo de esta última tesis, Gary Jeffrey Jacobsohn (2010) ha puesto de relieve recientemente que toda constitución se estructura alrededor de ciertas desarmonías y disonancias que, precisamente, permiten su identificación y duración en el tiempo. Estas resultan necesarias tanto porque impiden que la constitución sea netamente absorbida por una única tradición, como porque estructuran ciertas continuidades de sentido en torno a las cuales se articulan tales disonancias y contradicciones. Se ha llegado a afirmar, incluso, que para entender qué es una constitución se ha buscar no ya un núcleo diáfano o esencia de signo inequívoco, sino justamente sus ambigüedades, cuyos desacuerdos específicos le ayudan a mantenerse en tensión (Pitkin 1987, 167). Ello obliga a considerar las disonancias internas como inherentes a cualquier constitución, más que como anomalías que haya que “armonizar”, y permiten interpretaciones alternativas de la misma.
Una de estas desarmonías constitutivas se expresa en el Art. 2 de la vigente Constitución Española (CE) de 1978, que dispone que “la constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”. Según se ha explicado en numerosas ocasiones, la adopción del término inédito (y ambiguo) “nacionalidad” se debió a la intervención del grupo mixto que lo propuso para desbloquear el acuerdo y hacerlo más aceptable para todas las fuerzas políticas. Se trataría así de una fórmula de compromiso que se asemeja a lo que Carl Schmitt denominó “pactos apócrifos”, que bajo la apariencia de acuerdo ocultan en realidad la ausencia del mismo.[26] Es de sobra conocido que Schmitt vio en ellos un defecto típicamente liberal de diferimiento o aplazamiento de la decisión, pero no debemos apresurarnos a aceptar esta conclusión, pues todo texto constitucional ha de ser leído a la luz de las tensiones y voluntades en pugna y no bajo el prisma de una única voluntad superior que cancele a las demás.[27] Ello plantea la incógnita sobre cómo interpretar y actualizar aquel compromiso originario, es decir, cómo trasladar en el tiempo un acuerdo que lo fue solo en torno a un texto de por sí “inarmónico”; y de hacerlo precisamente en el momento en que Cataluña, en el ejercicio de su autonomía, busca adecuar al tiempo presente su norma institucional básica con un nuevo estatuto, que fue recurrido por el grupo del Partido Popular por entenderlo contrario a la constitución.
No es fácil abstraerse del tenso clima político vivido alrededor de la sentencia STC 31/2010, que resolvió el recurso de inconstitucionalidad interpuesto por el Grupo Popular contra el Estatuto catalán aprobado en 2006, con filtraciones en prensa, cambio de ponentes y la recusación del magistrado Pablo Pérez Tremps, sin olvidar que varios magistrados habían excedido con creces su tiempo de mandato y su renovación fue paralizada, fundamentalmente, por el mismo partido que había interpuesto el recurso de inconstitucionalidad.[28] Tampoco ayudó a rebajar la tensión el hecho de que disposiciones virtualmente idénticas en otros estatutos de autonomía recientemente aprobados (ej. Valencia o Andalucía) no fueron igualmente objeto de impugnación. Finalmente, era ésta la primera vez que se impugnaba en extenso un estatuto de autonomía aprobado en el Parlamento de Cataluña, aprobado también en las cortes españolas y ratificado por los ciudadanos catalanes en referéndum convocado al efecto, lo que ponía de relieve, con inusual claridad, lo que en la doctrina norteamericana se conoce como counter-majoritarian difficulty, es decir, el conflicto entre mayorías populares y la labor de órganos judiciales no electos. No obstante estos factores “externos”, interesa ahora ahondar en la dimensión constitutiva o poética de la sentencia, que se entiende por el entero universo normativo que construye y que invita a compartir. En efecto, más que un mero acto interpretativo, la tarea hermenéutica entraña una poética del entendimiento que apela el entero universo normativo del intérprete y le conmina a desvelar su relación con el mundo (Gadamer 1960). Bajo este prisma, el acto interpretativo puede ser juzgado no sólo en cuanto a su adecuación o no al objeto interpretado (si ha sido “fiel” o no a él), sino en la consideración que merece la visión del mundo que (re)presenta (White 1991).
En lo que aquí concierne, uno de los extremos impugnados del estatuto es el término “nación” referido a Cataluña en su preámbulo, que dice: “El Parlamento de Cataluña, recogiendo el sentimiento y la voluntad de la ciudadanía de Cataluña, ha definido de forma ampliamente mayoritaria a Cataluña como nación. La Constitución española, en su artículo segundo, reconoce la realidad nacional de Cataluña como nacionalidad”. Entienden los recurrentes que desde la Constitución de Cádiz de 1812, el término “nación” se ha reservado para el depositario de la soberanía y que, en 1978, ésta se vinculó al conjunto del pueblo o el Estado. Según los demandantes, la nación española es el fundamento de la constitución misma y su “indisoluble unidad” no es una expresión hueca, sino la expresión de un designio inequívoco del constituyente. En defensa del Estatuto, el gobierno de la Generalitat argumenta que la discusión no ha de retrotraerse a 1812 sino el debate constituyente de finales del siglo XX, en el que se adoptó el término “nacionalidad” en aras del necesario consenso. Considerar ahora que términos como “nación” son inconstitucionales sería deshacer aquella voluntad constituyente para volver a una concepción regionalista que no fue la adoptada en la constitución. Según el gobierno catalán, la constitución avala el uso legítimo del término “nación”, que no estaría en ningún momento asociado a la noción de soberanía, para denominar comunidades políticas no constituidas en Estados que forman parte de una gran Nación-Estado que es España.
Como se ve, el recurso pone en liza todo el engranaje constitucional y los fundamentos del sistema democrático. Más que sobre un precepto concreto, las partes pugnan sobre la ontología misma de la constitución: se discute si más allá de una norma jurídica de carácter sustantivo, la constitución ha de entenderse como un “marco” en el que cabrían una amplia diversidad de desarrollos estatutarios posibles; o, si por el contrario es muro infranqueable e indisponible para el legislador autonómico.[29] Para decirlo con otro lenguaje, ¿es la constitución palabra viviente o norma petrificada en el tiempo? En cuanto al Estatuto, la cuestión es si ha de ser concebido como norma de una “parte” (Comunidad Autónoma) subordinada al “todo” (Estado), o como norma de carácter “pactada” que aúna dos voluntades (estatal y autonómica). En este contexto, el mayor reto para el tribunal consiste no ya en decidir si la norma impugnada es acorde o contraria a la constitución, sino el generar el lenguaje capaz de servir como encuentro a lógicas y mundos heterogéneos.
Para empezar, el TC acepta que el término “nación” es “extraordinariamente proteico” en razón de los diversos contextos en los que puede desenvolverse (Fundamento Jurídico, FJ 12). Así puede hablarse de la nación como una realidad cultural, histórica, lingüística, sociológica y hasta religiosa. Sin embargo, “la nación que aquí importa es única y exclusivamente la nación en sentido jurídico-constitucional. Y en este específico sentido la constitución no conoce otra que la nación española […] en la que la constitución se fundamenta (Art. 2 CE) y con la que se cualifica expresamente la soberanía que [solo puede ser] ejercida por el pueblo español como su único titular reconocido” (FJ 12, énfasis añadido).
El TC concede que en la constitución caben cuantas ideas quieran defenderse sin recurrir a la infracción de los procedimientos legales, lo cual incluye la posibilidad de reformarla. Pero mientras ello no ocurra, “las normas del ordenamiento no pueden desconocer ni inducir al equívoco en punto a la ‘indisoluble unidad de la nación española’ proclamada en el Art. 2 de la CE […] ni pueden tampoco, al amparo de una polisemia por completo irrelevante en el contexto jurídico-constitucional […] referir el término ‘nación’ a otro sujeto que no sea el pueblo titular de la soberanía” (FJ 12, énfasis añadido). Concluye el TC que “[e]n atención al sentido terminante del Art. 2 CE, ha de quedar, pues, desprovista de alcance jurídico interpretativo la referida mención del preámbulo a la realidad nacional de Cataluña […], lo que dada la especial significación de un preámbulo estatutario así se dispondrá en el fallo” (FJ 12, énfasis añadido). En efecto, el valor interpretativo del preámbulo “nunca podrá imponerse a la que, con carácter privativo y excluyente, y con verdadero alcance normativo, sólo puede predicarse de la autoridad de este tribunal” (FJ 7, énfasis añadido). Por ello, los fundamentos jurídicos de la sentencia han de convertirse en el locus donde hallar la valoración que merece el Estatuto, pues “sólo ahí ha de buscarse el juicio de constitucionalidad que nos merezca la interpretación cualificada pretendida por el legislador [estatutario]” (FJ 7, énfasis añadido).
Es difícil no apreciar el tono dogmático y autoritario de las anteriores frases.[30] Obviando las dificultades interpretativas del Art. 2 de la Constitución, el TC afirma categóricamente, pero sin elaborar sustancialmente, que sólo existe una nación y que ésta es necesariamente soberana e indivisible, lo cual se afirma con carácter terminante. Más que una invitación a repensar los valores fundamentales de la democracia, parece un intento de cerrar la conversación y sellarla definitivamente. Trata en primer lugar el tribunal de delimitar las múltiples acepciones del término “nación” y de constreñirlas a su acepción exclusivamente jurídica. De esta manera, proyecta una visión del derecho como esfera diferenciada y autónoma, para cuya comprensión es del todo “irrelevante” lo que ocurra más allá de sus fronteras conceptuales: un mundo separado y hermético de significados claros y unívocos, opuestos a la ambigüedad y el equívoco. Al delimitar así su campo de actuación, el tribunal no solo busca expulsar la ambigüedad al exterior del derecho, sino fundamentalmente de su interior: al oponer el concepto jurídico de nación a los reconocidos en otras esferas, se asume que jurídicamente la nación es un concepto unitario e incontrovertido, lo que excluye concepciones alternativas dentro del mismo marco constitucional. Ello implica un doble movimiento: con respecto a la constitución, el tribunal desambigua la “desarmonía constitutiva” del artículo segundo, en favor de un significado unívoco que no admite lecturas contrapuestas. Con respecto al Estatuto, el reconocimiento de la nación catalana se interpreta como antinomia incompatible con la nación española, a la que aquélla se ha de someter de acuerdo al criterio jerárquico.
En segundo lugar, el TC menciona la posibilidad de reformar la constitución, pero rechaza de plano que el estatuto catalán pueda incidir en el desarrollo del concepto de “nación”, contribuyendo así al enriquecimiento de la constitución. Es más, al aseverar que el texto de la sentencia debe operar como el locus donde hallar el juicio de valor que merece el estatuto, el tribunal se arroga el derecho no ya de interpretar su contenido, sino de suplantarlo. Si el concepto de soberanía nacional sirvió en Cádiz como contrapunto al poder del monarca y limitador de su poder absoluto, se atribuye ahora este poder al Estado central y a su intérprete supremo, oponiéndose a una concepción federal(izante) de la misma. En conclusión, el tribunal avanza un concepto monista de la constitución, hostil tanto a la plurinacionalidad del Estado como a la idea misma de pluralismo constitucional.[31]
A pesar de lo anterior, la sentencia también despliega una segunda vertiente que permitiría una lectura menos doctrinaria, no suficientemente apreciada por los comentadores. En concreto, me refiero al uso de la técnica de las “interpretaciones conformes”, en las cuales se dice que un determinado artículo del EAC es constitucional siempre y cuando se interprete de una cierta manera.[32] Por ejemplo, dice el TC que la “inequívoca declaración el Art. 1 del EAC[33]; esto es, la constitución de Cataluña como sujeto de derecho ‘de acuerdo con la constitución’ […] implica naturalmente la asunción del entero universo jurídico creado por la constitución” (FJ 8), lo cual incluye “la indisoluble unidad de la nación española” y la aceptación de la soberanía del pueblo español. Siendo esto así, “el único sentido que cabe atribuir a la referencia del preámbulo del EAC al ‘derecho inalienable de Cataluña al autogobierno’” es el que la propia constitución garantiza a las nacionalidades y regiones, por lo que se desestima el recurso y se declara compatible con la constitución (FJ 8).
Otro ejemplo similar es el relativo al Art. 2.4 del EAC en que se dice que los poderes de la Generalitat “emanan del pueblo de Cataluña”, lo que había sido recurrido por considerarlo contrario a la soberanía del pueblo español. En este caso, el TC interpreta que el artículo en su conjunto trata simplemente de explicitar el principio de legitimad democrática que ha de regir el ejercicio del poder por la Generalitat, “por entero distinta” a la del pueblo español en la que reside la soberanía (FFJJ 8 y 9). Un ejemplo final es el Art. 5 del EAC que dice que “[e]l autogobierno de Cataluña se fundamenta también en los derechos históricos del pueblo catalán”, lo que había sido recurrido por interpretar que hacía mención a una fuente de legitimidad distinta de la constitucional. En este punto, el TC dice que efectivamente “sería manifiestamente inconstitucional si pretendiera para el EAC un fundamento ajeno a la constitución, aun cuando fuera añadido al que ésta le dispensa”. Sin embargo, asegura que la lectura del enunciado íntegro permite descartar esta interpretación, pues tales derechos históricos invocados son únicamente aquellos que ya se le reconocían a la Generalitat previamente a la constitución en atención a la lengua, cultura y los ámbitos educativo e institucional (FJ 10). En todos estos casos se hace una interpretación conforme de los preceptos, que leídos así resultan congruentes con la constitución.
Se aduce en contra de las interpretaciones conformes que sus lecturas no ofrecen el sentido más claro y natural de las disposiciones estatutarias; y se le acusa también de cierta ingenuidad al no reconocer las pretensiones reales de los proponentes.[34] Según la objeción expresada por el magistrado Conde Martín de Hijas en voto particular, las interpretaciones conformes “suponen en realidad lo que la doctrina califica como interpretaciones conformes de rechazo (eso es, el rechazo de otras interpretaciones de los preceptos impugnados que no sean la proclamada en la sentencia)” (FJ 3). Además, al desestimar el recurso, estas interpretaciones no se llevan al fallo (la parte dispositiva final de la sentencia) sino que quedan sumergidas (más bien sepultadas) entre la infinitud de fundamentos jurídicos de una sentencia ya de por sí descomunal. Con ello, la pretensión de la sentencia de convertirse en el locus donde hallar las razones para la validez del estatuto queda comprometida, abriendo márgenes para una “interpretación de la interpretación” (FJ 2).
Estas objeciones merecen ser matizadas. En primer lugar, no es ajustado decir que el TC rechaza las interpretaciones no proclamadas en la sentencia, pues el TC no dictamina lo que el EAC dice (o que se podría deducir del mismo), sino lo que no dice (ni se puede deducir del mismo sin violar la constitución). De este modo, lo que el TC declara no es su sentido posible, sino su sentido imposible. Esto es, lo que interesa al TC no es que otros sentidos contrarios a la constitución también sean posibles, sino encontrar al menos un sentido que no lo sea, aferrándose a él para salvar el contenido formal del estatuto, sin dejarse arrastrar por las suspicacias e interpretaciones que hacen los recurrentes y los votos particulares. A este respecto el TC ni niega ni afirma que los proponentes puedan tener otras aspiraciones distintas de las interpretadas, pero le basta afirmar que existe un sentido no incompatible con la constitución para considerar válido el texto.
A veces, el TC parece equivocar su operación, por ejemplo, cuando afirma que tal o cual interpretación “es el único sentido que cabe atribuir” a tal o cual precepto (STC 31/2010, FJ 8). En puridad, lo que el tribunal establece no es el único sentido posible, sino el único que cabe atribuir de acuerdo con la constitución. Al decir esto, el TC no está imponiendo un único sentido al estatuto, que en todo caso puede seguir siendo interpretado de muchas maneras, sino el que se percibe a través del filtro normativo del TC para hacerlo compatible con la constitución. Con ello se determina no el significado del estatuto, sino lo que no puede deducirse de él si se acepta y se parte del universo normativo de la constitución.
Por lo que respecta a la segunda parte de la crítica, relativa a la renuncia de llevar al fallo la multiplicidad de interpretaciones conformes, podría considerarse que ahí precisamente radica la mayor virtud de la sentencia. En un primer momento, el texto de la sentencia pretendía desplazar el preámbulo, subrogarse en él, convirtiéndose en el lugar en el que el EAC encontrase los fundamentos jurídicos de su validez, lo cual implicaría que el preámbulo dejase de tener virtualidad práctica como parámetro de su interpretación; que dejase de existir como tal.[35] En un segundo momento, la sentencia renuncia a convertirse en aquello que anunciaba (ser interpretación privativa y excluyente) en beneficio del texto más visible del EAC, al que seguirá siendo necesario acudir para entender las palabras del tribunal. De esta manera el tribunal habilita, contrariamente a lo que públicamente se escenifica, el desarrollo del estatuto como universo jurídico alternativo.
En esta segunda vertiente, se hace imposible considerar la sentencia como “petrificación” de la palabra. Más bien, la sentencia se convierte en palimpsesto, ya que su voz queda difuminada en beneficio del texto inmediatamente accesible y visible del EAC. Es el estatuto, tal y como fue concebido y aprobado por el Parlamento de Cataluña, aprobado por las cortes de España, y refrendado en última instancia por una mayoría sustancial del electorado Catalán (y no la sentencia del TC), al que se sigue teniendo que acudir en primera instancia, lo que puede interpretarse como expresión de una sensibilidad democrática no plenamente articulada. Según esta lectura, no le competería al Tribunal cerrar el significado posible del estatuto, sino solamente el cauce para que éste pueda articularse de manera compatible con la Constitución. Por tanto la virtud esencial de la sentencia, su mayor logro poético, estriba en su habilidad de difuminarse y eliminar sus propios trazos, renunciando a convertirse en piedra.
El intento de revalorizar este aspecto de la sentencia no logra redimir todas sus carencias. Al delimitar el contenido imposible del EAC, el TC ofrece una interpretación de la constitución más rígida y restrictiva que lo que una lectura evolutiva le hubiera permitido. En concreto, el TC “esencializa” el concepto de nación de su artículo segundo, que se abstiene de actualizar a la luz de la experiencia del Estado Autonómico, la Unión Europea y formas fragmentarias y compartidas de entender la soberanía.[36] Como le exige Javier García Roca, “el TC debería haber realizado un mayor esfuerzo hermenéutico integrador, basado en “una visión pluralista de esa nación, fundada en el Art. 2 de la CE y en nuestra configuración histórica como una unión de viejos reinos, y apoyada en la expresión ‘nacionalidades’ que está dotada de una amplia capacidad de auto-identificación”.[37] Ello sería, además, compatible con el propio preámbulo de la CE que proclama su voluntad de “proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones”. A la vista de estos ideales, ¿en verdad no podían haber coexistido la nación española y la nación catalana en un mismo texto sin decretar su carácter antinómico e incompatible? La incapacidad de imaginar la coexistencia entre lógicas y mundos heterogéneos, abortó la oportunidad de ensanchar la cabida del texto constitucional.
Curiosamente, el estatuto catalán pretendía ahondar en esta concepción plural, reconociendo las tensiones y contradicciones propias de una sociedad moderna. Allí se asegura que “Cataluña ha ido construyéndose a lo largo del tiempo con las aportaciones de energías de muchas generaciones, de muchas tradiciones y culturas, que han encontrado allí una tierra de acogida”. Una “historia de hombres y mujeres que Cataluña quiere proseguir con el fin de hacer posible la construcción de una sociedad democrática y avanzada, de bienestar y progreso, solidaria con el conjunto de España e incardinada en Europa”. En definitiva, se trataría de dar sentido a la afirmación de que “Cataluña quiere desarrollar su personalidad política en el marco de un Estado que reconoce y respeta la diversidad de identidad de los pueblos de España”.[38] De esta lectura podría deducirse que en Cataluña convive una multiplicidad de concepciones políticas que quieren seguir perteneciendo a otra estructura más compleja sin perder por ello su carácter nacional. Haber hecho una interpretación comprensiva del estatuto hubiera requerido leerlo no con la suspicacia que le exigían los recurrentes y ciertos votos particulares, sino con la “benevolencia” que Argüelles solicitaba para el proyecto de Cádiz, y que eclipsó la mirada de Fernando VII.
Ello hubiera requerido también hacer una relectura de la nación española más acorde con la que se predica en el EAC, y leer, no ya el estatuto a través de la constitución, sino la constitución a través del estatuto.[39] Este ejercicio reflexivo de reciprocidad, que rechaza el punto de vista arquimediano y la forma piramidal kelseniana de entender el ordenamiento jurídico, hubiera permitido comprender las tensiones constitutivas en el concepto de nación, tal y como existió en la constitución de 1812, no en la que pretendió atar el futuro de una vez para siempre, sino en la que inspiró su creación. Una constitución que, por mucho que les pese a Viviane Reding y al positivismo reinante aún en muchas facultades de derecho, es y requiere siempre de una labor poética sin la cual no podría constituirse, ni concebirse como tal su constitución.
III. Epílogo
De manera no del todo sorprendente, la sentencia fue fuertemente contestada socialmente, con manifestaciones multitudinarias bajo el lema “Somos una nación. Nosotros decidimos”. En enero de 2013, el Parlamento catalán aprobó una Declaración de soberanía y del derecho a decidir del pueblo de Cataluña que buscaba impulsar un proceso soberanista. En su preámbulo se aseguraba que “las dificultades y negativas por parte de las instituciones del Estado español, entre las que cabe destacar la Sentencia del Tribunal Constitucional 31/2010, suponen un rechazo radical de la evolución democrática de las voluntades colectivas del pueblo catalán dentro del Estado español y crean las bases para una involución en el autogobierno”. La declaración contenía nueve apartados entre los que destacaban el reconocimiento del pueblo de Cataluña como “sujeto político y jurídico soberano” y el impulso de un proceso sobre el “derecho a decidir”.
Esta declaración fue impugnada ante el Tribunal Constitucional, que resolvió el recurso el 25 de Marzo de 2014. Como cabía esperar, el tribunal declaró la inconstitucionalidad del principio de soberanía, que vendría a confirmar lo ya expuesto sobre su forma exclusiva y excluyente de entenderla. La sorpresa estriba en que el denominado “derecho a decidir” no se declara inconstitucional, siempre y cuando sea interpretado como “aspiración política” a la que solo puede llegarse mediante un proceso ajustado a la legalidad constitucional. Según el tribunal, este proceso “no está predeterminado en cuanto al resultado” pero ha de acompañarse de un “deber de lealtad” recíproco, lo que sugiere cierta lógica igualitaria y no subordinada. En segundo lugar, reconoce el tribunal que “la constitución no aborda ni puede abordar todos los problemas que se pueden suscitar en el orden constitucional, en particular los derivados de la voluntad de una parte del estado de alterar su estatus jurídico”, y por tanto problemas de esta índole “no pueden ser resueltos por este Tribunal” (FJ 4). Es decir, el tribunal reconoce la existencia de una realidad política que le desborda y sobre la que no puede imperar. Habiendo llegado al cupo del texto constitucional se demanda, o bien una ingente labor imaginativa para recomponer su contenido, o bien la creación de un nuevo continente que lo supere. Ninguna de estas opciones se aventura fácil. Solo el tiempo dirá si hay suficientes poetas para tanto reto.
Notas
01. Was bleibet aber, stiften die Dichter; citado en Gianni Vattimo, “Heidegger y la Poesía como Ocaso del Lenguaje” (1992, 67).
02. La noticia apareció en euobserver.com el 29 de abril de 2010; [http://euobserver.com/9/29972].
03. Ver, fundamentalmente, Robert Cover, “The Supreme Court, 1982 Term-Foreword: Nomos and Narrative” (1983). Para un desarrollo teórico, ver J. Etxabe, “The Legal Universe after Robert Cover” (2010). Sobre la función simbólica de la constitución, ver Jeremy Webber, “Constitutional Poetry: The Tension Between Symbolic and Functional Aims in Constitutional Reform” (1999).
04. Quien mejor ha articulado esta visión del derecho es James Boyd White, comenzando con su pionera The Legal Imagination: Studies in the Nature of Legal Thought and Expression (1973). En relación con la retórica constitutiva, ver J. B. White, When Words Lose their Meaning: Constitutions and Reconstitutions of Language, Character, and Community (1984, especialmente caps 8 y 9) y Acts of Hope: Creating Authority in Literature, Law, and Politics (1994, especialmente capítulos 3 y 4). Sobre la importancia de la “imaginación constitucional”, ver Ian Ward, “Community, Nationhood and the Constitutional Imagination” (1999).
05. Carl Schmitt, Verfassungslehre (1928).
06. Sobre la necesidad (y dificultad) de concebir un concepto de soberanía divisible, Jacques Lezra, “Phares; or Divisible Sovereignty” (2010).
07. Sobre la influencia de Cádiz en los procesos de independencia de América Latina, Mathew C. Mirow, “Visions of Cádiz: The Constitution of 1812 in Historical and Constitutional Thought”.
08. Agustín de Argüelles, Discurso preliminar leído en cortes al presentar la Comisión de Constitución el proyecto de ella (1812, 119). Todas las citas de páginas en el texto se hacen a la versión facsímil, que puede encontrarse en el Portal de la Biblioteca Virtual Cervantes. También existe una edición moderna, con introducción de Luis Sánchez Agesta (2011).
09. Joaquín Varela Suanzes-Carpegna, “La Constitución de Cádiz y el liberalismo Español del siglo xix”. Según argumenta este autor, la invocación a la historia en apoyo de medidas objetivamente revolucionarias también obedeció a una “creencia sincera, consecuencia tanto del peculiar carácter de la Ilustración española, nada hostil a la Edad Media, como del romanticismo naciente” (1987).
10. Marta Friera Álvarez e Ignacio Fernández Sarasola, “Contexto histórico de la Constitución Española de 1812” (12). Ver también la introducción de Luis Sánchez Agesta, “Agustín de Argüelles y la Constitución de 1812” (2011, 25).
11. Queipo de Llano, Historia del Levantamiento, Guerra y Revolución de España (extracto sobre la Constitución de 1812).
12. Marta Friera Álvarez e Ignacio Fernández Sarasola, Contexto Histórico de la Constitución Española de 1812 (4).
13. El Fuero Juzgo es una traducción al romance del Liber Iudiciorum del año 654 hecha en el año 1241 en Castilla por Fernando III. Biblioteca Virtual Cervantes. 24 de mayo de 2014. http://213.0.4.19/FichaObra.html?Ref=8228.
14. Francisco Martínez Marina, Ensayo histórico crítico sobre la legislación y principales cuerpos legales de los reinos de León y Castilla. Especialmente sobre el Código de las Siete Partidas de D. Alonso el Sabio (24).
15. Sobre el poder de estas juntas y concilios para atemperar la soberanía del monarca, ver F. Martínez Marina, Carta sobre la antigua costumbre de convocar las cortes de Castilla para resolver los negocios graves del reino.
16. Ver el prefacio a la Historia general de España de Juan de Mariana (1536-1624), tomo IV, xxiii-xxvii.
17. Argüelles (9) pone como ejemplos los casos de Juan II de Aragón (depuesto en 1462 en Cataluña) y de Enrique IV (depuesto en 1465 en Castilla).
18. Menciona que durante la minoría del rey Juan II de Castilla (1405-54), el pueblo eligió a su tío como infante (9).
19. Argüelles (18) cita la Ley XII, Título I, Partida I.
20. Decreto del 24 de septiembre de 1810.
21. Ello se hace sin perjuicio de “ciertas modificaciones que habrán de requerir necesariamente la diferencia de tantos climas como comprehende la inmensa extensión del imperio español y la prodigiosa variedad de sus territorios y producciones” (68).
22. Sobre el debate entre el centralismo de los liberales en Cádiz y la opción federal mantenida sobre todo los compromisarios americanos, ver Joaquín Varela Suanzes-Carpegna, Las Cortes de Cádiz: Representación Nacional y Centralismo (1988).
23. El Art. 11 de la Constitución de 1812, anuncia que se hará una división más conveniente del territorio español, “luego que las circunstancias políticas de la Nación lo permitan”. El propio Art. 1 de la constitución reconocía esta pluralidad al declarar que “La nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”.
24. Decreto Real del 4 de mayo de 1814.
25. Decreto Real del 17 de Octubre, 1824.
26. Como tal lo considera Juan Fernando López Aguilar, que se refiere al término nacionalidad como “subterfugio conceptual a la búsqueda del pacto constitucional […] bajo el que acomodar pretensiones identitarias de aspiración y vocación confesadamente nacionales”, en “La sentencia más larga: repercusiones de la stc 31/2010: política y jurisprudencia” (2011, 225). Ver también Óscar Alzaga, “La nación en los preámbulos de las Leges Superiores: El Estatut de 2006 y la stc 31/2010” (2011, 150 y siguientes).
27. Para ahondar en la concepción política de la constitución Schmittiana, ver Panu Minkkinen, “Political Constitutionalism Versus Political Constitutional Theory: Law, Power, and Politics” (2013, 592). Como dice Alec Stone-Sweet, los pactos constitucionales son ejemplos paradigmáticos de “contratación relacional” que establece una serie de objetivos expresados en términos generales que habrán de ser actualizados con el tiempo. Desde esta lógica, los tribunales constitucionales actuarían como fiduciarios [trustees], actualizando los términos de los acuerdos en la situación hermenéutica de cada momento. Ver A. Stone-Sweet, “Constitutional Courts”.
28. Sobre aspectos diversos de la sentencia, sendos estudios monográficos han aparecido en las revistas Teoría y práctica constitucional 27 (2011) y El cronista del Estado social y democrático de derecho 15 (2010). Sobre todas estas circunstancias, ver J. F. López Aguilar, “La sentencia más larga”. También, la posición de Marc Carrillo en Alzaga, “Encuesta sobre la sentencia del tribunal Constitucional 31/2010, de 28 de junio (Estatuto de Autonomía de Cataluña)” (2010, 20-21).
29. Para los usos y variantes de la metáfora del “marco” (frame) durante el proceso constituyente americano, ver la excelente monografía de Eric Slauter: The State as a Work of Art: The Cultural Origins of the Constitution (2010).
30. Uno de los autores que más han incidido en este aspecto es Javier García Roca, en Alzaga, “Encuesta sobre la sentencia del Tribunal Constitucional 31/2010, del 28 de junio (Estatuto de Autonomía de Cataluña)” (2010, 47).
31. Para el desarrollo de esta idea en el ámbito europeo, ver Neil Walker “The Idea of Constitutional Pluralism” (2002).
32. Esta técnica se utiliza para minimizar los prejuicios acarreados por la declaración de inconstitucionalidad que conlleva su nulidad y consecuente expulsión del ordenamiento y se basa en el principio de “conservación de la ley”.
33. El Art. 1 del EAC dice: “Cataluña, como nacionalidad, ejerce su autogobierno constituida en comunidad autónoma de acuerdo con la constitución y con el presente estatuto, que es su norma institucional básica”.
34. Ver los votos particulares de los magistrados Vicente Conde Martín de Hijas, Javier Delgado Barrio, Jorge Rodríguez-Zapata Pérez y Ramón Rodríguez Arribas.
35. Los preámbulos suelen servir como criterio interpretativo del resto del articulado.
36. Para el desarrollo de estos extremos, ver Hent Kalmo y Quentin Skinner (editores), Sovereignty in Fragments: The Past, Present and Future of a Contested Concept (2010).
37. García Roca, en Alzaga “Encuesta” (2010, 47).
38. Sobre esta lectura del preámbulo estatutario, ver el voto particular del magistrado Eugeni Gay.
39. Curiosamente, el tc acepta la proposición de que la Constitución Española incluye varios “universos normativos autónomos” (FJ 4), aunque entiende las relaciones entre ellos en términos estrictos de jerarquía y subordinación (no de interdependencia).
Obras citadas
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- ———. (Editor). “Encuesta sobre la sentencia del Tribunal Constitucional 31/2010, de 28 de junio (Estatuto de Autonomía de Cataluña)”. Teoría y realidad constitucional. 27 (2010): 9-130. Print
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