Rafael Lemus
The Graduate Center, Cuny
Volume 7, 2015
¿Qué sucedió en Iguala la noche del 26 de septiembre? De acuerdo con la versión inicial del gobierno, un incidente: un hecho atroz pero específico, atribuible a causas locales y a un puñado de individuos que actuó malamente. Según otro relato menos restringido –planteado en principio por académicos y columnistas y repetido, de unos días para acá, por el gobierno mismo–, una falla estructural: una catástrofe de tal magnitud que expuso de golpe las averías del Estado mexicano y la necesidad de severas reformas institucionales. Es, sin embargo, otra narrativa, mucho más radical que las anteriores, la que enciende hoy las calles y redes sociales: lo que ocurrió aquella noche fue un evento, uno de esos acontecimientos excepcionales que –de algún modo desprendidos de la trama de causas y efectos– interrumpen tajantemente el curso de las cosas. No un hecho localizado sino una fractura que reconfigura el horizonte y parte en dos el tiempo. No un desperfecto que debe ser reparado para que todo vuelva una vez más al orden sino una explosión que supone el fin de ese orden y el anuncio de otro nuevo.
Estos son los tres relatos que se disputan la interpretación de los crímenes en Iguala. No es una disputa menor: de la simbolización de esos hechos depende, en buena medida, la legitimidad de las prácticas y los actores políticos. Ya el gobierno explota en su provecho los primeros dos relatos. Es nuestro deber –el deber de aquellos que creemos haber visto aquella noche el ocaso de un tiempo, y en las manifestaciones que le siguieron, el despunte de otro– empujar y volver hegemónica la tercer narrativa. Un compromiso –como ha apuntado tantas veces Alain Badiou– es mantenerse fiel al evento, a lo percibido y experimentado durante los días álgidos, una vez que las cosas parecen volver a “su sitio”. Otro es emprender continua, consistentemente la tarea intelectual que el evento exige: repensar nuestro pasado y nuestro futuro a partir de Ayotzinapa. Porque hay un antes y un después de Ayotzinapa.
A la luz de Ayotzinapa, por ejemplo, el pasado reciente mexicano adquiere un aspecto enteramente distinto. En teoría, en los últimos veinte, treinta años el país habría experimentado una venturosa transición a la democracia que –operada por una serie de personajes ya emblemáticos– nos habría llevado de un régimen cerrado y autoritario, de partido hegemónico, a otro plural, abierto, finalmente democrático. Ya desde mucho tiempo antes de Ayotzinapa el día a día mostraba los boquetes de esa teoría y los límites de aquella transición, que supuso, sí, una apertura pero ni de lejos forjó una democracia sólida, transparente, incluyente. Lo que Ayotzinapa revela es aún más radical que eso: no es que la transición haya quedado trunca, es que no hubo transición alguna. Mírese de cerca: lo que aconteció fue una reforma –más o menos profunda, más o menos eficaz– del régimen y no un tránsito de un régimen a otro. Confírmese ahora que el PRI está de vuelta, Televisa prevalece y las políticas neoliberales se agudizan: antes que el desmantelamiento de un régimen y la constitución de otro, lo que hubo fue una suerte de pacto entre la clase política, la oligarquía y distintos poderes fácticos para garantizar la transformada continuidad de esa clase política, esa oligarquía y esos poderes fácticos. No es que ese proceso haya sido irrelevante; es que fue mucho menos profundo de lo que suelen alegar sus propios beneficiarios.
En este sentido, la constelación de marchas, acciones y protestas que ha seguido a la desaparición de los 43 estudiantes normalistas no supone –como algunos han ya sugerido– una segunda ola de la transición. Lo que estamos viviendo es la transición –la posibilidad de una verdadera transición. Si la cruzada reformista de los noventa pretendía la democratización de instituciones y mecanismos, la multitud actual (esa horizontal suma de singuralidades) tiene en la mira ese y, además y sobre todo, otro blanco: la clase política y los poderes fácticos que operaban, operan y pretenden seguir operando bajo esos mecanismos e instituciones. En lugar de otra reforma pactada, lo que esta multitud persigue es la suspensión de los viejos pactos. En vez de un acuerdo que, a cambio de ciertas reformas, asegure la persistencia de la clase gobernante, se demanda la destitución de esa clase gobernante antes de acordar cualquier cosa. No la reforma de este régimen sino la constitución de otro –ese es el horizonte que el evento descubre.
Ya se escucha a funcionarios y columnistas exigir al movimiento demandas claras, peticiones precisas. Ya se ve a algunos académicos plantear, con buena voluntad, propuestas, correctivos y comisiones que, efectivos o no, presuponen la extensión del régimen. Sin embargo, la multitud se mantiene en un estado de continua emergencia, se diría que casi pre-discursivo, y se resiste, inteligentemente, a fijar una agenda única y negociable. Antes que traducirse en discurso, se despliega una y otra vez como un tumulto de cuerpos deseantes, insobornables, irreductibles. Esa es la práctica política del movimiento: no la negociación sino el ejercicio radical del antagonismo democrático. Esa es su forma de operación: no –no todavía– la deliberación sino la movilización permanente, cuyo objetivo no es reparar la crisis de este régimen sino más bien agudizarla. Y eso es precisamente lo que ocurre: cada vez que la multitud irrumpe en las calles, el régimen se muestra más descompuesto y autoritario, desprovisto ya de la legitimidad suficiente para hacer uso legítimo de la fuerza pública. Además, ¿por qué habría de negociar la multitud con un régimen al que, después de Ayotzinapa, considera ya caduco?
Hay quienes insisten en que la demanda de la renuncia presidencial no es sino un capricho de los manifestantes más estridentes, quienes habrían escalado un “incidente local” a un alzamiento casi “golpista”. Es justo al revés: esa exigencia –por otra parte, democrática– no es un desvío sino la derivación lógica de la racionalidad política de la multitud, opuesta, como ya se vio, a la clase gobernante que se ha apropiado del Estado. Desde luego que la renuncia del presidente no supondría una panacea. De hecho, ni siquiera sería suficiente; es apenas una condición básica para la consecución de los dos objetivos principales del movimiento: la destitución de la clase política y su posterior llamado a cuentas. Por otra parte, más allá de la renuncia o permanencia de Peña Nieto, una destitución simbólica ha ya ocurrido: para todos aquellos que concebimos Ayotzinapa como evento –y somos millones– el presidente y su gobierno son ya el antiguo régimen. Aun si persisten y administran y reprimen en el presente, son un residuo de otro tiempo, ya cesados, ya obsoletos.
Una vez que el antiguo régimen sea ya plenamente antiguo, habrá que construir el México que viene después de Ayotzinapa –un México en el que, de entrada, no existan las condiciones de posibilidad para otra noche como aquella del 26 de septiembre.
Nota
*. Ensayo que apareció originalmente en sinembargo.mx el 5 de diciembre de 2014 http://www.sinembargo.mx/opinion/05-12-2014/29732