Deleuze extraviado en Norteamérica: rumbos y destinos

Alejandro Sánchez Lopera
Universidad el Bosque

Volume 9, 2016


La filosofía de Gilles Deleuze (1925-1995) ha sido asociada, en diversas ocasiones y a ambos lados del Atlántico, con la exaltación vitalista del deseo. Especialmente molesto para determinadas lecturas marxistas, aquí y allá el trabajo de Deleuze ha sido vinculado incluso con el despliegue de las formas contemporáneas del capitalismo: como una filosofía cuya política es errática, tanto, que tiene una extraña sintonía con las operaciones del mercado en la actualidad. Rizoma, líneas de fuga y desterritorialización, son el blanco favorito de críticos de distintas proveniencias. De Slavoj Zizek a Fredric Jameson, de Gayatri Spivak a Jacques Rancière, su filosofía ha generado un malestar que ha dado lugar a intensas discusiones.

Uno de los puntos de discordia recurrentes es la famosa entrevista-conversación entre Deleuze y Foucault, “Los intelectuales y el poder,” publicada en 1972. Esta inicia con un malentendido. Dice Foucault: “Un maoísta me decía: `Comprendo perfectamente por qué está Sartre con nosotros …; en cuanto a ti en realidad lo comprendo bastante, ya que siempre has planteado el problema del encierro. Pero a Deleuze, realmente, no lo comprendo´” (23). Esa incomprensión quizás esté en la base de un prolífico desacuerdo que emergió posteriormente: el que enfrenta a Deleuze con otro maoista, el destacado filósofo Alain Badiou. Es precisamente Badiou, mordaz polemista, quien ofrece una nítida descripción de esta crítica al situar en su justa dimensión “la imagen común (Deleuze como liberador del múltiple anárquico de los deseos y las errancias)” (23). Eso lo escribe Badiou en 1997. Ya en 1976 Badiou, según sus propias palabras, “tendería a considerar `fascista` su apología del movimiento espontáneo, su teoría de los ´espacios de libertad´, su odio por la dialéctica, en una palabra: su filosofía de la vida y del Uno-todo natural” (12-13).

Veinte años después de sus feroces ataques contra Deleuze, Badiou realiza un atemperamiento, y discierne los matices que no es posible encontrar en posiciones dispares como las de Spivak o Jameson. Es cierto que la interpretación que ofrece Badiou es polémica. En su bella lectura de Deleuze, presenta a un Deleuze extraño, desorbitado, quizás en sintonía con el Deleuze que él desea fabricar en el tinglado del pensamiento contemporáneo. A pesar de ser una hermosa y aguda lectura, desfigura aspectos sustanciales de su gran rival filosófico. No obstante, Badiou por lo menos, en un franco reconocimiento a su rival, pregunta al inicio de su libro: ¿Qué Deleuze? Y para responder a esa pregunta realiza un recorrido paciente por toda la obra de su rival, dedica un curso en el Colegio Internacional de Filosofía a su último trabajo con Felix Guattari (¿Qué es la filosofía?), y se nutre a su vez de un extenso intercambio epistolar con Deleuze sostenido durante seis años, entre 1989 y 1994 (15-19).

Ese tipo de duelo filosófico ya había tenido lugar a mediados del siglo XX. Si Alain Badiou está intentando dirimir quién será el último gran filósofo del siglo, es imposible dejar de evocar aquí la suerte que durante muchos años corrió un autor muy afecto a Deleuze: Friedrich Nietzsche. Hablando de extravíos, Martin Heidegger realizó una lectura interesada de Nietzsche -presentándolo como el último metafísico- para presentarse él mismo como el desplazamiento, el reinicio, el acontecimiento en el pensamiento. Ya Nietzsche, como ha sido mostrado especialmente desde la publicación del texto de Wolfgang Müeller-Lauter en 1971, sufrió los rigores de esa lectura interesada y sesgada por parte de Heidegger. Independiente de las imprecisiones de su interpretación, baste señalar que Heidegger recurrió exclusivamente a los fragmentos póstumos de Nietzsche, dejando deliberadamente de lado toda su obra publicada. ¿Pasará lo mismo con Deleuze?

Tal vez sí, si nos atenemos a la recepción mayoritaria que ha tenido en un sector importante de la crítica literaria en la universidad norteamericana. De alguna manera, parecería que Deleuze no cumple las expectativas que genera. En su influyente texto de 1988, “Can the subaltern speak?” Gayatri Spivak, profesora en Humanidades del Departamento de Inglés de la Universidad de Columbia, escribía una crítica áspera a propósito de la conocida conversación entre Deleuze y Foucault ya mencionada. Después de indicar que ambos están alineados con los sociólogos burgueses al evitar el uso de la noción de ideología y la de interés, y luego de nombrarlos como “two activists philosphers of history,” señala la incapacidad de ambos de salir de la filosofía del sujeto: “in the name of desire, they reintroduce the undivided subject into the discourse of power” (69). Resulta por lo demás sorprendente que la misma Spivak, en una nota al pie de página, señale cómo “the greatest influence of Western European intellectuals on US professors and students happens through collections of essays rather than long books in translation. And, in those collections, it is understandably the more topical pieces that gain a greater currency” (105).

Esta afirmación, válida a mi entender para captar los rumbos y destinos mayoritarios de Deleuze en Estados Unidos, resulta sin embargo inconsistente al interior del propio ensayo de Spivak: la única obra de Deleuze que cita, aparte de la conversación con Foucault, es el Antiedipo (una vez). Es 1988: ya Deleuze había publicado casi la totalidad de su obra. Sabiendo que no se interpreta bien o mal un texto, pero que sí hay interpretaciones mejores (o peores) que otras; y aparte del impacto y amplísima difusión de su ensayo, ¿son precisas las afirmaciones de Spivak acerca del trabajo de Deleuze – y de paso de Foucault? Es cierto que, como lo anota Deleuze en el caso de Foucault, las entrevistas, o conversaciones, “son diagnósticos,” inseparables de sus libros (“¿Qué es un dispositivo?” 161). Pero ¿es lo mismo en el caso de Deleuze? ¿es posible valorar la obra de Deleuze, solamente a partir de esa afamada conversación con Foucault?

Recientemente, en Política Común se publicó un artículo donde se realiza una crítica de Deleuze utilizando los planteamientos que Jacques Rancière ha hecho en textos cortos y entrevistas acerca de la estética del primero. El artículo, “El procedimiento-Rancière”, escrito por Sergio Villalobos-Ruminott, sostiene que Deleuze, antes de abolir la representación, la consuma. Y queda así atrapado en coordenadas finalistas plegadas a una sustancia o fundamento. Villalobos se apoya en las recientes críticas de Rancière planteadas en dos direcciones, a saber: sus controvertidas ideas sobre el cine y la literatura, que esconden la intención de cambiar un suelo por otro (el del idealismo alemán por el empirismo inglés), y la consumación que hace Deleuze del régimen estético moderno y la representación (Villalobos-Ruminott). Rancière, cabe recordarlo, ha trazado diversas diagonales que atraviesan algunas de las grandes polémicas del pensamiento contemporáneo. Este gran pensador contemporáneo y agudo polemista nacido en Argel, trabajó en el grupo de Althusser junto con Pierre Macherey y Etienne Balibar, hasta su traslado al Departamento de Filosofía de Vincennes, donde escribió una ácida crítica contra Althusser (La lección de Althusser, de 1974). De modo nada casual, militó en el maoísmo en la década del 70 en Gauche Proletarienne (GP, Izquierda Proletaria).

A mi modo de ver la interpretación que hace Sergio Villalobos, a partir de su lectura de Rancière, hace parte de uno de los destinos que tomó la recepción de Deleuze en la crítica literaria mayoritaria en Norteamérica -hay otros rumbos posibles en Norteamérica, si atendemos a los estudios desde la filosofía-.[1] En ese sentido, es un síntoma de un modo de lectura. Ese modo de lectura y su entramado involuntario, su maqueta, y no las opiniones personales, es lo que analizo en este artículo. Como parte del estilo de lectura, no es casual por tanto que el texto de Villalobos inicie su artículo precisamente con el mismo texto que usa Gayatri Spivak: la polémica conversación de los dos filósofos franceses de 1972. En las partes 1 y 2 del texto me ocupo entonces de la problemática interpretación que Gayatri Spivak da sobre los textos de Deleuze. Para ello, sitúo su lectura en un contexto social universitario, y muestro algunas tendencias sociales que operan en la recepción de esos textos. En las partes 3, 4 y 5 abordo la interpretación de Jacques Rancière, atendiendo a los matices inscritos en la pregunta ¿Qué Deleuze? Y observando la forma en que esas críticas son usadas en Norteamérica, concretamente en el texto de Villalobos. Es claro que no es posible hacer un juicio, a la manera del sacerdote, sobre lecturas válidas o erradas. Pero sí es posible sin embargo, establecer diferencias entre interpretaciones posibles. Sí puede haber usos más cuidadosos, imaginativos, y rigurosos. Y sobre todo, puede haber una lectura afirmativa de los autores, esto es, no leerlos desde lo que les falta o no tienen, sino desde la potencia inmanente de sus propios textos.

Deleuze mismo nos ofrece unas indicaciones preciosas al respecto en el inicio de su tesis sobre David Hume, Empirismo y subjetividad, de 1953. Muchos críticos, dice,

nos presentan lo que dice un filósofo como si fuera lo que éste hace o quiere. Y como crítica suficiente de la teoría nos presentan una psicología ficticia de las intenciones del teórico… a los filósofos se les dice: las cosas no son así. Pero en rigor no se trata de saber si las cosas son así o no lo son; se trata de saber si es o no bueno, si es riguroso o no, el problema que las hace así. 

(118)

Por el contrario, “criticar la cuestión significa mostrar en qué condiciones es posible y cuándo está bien planteada, es decir, cómo las cosas no serían lo que son si no fuera ésta la cuestión”. Y concluye:

En verdad, una sola especie de objeciones es válida: la que consiste en mostrar que la cuestión planteada por determinado filósofo no es una buena cuestión, que no fuerza suficientemente la naturaleza de las cosas; que habría que plantearla de manera distinta, plantearla mejor o plantear otra cuestión.

(118)

Siguiendo esas indicaciones, en este artículo intento problematizar ese rumbo y destino en Norteamérica. La idea que sostengo aquí es que leer en negativo, desde aquello que carece un texto o un autor, genera innumerables problemas, entre ellos el mis-reading. Sobre todo, quiero abordar uno: ¿si estoy buscando lo que de Marx hay o no hay en Deleuze, en el caso de Spivak -o de rompimiento con la metafísica y la onto-teologia en Deleuze, en el caso de la lectura de la Rancière- por qué entonces ir a Deleuze? Es decir, si lo que está buscando el lector lo encuentra en Rancière o en Marx ¿para qué entonces irlo a buscar en Deleuze? Quizás el punto en discusión, el punto de incomodidad ¿es Deleuze, sus textos y perspectivas? ¿o más bien las expectativas de sus lectores? ¿El dilema es Deleuze, o algunas interpretaciones deleuzianas? A diferencia de aquel historiador que ya sabe de antemano qué quiere encontrar en su trabajo de campo, en este caso el crítico literario va a buscar algo que sabe de antemano que no va a encontrar, y a partir de allí sustenta su juicio.

Tal como es presentado por Spivak o, recientemente por Villalobos, la interpretación de Deleuze es así un proceso sin contexto ni densidad histórica, sin unos mínimos elementos que permitan comprender los complejos procesos de su recepción. Mucho menos su genealogía. Este texto, entonces, intenta brindar algunos elementos preliminares para iniciar la escritura de dicha genealogía, uno de cuyos síntomas es el estilo mencionado que intento criticar aquí. Deleuze recoge una imagen bella de Nietzsche para presentar al pensamiento como un eterno lanzamiento de una flecha, lanzada lo más lejos posible sin blanco preciso, que alguien más recogerá. Deleuze recogió la flecha lanzada por Nietzsche. ¿Quién lanza la flecha? ¿Hacia dónde? No importa. Lo que importa es lanzar la flecha de nuevo. Por eso este texto es al final una invitación a lanzar el pensamiento de Deleuze en otra dirección.

¿Deleuze=Foucault?

La recepción tanto de Deleuze como de Michel Foucault en Norteamérica es polémica y multiforme. En su influyente texto de 1976 The Cultural Contradictions of Capitalism, Daniel Bell –profesor de la Universidad de Harvard- lee el final de Las palabras y las cosas de Foucault como expresión de un “negative Hegelianism”: “Much of this is modish, a play of words pushing a thought to an absurd logicality. Like the angry playfulness of Dada or surrealism, it will probably be remembered, if at all, as a footnote to cultural history” (52). Del otro lado del espectro, el destacado crítico literario Fredric Jameson reiteradamente ha presentado a Foucault como un pensador del poder como entidad mítica, sombría y vaga, un teórico del “sistema total,” portador de una profecía utópica (Postmodernism 56, 203, 410). En el caso de Deleuze, su postura es más ambigua.[2] Recientemente, Richard Wolin, profesor de CUNY en Nueva York, afirma cómo las obras de Derrida, Foucault, Deleuze y Lyotard, “inspired by Nietzsche´s anticivilizational animus,” son expresión de “the uncanny affinities between the Counter-Enlightment and postmodernism” (8). Operan aquí diversas formas de agrupamiento, reiteradas a lo largo y ancho de Norteamérica: coloca en un mismo sitio a los cuatro autores; los agrupa como posmodernos; y los sitúa, a los cuatro, bajo el áurea de Nietzsche. Para Wolin, filósofos como Foucault o Jacques Derrida, en tanto posestructuralistas, hacen parte del movimiento que rechaza las ideas de “totalidad” y “totalización” (11). A su turno, el pragmatista norteamericano Richard Rorty llegó incluso a decir que Foucault, como “buen liberal,” no ofrece lo que se esperaba: “Nosotros, los liberales norteamericanos, esperábamos que Foucault, siquiera por una sola vez, llegara lo que, como dice muy justamente [Michael] Walzer, siempre se resistió a admitir, es decir, a una ´apreciación positiva del Estado liberal´” (325).

En algunas lecturas, estos pensadores son entonces posmodernos; en otras hegelianos, en otras posestructuralistas, en otras utópicos, o liberales. Independiente de los grados de verdad de esas clasificaciones, sorprende es la compulsión clasificatoria dentro de esquemas previos. Para el caso puntual de Deleuze, la cuestión es aún más complicada:

The labels most frequently used to interpret contemporary French philosophy are inapplicable to Deleuze, since he is neither a phenomenologist, a structuralist, a hermeneutician, a Heideggerian, nor even a “postmodernist”. Nor has he made any grand gestures announcing “the end of metaphysics” (Derrida) or “the end of the great narratives” (Lyotard).

(Smith 3)

Esa dificultad es particularmente notoria en muchos de los críticos que se autodenominan marxistas, Spivak entre ellos. Dificultad que, sin embargo, no ha impedido el que se construya un esquema efectivo, una consigna: marxismo versus pos-estructuralismo. Spivak lo dice sin ambagues al inicio de su texto, que abre con la entrevista de Deleuze y Foucault ya aludida: “Some of the most radical criticism coming out of the West today is the result of an interested desire to conserve the subject of the West, or the West as subject” (“Can the subaltern” 66).

Ahora, ¿son Deleuze y Foucault lo mismo? Olvidar las diferencias entre Deleuze y Foucault, que en cierta medida se soslayan tanto en el texto de Spivak como el de Villalobos, conlleva a mezclar y a agrupar disparidades. Al referirse a la misma entrevista analizada por Spivak, comenta Villalobos

En otras palabras, lo que Foucault había denominado por ese mismo periodo como una “ontología del presente,” una ontología desfundamentada de cualquier teoría del Ser como origen o destino de la historia, comenzaba a ocupar, de manera cada vez más decidida, el lugar clásicamente asignado a la filosofía de la historia. Esto implicó no solo una subordinación de la teoría a la práctica política sino, para usar una noción deleuziana, el develamiento del carácter intrínsecamente político de la teoría.

Lo interesante es que para el momento en que Foucault dicta sus conferencias sobre Kant, entre 1978 y 1983, donde habla acerca de “una ontología de nosotros mismos, una ontología de la actualidad,” el distanciamiento con Deleuze es más que evidente: ya Deleuze había enviado a Foucault su texto Deseo y Placer en 1977, donde no sólo puntualizaba algunas divergencias, incitaciones y diferencias, sino que marcaría el “alejamiento” final entre ambos. Francois Ewald, quien le entregó el texto a Foucault, señala además que el diálogo entre ambos se había interrumpido ya desde 1973, cuando Deleuze publica su reseña de Vigilar y Castigar en Critique. En Deseo y Placer, la primera diferencia que marca Deleuze va, precisamente, en contravía de lo que muchos, entre ellos Spivak y Badiou, le han endilgado a Deleuze: la espontaneidad del deseo: “A partir de esto, vuelvo a mi primera diferencia con Michel actualmente. Si hablo con Félix (Guattari) de disposición (agencement) de deseo, es porque no estoy seguro de que los micro-dispositivos puedan ser descritos en términos de poder. Para mí, disposición de deseo señala que el deseo no es nunca una determinación ‘natural’, ni ‘espontánea’”. Las diferencias entre ambos son de distinto orden: condiciones de realidad en Deleuze versus condiciones de posibilidad en Foucault, evitando condiciones que permanecen exteriores a lo condicionado; líneas de fuga enfrentadas a la resistencia; deseo versus placer. Además mientras en ese momento Foucault estaba dialogando con Kant, Deleuze lo estaba haciendo con Leibniz, exponiendo en sus clases precisamente el (des) acuerdo entre Leibniz y Kant. En ese sentido, considero que recoger bajo el paraguas de “ontología del presente” a Deleuze y a Foucault, puede llevar a equívocos, o por lo menos evita una serie de matices importantes. La referencia a la ontología es además pertinente pues, como veremos más adelante, no resulta claro que la ontología de Deleuze sea la misma que la ontología que se le atribuyen a Deleuze desde algunas interpretaciones.

Entonces, la primera pregunta al leer la crítica de Spivak es: ¿Es el sujeto de Foucault, el mismo que tiene en mente Spivak? ¿Se corresponden?  Foucault había muerto en 1984, pero ya hace casi una década antes del texto de Spivak había emprendido su viaje a la Antigüedad y su vuelco completo de la problemática de la soberanía, tanto en sus cursos en el Colegio de Francia desde 1975 como sus dos últimos libros publicados, El Uso de los Placeres y La inquietud de sí. Además porque a pesar de las dubitaciones de Foucault, en la antigüedad no existe la noción de sujeto, sino la del sí mismo. Deleuze, previo a la publicación de esos dos libros, por su parte lo explica así en 1977:

El peligro es: ¿Michel vuelve a un análogo del “sujeto constituyente”? y ¿por qué experimentar la necesidad de resucitar la verdad, incluso si hace de ella un nuevo concepto? No es que yo plantee estas preguntas, pero me parece que estas dos falsas preguntas se plantearían, en la medida que Michel no las ha explicado suficientemente.

(“Deseo y placer”)

Preguntas falsas, entonces. ¿Y es realmente la cuestión del sujeto, tal como lo plantea Spivak, un problema para Deleuze? La constitución del mundo para Deleuze no se da a partir del sujeto que habla o hace, de su unificación en el deseo o la conciencia, o del trabajo, sino a partir del acontecimiento. Y el acontecimiento no remite al orden del sujeto ni del objeto, sino a complicidades y repulsiones, alianzas y traiciones, simpatías y conveniencias entre cuerpos, signos y fuerzas. Es una atmósfera distinta: el acontecimiento no es la solución de un problema, sino la apertura de posibles (Lazzarato). Mirada su obra en su conjunto, quizás el problema de Deleuze gire más en torno a la individuación y al devenir: lo preindividual o impersonal, la tercera o cuarta persona del singular: el nombre común, las singularidades. En ese sentido, la subjetivación no es tanto la preocupación de Deleuze –como sostienen Villalobos y Spivak-, sino la pregunta por la novedad, esto es, ¿cómo adviene algo nuevo en el mundo? El sujeto, de hecho, aparece cuando la flecha lanzada cae por fuera del plano inmanencia. O en otros términos, el tópico es el amor, ¿amar qué? Amar el mundo tal como es, más allá del bien y del mal hay que “amar a los que son así: cuando entrar en una habitación no son personas, caracteres o sujetos, son una variación atmosférica, una variación de color, una molécula imperceptible, una población discreta, una neblina o una llovizna” (Deleuze y Parnet “De la superioridad” 76).

No hay que olvidar que Spivak publica su texto en 1988, el año en que Deleuze publica su último gran libro sobre algún autor: El Pliegue, Leibniz y el barroco. Nada más lejos allí, que la problemática del sujeto: es el punto de vista, no el sujeto, el que emerge, pues el universo de Deleuze no es uno de sujetos y objetos, sino de perspectivas y puntos de vista, O en otros términos, no es que el sujeto tenga un punto de vista sobre el objeto, sobre las cosas, sino que el objeto, las cosas son puntos de vista. Tal como lo define Spivak, esto plantea entonces un problema de inconmensurabilidad pues, ¿cómo, sino de manera inmanente, puedo evaluar o valorar algo? En ese sentido, vuelvo a las indicaciones de Deleuze en su escrito sobre Hume: la mayoría de objeciones que se le hacen a un filósofo “consisten en criticar una teoría sin considerar la índole del problema al que ésta responde y en el que encuentra su fundamento y su estructura” (117).

Deleuze lo dirá una y otra vez: en sus textos, en sus entrevistas. En sus clases: “Notarán que no hago alusión ni a formas ni a sujetos. Un individuo no es ni una forma ni un sujeto. Algo está individuado cuando se puede determinar en él una longitud y una latitud,” dice en su seminario sobre El Antiedipo en 1977 (Derrames 309). Por eso quizás la pregunta no es si Deleuze consuma al sujeto (por lo menos a ese sujeto). Sino si logra abrir la individuación, abrirse a lo impersonal, si lo efectúa. En ese sentido se podría refutar casi que punto por punto la interpretación de Spivak a partir de la entrevista citada: esto es, allí donde Spivak ve una captura por parte de la práctica de Deleuze y Foucault (“intelectuals must attempt to disclose and know the discourse of society´s Other”), para Deleuze el trabajo con prisioneros de Foucault en 1971 en el GIP (Groupe d’information sur les prisons) va en la dirección opuesta: “instaurar las condiciones en las que los mismos prisioneros pudieran hablar” (Deleuze y Foucault 24). ¿Y qué pasa con la invocación y uso de Pierre Clastres a lo largo del Anti-Edipo –y de Mil Mesetas-? ¿No es acaso Clastres uno de los que detonó la bomba que hizo volar en mil pedazos la ansiedad etnológica europea? Spivak juzga a Deleuze y Guattari de no ser lo suficientemente marxistas; pero quizás lo que hay en Antiedipo es pensar el desarrollo del capitalismo no desde el intercambio, sino desde la deuda y el crédito. Para eso, Deleuze y Guattari recurren a Nietzsche, no a Marx. De nuevo, si se busca a Marx y El Capital donde está Nietzsche y La Genealogía de la moral, se llega a un camino cuya sin salida estaba pre-vista. Ahora, si lo que Spivak está esperando es un análisis de ideologías, ¿por qué recurrir a Deleuze y no a Althusser por ejemplo? Precisamente en Deleuze no hay ni estructura ni ideología; ni Althusser, ni Levi-Strauss, ni Durkheim o Mauss: más bien Gabriel Tarde. Para él, “toda cosa es una sociedad,” hay tantas almas como granos de arena o, como dirá más tarde Deleuze, “hay mundos en los mínimos cuerpos.” Finalmente, Spivak plantea el dilema de hablar por los otros -“telling life stories in the name of history”-, olvidando una parte esencial de la conversación entre Deleuze y Foucault: “en mi opinión, tú has sido el primer en enseñarnos algo fundamental, tanto en tus libros como en el campo práctico: la indignidad de hablar por los otros” (Deleuze y Foucault 27). En este punto, la lectura de Spivak es un mis-reading.

Deleuze por su parte, en su creativa lectura de Bergson, plantea ese problema en estos términos: “Los problemas mal planteados” dice, hacen intervenir un mecanismo peculiar: los “mixtos mal analizados, en los que se agrupan arbitrariamente cosas que difieren en naturaleza” (Bergsonismo 15). Son entonces problemas de naturaleza diferente los que se confrontan aquí. Como veremos, algo similar sucede con el análisis que Ranciére realiza sobre Deleuze: mezclar inmezclables. Además, en el juego de la refutación se cancela ya que es la misma Spivak la que se auto-refuta: siete años antes, en su artículo “French Feminism in an International Frame” de 1981, escribía: “French theorists such as Derrida, Lyotard, Deleuze, and the like, have at one time or another been interested in reaching out to all that is not the West, because they have, in one way or another, questioned the millennially cherished excellences of Western metaphysics: the sovereignty of the subject’s intention, the power of predication and so on” (157). Quedamos así atrapados en una palabra de la que huía Deleuze: contradicción. Las incoherencias del yo. Sería instalarse en un duelo de conciencias que, al final, conduciría casi que a una inocua expiación de Deleuze. Por eso es más fructífero otro tipo de análisis. Mi hipótesis es que estamos aquí ya no frente a una lectura interesada, como lo es toda lectura, sino frente a cierta voluntad: la “voluntad de no saber.” Y cierto cuerpo. Si ver es ver algo, no ver es no querer ver algo. Deleuze recuerda en su lectura de Nietzsche una gran pregunta: ¿qué quiere quien piensa eso? (¿quién es ese sujeto? ¿qué fuerzas?).

En sus interminables intercambios con Georges Comtesse durante sus clases, Deleuze lo explica con crudeza: no querer ver algunas cosas en ciertos autores, no es un problema de suficiencia o insuficiencia en el dominio del autor, o de “carencias” por parte del lector: “La conclusión expresa un gusto, un gusto filosófico,” le responde a Comtesse, quien fue su alumno y a quien le dirigió su tesis: “Consiste en decirme: ¿Cómo osas acercar a Bergson, que no me gusta, a Heidegger, a quien admiro? Eso es asunto tuyo”. Pero es asunto tuyo en un sentido específico y concreto, pues no querer ver algunas cosas en ciertas autores, “es porque simplemente no estás para nada interesado” en el autor, en este caso, Bergson (Los signos 142-43). O Deleuze mismo. Es una cuestión de interés, de gusto y de tacto: “Hay una etimología de Nietzsche, quien lanza que sapiens es el derivado de sapere, saborear. ¿Qué es ese gusto de los problemas? ¿qué es ese tacto de los problemas?” (114).

Problemas, cuerpos y gustos diferentes entonces. Lo curioso de todo esto es que el texto de Spivak se convirtió en un parteaguas, citado aquí y allá, en textos, debates y clases, propagando una extraña imagen de Deleuze. ¿Cómo explicar entonces que, a partir de una sumaria lectura de una conversación entre dos filósofos, se produzca tal imagen sobre ellos? Tratar de responder a esa pregunta implicaría emprender una genealogía de los hábitos de pensamiento, de escritura y lectura en la crítica literaria en Estados Unidos, producir un fragmento de la imagen de la idiosincrasia esa crítica. Cabe finalmente preguntarse hasta qué punto la lectura de Deleuze en Norteamérica terminó filtrada por el prefacio que Michel Foucault escribió a la edición en inglés del Antiedipo. Allí Foucault presenta una lectura provocadora, enmarcada en el enfrentamiento contra la tentación de fascismo que nos habita en el cuerpo. “A manual or guide to everyday life” escribe Foucault en su síntesis del Antiedipo, presentando siete breves viñetas (o normas) y tres adversarios. Foucault identifica un blanco claro, anticipando -posibles- futuros enemigos: “the political ascetics, the sad militants, the terrorists of theory, those who would preserve the pure order of politics and political. Bureaucrats of the revolution and civil servants of Truth”. Prosigue diciendo que “being anti-oedipal has become a life style, a way of thinking and living,” prefigurando así algunos senderos posteriores de la recepción del libro. “A book of ethics” dice finalmente (“Preface” xii-xiii) ¿Serán esas siete viñetas, esos adversarios, y esa “ética,” los que terminaron por direccionar, para lo mejor y lo peor, la potencia de Deleuze en Norteamérica?

Procedencias

Las críticas de Spivak no están lejos de lo que, décadas atrás, había generado el encuentro “The Language of Criticism and the Sciences of Man,” organizado en 1966 en la Johns Hopkins University por Richard Macksey y Eugenio Donato. El evento había convidado a gran cantidad de intelectuales europeos de primer nivel: Jacques Derrida, Jacques Lacan, Roland Barthes, Roman Jakobson, Lucien Goldman y Deleuze, quien finalmente no asiste. Auspiciado por la Fundación Ford, el título del evento es sintomático, The sciences of Man, “using a formula so unfamiliar to Americans that it reveals, behind the notion of sciences humaines, an object that was still untranslatable in the United States” (Cusset 29). Refiriéndose a la reseña que sobre el evento escribió Richard Moss, aparecida en Telos en 1971, puntualiza Cusset: “On the ideological level, it earned the wrath of the far Left, which deplored the absence of Marxist speakers (“except, perhaps, Lucien Goldmann”) and stigmatized the “anti-human ideology” and the “idealistic bourgeois linguistics” behind such “a clique of French intellectuals [playing] spectacular language games for an American audience” (32).

Años atrás, ya Erich Fromm –radicado en la universidad norteamericana- había rechazado, después de haber solicitado una contribución suya para un volumen sobre “humanismo socialista,” el texto de Althusser “Marxismo y Humanismo” (Althusser 223; Montag 106-07). Althusser mismo, que escribió ese polémico artículo a petición de Fromm, escribiría años más tarde algo revelador: “the article I wrote for an American public must have touched an extremely sensitive point in, if not in the theoretical, then at least the current ideological, conjuncture” (226). Althusser advierte nuevamente sobre la “marea humanista” ligada a ciertos círculos marxistas, y puntualiza la cuestión de la coyuntura: “The same went for the Humanist-therefore-Liberal syllogism: all a matter of the conjuncture. One more reason for thinking that between Humanism and Liberalism on the one hand, and the conjuncture on the other, there existed something like – as, moreover, my article said, in black and white – a non-accidental relation” (224).

El problema del humanismo, del humano, está además, como veremos, en la base del diferendo entre Deleuze y Rancière. Y el del liberalismo, en su vínculo con el humanismo y lo humano, será parte del tejido social a partir del cual se lee, mayoritariamente, a Deleuze en Norteamérica. Del otro lado del Atlántico, entre tanto, se escribía esto con relación a Deleuze: “He never turned to Hegel, was never tied to a dialectical continuity woven at once from the logic of a process (from an origin towards an end) and from the structure of a subject (an appropriation, an intention, a being-in itself or a lack-of-being-in-itself)” (Nancy 108). Ni teleología, ni sujeto entonces. Ni hegelianismo como plantea Villalobos. Por ello a la presentación que éste hace del libro de Deleuze sobre Nietzsche, como una lectura “anti-hegeliana de Nietzsche,” habría que añadir que la lectura de Deleuze es, a la vez, una lectura anti-heideggeriana de Nietzsche. Tampoco dialéctica. En otro momento, Deleuze responderá a la observación de Foucault de que “tal vez un día el siglo será deleuziano” (Theatrum Philosophicum 7) en estos términos, despejando de paso malentendidos comunes de sus críticos

I don’t know what Foucault meant, I never asked him. He was a terrible joker. He may perhaps have meant that I was the most naïve philosopher of our generation. In all of us you find themes like multiplicity, difference, repetition. But I put forward almost raw concepts of these, while others work with more mediations. I’ve never worried

about going beyond metaphysics or the death of philosophy, and I never made a big thing about giving up Totality, Unity, the Subject. I’ve never renounced a kind of empiricism, which sets out to present concepts directly. I haven’t approached things through structure, or linguistics or psychoanalysis, through science or even through history, because I think philosophy has its own raw material that allows it to enter into more fundamental external relations with these other disciplines. Maybe that’s what Foucault meant: I wasn’t better than the others, but more naive, producing a kind of art brut, so to speak; not the most profound but the most innocent (the one who felt the least guilt about “doing philosophy”). (Negotiations 88-89)

Inocencia spinozista. La coyuntura entonces, para retomar la formulación de Althusser, es decisiva aquí. Si abordamos otra de las críticas permanentes a Deleuze (su pensamiento exalta lo micro, la fuga y el deseo desatado sin totalidad como referente), se puede plantear la pregunta en otra dirección: la fragmentación era la situación de los movimientos y las luchas en Estados Unidos. Fredric Jameson lo consigna en una extensa nota al pie de página en The Political Unconscious, referida a “the distinct situations faced by the Left in the structurally different national contexts of France and the United States.”

In the United States, on the other hand, it is precisely the intensity of social fragmentation of this latter kind that has made it historically difficult to unify Left or “antisystemic” forces in any durable and effective organizational way. Ethnic groups, neighborhood movements, feminism, various “countercultural” or alternative life-style groups, rank-and-file labor dissidence, student movements, single-issue movements—all have in the United States seemed to project demands and strategies which were theoretically incompatible with each other and impossible to coordinate on any practical political basis.

(54)

Sin esa mediación, creo que no es posible entender la recepción de Deleuze en Norteamérica. Y mucho menos la del ‘deleuzianismo’. Una de las personas que invitó a Deleuze a Estados Unidos, lo expresó en estos términos: “I was convinced that their philosophical positions were more in sync with American society than with French society. What appeared to be a utopian theory in France was daily reality in New York.” (Dosse 467). Como tampoco es posible olvidar que dicha atomización está precedida por –¿es un efecto de?- una violenta represión en Estados Unidos contra el comunismo, la izquierda y los movimientos afroamericanos e indígenas. Esto es, la brutal represión que ha permitido la resistencia pero no la disidencia:

La política norteamericana ha estado empapada históricamente, y sigue estándolo,

por la religión protestante. Por una fe que excluía, en su misma razón de ser, el

derecho a disentir (disidentes: los centenares de muertos del Black Panthers Party

y del movimiento indígena; los prisioneros Mumia Alu Jamal, Mutalu Shakur, Geronimo Pratt, Leonard Peltier y tantos otros).

(Rincón 133)

¿No será en gran medida la composición y tendencia de esas luchas sociales, la que marca entonces la selección que lleva a un Deleuze determinado? ¿La que marca un destino para Deleuze en norteamerica? Basta ver lo sucedido en el evento al que fue invitado Deleuze a Estados Unidos en 1975. Su obra había sido presentada, junto con la de otros de sus contemporáneos franceses, como un “marxismo no ortodoxo” en revistas como Partisan Review y Telos. En el que es su único viaje al otro lado del Atlántico, en noviembre de 1975 es invitado a la conferencia “Schizo-Culture” organizada por Lotringer en Estados Unidos. En tanto Deleuze es interrumpido en su debate con Ronald Laing por Ti- Grace Atkinson, líder de un movimiento feminista radical, y es acusado de “falocentrista,” Foucault es acusado de ser un agente pago de la CIA por un grupo autodenominado marxista, el Larouche Revolutionary Union Committee, que a la postre resultó ser un grupo de extrema derecha formado para crear confusión en la izquierda norteamericana radical (Cusset 67-68; Dosse 468, 603).

La cuestión por supuesto va más allá de la anécdota: involucra dispositivos editoriales y hábitos de lectura. La proliferación de antologías, “the ´readers´ on offer for students produce the same effect of naturalizing a corpus through the promiscuity of proper names,” comenta Francois Cusset en su libro sobre teoría francesa en Estados Unidos elogiado por Jacques Derrida, asiduo visitante y habitante de las universidades norteamericanas:

To these are often added the more commercial argument of a miniaturization of the writer’s thought the “Great Philosophers” collection from Routledge claims to introduce the itinerary of Derrida or Foucault in sixty-four pages, and “Postmodern Encounters” from Totem Books summarizes an oeuvre by associating it with a commonplace of the postmodern vulgate, including volumes such as “Derrida and the End of History” or “Baudrillard and the Millennium.” But the editorial tactic is still the same. It consists in substituting for the argumentative logic of each oeuvre the magic of a newly enchanting crisscrossing of names.

(88-89)

Esto me lleva a un último punto con respecto a la lectura de Spivak, que enlaza con la segunda parte de este artículo, la lectura que presenta Villalobos sobre las críticas de Rancière a Deleuze. Como anoté, tanto el texto de Spivak como el de Villalobos abren con la alusión a la conversación entre los dos filósofos franceses. Sin embargo, existe un detalle interesante de divergencia entre ambos: en tanto Spivak presenta a Deleuze y Guattari como dos “activist philosophers of history,” Villalobos postula precisamente lo contrario: “lo que Foucault había denominado por ese mismo periodo como una ´ontología del presente´,” una ontología desfundamentada de cualquier teoría del Ser como origen o destino de la historia, comenzaba a ocupar, de manera cada vez más decidida, el lugar clásicamente asignado a la filosofía de la historia”. ¿Cómo explicar entonces esa divergencia? ¿Son entonces Deleuze y Foucault “filósofos de la historia” o de la “ontología desfundamentada”?[3] Ese es, a mi modo de ver, parte esencial del debate. Sobre todo porque la pregunta de Villalobos -“¿hasta qué punto ambos pueden ser concebidos como pensadores post-fundacionalistas, según la terminología angloamericana?”- pierde por completo de vista las fuerzas inscritas en la idea de “una terminología angloamericana,” el conflictivo proceso vivido para llegar a esa consigna que, para el caso de la recepción de Deleuze, he intentado describir de forma preliminar y sumaria aquí.

La invisibilización de esas fuerzas puede explicarse desde varios ángulos. Por un lado, es explicable desde el brutal alejamiento de la crítica literaria norteamericana con respecto a la historia. Por el otro, es esa invisibilización de las fuerzas la que tal vez permita esa divergencia extrema en la valoración: un texto fuera de contexto, un pensamiento desarraigado de sus condiciones materiales, se convierte así en una serie de fórmulas que dan lugar a un relativismo sin par en las interpretaciones. Un cierto relativismo muy afecto a cierto pragmatismo norteamericano, como veremos más adelante. Es posible entonces que ese estilo editorial y ese hábito de lectura haya también impactado la escritura. Así, Spivak en su libro Critique of Poscolonial Reason pasa de Hegel a Marx, a Deleuze, a Derrida, a Kant; algo similar hace Villalobos en su texto sobre Rancière: pasa de Badiou, a Negri, a Laclau, a Bosteels, a Marchant, a Benjamin, a Agamben, etc., en una proliferación de autores que generalmente tiende a la mezcla de cosas no mezclables porque difieren en su naturaleza. La flecha disparada por Deleuze va en otra dirección: una flecha, al fin, disparada contra nosotros mismos (la flecha, escribe en Lógica del Sentido, apunta a lo no-apuntado, al tirador mismo). Contra nuestra candidez humanista. O contra nuestra ansia de dominio del mundo: si no es ‘todo lo quiero tener´, es ‘todo lo quiero saber´. Sea reescribir la historia de la modernidad, como intenta Spivak. O sea la saturación de autores, la invocación infinita de la autoría (“the promiscuity of proper names”), como Villalobos. En ese sentido, el estilo del texto de Spivak y el de Villalobos se acerca a dos rasgos centrales de la posmodernidad, el eclecticismo y la fastuosidad, que “ignoran el contexto histórico de los motivos que utilizan” (Kurnitzky 73).

Las críticas de Rancière: ¿Qué Deleuze?

Veamos ahora las objeciones planteadas por Jacques Rancière, que son expuestas en el artículo de Villalobos: a) el cambio que realiza Deleuze de “suelo” filosófico, del idealismo alemán al empirismo inglés; b) la consumación de una utopía fraterna, nada lejana del terror; c) la incapacidad de Deleuze de salir de la representación, traicionando su propio proyecto. Estas críticas las realiza Ranciere básicamente en su libro sobre cine y sobre literatura. Rancière mismo en una entrevista aclara cómo se acercó de forma definitiva a la obra de Deleuze a raíz de su muerte: “firstly the request that was made of me to speak about Deleuze as a “non-Deleuzian,” and secondly my own preoccupations, as a function of which I have privileged the texts in his oeuvre that one might call aesthetic” (“Deleuze Fulfils”). Este matiz señalado en la entrevista se diluye en los análisis que Rancière realiza de Deleuze. Y ahí es donde a mi modo de ver empiezan los problemas. En el momento en que los textos estéticos de Deleuze terminan por definir la totalidad de su obra. En esta sección me ocupo de mostrar cómo, precisamente, las coordenadas del problema planteado por Deleuze y por Rancière son distintas. Su acercamiento como “no-deleuziano” es el síntoma de esto. Si se pierde de vista esta especificidad, es muy probable que caigamos en generalizaciones sobre la obra de ambos, restándole la potencia que cada uno tiene. Esas generalizaciones convierten un rumbo posible, en un destino.

Antes de mostrar esa divergencia en cuanto al problema planteado, conviene recordar algunos presupuestos desde los que parte Rancière en su trabajo, ya que es desde esos presupuestos desde los que va a criticar a Deleuze (algo que el artículo de Villalobos omite). Esto permite entrever los mundos dispares en que ambos autores se mueven. Especialmente en los setentas y ochentas, Rancière fue durante mucho tiempo un archivista de luchas obreras y luchas anónimas, a diferencia de Deleuze –“pensador privado” que filosofa a martillazos-: “For years my main activity was consulting archives and going to the Bibliothèque Nationale. My investment in the practice of teaching was fairly limited” (Ranciere “Politics” 195).

En su gran libro El Desacuerdo, Rancière explicita su presupuesto al pensar la política. Se trata de interpretar, en el sentido teatral de la palabra, la distancia entre un lugar donde existe el demos y otro donde no existe: “La política consiste en interpretar esta relación, es decir constituir en primer lugar su dramaturgia, inventar el argumento en el doble sentido, lógico y dramático del término, que pone en relación lo que no la tiene” (115).

Su recurrencia al teatro en distintos libros y entrevistas lo sitúa en una tradición por completo ajena a Deleuze.[4] Al señalar que “la política siempre consiste en la creación de un escenario … siempre cobra la forma, en mayor o menor medida, de la instalación de un teatro,” Rancière está indicando su sintonía con la propuesta de Hannah Arendt: “The basis of agreement is that politics is a matter of appearance [apparence], a matter of constituting a common stage or acting out common scenes rather than governing common interests” (“Politics” 202). Rancière difiere con Arendt, sin embargo, en que haya algunos que puedan entrar al escenario y otros que no: “todo el mundo piensa” sostiene Rancière con frecuencia. Si en este punto hacemos caso a Deleuze, y leemos esta formulación de Rancière como ontológica, la ontología es un pensamiento anti-jerárquico, donde un punto es todo: “Hay una anarquía de los entes en el Ser. Es la intuición básica de la ontología: todos los seres valen. La piedra, el insensato, el razonable, el animal, desde cierto punto de vista, desde el punto de vista del Ser, valen. El Ser se dice en un solo y mismo sentido de la piedra, del hombre, del loco, del razonable” (En medio de Spinoza 56-57). De nuevo, los matices expresan una cuestión de gusto, de tacto: el rastro de Rancière inicia en otra Grecia; el de Deleuze pasa, por lo menos en esta formulación, por Spinoza y Holanda. Y de cuerpo: cuerpo heleno versus cuerpo marrano.

La imagen en la que piensa Deleuze es en la del cine; la de Rancière, es la imagen del teatro. Mónada versus espectador entonces. Individuación cósmica versus animal literario; fuerzas versus palabras: “Man is a political animal because he is a literary animal who lets himself be diverted from his ´natural´ purpose by the power of words” escribe Rancière (“Is history a form of fiction?” 39). Rancière observa “seres parlantes” expresando “una multiplicidad de acontecimientos verbales, es decir de experiencias singulares del litigio sobre la palabra y la voz, sobre la partición de lo sensible” (El desacuerdo 53). El ser parlante es una bella noción, que Rancière toma de Grecia pero, y este es el punto, es una noción muy distinta a la usada por Deleuze. Porque acaso ¿no define Deleuze (y Guattari) su análisis, y el mundo mismo, como a-significante?

En Rancière hay además una presuposición de la igualdad; se da por sentada como punto de partida en tanto debe ser verificado. Igualdad ligada a una idea ajena a Deleuze: emancipación. La militancia de Rancière en el maoísmo durante los setentas quizás haya dejado huellas en su pensamiento. En su réplica de 2009 a sus críticos, escribe Rancière acerca de la dialéctica dela distribución de lo sensible: “one splits up into two,” evocando la mítica consigna de los maoístas releyendo textos de Lenin (“Afterword” 276). El “uno se divide en dos” hace referencia a una problemática ajena a Deleuze: la dialéctica –que Mao, en Sobre la Contradicción, opone a la metafísica-. De nuevo el maoísmo, con el que precisamente inicia el malentendido con Deleuze en la entrevista con Foucault.

Omitir esas diferencias, es de alguna manera ocultar las fuerzas que componen la disputa entre estos dos grandes pensadores: es presentar un duelo entre consignas y no un enfrentamiento entre perspectivas. Rancière mismo va a poner de presente su orientación política dispar frente a Deleuze en otro momento –contrariando a su vez la lectura de Spivak expuesta más arriba-: “True equality, or true fraternity, thus, is supposed to exist only at the molecular level of preindividual states of things or haecceities –as Deleuze says- where nobody holds democratic flags or shouts out egalitarian mottos” (285). Eso antes que yo o ; estados de cosas preindividuales antes que sujetos: “not things made but things in the making”.

Las diferencias frente a la presentación que Spivak hace de Deleuze prosiguen. En un reciente texto donde responde a sus críticos, Rancière retorna al Bartleby de Deleuze, “a brother to us all,” para señalar su hermandad con el marxismo: “This brotherhood comes as no surprise, since the political performance of the literary character, as Deleuze conceives of it, and the revolutionary performance in Marxist theory spring from the same source. The Marxist idea of revolution and the Deleuzian view of art are both rooted in the meta-politics of the aesthetic revolution. This is why Deleuzian thought could recently foster a revival of Marxism” (286). Deleuze hermano de Marx, y del marxismo. Deleuze-Cristo.

Volvamos entonces a la presentación de Villalobos sobre Rancière, quien plantea al inicio de su texto una pregunta sugerente, que puede planteársele también a Spivak y Rancière: “Habría que preguntarse entonces si esta determinación onto-política está contenida en los presupuestos del pensamiento deleuziano o si, por el contrario, es el producto de su vulgarización ´académica´”. Por lo menos en el texto de Villalobos, no queda suficientemente delimitado si su crítica se refiere a Deleuze, o a lo que él llama el “deleuzianismo” siguiendo a Rancière. Ahora, ¿cuál Deleuzianismo? ¿el de la filosofía, o el de la crítica literaria norteamericana mayoritaria? Salvo quizás en un par de momentos del texto, realiza la distinción, indicando que el deleuzianismo suturó aquello que Deleuze mantuvo separado, esto es, la filosofía y la política. Y añade: “Sin embargo, en la “fiesta del asno” del vitalismo contemporáneo, nociones tales como devenires minoritarios, heterogeneidad y particularmente, multitud, toman el relevo histórico de la noción de sujeto soberano y relanzan la relación entre ontología y política más allá de las intenciones declaradas por el mismo Deleuze”. Pero entramos aquí en otra complicación. Vamos entonces por partes. ¿Es posible situar en el mismo plano las nociones de devenires minoritarios, heterogeneidad y multitud? Y ¿es sostenible la invocación a la idea de multitud cuando se analiza la obra de Deleuze? ¿puede asociarse la fiesta del asno, con la idea de sujeto soberano por un lado, y con el vínculo relazando entre ontología y política? Considero que no. La invocación de la fiesta del asno, escena del Zaratustra, es de por sí problemática. Empezando porque, ¿cómo define Nietzsche al asno? El mismo Nietzsche se desmarca de ese animal: “Yo soy el antiasno par excellence y, por lo tanto, un monstruo en la historia del mundo. Yo soy, dicho en griego, y no sólo en griego, el Anticristo” (77). Deleuze mismo lo aclara: “Se podría haber creído que el asno, el animal que dice I-A, era el animal dionisíaco por excelencia. De hecho, no es nada; su apariencia es dionisíaca, pero toda su realidad es cristiana… Dice siempre sí, pero no sabe decir no” (Nietzsche 249). Como no sabe decir que no, es incapaz de hacer perecer en él al hombre que mora en él; es incapaz de romper entonces la alianza de la negación con las fuerzas reactivas: si el hombre ha aprisionado y depreciado la vida, hay que liberar la vida en el propio hombre nos dice Deleuze. Y de eso, es incapaz el asno. La fiesta del asno es entonces un festejo en el que Deleuze sería un invitado indeseado, indigno.

Parece entonces que esa adscripción está más allá de Deleuze, y pertenece al “Deleuzianismo” como dice Rancière: “[b]ajo la máscara de Bartleby, Deleuze nos abre la gran-ruta de los camaradas, la gran ebriedad de las multiplicidades gozosas emancipadas de la ley del Padre, el camino de un cierto ‘deleuzianismo’ que quizás no sea más que ‘la fiesta del asno’ del pensamiento de Deleuze” (Villalobos). Pero, de nuevo, ¿cuál deleuzianismo? ¿el europeo? ¿el latinoamericano? ¿Acaso todas las flechas son iguales? Si la pregunta con Nietzsche no es qué –qué es el deluzianismo- sino quién –quién quiere eso, cuáles son esas fuerzas que quieren eso-, entonces la confusión de Deleuze y sus intérpretes adolece de nuevo de matices y pierde de vista el diagrama de fuerzas que cambia –y hace cambiar las interpretaciones-, de acuerdo con tiempos y lugares. Ahora si la fiesta del asno es una traición, de nuevo volvemos a la pregunta inicial: ¿el problema es o no de Deleuze?

Prosigue Villalobos:

Así, la distancia entre “lo inhumano” y “el pueblo por-venir” no solo marcaría las diferencias de Lyotard y Deleuze como pensadores domiciliados en el horizonte kantiano, sino que acercaría peligrosamente la propuesta deleuziana a una suerte de “alma bella” cuya ingenuidad no la exime de las consecuencias asociadas con el vitalismo contemporáneo.

Ingenuidad, “alma bella,” acercamiento peligroso…¿qué Deleuze acá? Es el mismo Rancière el que compara en una afirmación fuerte, a los dos pensadores:

Fraternal utopia becomes a mere avatar of the dream of emancipation that was born in the times of the Enlightenment, the dream of a mind that is master of itself and its world, free of the power of the Other. For Lyotard this dream of a humanity that is master of itself is not only naive, it is criminal. The accomplishment of this dream, he claims, results in the Nazi genocide.

(“The monument” 182)

Es curiosa entonces la idea de una comunidad fraternal, pues precisamente una de las insistencias de Deleuze es que pensar es el encuentro violento con las fuerzas del afuera: “siempre se produce la violencia de un signo que nos obliga a buscar, que nos arrebata la paz. La verdad no se encuentra por afinidad, ni buena voluntad, sino que se manifiesta por signos involuntarios… la verdad nunca es el producto de una buena voluntad previa, sino el resultado de una violencia en el pensamiento” (Proust 25). Nada de utopía fraternal aquí. A propósito de las “almas bellas,” en el prefacio a Diferencia y Repetición, Deleuze precisamente alude a sus peligros: “el mayor consiste en caer en las representaciones del alma bella: nada más que diferencias, conciliables y confederables, lejos de las luchas sangrientas . . . los problemas, cuando alcanzan el grado de positividad que les es propio, y cuando la diferencia se convierte en el objeto de una afirmación correspondiente, liberan una potencia de agresión y de selección que destruye el alma bella, destituyéndola de su identidad misma y quebrantando su buena voluntad” (17).

Por supuesto puede haber usos conservadores de Deleuze. Basta ver lo que algunos han hecho, y siguen haciendo con Nietzsche; de hecho hay foucaultianos de derecha de acuerdo con Antonio Negri. Mas ¿participa el pensamiento de Deleuze de esa pesadilla y sus atroces resultados?[5] Ese tipo de acusaciones, sin embargo, no son nuevas: Bernard Henry-Levi en 1977, decía: “The politics of difference leads to fascism”. La cuestión sin embargo es aún más interesante si se mira la contracara de ese prejuicio: como en toda genealogía la cuestión es de ida y vuelta, hay que recordar que el 68 en Francia estuvo marcado por un fuerte ataque al imperialismo norteamericano en general, y en Vietnam en particular (Ross May 68´ 8-10, 89). Ese aspecto decisivo, borrado de las reconstrucciones posteriores del 68 en Francia, puede a su vez indicar parte de la génesis de la resistencia norteamericana frente a autores como Deleuze. Y sobre todo, permite comprender un juicio moral posterior, “a favorite accusation of the time, ´Anti-American´. And to be called anti-American in France in the 1980s was tantamount of being accused of fascist tendencies, Stalinist tendencies, or both at the same time” (Ross “Historicizing Untimeliness” 22).

Finalmente, ¿cómo definir el vitalismo de Deleuze? ¿No es acaso, un vitalismo inorgánico? (esto es, habitar el régimen cristalino que desorganiza la imagen del pensamiento “para pasar del modelo de lo verdadero al poder del devenir, del órgano a una vida no-orgánica” (Deleuze y Parnet Conversaciones 111)). Algunos matices entonces. Es un vitalismo que va en contra de las máquinas suicidas inscritas, dice Deleuze, en cualquier fuga: tanto en el fascismo como en la propia literatura angloamericana (Deleuze y Parnet “De la superioridad” 48). Cito en extenso pues de paso aclara algunos malos entendidos sobre el éxtasis de la fuga, el pesimismo y la imposibilidad de construcción atribuido a Deleuze y Guattari, quienes precisamente critican la pasión de abolición:

Todavía hay un cuarto peligro, y que sin duda es el que más nos interesa, puesto que concierne a las propias líneas de fuga. Por más que presentemos estas líneas como una especie de mutación, de creación, como trazándose no en la imaginación, sino en el propio tejido de la realidad social, por más que les demos el movimiento de la flecha y la velocidad de un absoluto, — sería muy simple creer que no tienen que temer y afrontar otro riesgo que el de ser alcanzadas a pesar de todo, obstruidas, inmovilizadas, trabadas, reterritorializadas—. Ellas mismas desprenden una extraña desesperación, como un olor de muerte y de inmolación, como un estado de guerra del que se sale destrozado: pues tienen sus propios peligros que no se confunden con los precedentes … ¿Por qué la línea de fuga es una guerra en la que hay tanto riesgo de salir derrotado, destruido, tras haber destruido todo aquello que uno era capaz de destruir? Ese es precisamente el cuarto peligro: que la línea de fuga franquee la pared, salga de los agujeros negros, pero que, en lugar de conectarse con otras líneas y de aumentar sus valencias en cada caso, se convierta en destrucción, abolición pura y simple, pasión de abolición.

 (Mil mesetas 232)

Lejos entonces de cualquier éxtasis o “ebriedad de las multiplicidades gozosas” como lo plantea Rancière, el vitalismo aparece en términos de un ataque a la depresión de la vitalidad, un ataque a la debilidad: “Nietzsche llama débil o esclavo no al menos fuerte, sino a aquel que, tenga la fuerza que tenga, está separado de aquello que puede” (Deleuze Nietzsche 89). Depresión de la vitalidad a la que Deleuze opone, siguiendo a Spinoza, una “empresa radical del desengaño”: “Quiero volver, pues, a aquellos que prefieren detestar o ridiculizar los afectos y las acciones de los hombres, más bien que entenderlos” (Spinoza 126). En ese sentido, más que una filosofía anti-humanista, es una filosofía no-humana. Deleuze evita elegir entre una sustancia infinita (Dios) o un sujeto finito (hombre), o una combinación de ambos: la posibilidad de reemplazar a Dios con la humanidad. “Ni dios ni hombre,” solo individuaciones impersonales o singularidades pre-individuales (“Desert” 137). Esto daría para otra polémica, y es el presunto carácter aristocrático del pensamiento de Deleuze (nada lejos de la acusación que se ha cernido una y otra vez sobre Nietzsche). De todos modos, una evaluación de ese punto en Deleuze, al igual que en Nietzsche, pasa por reconocer que ambos recurren al saber de las ciencias naturales, las ciencias duras de su tiempo.

Para comprender lo no-humano, son claves las nociones de máquina abstracta, agenciamiento y ensamblaje. No solo la máquina sino la experiencia maquínica del mundo (máquinas de carne, aleación de carbono y cilicio o cerebro social, no organismo). Lo maquinico además dará un rasgo decisivo al ‘vitalismo’ de Deleuze. Quizás parte de la irritación con Deleuze, y ‘su política’, es que destituye no solo al humanismo (cosa que hacen muchos) sino al humano como tal (algo que hacen muy muy pocos). No más nosotros los humanos: ecosofía. ¿Da Deleuze el paso del mundo al cosmos? Tal vez. Nada de humanismo aquí, y si hay vitalismo, es de otro orden al salvífico y cándido, es anti-moralista:

Lo que Lawrence dice de Whitman ¡hasta qué punto conviene a Spinoza, es la continuación de su vida!: el Alma y el Cuerpo, y el alma no está ni encima ni dentro, está `con`, está en el camino, expuesta a todos los contactos, a todos los encuentros, en compañía de todos los que siguen el mismo camino, `sentirse con ellos, captar al vuelo la vibración de su alma y de su carne´. Justo lo contrario de una moral de salud. Enseñar al alma a vivir su vida, no a salvarla.

(Deleuze y Parnet “De la superioridad” 72)

Suelo y sobrevuelo

Otra de las objeciones de Rancière a Deleuze es que este último realiza un desplazamiento más no una ruptura con la tradición de pensamiento territorializada de la filosofía: “Deleuze’s intervention aims at the same time at tearing from this ground the literary logic of sensation, so as to establish it in another territory where Hume, William James, or Whitehead take the place, more or less discreetly, of Hegel, Schelling, or Schopenhauer” (“Deleuze” 152). Y puntualiza: “Deleuze, I’ve been saying, wants to substitute one ground for another, an empiricist English ground for a German idealist ground” (“Deleuze” 157). Pero, ¿se puede hablar de un suelo empirista en el caso de Deleuze? De nuevo los matices son lo que importa. Para empezar, desde la concepción que despliega Deleuze, ¿puede pensarse en el empirismo como un suelo? Pensemos en una de las nociones que más ha permitido el arraigo de la interioridad y el fortalecimiento del análisis del yo: el inconsciente. Para Deleuze, más que raíces o tierra, en el inconsciente hay por lo menos una tierra removida, y sobre todo, pájaros en vuelo: “No sólo es una inversión de sentido, sino una diferencia de naturaleza: el inconsciente ya no tiene que ver con personas y objetos, sino con trayectos y devenires; ya no es un inconsciente de conmemoración, sino de movilización, cuyos objetos, más que permanecer sepultados bajo tierra, emprenden el vuelo” (“Lo que dicen los niños” 101-02).

Este es entonces un empirismo peculiar. En alguna ocasión Deleuze habló del empirismo aéreo al referirse a Nietzsche. ¿No es acaso la travesía de Deleuze un sobrevuelo por las mesetas del pensamiento? Y en todo caso ¿no son medios distintos, la tierra y el aire, el suelo y el viento? A mi modo de ver esa es una de las dificultades con el pensamiento de Deleuze: su filosofía no es la de la soberanía (terrestre) del Estado o el sujeto (propietario y dueño de la tierra). De ahí en parte su los caminos divergentes con Derrida, y con el auge de este en la crítica literaria norteamericana reciente. La de Deleuze es en parte una filosofía aérea (¿quizás acuática?: de ahí Inglaterra, en su condición de Isla). En Rizoma, Deleuze y Guattari plantean la diferencia entre rizoma y árbol, así: “Resulta curioso comprobar cómo el árbol ha dominado no sólo la realidad occidental, sino todo el pensamiento occidental, de la botánica a la biología, pasando por la anatomía, pero también por la gnoseología, la teología, la ontología, toda la filosofía… : el principio-raíz, Grund, roots y fundation” (Mil mesetas 23). Grund, ground, suelo, raíz: la dirección distinta de una flecha distinta a la disparada en Mil Mesetas; flechas en vez de cimientos. Es decir, lo que aquí hay es un cambio de medio –de la tierra al aire-. Ya desde la entrevista criticada por Spivak, Deleuze afirmaba que si la teoría no servía, había que hacer otra: “es preciso que eso sirva, que funcione”. Ya que, ¿no es el pensamiento de Deleuze, de Mil Mesetas a El Pliegue, una serie de procedimientos y combinatorias, una máquina infernal de invenciones, esto es, una pragmática?

Ahora ¿qué va a buscar Deleuze en la escritura angloamericana? Pues no es solo literatura lo que Deleuze va a buscar en Norteamerica: también va a buscar el pragmatismo de Charles Sanders Peirce y de William James. Otra escritura: “George Jackson escribe desde la cárcel: `es posible que me fugue, pero mientras dure mi huida, buscaré un arma´” (“De la superioridad” 45). Otra experiencia: en el conteo de Villalobos falta alguien: Henry Miller. Y la imagen varias veces recogida por Deleuze de Miller al finalizar de Sexus en 1962, en la escena de la borrachera con agua pura.[6] De nuevo, la sobriedad de embriagarse con agua, frente al gozo ebrio de las multiplicidades; ebriedad versus “llegar a drogarse, pero por abstención” como escriben Deleuze y Guattari en Mil Mesetas. Tener experiencia de lo que no se ha tenido experiencia lo devuelve no a la ciudad de los hermanos James sino a Viena: a Freud. Tener experiencia de lo que no se ha tenido experiencia: es el movimiento estático del propio Deleuze, gran pensador del nomadismo que abandonó su país escasamente una vez –precisamente, a Norteamérica-. Ni árboles, ni suelo, ni bosque: hierba -de nuevo Miller.-

De otro lado, Deleuze a su vez habla de “superioridad” de la literatura norteamericana, no de excepcionalismo como lo presenta Villalobos. Al tiempo, el tono celebratorio de este supuesto excepcionalismo se matiza al releer el texto ácidamente criticado por Rancière: Bartleby es el médico de una “América enferma” dice Deleuze, cuya revolución pragmática fracasó tanto como la revolución dialéctica: “Pero, de igual modo que muchos bolchevistas ya oían a partir de 1917 las potencias diabólicas que llamaban a la puerta, los pragmatistas y ya Melville veían cómo se avecinaba la mascarada que iba a acarrear la sociedad de los hermanos.” (Bartleby 142).

La literatura americana es presentada entonces como superior, no como excepcional. Habría que discernir sin homologar cierta literatura del tejido moral país, ante “la descomposición del pueblo americano, que ya no podía considerarse crisol de pueblos pasados ni germen de un pueblo venidero (fue ante todo el neowestern el que manifestó esta descomposición)” como dice Deleuze en La Imagen-Movimiento. Escribe con Guattari en el libro que cita Spivak: “¿No será destino de la literatura americana el franquear límites y fronteras, el hacer pasar los flujos desterritorializados del deseo, pero acarreando siempre territorialidades moralizantes, fascistas, puritanas y familiaristas?” (El antiedipo 287). Y ¿no es quizás es esa textura moral, a la vez de fuga y conservación, la que mediatiza la interpretación mayoritaria de Deleuze en Norteamérica? De este lado conservador da cuenta en general la sintonía de cierto pragmatismo reciente y de la tendencia “against theory” con la ideología del progreso, como ha mostrado Paul Bové. Por no mencionar la particular lectura que un pragmatista como Richard Rorty hace de Foucault. Deleuze, por su parte, no sólo se opondrá al legislador (Kant) sino al educador (Dewey o Rorty pragmatistas). En su epílogo a la edición en inglés del libro de Deleuze sobre Foucault, Bové pone a su vez de presente cómo parte de los juicios en norteamérica acerca de Foucault se hacen a partir del marco analítico que el mismo Foucault combate. Y diferencia entre lo que hace Deleuze (“what can be done by thinking seriously along with Foucault rather than trying to produce a guide or handbook”) con lo que hacen algunos destacados comentaristas angloamericanos: “Like [Charles] Taylor, and as I shall suggest, like [Fredric] Jameson, [Perry] Anderson obscures Foucault´s work precisely at the moment when a critically sympathetic engagement with it would most threaten him and his ´proper´ ideological, discursive, and political position” (xx). ¿No sucede acaso lo mismo con Deleuze en Norteamérica? En este sentido, la idea de una sustitución de un suelo por otro es, por lo menos, algo un poco más complejo que aquello retratado en el análisis de Rancière. Y en el de Villalobos, para quien Deleuze se traiciona.[7] En su cuidadoso y matizado análisis, Adrián Cangi presenta una visión distinta a la de Villalobos del diferendo entre Deleuze y Rancière.

Ajeno se encuentra Deleuze de la tradición romántica a la que lo conduce tanto Rancière como Badiou. Si bien considera la relación entre lo orgánico y lo inorgánico, busca una “concrescencia” propia de una metafísica de la materia más cercana a Whitehead y Simondon, y a una pragmática sostenida en una lógica de los dispositivos y los procedimientos operatorios ligada a Henry y William James. En el proceso de formación de la obra (gestaltung) la forma es inseparable de las fuerzas que la constituyen. En “Bartleby el escribiente” de Herman Melville, no es una fábula la que cuenta la metamorfosis de un personaje sino que un personaje, al reunir noúmeno y fenómeno como funcionamiento de un rasgo expresivo, presenta la transformación de la lengua y del mundo como fábula. Deleuze no piensa en Schopenhauer sino en Nietzsche, aunque reconoce que Melville sí lo hace al introducir la anomalía de Bartleby como la de un inocente santo idiota. ¡Un poco de esquizofrenia en la neurosis!

De nuevo aquí los mixtos mal analizados: a Deleuze se le juzga por lo que lee, y sobre todo, se le adscribe a él aquello que lee. Ahora, en relación con esos problemas, hay una distinción vital: la que separa a la escritura de la historia de la filosofía con la escritura de la filosofía. Deleuze escribió ambas, y por eso quizás precisa en el prefacio a la edición en inglés de Diferencia y Repetición:

There is a great difference between writing history of philosophy and

writing philosophy. In the one case, we study the arrows or the tools of

a great thinker, the trophies and the prey, the continents discovered. In

the other case, we trim our own arrows, or gather those which seem to

us the finest in order to try to send them in other directions, even if the

distance covered is not astronomical but relatively small.

(“Preface” xv)

Un mismo arco para dos tipos de flechas, o dos arqueros diferentes; distintas direcciones, distintos blancos. Distintas flechas y distintas direcciones persiguen distintos blancos; generan nuevos arqueros. La distinción no es menor. En el último trabajo con Guattari, lo aclaran de forma bella usando el caso de Nietzsche y los conceptual personae: la creación de personajes en Nietzsche ha generado un equívoco.

It is true that their manifestation for themselves gives raise to an ambiguity that leads many readers to see Nietzsche as a poet, thaumaturge, or creator of myths. But conceptual personae, in Nietzsche and elsewhere, are not mythical personifications or literary or novelistic heroes. Nietzsche´s Dionysus is no more the mythical Dionysus than Plato´s Socrates is the historical Socrates. Becoming is not being, and Dionysus becomes philosopher at the same time that Nietzsche becomes Dionysus.

(What is philosophy? 65)

Personajes contra “conceptual personae.” Devenir no es ser. ¿No es lo mismo que sucede con el Bartleby de Deleuze?

Etología e imagen-mundo

Villalobos levanta otra sospecha: “el pensamiento deleuziano habría favorecido la conversión de la multiplicidad, en cuanto categoría de una “ontología singular,” al concepto histórico-sociológico de multitud, cuestión que entorpece aún más la problemática de lo político y que para Rancière está inexorablemente ligada a la noción de pueblo”. A mí modo de ver estamos en este punto cerca del pensamiento como sacerdocio, para retomar otra imagen de Nietzsche distinta a la del asno (en un ejercicio de moralización donde “yo doy, yo digo, yo adjudico”), pues ¿es sostenible el argumento de que un pensamiento habría favorecido o no algo, para desvirtuar ese pensamiento? Acercar la noción de multitud a Deleuze, algo que ya había hecho Zizek, sería desconocer las inmensas diferencias filosóficas, estéticas y políticas entre Negri y el filósofo francés (Zepke). Prosigue Villalobos:

La obra literaria como régimen de signos, como fabulación salvaje, pondría en cuestión las pretensiones sintéticas de aunar el juicio moral y el juicio estético, enviando a la imaginación hacia un desvío, un delirio, que pone en cuestión el pacto social, pero sólo a condición de seguir presa de la lógica de la promesa, esto es, prometiendo el futuro advenimiento de una comunidad imposible. Esta paradoja, sin embargo, no se refiere solo a una limitación del trabajo de Deleuze, sino que expresa la condición aporética del pensamiento moderno, su imposibilidad de escapar a la dialéctica entre representación y presentación.

Pero, ¿plantea Deleuze el advenimiento de una comunidad imposible? Quizás allí esté en parte la génesis del desacuerdo, o del equívoco: no es un pueblo por venir, es un pueblo en devenir: “el pueblo que falta es un devenir” dice Deleuze (Deleuze La imagen-tiempo 288). La diferencia entre porvenir y devenir es crucial. El pueblo, entonces, falta:

Una de las consecuencias que tiene haber roto con la imagen de verdad de la filosofía, es poder pensar de nuevo el cine político. Para Deleuze, los Straub y Resnais son los más grandes cineastas políticos de Occidente, no por presentarnos en carne y hueso al pueblo, sino por saber “mostrar” que el pueblo falta. Y es en esta ausencia que se conjuga un potencial de virtualidad propiamente fabulador.

(Barragán 174)

No se sabe dónde está el pueblo: el pueblo no está donde se espera en la relación de obediencia. Ausencia ligada al devenir y no al porvenir: “En síntesis, si hubiera un cine político moderno, sería sobre la base: el pueblo ya no existe, o no existe todavía… «el pueblo falta»” (Deleuze La imagen-tiempo 287). Del mismo modo es esencial la diferencia entre múltiple y multiplicidad, adjetivo y sustantivo que si se mezclan, da lugar a grandes equívocos (sobre todo en relación con el pensamiento de Deleuze). O aquella entre diversidad y diferencia. De todos modos, el argumento de Rancière sobre el cine en Deleuze es más matizado y lleno de preguntas, que de juicios tal como creo lo presenta Villalobos. El diferendo es menor, y es más un diálogo lleno de paradojas entre miradas inconmensurables. Es importante anotar cómo al principio de ese texto, es el mismo Rancière el que elogia esa división que establece “Gilles Deleuze, que en los años ochenta fundamentó el corte entre las dos edades en una rigurosa ontología de la imagen cinematográfica” (La fábula 129).

La pregunta sería: ¿es lo mismo construir una imagen del pensamiento, que una imagen del mundo? ¿Y es lo mismo decir que el mundo es una imagen, a que el cine es el mundo como dice Rancière en su análisis de Deleuze -“el cine no es el nombre de un arte, es el nombre del mundo” (132)? Creo que aquí no hay que confundir diagnóstico con opinión a favor, confusión presente en diversos análisis sobre Nietzsche. El matiz decisivo es que el método de Bergson, que Deleuze recoge, no es una vía para acceder a la verdad, sino para adentrarse en los problemas. Por eso el punto es identificar los falsos problemas, los problemas que divergen entre sí: precisar los grados de verdad que tiene una solución, acorde con las exigencias que le plantea un problema. Así, el criterio empírico para Deleuze no es la guerra, ni el “episodio teórico” que supone Rancière: ¡es la ruptura del vínculo del hombre con el mundo! Lo cual por supuesto rebasa las condiciones históricas. Es decir, es el nihilismo, que ha trastocado al ser, lo que está en juego aquí

El hecho moderno es que ya no creemos en este mundo. Ni siquiera creemos en los acontecimientos que nos suceden, el amor, la muerte, como si sólo nos concernieran a medias. No somos nosotros los que hacemos cine, es el mundo el que se nos aparece como un mal film (…) Lo que se ha roto es el vínculo del hombre con el mundo.

(Deleuze La imagen-tiempo 229)

Y en esa ruptura Deleuze no ve nada alentador: “El hombre está en el mundo como en una situación óptica y sonora pura”. ¿Es el cine una ontología del ser contemporáneo? Sí, si por ejemplo atendemos a la disociación entre imagen sonora (la palabra) e imagen visual (las cosas). O para decirlo con Godard: “Hay cada vez más interferencias dela imagen y del lenguaje. Puede decirse que, en el extremo, vivir en sociedad hoy es vivir prácticamente en un enorme dibujo animado.” El cine, en ese sentido, no filma el mundo, sino la creencia en el mundo, la posibilidad de volver a creer en el mundo. Pero ese cine está lejos, muy lejos del ideal democrático, al tiempo revolucionario y reconciliador de los primeros años del cine, que se encuentra precisamente en el cine norteamericano. En el cine donde el pueblo está ya ahí, real antes de ser actual, ideal sin ser abstracto. En ese cine que halla al pueblo…pero, precisamente, “el pueblo falta” (286-87).

Finalmente ¿de qué ontología hablamos aquí? ¿Es lo mismo metafísica, ontología y onto-teología? Y ¿son todas las metafísicas iguales? ¿No es precisamente una de las apuestas de Deleuze, el mostrar las diferencias y matices entre metafísicas que, a la larga, son dispares? ¿En mostrar que también hay “esencias operatorias”? Y su concepción afirmativa de lo trascendental, ¿está basada en la misma idea que manejamos de lo trascendente –por oposición a lo inmanente-? “Lo trascendente no es lo trascendental” dice en uno de sus escritos finales. Al desechar los intrincados dilemas que acarrean la metafísica y la ontología, Rancière se enfrenta a problemas distintos que Deleuze. Elabora, por tanto, otros problemas. Otro arco, otras flechas, otra cuerda y otra elongación. Si a Rancière se le puede criticar (como lo hace Badiou) porque en su “evasión” de la ontología se circunscribe a la ocurrencia histórica pura, el punto con Deleuze sería precisamente de orden histórico: “¿Cómo puede una clasificación entre tipos de signos quedar cortada en dos por un acontecimiento histórico externo?” pregunta Rancière al describir la división Deleuze entre cine clásico y cine moderno. El punto, inmenso, es cómo se relacionan acontecimiento y ontología, acontecimiento y ser. ¡El punto precisamente es que el acontecimiento no es externo a la ontología! Algo que sucede en el mundo, es algo que pasa en mí, algo que pasa por mí, algo que nos pasa, porque el mundo no es algo externo a mi ser, mi ser es el mundo entero y lo que adviene…: el ser y el acontecimiento. Leibniz, el del pliegue de Deleuze, lo explica de forma bellísima: “Cada porción de materia puede ser concebida como un jardín lleno de plantas y como un Estanque lleno de peces. Pero cada ramificación de la planta, cada miembro del animal, cada gota de sus humores, es aún ese jardín o ese estanque” (126). Así, mi ser es también ese estanque y ese jardín. La flecha es el aire y el arquero y la cuerda y el blanco y ese jardín y ese estanque…un punto es todo.

Ontología entonces. ¿Pero cuál? La de Spinoza. No la que ha servido para alimentar la fructífera crítica de Derrida acerca de la onto-teología. Disonancia que podría resumirse así: “onto-ethology contra onto-theology”. La pregunta entonces con Deleuze no es, de acuerdo con Badiou, qué es el ser, sino: ¿qué pasa con el ser en nuestra época? (111) En estas condiciones, ser es devenir (“entidad=Acontecimiento”). Ya no una ontología del Ser, sino una etología de los seres: aquel cosmos donde nada ni nadie ha inventado la muerte interior, donde la muerte es exterior, un mal encuentro. Ni dios ni hombre, sólo algo entre todas las cosas, en rumbo errado disparado por no se sabe quién y hacia no se sabe dónde: mil mesetas que llevan desde todos los lugares hacia todos los lugares.

El gran arquero de uñas largas ha dejado este mundo, ha dejado de tensar la cuerda para seguir lanzando flechas sin cesar. Gilles Deleuze toma la decisión de suicidarse en 1995. Por siempre los rumbos y destinos de las interpretaciones de Deleuze seguirán siendo, afortunadamente, inconclusos. No es posible saber, por supuesto, cuál hubiera sido la respuesta de Deleuze a las críticas de Rancière. Ni siquiera en vida lo hizo con sus contemporáneos. Su crítica se enfiló hacia pensadores muertos siglos atrás: Platón, Kant, Hegel. ¿Desdén por la polémica? ¿Arrogancia? Tal vez sí, aunque el sostenido intercambio epistolar con Badiou muestra otra cosa. Mejor aún, tal vez pueda inscribirse este dilema en el contraste entre el humor y la ironía descrito en “De la superioridad de la literatura Angloamericana”: el irónico, el que discute acerca de los principios, es el que busca el principio anterior al primer principio. Es un ser de conversación y de diálogo, que procede siempre por preguntas – es un ser del significante. En el humor, por su parte, los principios cuentan poco, lo que cuentan son las consecuencias; es un ser de los efectos que dice: ¿me das esto? Ya verás, ya veremos lo que resulta. “El humor es traidor, es la traición misma” (Deleuze y Parnet “De la superioridad” 78). Traición, entonces. Efectos: lectura danzante y ligera, sin fin y sin medida, siempre con un procedimiento que abre una nueva consecuencia, que lanza una nueva flecha. Y así por toda la eternidad. Habría que preguntarse por rumbos probables que se abren paso: Deleuze ya lanzó la flecha, alguien más la recogerá. Una flecha disparada ya no al corazón del presente sino al infinito. ¿Un Deleuze sobrevolando América? Tal vez. Por ahora, entonces, ojalá que Deleuze siga sin destino, extraviado, traicionado.

Notes

01. Pueden consultarse textos de Daniel Smith, Brian Massumi, Todd May, Gary Genosko o Constantin Boundas entre otros. 

02. En “Marxism and Dualism in Deleuze,” texto de 1997, Jameson sostiene lo contrario a la lectura del Marxismo que Spivak no encuentra en Deleuze: “I think that Deleuze is alone among the great thinkers of the so-called poststructuralism in having accorded Marx an absolutely fundamental role in his philosophy” (395). Bové por su parte verá en este argumento “a surprising blindness given Deleuze´s strong and persistent critique of the dialectic from his early work on Nietzsche” (xxi-xxii).

03. En ese sentido es interesante notar cómo el texto “Can the subaltern speak?,” aparece en su versión ampliada en el libro “A Critique of poscolonial reason” de Spivak, en el capítulo titulado History.

04. Escribe Rancière en El espectador emancipado: “Pero, para hacer emerger esta relación y darle un sentido, había que reconstituir la red de presupuestos que sitúan la cuestión del espectador en el centro del debate sobre las relaciones entre arte y política” (210). El análisis de esta “teatrocracia,” tal como lo ha formulado en términos críticos Peter Hallward, parte de la propia formulación de Rancière: “la política siempre consiste en la creación de un escenario … siempre cobra la forma, en mayor o menor medida, de la instalación de un teatro … A mi modo de ver, la política consiste en el establecimiento de una esfera teatral y artificial. Mientras que lo que ellos [Negri y Hardt] persiguen es, al fin y al cabo, un escenario de la realidad en cuanto tal” (101).

05. Para una crítica a esos usos de Nietzsche y Deleuze, “nietzscheanos festivos que finalmente liberan un triste jubilo,” ver el diálogo entre Jean-Clet Martin y Dorian Astor a propósito del libro de este último, Nietzsche: La détresse du présent (Astor).

06. La escena que escribe Miller está al final de SexusThe Rosy Crucifixion I: “´You think it´s the gin? All right, I´ll throw the glass away´ I went to the window and threw it into the courtyard. `There! Now give me a glass of water. Bring a pitcher of water in. I´ll show you… You never saw anybody get drunk on water, eh? Well, watch me! Now before I get drunk on the water` I continued, following him into the bathroom, `I want you to observe the difference between exaltation and intoxication. The girls will be coming back soon. By that time I´ll be drunk. You watch. See what happens” (460).

07. Escribe Villalobos: “¿por qué Deleuze hipoteca su apuesta radical por el fin de la representación y de la economía simbólica (determinada por Hegel como el asunto de la estética moderna en cuanto confrontación con la exteriorización del espíritu) en sus lecturas literarias acotadas? La respuesta es sencilla: ´El personaje fabulador es, después de todo lo dicho, el telos de la anti-representación,´ esto es, el énfasis deleuziano en los personajes literarios no hace sino ´ilustrar´ la crisis de la estética moderna, pero sólo a condición de reintroducir en su lectura una fuerte carga simbólica con la que dichos personajes quedan investidos como claves y figuraciones de un proceso de pensamiento inmanente; la inmanencia de dicho pensamiento se traiciona, empero, cuando se la hace dar cuenta del potencial fabulador que contiene en contraste con la lectura estándar de lo literario.”

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