Alberto Moreiras
Texas A&M University
Volume 10, 2016
I. Primera tesis.
Reviso este ensayo, escrito en su primera versión hace poco más de un año, el día siguiente al de la victoria de Donald John Trump en las elecciones presidenciales norteamericanas. Mientras trabajo, se discute con fuerte intensidad en redes sociales si la candidatura de Bernie Sanders, el candidato del Partido Demócrata desbancado por Hillary R. Clinton en las elecciones primarias, hubiera podido derrotar al ahora Presidente Electo. Lo que está en el fondo de esa pregunta es que Sanders es percibido como un candidato populista, como Trump, aunque en el lugar opuesto del espectro político, mientras que Clinton está asociada al establishment o a la llamada vieja política. Una revisión rápida del programa electoral de Bernie Sanders, https://berniesanders.com/issues/, permite comprobar que efectivamente el perfil de Sanders, sustentado en la declaración de un antagonismo contra los ricos que le permite la formulación de una idea de pueblo, y también en la formulación de una serie de demandas de carácter equivalencial que tienden a satisfacer a diversos grupos poblacionales autoidentificados como tales, cumple las condiciones mínimas del llamado populismo de izquierda. La pregunta sobre si Sanders hubiera derrotado a Trump permanecerá solo como pregunta por lo menos hasta dentro de cuatro años. Pero la situación permite quizás formular una primera tesis provisional: la división política fundamental de nuestro tiempo no es entre izquierda y derecha sino más bien entre populismo y el aparato neoliberal. El artículo publicado por el New York Times apenas una hora después de que Clinton concediera su derrota insiste en la caracterización populista del programa de Trump. Dicen sus firmantes, Matt Flegenheimer y Michael Barbaro: “Los rallies sin filtro y la impávida autoestima de Mr. Trump atrajeron un seguimiento devoto que fusionó políticas identitarias poco sutiles y un populismo económico a menudo en desafío a la doctrina del partido.” Y también: “Los resultados supusieron un repudio, no solo de Mrs. Clinton, sino también del Presidente Obama, cuyo legado está de súbito en peligro. Y fue una demostración decisiva de poder de una coalición en gran parte desestimada de votantes de clase trabajadora blancos que sentían que la promesa de los Estados Unidos se les había escapado de los manos tras décadas de globalización y multiculturalismo” (http://www.nytimes.com/2016/11/09/us/politics/hillary-clinton-donald-trump-president.html).
Mientras tanto, anoche, en la cadena de televisión MSNBC, asociada a puntos de vista de izquierda liberal, se debatía, a la espera de los resultados electorales pero cuando ya era obvio que Trump resultaría ganador, la noción de que el Partido Demócrata tenía que responsabilizarse de la percepción pública de que había abandonado a la clase trabajadora blanca, y que se imponía un retorno a la figura de Bobby Kennedy, quien antes de su asesinato había conseguido el respaldo tanto de los trabajadores blancos como de las minorías étnicas o raciales más relevantes de Estados Unidos. Según esta línea de pensamiento, es la política identitaria liberal, o multiculturalista, fuertemente apoyada por la izquierda, o más bien la reacción resentida contra ella, la que le ha dado la presidencia a Trump. Yo tengo pocas dudas de que la izquierda de los últimos treinta años ha padecido de una fuerte incompetencia a todos los niveles, pero en mi impresión echarle la culpa a las políticas identitarias es como culpar a la tos de causar tuberculosis. Desde los años ochenta, las políticas identitarias, por lo demás aceptables y funcionales al régimen neoliberal, han sido la compensación de un vacío fundamental en la izquierda norteamericana, y no solo norteamericana. La plataforma de Sanders radicalizaba hacia el populismo de izquierda las políticas identitarias de forma opuesta pero paralela a la radicalización derechista de Trump. Ambas se vinculan en la demanda de reconocimiento por el Estado o la clase dominante, y ese es o ha sido hasta ahora su límite absoluto. Quizá desde la izquierda pueda ya verse que se hace necesaria una nueva invención conceptual democrática. La derrota de Clinton ante Trump es la constatación de que el sistema de gobierno neoliberal hace agua de forma tan arriesgada que ya no es ocupable ni por la izquierda ni por la derecha convencionales. Es necesario pensar el populismo, y pensar, desde pero también más allá del populismo, nuevas articulaciones de la política democrática. Mi sensación es que los riesgos del populismo no son evitables desde el asambleísmo: es necesaria la representación, pero, claramente, otro tipo de representación. Esa debería ser la lección infligida por la espectacular derrota de Clinton y de todo el aparato demócrata en los Estados Unidos.
II. Populismo, de José Luis Villacañas.
José Luis Villacañas escribe y publica su Populismo (Madrid: La huerta grande, 2015) en un momento especialmente grave de la política española, cruzada, como él mismo expone, por un desgaste de carácter fundamental en tres niveles—crisis económica, crisis institucional y crisis de representación política—que amenaza con convertirse en crisis orgánica (“Un paso en falso, solo uno, y desde luego los éxitos históricos de la España contemporánea pueden verse comprometidos” [122]). No hace falta ser un lince para entender que Populismo no se postula sólo como un acto académico ni meramente reflexivo, sino que tiene una intencionalidad política de primer orden. El autor no es un cascarrabias del 78, no es descalificable como tal, sino alguien que había apoyado frecuente, grande y entusiastamente la posible renovación política española representada por Podemos. Muchos, leyendo, se habrán preguntado cómo este hombre se permitió tanto denuesto contra el populismo si sus simpatías políticas están con el partido de Pablo Iglesias. ¿No es cierto acaso que la mayor parte de los defensores académicos de la línea política de Podemos lo hacen precisamente desde el populismo, desde posiciones pro-populistas, desde posiciones que apoyan sin renuencia alguna a los máximos teóricos del populismo, en el mejor de los casos a los buenos, como Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, y a su escuela, y en otros casos también a los mediocres, que son los tantos citados y recitados en los artículos que uno va leyendo sobre la llamada “latinoamericanización” de la Europa del Sur, las decolonialidades pendientes en España, los poderes duales, o las virtudes infinitas del comunitarismo universal, para no hablar de los identitarismos endémicos? Pero, cabalmente, esa es la intencionalidad política real del libro de Villacañas: a favor de una renovación radical de la política española, a favor de una sucesión política efectiva, y sin embargo en guardia contra lo que en esa renovación y sucesión puede convertirse en catastrófico, puesto que no hay garantía de que no vaya a ser así. Había que leer, por ejemplo, con cuidado el siguiente párrafo:
Las demandas de las mareas sociales en defensa de la educación, de la sanidad, de las mujeres, de los homosexuales, de los ecologistas, de los dependientes, de los desahuciados, de los afectados por la hepatitis, todas eran demandas sectoriales. No fueron equivalenciales. Tenían detrás colectivos de profesionales, intereses parciales, no reclamos populistas. Es verdad que había un denominador común: los unía un gobierno que se empeñaba en una agenda torpe e inviable, que desconocía la realidad social de un país que deseaba ofrecer a minorías instaladas en estilos e ideas muy atrasadas respecto a las clases medias españolas. Pero todas esas demandas no forjaron un reclamo populista. Todavía estaban guiadas por una aspiración moderna de dotarse de instituciones eficaces, públicas, funcionales, solidarias. Se veía todo el esquema neoliberal más bien como una regresión que conectaba con los profundos estados carenciales de las instituciones predemocráticas españolas.
(118)
El uso dominante del imperfecto en la cita, sin duda escogido e intencionado, comunica implícitamente el temor de que ya no sea así, de que las demandas sectoriales del 15-M hayan evolucionado hoy, en manos del partido que se autodenomina su consecuencia política crucial, y de su máximo líder, hacia demandas equivalenciales características de un populismo en construcción, dedicado a la formación hegemónica y dedicado a la toma del poder por la vía más rápida posible. Si, como dice Bécquer Seguín en “Podemos and Its Critics” (Radical Philosophy 193 [2015]: 20-32), Podemos es hoy un partido cuyo horizonte ideológico está repartido entre un neo-gramscianismo y un neo-leninismo, pero ambos vaciados de su sentido marxista y renovados en el sentido de una retorización dominantemente populista, la preocupación transparente en Villacañas es la de reforzar, dentro de tal partido, las tendencias abiertamente ni neo-gramscianas ni neo-leninistas. La opción favorecida por Villacañas es en realidad una opción presente en Podemos, en alguno de sus máximos dirigentes, aunque a estas alturas sea todavía incierta su materialización efectiva: el republicanismo democrático, él mismo de vieja raigambre y que incluye desde luego a Karl Marx si no precisamente al marxismo histórico entre sus defensores.
Me permito un ejemplo que, en su ambigüedad, justificaba la alarma y la crítica ya en septiembre de 2015, unos meses antes de las elecciones del 20-D en las que se vislumbró, para ser desperdiciada, una efectiva toma del poder por un gobierno de coalición inclusivo de Podemos. En un artículo publicado por Pablo Iglesias en El País, que conviene entender como un esfuerzo mediático por deshacer cierta torpeza retórica cometida en el faux pas de su primera propuesta de gobierno de coalición a Pedro Sánchez, del Partido Socialista Obrero Español, “El gobierno del cambio” (26 de enero, 2016), dice Iglesias: “Sabemos . . . que la mejor vacuna contra la traición, las filtraciones falsas y el doble juego es hacer a los ciudadanos testigos de lo que se dice y se hace. Por eso hemos invitado a Sánchez a un diálogo público y abierto a la ciudadanía, sin perjuicio de las reuniones que deban tenerse. En las reuniones se fija el texto de los acuerdos que después deben hacerse públicos, pero en los diálogos públicos se contrastan propuestas y argumentos”(http://politica.elpais.com/politica/2016/01/24/actualidad/1453660293_352459.html). Así que las conversaciones políticas ya no son, según Iglesias, conversaciones, sino que asumen más bien la forma de gritos en el mercado, y esos gritos son los que salvan al lenguaje de caer arteramente bajo la traición y el doble juego. No creo que haya que darle a estas frases un papel demasiado ejemplar, en la misma medida en que son frases defensivas, pero tampoco hay que desoírlas: la espectacularización de la política, y del lenguaje político, es un rasgo tan ampliamente populista como abiertamente antirrepublicano. “Nadie está en condiciones de saber cuáles serán los frutos de las políticas educativas, culturales, familiares y económicas que se han impulsado en los cuarenta primeros años de nuestra práctica democrática española ni los retos que podrá encarar la sociedad que el régimen democrático nacional-liberal español ha configurado. Pero ya es una mala señal que no tengamos garantía alguna de que un correcto republicanismo cívico pueda ganar la partida al cortocircuito de alianzas que el neoliberalismo teje con el populismo” (Villacañas 114). ¿Cómo es esto último?
Como el neoliberalismo, el populismo no reconoce contenidos vinculantes y es por lo tanto abiertamente contracomunitario, excepto en un sentido interno (comunitarista dentro de la grey, anticomunitarista con respecto del afuera). El populismo ha asumido desde ya su punto de partida nihilista, o nihílico en la palabra que prefiere Felipe Martínez Marzoa. El populismo no parte de contenidos sustanciales ni afirma la esencialidad de ningún pueblo. El populismo, más bien, se esfuerza permanentemente por construir un pueblo, por construir una noción de comunidad, y por rechazar por lo tanto la herencia nihílica a favor de su conjuración afectiva. Así, desde una situación de partida que comparte con el liberalismo, el populismo se ofrece como su precisa o imprecisa alternativa. Populismo se concentra en definir apretadamente los rasgos fundamentales de la posición populista desde su mejor formulación teórica, que es la elaborada por Ernesto Laclau en La razón populista (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2005). Los rasgos mínimos que detecta Villacañas, y que permiten por lo tanto una definición inicialmente apropiada de populismo, pueden resumirse en la siguiente cita: “el pueblo es una comunidad construida mediante una operación hegemónica basada en el conflicto, que diferencia en el seno de una unidad nacional o estatal entre amigos/enemigos como salida a la anomia política y fundación de un nuevo orden” (22). Los rasgos fundamentales son pues no sólo los definidos por Yannis Stavrakakis y su grupo de Salónica, de los que hablaré en seguida: la creación de un antagonismo y la invocación tendencialmente inclusiva de un “nosotros;” sino que en Villacañas incluyen un tercer rasgo, a saber, la intención de construcción comunitaria en recurso hegemónico fundacional: “esto significa que el populismo trata de transformar la sociedad de masas en comunidad políticamente operativa. Su problema es cómo hacerlo” (36).
La voluntad de creación comunitaria, en recurso hegemónico por lo demás, significa que el populismo se articula como movilización permanente. “Es un proceso en movimiento,” dice Villacañas. El populismo es movilización, y en cuanto movilización es también movilización post-crisis: una vez arruinadas las bases operativas de un sistema social dado, el populismo se instala en el vacío, como respuesta a él, y moviliza lo social a favor de una invención retórica: Villacañas cita a Laclau, “La construcción política del pueblo es esencialmente catacrética” (43), se instala en el lugar de un vacío. “Se trata de crear instituciones nuevas mediante un poder constituyente nuevo” (64). Para ello, el populismo necesita de otra función estructural que es para Villacañas sine qua non: la función del líder carismático, soporte afectivo de los procesos de identificación libidinal sin los cuales no podría consolidarse construcción retórica alguna. El líder es el representante sustancial, es decir, la encarnación simbólica de las demandas equivalenciales. Pero es un líder peculiar, pues su función consiste sólo en representar, y no en cumplir, tales demandas. Villacañas es rotundo: “El líder populista no atiende demandas insatisfechas, lo que Weber llamaba ‘intereses materiales de las masas.’ Eso haría del líder populista un constructor institucional, lo que llevaría a una disolución de la formación populista” (73-74). Con ello, el fin político del populismo lo predispone (o lo apresta) a una movilización permanente, incesante, ajena a cualquier normalización. Y esta es en el fondo la condena a mi parecer más dañina de la efectividad política del populismo en Villacañas: “lo decisivo es que el populismo asume como principal objetivo el mantener las condiciones de posibilidad de las que brotó” (79); “En lugar de usar el poder para superar la crisis y recomponer la atención a demandas parciales, usa el poder para perpetuar la crisis institucional, generando en la formación del pueblo el muro de contención del desorden que él mismo ayuda a mantener” (83). Pero esto significa que la desmovilización populista es necesariamente traición, y así en rigor que no puede darse la desmovilización populista. El populismo es un movimiento que no aspira a su cumplimiento, o más bien un movimiento cuyo cumplimiento es su misma permanencia efectiva como movimiento. Y es esto lo que lo hace política para idiotas agitados.
No necesariamente de idiotas, claro, sino para idiotas, en su deseo militante. El papel del líder—por lo tanto, también de aquellos que amparan al líder en cuanto líder, la intelligentsia del partido que es en todo populismo soberana—es entender demasiado bien que no hay ya diferenciación institucional posible, que no hay por lo tanto complejidades sectoriales que abastecer. El papel del líder es buscar, en todo momento, la reducción y simplificación de la política a mecanismos de identificación imaginaria, que sostengan el deseo comunitario: “Todo lo que el populismo dice de la trama equivalencial tiene como supuesto el abandono de la tarea de singularización que suponemos prometida por la existencia de la inteligencia en nosotros” (94). ¿Cómo habríamos llegado a tal cosa, y a llamarlo renovación? Villacañas dedica algunas de sus mejores páginas a explicitar por qué el populismo es consecuencia directa de la devastación orgánica a la que el neoliberalismo somete lo social: “Cuanto más triunfe el neoliberalismo como régimen social, más probabilidades tiene el populismo de triunfar como régimen político” (99). Si ambos son espejos mutuos, el populismo se convierte en una amenaza perpetua, de carácter siempre reactivo, a la sociedad neoliberal que facilita su alza.
La esperanza de que el republicanismo democrático se imponga en España contra la tentación populista no queda enunciada en Populismo más que como esperanza. La denuncia del populismo, como posibilidad no ya implícita en el curso de los tiempos, sino semi-consumada o en ciernes de hacerlo (no hay que pensar sólo en el indeciso o dividido Podemos, sino en tantos otros de los fenómenos cripto-populistas que se desatan todos los días en las periferias y márgenes de la política real en casi todos los ámbitos de la contestación política en España) encuentra su colofón en la siguiente frase: “Si bien la crisis española no es todavía orgánica, podría serlo. Y el populismo tiene puesta su mirada en este horizonte” (119). El populismo emerge en este libro como una maldición contingente, pero se trata de una contingencia frente a la que no es dado hacer mucho en el corto plazo. Sólo esperar que no se cumpla del todo, o, en todo caso, y esa puede ser la tarea política real de la generación presente, luchar por su desmovilización efectiva. Me pregunto si el republicanismo en España no capitalizará su verdadera promesa en el “día después” de alguna pesadilla populista generalizada como la que acaba de caerle encima a Estados Unidos. Las observaciones que siguen están expuestas dentro del marco de la crítica al populismo que ofrece Villacañas.
III. Segunda tesis.
La tesis de que la división política fundamental de nuestro tiempo es ya la división entre populismo de izquierda y populismo de derecha necesita elaboración, aunque me gustaría también que resonara por sí sola, sin mayores excusas. Trataré de explicarla apelando a ciertas cosas que aprendí a principios del verano de 2015 en Grecia, en Salónica, en la reunión llamada “Populism and Democracy,” organizada por Yannis Stavrakakis y su equipo de investigación en torno al proyecto “Populismus,” sufragado por la Unión Europea y otros fondos griegos. Antes de entrar en ello, sin embargo, citar otro artículo de Pablo Iglesias, “La izquierda,” publicado en esa época en El País, en un momento en el que Podemos estaba quizá en buena situación relativa en las encuestas y podía todavía aspirar al gobierno de España tras las elecciones del 20 de diciembre de 2015. Iglesias, quien parecería desde entonces haber cambiado de posición, decía:
La geografía que separa los campos políticos entre izquierda y derecha hacía que el cambio, en un sentido progresista, no fuera posible. En el terreno simbólico izquierda-derecha los que defendemos una política de defensa de los derechos humanos, la soberanía, los derechos sociales y las políticas redistributivas no tenemos ninguna posibilidad de ganar electoralmente. Cuando el adversario, sea el PP o el PSOE, nos llama izquierda radical y nos identifica con sus símbolos, nos lleva al terreno en el que su victoria es más fácil. En política, quien elige el terreno de disputa condiciona el resultado y eso es lo que hemos tratado de hacer nosotros. Cuando insistimos en hablar de desahucios, corrupción y desigualdad y nos resistimos a entrar en el debate Monarquía-República, por ejemplo, no significa que nos hayamos moderado o que abandonemos principios, sino que asumimos que el tablero político no lo definimos nosotros. (http://politica.elpais.com/politica/2015/06/28/actualidad/1435509096_303752.html)
(29 de junio, 2015, 15)
Iglesias, por razones sin duda políticas, no iba suficientemente lejos. Apelaba a unos “principios” que al mismo tiempo denunciaba como políticamente muertos, y que pertenecerían a una izquierda que ya sólo sirve para perder elecciones. Iglesias renunciaba, aunque no del todo, no claramente, al maximalismo de los principios para asumir un “tablero político” que imponía la gente, o “la gente,” los votantes, o los potenciales votantes. En ese sentido, planteaba indirectamente una política de principios en la que estos últimos aparecerían solo en calidad de reserva espiritual o fondo de pensiones, a los que por lo tanto siempre se podría recurrir en situaciones oportunas, cuando llegue el momento, cuando cambie el tablero político y se amplíe el margen de aplicación principial. El kairós, más allá del resultado electoral, definía aquí de forma precisa un oportunismo sin oportunidad, pero un oportunismo a la expectativa de la oportunidad. No se trataba solo de tomar el poder. Iglesias es claro al respecto: “Los cambios políticos profundos (que implican siempre ganar el poder institucional) solo son posibles en momentos excepcionales como el que atravesamos” (15). El poder hay que tomarlo si se puede, y eso va por descontado. Se trata más bien de tomar el poder para poder seguir tomándolo desde unos “principios” que no se abandonan, o que se abandonan solo pour la gallerie y por oportunismo de campaña. A mí me importa poco el carácter concreto o contenido de esos principios—tiendo a considerarlos efectivamente muertos e improductivos—, pero me importa la en mi opinión desafortunada invocación, aunque más o menos ostensiblemente residual, del carácter principial de los principios en cuanto tales.
Faltaba claridad, y la subsiguiente evolución de Iglesias muestra sin duda por qué. ¿Se apostaba por una política de principios o se apostaba por una política de adaptación democrática a lo que la gente quiere? ¿Es esto último fundamentalmente un paso para llegar a lo primero, en la confianza más o menos ingenua de que la gente va a entrar por sí sola al corral o al cercado de los viejos principios de izquierdas hoy más o menos lamentablemente muertos? ¿Hasta cuándo vamos a seguir invocando, en democracia, el carácter principial del movimiento político? ¿Hasta cuándo persistirá la piedad patética de pensar que es con principios como se combate una situación en la que el adversario ha siempre de antemano renunciado a ellos, habiendo entendido, como entienden los poderosos, que los principios no son sino racionalizaciones de la debilidad y así basura histórica en tiempo nihilista? Las posiciones maximalistas—anticapitalismo, comunismo, comunitarismo u horizontalismo radical, decimos—le hacen el juego a los ladrones del tiempo, a los cazadores, a los que buscan cobrar el precio de tu cabeza: abren su tiempo, les dan tiempo, crean su kairós, cercan el campo de caza. Es hora de renunciar a la política de principios, es hora de renunciar a la pretensión de que la tradición de izquierdas es todavía una tradición rescatable, reocupable, vindicable para la democracia real de otra forma que nostálgica para quien padezca esa nostalgia (como podría ser o sin duda es el caso de Iglesias). Es hora de que los muertos entierren a sus muertos y liberen el tiempo de la vida, que, hoy, solo puede sostenerse, para todos los que somos potencialmente presa, y todos lo somos, en democracia.
Al pedir la renuncia al principialismo de izquierdas, y a todo principialismo, no estoy apoyando una práctica política de derechas, sino una práctica política democrática que ese mismo principialismo de izquierdas ha hecho históricamente y sigue en alguna medida haciendo tanto por eludir. ¿Cómo se gestiona? La respuesta es a mi juicio ya clara, aunque implique vencer una serie considerable de prejuicios e implique también la necesidad de un pensamiento cada vez más comprometido (pero no comprometido con principios sino con la posibilidad aprincipial, an-árquica, de la democracia.) La respuesta política es, a mi juicio, inevitablemente populismo, y quizás esto no sea consecuente con la posición de Villacañas. Pero no cualquier populismo ni el populismo de cualquiera. Quizás tampoco el populismo de Podemos, no necesariamente, no de momento o hasta ahora.
Por lo tanto, segunda tesis, podría decirse o me gustaría decir que la batalla por la definición e implementación de un populismo democrático que nos devuelva el tiempo de la vida es el horizonte político real de nuestra historia. ¿Cómo empezar a pensarlo? La reunión de Salónica del verano de 2015 fue convocada parcialmente como discusión en torno a un texto preparado por Stavrakakis en nombre de su equipo de investigación, sintetizando el trabajo colectivo de los últimos años. Aunque no tengo espacio para hacer justicia a la totalidad del documento, quiero referirme a algunos de sus planteamientos como punto de partida de mi propia posición. El documento, llamado “Background Paper. International Conference ‘Populism and Democracy,’ 26-28 June 2015,’” establece dos, y sólo dos, “criterios mínimos” para el populismo que marcan, por otro lado, la existencia de dos campos políticos e intelectuales—a partir de la definición mínima del populismo, se constata la presencia de su otro, el anti-populismo (http://www.populismus.gr/wp-content/uploads/2015/06/POPULISMUS-background-paper.pdf). Uno debe decidir, por lo tanto, respecto del populismo y del anti-populismo, y situarse no necesariamente a favor o en contra del uno o del otro, sino situarse en relación con las opciones políticas que ofrece la versión mínima del populismo y por lo tanto, por implicación, la del anti-populismo. Yo, por ejemplo, me encuentro resueltamente del lado populista si y sólo si el populismo se atiene a sus dos condiciones mínimas, que son, respectivamente, una referencia prominente al pueblo, o a la gente, o a la subalternidad, o a cualquier otra variación referencial, y que incluye por lo tanto cierta partisanía a favor de una democratización siempre expansiva del proceso político, a favor de la inclusión; y también, segundo criterio, un antagonismo explícito hacia los enemigos de la democracia inclusiva y de la democratización, y esos enemigos pueden llamarse la casta, o la élite, o el capitalismo financiero, o cualquiera de sus vicarios, incluyendo por supuesto sus varios cómplices en la sociedad civil, los medios, las instituciones, las universidades. Esas son, para el grupo de Salónica, las dos condiciones o criterios mínimos: compromiso con una democratización inclusiva del proceso político a favor de la gente, y presencia de un antagonismo explícito. Por poner un ejemplo fácil, vemos que Donald J. Trump plantea claramente su antagonismo con respecto de la casta política, y se define como un “non-politician,” un “no-político,” pero vemos también que su cantinela estridente contra la inmigración mexicana en particular es de carácter excluyente. Este carácter de exclusión en su proyecto político, ¿lo liquida como populista? No, puesto que su exclusión es constitutiva—la inclusión es lo que está primariamente afirmado de forma identitaria, de modo que “la gente” es sólo la gente norteamericana o legalmente en Estados Unidos, o en el fondo los que están de acuerdo con Trump. Con ello Trump introduce un suplemento a su condición populista, que hace que su populismo abandone las condiciones mínimas. Pero estar contra ese suplemento no implica necesariamente estar contra el populismo, y eso conviene entenderlo.
Hay dos elementos que no pertenecen a la definición mínima, y que sin embargo tienden a estar presentes en el populismo histórico, que son la verticalización carismática y la identitarización del campo político—es obvio, por lo demás, que ambas, dados los resultados electorales, son las dos grandes amenazas para la vida norteamericana, y por extensión mundial, en los próximos cuatro años. No se trata, por supuesto, de si la verticalización carismática, es decir, el amor más o menos incondicional por el líder y sus representantes en la tierra, o la identitarización fuerte, es decir, la constitución de una comunidad fantasmática de carácter cerrado a través de la sentimentalización de una cadena de equivalencias, en la formulación de Ernesto Laclau, son de nuestro gusto o no. Desde luego no lo son del mío. Se trata más bien de saber si esos dos elementos, o al menos uno de ellos, resultan esenciales a la definición de la dimensión populista en la política o en el proceso político. O incluso de saber si la presencia fuerte, o su contrario la relativa ausencia, de al menos uno de esos dos elementos inclina ya la balanza hacia lo que podemos llamar populismos buenos o malos, que no coinciden necesariamente con la otra distinción clásica entre populismos de derecha o populismos de izquierda. Diríamos que todo populismo de derecha, como el de Trump, caracterizado en cada caso por la exclusión de un segmento de la gente a partir de la identitarización comunitaria, es ya malo, puesto que no cumple la primera condición mínima de forma satisfactoria, pero diríamos también que hay malos populismos de izquierda, o bien desde la verticalización excesiva, o bien desde la identitarización, que son los rasgos funcionales en los mecanismos que Villacañas critica. En todo caso conviene advertir que la identitarización va con mucha frecuencia de la mano de la verticalización, y que por lo tanto el populismo de Trump no es sólo identitario, sino también potencialmente verticalista, porque está claramente basado en el carisma. Trump es fundamentalmente su propio carisma, y es precisamente eso lo que hoy aterra a la clase política norteamericana, incluso a la republicana.
¿Qué significa, entonces, “malo” en la expresión “mal populismo”? Si el primer criterio mínimo es la democratización del campo político, es claro que el populismo de derecha no es incluyente, pero puede también haber populismos de izquierda que se conviertan en una amenaza a la democratización incluyente del campo político, y que traicionen por lo tanto aquello que originalmente pretendían vindicar. La verticalización carismática del proceso político y la identitarización del campo político son a mi juicio también los dos elementos centrales del mal populismo de izquierdas, y por lo tanto la amenaza interna de todo populismo—es decir, del populismo democratizador y movilizante, del buen populismo—a partir de sus dos condiciones mínimas. Es obvio, por ejemplo, que han afectado negativamente a varios de los regímenes populistas latinoamericanos del presente o pasado reciente. Lo que pase en España con su populismo emergente, fuera del catalán (cuya identitarización excesiva es inevitable, al tratarse de un populismo nacionalista), está por verse, y depende de la evolución de las luchas tácticas e ideológicas internas en Podemos.
Así que la tarea crítica es urgente y no renunciable. Si la democratización expansiva del campo político es no sólo la meta sino la condición mínima, o una de ellas, del populismo (lo cual implica también una forma específica de lidiar políticamente con el antagonismo, desde la democratización), es necesario criticar las tendencias o desviaciones que llevan hacia la verticalización y/o la identitarización, incluso cuando esos dos procesos son llevados a cabo por populismos de izquierda, presumiblemente en nombre de acentuar y profundizar las dos primeras características o condiciones o procedimientos mínimos de su constitución. Para decirlo claramente, si el populismo ha de incluir verticalización e identitarización, entonces es necesario ser antipopulista, desde la democracia. Si el populismo no tiene necesariamente que incluirlas, sino que puede y debe excluirlas en la medida de lo posible como forma de profundizar en sus dos criterios mínimos en el sentido de la democratización, entonces el populismo es, como insistía el Laclau tardío, condición irrenunciable de la política. Este es el problema político fundamental en el campo populista, pero no lo es en el sentido meramente empírico, sino que lo es ante todo en el sentido de su conceptualización y definición. No se trata de enfrentarse ingenuamente a promesas rotas. Si el populismo, para tener éxito una vez en el poder, debe avanzar hacia la verticalización y el identitarismo, entonces debe ser rechazado de entrada, no sólo cuando se convierte inevitablemente en la promesa rota y traicionada de la democracia inclusiva y radical.
IV. Identitarización boliviana: un ejemplo.
Se hace necesario un breve análisis de la identitarización populista en el caso concreto de Bolivia, que es quizá el caso más exitoso de populismo de izquierda en la contemporaneidad latinoamericana. El Vicepresidente del Estado Boliviano, Alvaro García Linera, publicó en 2014 Identidad boliviana. Nación, mestizaje y plurinacionalidad. Se trata de un libro que puede ser entendido como un acto político coyuntural, por lo tanto parecido a otros libros de la secuencia que incluye El “oenegismo,” enfermedad infantil del derechismo (2011), Geopolítica de la Amazonia: Poder hacendal-patrimonial y acumulación capitalista (2012) y, en menor medida, Socialismo comunitario. Un horizonte de época (2013) (todos estos libros son descargables en (http://bit.ly/2jj0ONY). Ostensiblemente, Identidad boliviana es una reacción al libro del político derechista Carlos Mesa Gisbert La sirena y el charango. Ensayo sobre el mestizaje (2013). A este último le dedica García Linera una larga nota que es también una defensa de lo que Identidad llamará la hegemónica y exitosa “indianización del Estado boliviano,” contra cualquier noción sustantiva de mestizaje. Aunque estoy de acuerdo con García Linera en que la vieja ideología del mestizaje reproducida por Mesa Gisbert para apoyar su propio proyecto político está ya en bancarrota, hay ciertos aspectos del apoyo que le da García Linera a la constitución radicalmente identitaria del estado boliviano—ahora un “estado integral” por oposición al “estado aparente” del pasado—que merecen examen crítico.
En un momento crucial García Linera habla del hecho de que fueron las mismas organizaciones sociales indígenas las que liquidaron la posibilidad de autodeterminación para las naciones indígenas. La atribución de agencia a las primeras juega para García Linera un papel básico en la construcción de algo así como un “sentido común” nacional. Dice García Linera que es bien sabido que las naciones con mayor vitalidad histórica tienden a su autoconstitución como naciones-estado, y que las organizaciones indígenas podrían muy bien haber elegido su propio camino mediante declaraciones unilaterales de independencia, pero que la historia siguió otro curso:
Las construcciones de hegemonía cultural, de habilidad articuladora de los movimientos indígenas tomaron—para decirlo de algún modo—un rumbo más gramsciano que leninista, en relación a la consolidación estatal de las identidades indígenas; de tal forma que en vez de optar por la autodeterminación nacional indígena (que hubiera supuesto la separación de la identidad boliviana), las luchas discurrieron por la opción de la indianización de la identidad boliviana, como el lugar de unificación de las diversas identidades indígenas y no indígenas, paralelamente al reforzamiento cultural de la propia identidad indígena.
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La indianización junta identidades indígenas y no indígenas al tiempo que refuerza la identidad indígena. Es claro que este es un modelo gramsciano. Las identidades se suman en articulación sin fisura para constituir una constelación identitaria superior en la que domina la identidad genéricamente indígena. Tal logro se presenta como paliativo político a pesar de que, en la constitución identitaria, lo que se constituye como referente es una nueva identidad, previamente ausente, por lo tanto una identidad fantasmática e imaginada: el Estado Plurinacional Boliviano, inexistente antes de 2009. Esto no es una propuesta, sino la afirmación de la indianización triunfante del Estado boliviano mediante la acción propiamente política. Dice García Linera: “Lo boliviano deviene real sólo en el momento en que se indianiza” (58). Y la indianización es explícitamente constitución identitaria. Pero ¿qué significa tal cosa?
El último párrafo del libro incorpora una especie de lapso freudiano. Dice García Linera:
En sociedades con una diversidad nacional en su interior, lo que diferencia la historia profunda de sus estados respecto a la de los otros que las rodean, es la manera en que se unen, articulan o subordinan el resto de las naciones interiores en torno a la identidad dirigente y dominante. Cuando las clases y la identidad dominante desconocen y homogenizan a las restantes naciones dentro del estado, el mestizaje es un etnocidio y el resultado es un estado monocultural confrontado con el resto de la sociedad pluri-nacional. En cambio, si la identidad y las clases sociales dirigentes reconocen a esas otras identidades nacionales y estas últimas inscriben sus prácticas materiales en el ordenamiento estatal, estamos ante una ecuación de isomorfismo entre estado, sociedad y territorio que caracteriza a los estados plurinacionales. Y eso es lo que Bolivia es hoy.
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Es decir, para García Linera el supuesto isomorfismo es todavía una función del reconocimiento desde la identidad y las clases sociales dirigentes, lo cual parece indicar o bien que la identidad indígena y las clases sociales indígenas no son dominantes todavía en el Estado plurinacional, y que es por lo tanto el Estado el que reconoce, o bien que esas clases se autoconstituyen como dominantes mediante un acto de reconocimiento que ahora es simplemente autorreconocimiento. Lo importante es que se trata de un curioso isomorfismo basado en el reconocimiento desde lo dominante—cuando el isomorfismo por definición sólo puede darse entre iguales. La crítica no es que el Estado plurinacional haya estafado a nadie, sino más bien que no puede haber isomorfismo en un estado formado sobre la noción explícita de hegemonía cultural. La hegemonía cultural jerarquiza identidades y no puede dejar de subordinar unas a otras. El isomorfismo, entendido como isomorfismo identitario, es una mentira y una trampa hegemónica; es decir, es sólo discurso estatal. Y cabe por lo tanto preguntarse si la llamada indianización del estado tiene el mismo estátus retórico.
García Linera sostiene que la indianización se ha vuelto o se está volviendo hegemónica en el Estado plurinacional, pero no sólo retórica sino sustantivamente hegemónica; García Linera sostiene que la indianización es la verdad del Estado plurinacional boliviano en cuanto tal. Esto es por supuesto esencial al proyecto de estado nacional-popular que el MAS promueve, y García Linera lo hace claro: “el nuevo sentido común transcendente (la concepción fundamental del mundo dirigente y organizador de la sociedad) irradia desde el movimiento indígena campesino” (50). Se habría consumado, por lo tanto, una revolución política, y solo quedaría por ver si ha de ser acompañada por una revolución social, por un cambio real en la economía política, y por un cambio real en el control de los medios de producción. Pero incluso si esta revolución social todavía no ha tenido lugar, desde un punto de vista político la democracia no haría ya falta—la democracia ya habría tenido lugar, al menos como democracia mayoritaria o popular, como democracia identitaria. Pero el hecho de que todo esto esté predicado desde el triunfo real o supuesto de las reivindicaciones de identidad cultural levanta la sospecha.
Para García Linera el triunfo de la identidad cultural en cuanto indianización del Estado Plurinacional Boliviano es el advenimiento de la nación a sí misma. Es así porque, según él, la identidad es “el punto de partida de la conciencia de sí de cualquier ser humano” (9); “una afirmación categórica del ser en el mundo” cuya contingencia misma define lo humano: “un ser humano es una construcción permanente de identidades y diferencias constitutivas de su ser” (12). Si la identidad es la forma básica de lo humano, entonces “la densidad identitaria” y “la consistencia identitaria” (15,16) son rasgos ontológicos de una “identidad primordial” (16) que no sólo ancla sino que define lo humano como tal. Lo humano es su identidad, y así, si la verdad de lo humano es su identidad primordial, entonces la verdad política es necesariamente identitaria. El Estado integral de identidad, el Estado identitario es, por lo tanto, en ese caso, la más alta forma de estado, el pináculo mismo de la gloria estatal. Todo esto, que a mí por cierto me produce no sólo desasosiego filosófico profundo (es obvio que la “verdad” de García Linera no es filosófica, sino en todo caso política) sino también pánico y revulsión existencial, puesto que yo no quiero vivir ni que me hagan vivir en tal mundo, llega a su formulación más sucinta en las siguientes palabras: “La identidad nacional mueve pues las convicciones más profundas y vitales de los seres porque delimita espacios de certidumbre territorial trascendente, reales o imaginarios, donde se desarrollan sus sistema de vida, de ellos y de su entorno vital” (19). La nación es, en otras palabras, “hegemonía primordial” (25). De la identidad primordial de lo humano a la hegemonía primordial del Estado-nación: ¿es ese el secreto y la verdad de la política democrática como tal? ¿Es el nacionalismo, y el cierre nacionalista, como pretende García Linera, la configuración última de lo político? ¿O estamos una vez más ante un grave escándalo en el que la incompetencia y mediocridad de pensamiento dan por buenas soluciones políticamente catastróficas—en nombre de la izquierda?
El asunto ya no es la indigeneidad, ni siquiera la identidad indígena, sino más bien su substancialización en identidad nacional. Hay que preguntarse cuál va a ser el destino de ese ser humano particular o singular, supuesto que lo haya, que por cualquier razón rechace su caída en tan primordial hegemonía identitaria, o que rechace su reificación en ella—sea indígena o deje de serlo. No es una pregunta marginal. La identidad es una categoría siempre potencialmente totalitaria. El mismo García Linera lo da por sentado: “Identificarse es una manera de valorarse a sí mismo y al mismo tiempo—sin necesidad de desearlo—de valorar y desvalorar a otros. Las identidades, en mayor o menor grado, tienen un efecto de permanente jerarquización y disputa en el espacio social” (14). La indianización nacional-popular jerarquiza, valora y desvalora, y define, y reifica, lo humano en términos de su grado plausible de identificación con la identidad nacional políticamente establecida (hegemónicamente establecida, aunque por arte de magia ese establecimiento aparezca ahora presentado como primordial, es decir, no como establecimiento sino como revelación de lo hasta ahora oculto). Hay que preguntarse si García Linera se entrega con esto a un giro identitario radical, o si este giro identitario no es más que mera retórica política al servicio de la consolidación de su proyecto nacional-popular, o incluso si ambas cosas vienen a lo mismo. El discurso identitario de García Linera puede tener como función primaria la consolidación de una coyuntura política: la sutura de su proyecto nacional-popular como horizonte final de la democracia política en Bolivia. Toda hegemonía, siempre lo hemos sabido, busca eternidad. Dios nos coja confesados si Trump intentara algo semejante a partir de su lema de batalla: “Let us make America great again!”
V. Tercera tesis. Populismo marrano.
Antes notaba que no puede haber identitarización del campo político sin su verticalización: toda identidad valora y desvalora, jerarquiza, y contribuye a la división de poderes en la sociedad. Cabe insistir en que la verticalización y el identitarismo no son elementos ajenos a la politización populista, y que rechazarlos absolutamente sería antipolítico: esto está implícito ya en los criterios mínimos de la constitución populista. Si el populismo es representación, a partir de su misma opción de poder inclusiva por la generalidad de la gente, no es posible eludir cierta verticalización. Si el populismo se constituye antagónicamente, a partir del desvelamiento de un enemigo antidemocrático, no es posible eludir cierta identitarización del campo político. Se trata más bien de contenerlos y de controlar sus énfasis. ¿Cómo puede gestionarse tal tarea? Laclau es claro: sin constitución de un eje vertical de mando y representación no se da la emergencia de la lógica social populista, cuya otra cara es quitarle el poder a quienes lo detenten. Constitución de eje vertical y toma del poder no son condiciones del populismo, sino más bien condiciones de su práctica política. Pero esto significa que hay una condición práctica que subyace a las dos condiciones mínimas internas a la definición del populismo—una precondición, podría decirse, que abre la posibilidad misma del populismo como práctica social. Llamémosle movilización. Sin movilización puede haber política, pero no hay política populista. Sin movilización puede haber populismo, pero no hay política populista. Todo depende entonces de hasta qué punto determinado movimiento populista, determinado populismo, administra sus énfasis identitario-verticalistas—y sobre todo, todo depende de si un régimen particular busca contenerlos o intensificarlos, si busca controlarlos o desatarlos.
En una de las cenas posteriores a las reuniones de Salónica yo le pregunté a mi compañera de mesa, Ioanna, una estudiante de doctorado en Gran Bretaña, si trabajaba mucho, si trabajaba todo el tiempo. Su contestación fue rápida: “!Por supuesto que no! Tengo mi vida.” Imagino que a cualquiera, a cualquier sujeto populista, podríamos preguntarle si hace política todo el día, y ese cualquiera inmediatamente contestaría: “!Por supuesto que no! Tengo mi vida.” El populismo se moviliza siempre como demanda de vida, como excepción al régimen de trabajo, como excepción al régimen político que marca el estado de cosas existente. La movilización populista es siempre excepcional, y constituye y se constituye esencialmente como demanda infrapolítica de suspensión del secuestro de la existencia por la política, en nuestro tiempo por la totalización biopolítica de la vida, por la supuesta normalidad de un estado de cosas basado en una economía del tiempo percibida y sentida como intolerable. En otras palabras, para retomar otro elemento importante de la teorización de Stavrakakis y el grupo de Salónica, el populismo es política en tiempos de crisis. La movilización populista es producción temporal de unidad, como sostenía en Salónica Emilia Palonen, decisión que no sigue precedente ni crea precedente, acto político que interrumpe, en irrupción demótica, la economía habitual del tiempo. Ahora bien, si el populismo movilizado es siempre una excepción crítica al estado de cosas, entonces la irrupción populista, e incluso la producción de la llamada hegemonía populista, es siempre poshegemónica: se trata de una movilización excepcional que puede producir sólo una hegemonía fantasma, por más que efectiva. En cuanto movilización, y en condiciones de movilización, la hegemonía no puede estabilizarse. A mi juicio hablar de las condiciones mínimas del populismo como condición práctica de un populismo democrático, y hablar de su suplementación efectiva en términos de control y desenfatización de sus elementos verticalista-identitarios, es hablar de un posible o imposible, en cualquier caso de un necesario populismo poshegemónico sin el cual ninguna marea rosada o de cualquier otra tonalidad de luz puede abocar a otra cosa que su eventual catástrofe.
Ya Daniel James, en su viejo libro sobre peronismo, insistía en que no hay movilización sin desmovilización (Resistance and Integration: Peronism and the Argentine Working Class, 1946-1976. Cambridge: Cambridge UP, 1988). La movilización está siempre acechada por una desmovilización que es su sombra, y es la desmovilización la que permite el alza tanto de la verticalización carismática como de su contrapartida la identitarización. En el momento de la desmovilización el carácter fantasmático de la hegemonía populista se manifiesta—cuando una hegemonía ahora convertida en ideológica quiere hacerse eterna. Pero esto significa, y esta sería mi tercera tesis, que la desmovilización populista marca el tiempo, la oportunidad, el kairós de la infrapolítica poshegemónica, el momento en el que la democratización real de la existencia encuentra su potencia de materialización. Es el momento en el que el desmovilizado, la gente, se siente como la parte que no puede ser el todo, y que no será el todo, en el que la gente, tú o yo o ellos, renuncian a la unificación como parte de la cadena de equivalencia: el momento sobrio, ajeno al entusiasmo, que pasa siempre por la renuncia a cualquier mediación mesiánica: el momento democrático. Nadie puede esperar que las huestes de Trump sigan este camino, y todavía es menos probable que Trump lo aliente, pero como dijo Leon Panetta en una entrevista de MSNBC (9 de noviembre, 2016) aludiendo al oportunismo político del Presidente Electo, y así a una posibilidad de cambio: “Ya veremos qué hace: ni siquiera sabemos si se trata realmente de un republicano o es un demócrata.” De momento su populismo de derechas enfatizará una unión comunitaria basada en el identitarismo nacional y en el significante transcendental de la “grandeza.”
Pero el momento democrático, fuera de nociones plebiscitarias o mayoritarias de democracia popular que constituyen en el fondo la trampa fundamental del populismo de izquierdas, es estrictamente incompatible, en mi opinión, con la movilización verticalista-identitaria. Por eso conviene ahora referirse a otro ensayo publicado hace unos años por Pablo Iglesias, republicado por la Vicepresidencia del Estado Plurinacional Boliviano en septiembre de 2014, es decir, muy poco tiempo después de la irrupción efectiva de Podemos en el panorama de la política española y europea: “Las clases peligrosas.”[1] Igual que Iglesias buscó con su primera publicación apoyar el proceso boliviano, García Linera trata con la republicación de celebrar y apoyar la opción de Podemos. En su artículo, Iglesias adopta claramente un esquema teórico laclauiano, por lo tanto la teoría de la hegemonía de corte finalmente gramsciano como instrumento último de acceso político para agentes contrasistémicos. Promueve por lo tanto una política basada en programas identitarios nacional-populares. Lo que está en juego para un Iglesias comprometido con una apuesta política no meramente española, dice, es crear “una gramática de la resistencia global” a través de, dice, “la indianización de la izquierda europea radical” (11). Para Iglesias, que se está refiriendo a la noción garcía-lineriana de la indianización del estado boliviano, la llamada indianización de la izquierda europea es esencial para la constitución misma de una gramática global anticapitalista o antineoliberal basada en una “cooperación política trans-zonal” (10). Conviene, para Iglesias, establecer vínculos fuertes entre “nuevos movimientos en la periferia” y “nuevas subjetividades invisibilizadas en los países centrales” (11).
El proyecto político es por lo tanto desde el comienzo, o inicialmente, un proyecto basado en el reconocimiento identitario, que Iglesias modula como visibilización de subjetividades. Esto responde, en la explicación de Iglesias, a un punto ciego del análisis de clase marxista tradicional, históricamente incapaz de entenderse con identidades antagonistas no definidas por su inserción en la llamada “trinidad de la subalternidad,” esto es, proletarios, campesinos y lumpen (12). Ahora, como corrección o abandono del marxismo, no se trata ya de aceptar la indigeneidad como un legítimo sujeto de insurgencia, sino que debe irse más allá: debe indianizarse la izquierda global. Pero ¿qué significa tal cosa?
Se nos dice que es una necesidad política desde un punto de vista estratégico. El potencial movilizador de la clase, dice Iglesias, hoy sólo puede desilusionar, puesto que la acumulación flexible debilita el poder de las organizaciones de clase y lleva a una redefinición de la precariedad subalterna (19). En otras palabras, “identidad” es la nueva “clase,” y “el aparato de lucha social y política se articula generalmente en el plano de las identidades” aunque este sea un plano difícil de manejar y siempre manipulable conservadoramente (17). Iglesias afirma sin sombra de duda que hoy la identidad es “la condición de posibilidad de la transformación social en una dirección emancipadora” (17). De ahí que el proceso boliviano tenga un papel ejemplar. Debemos entender la afirmación fuerte que está detrás de todo esto, y que a mí me parece un error de órdago y el último residuo ideológico de la izquierda incompetente de los últimos treinta años: la indianización global de la izquierda significa que la política de emancipación debe plantearse y configurarse sobre la base de reivindicaciones identitarias subalternas de reconocimiento. Esto, que podría parecer simplemente una culturalización de la política de izquierdas, es también más que eso: es la reducción última de la política a cultura, y el planteamiento de la emancipación, y por tanto de la libertad, como mera cuestión de reconocimiento y consolidación identitaria. Ese es el límite absoluto que una nueva izquierda consciente de los callejones sin salida y puntos muertos de los últimos decenios debería resueltamente abandonar.
Iglesias es solo consistente cuando continúa su tren de pensamiento aludiendo al hecho de que la identidad por sí sola no es suficiente, puesto que si lo fuera el MIP de Felipe Quispe, por ejemplo, se habría llevado el gato al agua en 2006. Fue el MAS, dado que tuvo la astucia de conciliar su propuesta identitaria con una política hegemónica que le permitió conciliar los movimientos campesinos y suburbanos indígenas con ciertos sectores de las clases medias. Es la hegemonía, por lo tanto, la que precisa y usa de la identidad para lograr la constitución de una gramática política efectiva, sin la cual la identidad sería patentemente ineficaz. La identidad étnica sirvió en el caso boliviano como cola para aglutinar la posibilidad lateral de alianzas antisistémicas, y por lo tanto es la identidad étnica la que hoy sirve como modelo, modulable en Europa como subjetividades invisibles, para salir del impasse que es obvio en la izquierda radical europea, paralizada en un “queremos pero no somos capaces” (23). Así, la noción de indianización global es la posibilidad misma de una identidad primordial pero metafórica que funcione como el significante vacío o el “point de capiton” para una nueva cadena de equivalencias capaz de crear una nueva hegemonía. Pero esto significa: en realidad, la identidad ya no tiene contenido real, se ha convertido en un tropo cuya función es estrictamente política y cuyo referente es absolutamente contingente y así subordinado al poder político. Nada puede ser a la vez primordial y metafórico.
En la propuesta de Iglesias, la indianización global asume un papel metonímico o sinecdóquico que desplaza la cuestión de la identidad hacia la cuestión de la alianza contrahegemónica entre “clases peligrosas” o subjetividades diferentes (25). La indianización es ahora la posibilidad misma de una articulación hegemónica real basada en la producción de cadenas identitarias subalternas en las que, sin embargo, el concepto mismo de identidad, ahora gramatizado, formalizado, vaciado, viene a significar sólo el posicionamiento subjetivo antisistémico desde la perspectiva de un antagonismo fundamental. Estamos lejos de la noción de García Linera según la cual la indianización significa el devenir-real de Bolivia. Si para Iglesias lo antisistémico se hace capaz de optar al poder cuando la gente se mueve colectivamente a través de cadenas de equivalencias subjetivas, a Iglesias le falta la sinécdoque misma (para García Linera, recordemos, la sinécdoque era la identidad nacional previamente inexistente), le falta una identificación sustantiva que pueda ocupar la posición de significante vacío, es decir, que pueda ocupar el todo como parte, subordinando al resto de las partes. La indianización global ha venido a significar el deseo de un significante vacío ausente capaz de establecer hegemonía en la generación de alianzas estratégicas. Pero el significante vacío permanece ausente fuera de su reificación nacional o nacionalista.
Eso significa, la incorporación de demandas identitarias indígenas en una red de alianzas subalternas global o trans-zonal no organizará ni ahora ni nunca hegemonía identitaria mundial. De hecho, esas demandas identitarias de reconocimiento sólo pueden adquirir, fuera del cierre hegemónico particular o nacional, eficacia política de forma posthegemónica, en su misma diferencia y disidencia, en su misma postulación de singularidad intransferible resistente a toda manipulación metonímica. En otro de los ensayos de gente vinculada a Podemos republicados por la Vicepresidencia boliviana, el de Jesús Espasandín, Espasandín nos recuerda que el viejo marxismo sólo podía considerar lo indígena “una clase burocrática dependiente, osificada en la conquista democrático-burguesa de la tierra” (56).[2] De otra forma, las demandas indígenas eran consideradas “prepolíticas o infrapolíticas” (56). Y quizás esto último no sea tan grave. Quizás lo que debería ocurrir, para salir del impasse en el que cae Iglesias al tratar de solucionar otro impasse, pero también para salir del impasse de la identidad nacional que pide García Linera, es, precisamente, no indianizar a la izquierda, sino posthegemonizar la identidad subalterna, y liberarla de su falso horizonte nacional e internacional, e infrapolitizarla, y liberarla de la política misma. Podemos imaginarnos a ese tipo, el ciudadano renuente a que le prescriban densidad y consistencia primordial identitaria como ciudadano, es decir, renuente a que lo conviertan en una caricatura de sí mismo, diciéndole a García Linera, y a Iglesias, y a Trump: “Hagas lo que hagas en política, déjame en paz, esto es, deja lo que yo soy o sea fuera de tu cálculo, no me uses y no me abuses, no me cooptes y no me apropies en nombre de tu libertad, que no es la mía.”
Podemos pensar un populismo marrano contra todo populismo mesiánico-comunitario, es decir, verticalista-identitario. Es el populismo que, ateniéndose a sus condiciones mínimas, sin rehuir la movilización política, apostando por la democratización inclusiva contra el robo del tiempo de la vida, puede resistir la hegemonización verticalista que inevitablemente resulta en la promesa rota para la que la identitarización de lo público no es más que compensación patética. Es el momento en el que cierta política de la pasión se contrapone a la política de la acción a favor de un dejar-ser contra toda cooptación despótica; en el que el rechazo a la biopolitización del tiempo pide la no-exclusión de lo singular; el momento de una política de lo abierto, de una política del no-todo o de la renuncia a la totalización del campo social. Es la política que la democratización europea puede y debería prometer al mismo tiempo desde y contra su historia. Para no hablar de América Latina, donde la posibilidad que emergió parece hoy estar recediendo.
Pero hoy es más claro, después de la crisis griega, después de la catástrofe de la izquierda española a lo largo de 2016, después de la elección presidencial de Donald J. Trump en Estados Unidos, y en la incógnita respecto del espacio comunitario europeo, trufado de populismos de derecha emergentes, y de su futuro, de lo que ha sido en muchos años, quizás en varias generaciones, justo aquí y ahora, que tal política, es decir, que el marranismo democrático, anti-identitario, sustraído a toda práctica de identitarización política, solo puede ser él mismo posible como pliegue crítico, como resaca, como día-después, pero siempre dentro de una estructuración populista, de una irrupción demótica sin la cual la democracia no es más que administración antipopulista del estado de cosas.
Notas
01. Pablo Iglesias Turrión, “Las clases peligrosas. La interfaz boliviana en la resistencia global al capitalismo.” En Pablo Iglesias y otros eds., Bolivia en movimiento. Movimientos sociales, subalternidades, hegemonías. La Paz: Vicepresidencia del Estado Plurinacional, 2014. 9-34.
02. Jesús Espasandín López, “El laberinto de la subalternidad. Colonialidad del poder, estructuras de exclusión y movimientos indígenas en Bolivia.” En Iglesias y otros eds., Bolivia en movimiento, 35-76.