Jorge Álvarez Yágüez
Doctor por la Universidad Complutense de Madrid
Volume 10, 2016
La reflexión sobre el par de categorías políticas, sujeto y acción, ha sido extensa e intensa en nuestra contemporaneidad, tanto en la época en que bien podía decirse que la política era nuestro destino, como en el momento de su desaparición, en la época de las revoluciones y en la de su ausencia coincidente con la transformación radical planetaria a la que estamos asistiendo. Acaso debamos tomar la persistencia de esa reflexión como síntoma de la desaparición de las condiciones que hacían posible la acción.
El pensamiento crítico más audaz, desde el Benjamin de su oscuro texto de 1921, Reflexiones sobre la violencia y del Gramsci a lo largo de toda su obra, tanto de los Quaderni como de los escritos anteriores a la cárcel, de Simone Weil al hilo de su experiencia anarcosindicalista, a Arendt, García Calvo o Agamben, se diría que discurre a lo largo de dos grandes líneas, ambas convergentes en lo que es una crítica al instrumentalismo -especialmente en lo que toca a la acción- y a la metafísica del sujeto o a su concepción tradicional como sujeto central, fundador de sentido, definido identitariamente. Sin embargo, con este fondo coincidente se separan ambas líneas en cuanto a la radicalidad de su enfoque, mientras que la primera – en un orden no cronológico- se mantendría en el horizonte de lo que podríamos denominar republicanismo, su más destacado representante sería Hannah Arendt, pero también cabría rastrearla en Gramsci o en Camus. La segunda apunta hacia una ruptura de corte epocal – aun cuando ambas cuestionen la modernidad o su mentor: el capitalismo– que desdibuja su perfil, no por ello lo punzante de sus planteamientos. De esta segunda línea cabría citar una diversidad de autores, que difieren mucho en sus filosofías, pero en este punto que nos convoca hay una clara afinidad, nos referimos a autores como Weil, Schürmann, Agamben, Nancy o Agustín García Calvo. Mi pretensión es mostrar el interés de ambas reflexiones, especialmente me detendré en la segunda, para una asunción nueva de esta problemática, y muy particularmente para eso que se va perfilando como infrapolítica.
I. Un primer modelo: Hannah Arendt.
Voy a referirme a algunos aspectos de cómo se plantea el problema en Arendt, a la que tomo, como queda dicho, como emblema de lo que llamamos primer modelo. Destacaré de su planteamiento algunos aspectos, sobre todo aquellos que entran en contraste con el segundo modelo que queremos trazar, ello a pesar de sus coincidencias e incluso simpatías por autores comunes, e incluso la de muchos autores de la segunda línea por la pensadora alemana.
Después de la brecha abierta por Maquiavelo sin duda la crítica mas honda que se ha hecho de la instrumentalidad en política, y como radicalmente opuesta a la política misma, es la de Arendt. Siguiendo una divisoria de origen aristotélico, central en todo el pensamiento político, Arendt delimita el campo del oíkos del de la pólis, tomando esta divisoria como la divisoria capital, pues todo lo característico de un espacio es lo opuesto al otro. El primero está marcado por la naturalidad y la necesidad, por la urgencia de satisfacer las exigencias del mero vivir, es un ámbito en que ese aspecto biológico también se muestra en que sus nexos son orgánicos, de parentesco con su característica unidad homogénea frente al pluralismo, lugar del ethnos, no del démos; ámbito marcado por la jerarquía, todos (esclavos, hijos, esposa), si bien de distintas maneras, están bajo el gobierno del señor o despotés. Es este, pues, un mundo de relaciones verticales. Frente al que el de la pólis es el espacio de la libertad, al que se accede en la medida en que las necesidades están cubiertas, no en vano lo forman los señores de la casa, hombres libres; su fin ya no es la urgencia del vivir, no es la zoe, sino la vida buena, el vivir bien (eû zên) está fuera del alcance de la biología sensu stricto; los que en este medio están son pares, no cabe verticalidad aquí. Por eso tendrá que regirse por el autogobierno, el gobierno por turno, en que se alternen gobernantes y gobernados. En la pólis libertad, igualdad y autogobierno son conceptos articulados entre sí.
A esta binaria oposición corresponde la delimitación arendtiana de su teoría de la acción, distinguiendo tres tipos, labor, trabajo y propiamente acción. Mientras que las dos primeras corresponderían al primer ámbito del oíkos, especialmente la labor; el trabajo sobre todo en el desarrollo del oíkos en oíkonomía nacional. Ambos quedarían situados bajo la categoría de poiesis o acción instrumental. Solo la acción como praxis sería propia del espacio de la pólis; solo la acción es política, es más es “la conditio per quam de toda la vida política” (1993, 22). No es instrumental, no sirve a fines prefijados, es ateleis; tiene metas (ideas generales, principios, convicciones) que la guían y acompañan pero no fines, nos dice Arendt (1997, 133); en ella los propósitos se van transformando en su mismo despliegue, que resulta impredicible, pues se dan siempre en el seno de la pluralidad, con los otros libres, en el juntarse con los otros y en la confluencia con otras acciones. Está ligada al lógos, al habla, al discurso (lexis), a la deliberación, no al mandato[1]; de ella surge lo nuevo –ese comenzar unido a la natalidad-, la posibilidad del milagro, de lo no determinado por nada; se vincula a lo contingente, al acontecimiento.
Si decimos que la necesidad ha de estar cubierta para que se dé el paso genuino a la pólis, también hay que registrar como condición de ella la existencia de lo que Arendt llama mundo. Un concepto no fácil de definir, porque es ante todo lo que nos liga y distancia a la vez para que ni se de la atomización ni la fusión indiferenciada. Mundo es el espacio “entre” (zwischen Raum) que nos coloca a unos al lado de los otros sin identificarnos, forma un “horizonte”, el conjunto de contextos, referencias, perspectivas con las que contamos. El mundo (Welt) como decía Heidegger no es solo entorno Unwelt, en él estamos implicados, es Mit-Welt, no solo mantenemos con él una relación cognitiva (Benhabib, 52). Es nuestra “casa común”, la que compartimos y nos separa de la mera naturaleza. Los hombres viven en la tierra, pero habitan en el mundo, es lo que genera estabilidad ante los cambios (Arendt, 1993, 62).
El carácter frágil de la acción (incertidumbre, imprevisibilidad, novedad, comienzo, acontecimiento, contingencia, interminabilidad, ilimitabilidad, irrevocabilidad, autotelismo) ha intentado ser compensado de múltiples maneras. Unas respetaban su naturaleza, pues la dejaban fluir poniéndole algunos límites para evitar lo dañino. Esta fue la solución pólis: un espacio de leyes y de instituciones, que sobreviven a los hombres, a lo efímero de la acción, y que encauza al mismo tiempo que facilitan su fluir; la pólis también como lugar de gloria e inmortalidad; a lo que habría que añadir los papeles de la promesa (garantías de futuro) y el perdón (frente al lastre del pasado y su irrevocabilidad). Sin embargo, otras soluciones contravenían claramente su naturaleza, como fue la solución platónica en que la acción es sustituida por el gobierno, por el encadenamiento de mando y obediencia, en que el archein, el iniciar, propio del poder, se separa del prattein, del realizar, el saber se delimita de la acción, que, encarnados en seres distintos, uno se impone totalmente al otro. La acción es transformada en fabricación, la acción en hacer, conjurándose así sus “males”. Ahora la realización se someterá a la imagen, al eidos o plan previo. Arendt observa una violencia inherente a la poiesis, como técnica que modela sometiendo su objeto, que no se abre a contingencias, a lo no previsible, establece nexos verticales. Como en el socratismo, la technê se impone en el mundo de los asuntos humanos (antrhopina pragmata). En coherencia con ello, en el enfoque platónico la pólis habrá de cortarse por el patrón del oíkos.
Ahí se anticipa lo que será el mundo moderno en que el destierro de la acción se acentuará, precedido por la prevalencia cristiana concedida a la contemplación, y la tendencia a aproximar o aun confundir la acción con la labor o el trabajo en una indistinta vita activa; se alaba la quietud de la primera frente al carácter siempre negativo de la in-quietud, del nec-otium, a-scholía, la agitatio propias de la segunda. El Cartesio inevitablemente sirve a Arendt de símbolo auroral de la nueva época, en su repliegue del sujeto dentro de sí, su alienación del mundo, que queda situado como enfrente, como objeto, como aquello que ha de amoldarse a las formas subjetivas. Todo ello es una muestra de cómo las condiciones de la acción desaparecen, toda vez que una de ellas es el “mundo”, y la no separación entre los dos polos de la acción el del saber subjetivo y el de la realización, interactuando el uno sobre el otro. La reivindicación moderna de la vita activa ya no supuso una recuperación de la praxis, sino de las otras dos categorías, el trabajo y la labor. Las formas de la fabricación acompañan a esta era, con su violencia ínsita, y la correspondiente subordinación de la acción a fines, a, justamente los de la vida (biopolítica). El nacimiento de la sociedad, ligado al crecimiento de la población, coadyuva a la subordinación de la acción a lo social, al imperio de las necesidades, que tanto por su urgencia como por su misma naturaleza -siempre en la interpretación arendtiana- reclaman violencia, que es lo mismo que decir técnica. Con lo social la acción se transforma en conducta, se normaliza. Se pierde la separación de lo privado respecto de lo público al invadir lo primero, con su carácter de privativo o limitativo, lo segundo. El mundo moderno de los Estados-nación, de las naciones como grandes familias, de la oíkonomía, de la administración doméstica de alcance nacional (Arendt, 1993, 42), es el de la victoria de las formas del oíkos sobre las de la pólis.
Las dos grandes experiencia de nuestro mundo contemporáneo, coherentemente según este enfoque, están marcadas a fuego por la violencia: las guerras y las revoluciones, experiencias no políticas. La política se convierte en la prolongación de la guerra por otros medios (Arendt, 1997,138). No casualmente en Marx la violencia se presentará como la partera de la historia. La revolución, con el paradigma de la francesa de 1789, en el polémico análisis de Arendt, se subordina a lo social, a las urgencias de la vida, y es entendida como “fuerza irresistible”, lo que en las filosofías de la historia del XIX se transformará en “necesidad histórica” (Arendt, 1988, 50), el campo en que ha de desenvolverse lo político, y sus sujetos, ahora caracterizados como “agentes de la historia”, ya no los hombres libres de la acción opuesta a la ley de la vida y al determinismo histórico, a la Biología y a la Historia -que a su vez están unidas en las filosofías de la historia, muy influidas por ideas organicistas que reducen el pluralismo de la multitud a un cuerpo unitario regido por una voluntad general (1988, 61).
Arendt, que ama las divisiones analíticas, sin fisuras, traza una separación estricta entre política y violencia. Desde el momento en que la primera se define por la acción, y esta es ateleis, no instrumental y ligada a la palabra, se delimita de la violencia, de la fuerza, que aparece desde que la palabra se escinde de la acción y se convierte en mero útil. La violencia es muda, aneu-logo
La instrumentalidad moderna ha arrasado toda categoría política. No lo son para Arendt, las que ocupan todo el pensamiento “político” moderno: Soberanía, Estado, Gobierno, Representación (se representan intereses no ideas), Dominio, Contrato. Con ese arrasamiento no puede darse verdadera democracia, solo administración, técnica, violencia. El poder desaparece como tal, en la medida en que era el fruto de la acción. En su lugar aparecen formas diversas de técnica y violencia. Ese será también el carácter del conocimiento en esta era, dominado por el verum factum. Gobierno es administración; es administrable lo conocible, sometible a plan. No se requiere, pues, de política, de deliberación (1995, 152). Ese era el ideal de Engels: una sociedad en la que desaparece toda política (Estado) sustituida por la administración de las cosas.
A la altura de La vida del Espíritu (1978), 20 años después de La condición humana, se establecerá un corte entre pensamiento y acción. El sentido de esta sólo aparece al espectador, que define la posición del pensamiento (1984, 112 ss.). Se diría que se ha abandonado el planteamiento primero en el que se nos decía que con la figura de Sócrates la unión de hombre de pensamiento y hombre de acción dada con Pericles había empezado a disociarse (1993, 30). Las características que Platón atribuía al bíos theoretikos, especialmente su quietud, exigirían esa separación. Arendt experimenta un deslizamiento de Aristóteles hacia Kant.
Por lo que respecta al sujeto, la posición de Arendt es diríamos hoy constructivista. No preexiste a la acción, se constituye a través de ella. En ella va haciéndose y mostrándose de tal carácter, siempre interminable, no definido hasta la muerte, donde los límites que lo de-finen se habrán hecho gruesos, y con ello habrá alcanzado su definitiva identidad. El sujeto se conforma en el mundo, en el espacio de las apariencias, ante los otros, con los otros. El debate, la deliberación, la acción es justamente lo que desbloquea el enrigidecimiento que supone la identidad.
Si el hombre está abocado a la política es en virtud de que es un ser lingüístico y además tiene que hacerse. Eso es lo que demanda su natalidad (S. Agustín) – condición ésta que Arendt subraya frente a la idea de ser arrojado a la muerte (Heidegger). Ese es el zóon politikón, frente al homo faber (trabajo) o el animal laborans (labor). El hombre no es un ser político por naturaleza, sino que se hace. La política surge entre los hombres, es decir fuera del hombre (1997, 46). La instrumentalización hace que ni la palabra ni la acción, tornadas en charla y conducta, tengan poder revelador. Lo que revela al yo es la acción y el discurso, con ellos el hombre se inserta en el mundo, y se distingue de los otros, se da el individuo en el seno de la pluralidad. El quién, en realidad, es intangible. Si se trata de decir se convierte en un qué. Nadie es autor de la historia de su vida, sino actor de ella. Esta es una narración sin autor (1993, 208). La historia no tiene sujeto, no es hecha por los hombres – de donde la búsqueda de un macrosujeto: Providencia, Natura, Mano invisible.
El carácter ilimitado de la acción exige del sujeto la virtud política de la moderación, pues el peligro de la acción es la hybris. Ya hemos hablado del lugar de la promesa y del perdón; y otro tanto habría que decir de la fe y la esperanza, en relación con la capacidad de lo absolutamente nuevo, del milagro, de la interrupción del automatismo, que tiene la acción. Los hombres son actores, no autores, no dueños de las acciones, de sus efectos. Soberanía y libertad no son lo mismo. La autosuficiencia plena es contradictoria con la pluralidad; la confusión de ambos conceptos es propia del monoteísmo. El hombre es capaz del inicio, no del control de las consecuencias, nos dice kantianamente Arendt; esa es su libertad.
Cuando se habla de la libertad, se entiende al modo antiguo, como algo externo, ligado a la acción. Es con el cristianismo que se interioriza en libre arbitrio. Y aparece en relación a la voluntad, un concepto ajeno a los griegos. Y para Arendt la libertad no es relativa al juego intelecto-voluntad, no se somete a fines ni a motivos, aunque estos influyan. En realidad está guiada, orientada por lo que denomina principios, una idea general (1996, 164). El apartamiento del mundo, propio del cristianismo, vincula la libertad al yo, a sus conflictos internos, pudiéndose ser libre y esclavo a la vez. El nexo en lo público ya queda remitido, por ejemplo, en S. Agustín a la caritas.
En el mundo moderno la libertad se retira a lo privado; esa es la libertad que ha de proteger el Estado, como sostendrá la teoría política desde el XVII. Lo privado es lo positivo. Lo relativo al Estado, en los escritores modernos, se hace necesario por lo negativo del ser humano.
En Rousseau se construirá un modelo político cortado por el patrón de la voluntad, de libertad como soberanía. De ahí la imposibilidad de la división, de la fragmentación de la unión en la pluralidad; y en consecuencia no pueda darse comunicación real; cada uno se encierra en sus propios pensamientos para unirse a la voluntad general (1996, 176).
Como sabemos Arendt, frente al modelo de la voluntad, destacaría el modelo del juicio, la facultad política por excelencia capaz de elaborar lo particular sin regla previa, como según la Crítica del juicio, la verdadera obra política de Kant según el parecer de Arendt, hace el juicio reflexionante, a diferencia del juicio determinante. De donde, la importancia que adquiere el ejemplo. El juicio es la facultad política por excelencia. Requiere de la pluralidad, de los otros, de la comunicación. Y de la imaginación por la que integramos al otro en nosotros, pues nos ponemos en su punto de vista. De este modo ampliamos nuestra mente, y somos capaces de distanciarnos de nosotros mismo, de alejarnos de nuestra particularidad y salimos de nuestra soledad (2003, 84 ss). El aislamiento es más bien el terreno de la razón y de la verdad, del acuerdo no con los otros sino consigo mismo. En el juicio se da una validez general no universal, se conforma la doxa, no la aletheia. La lógica destruye el espacio común, el que habita el sentido común que es el fondo y resultado a la vez de la labor del juicio y la opinión.
Arendt siempre criticó la tendencia a la interiorización de la vida política, condicionada por los factores de la sociedad moderna, por el nacimiento de la esfera de lo íntimo, el espesamiento del mundo de las emociones, de la subjetividad (1993, 60) que aumenta la inseguridad ante el mundo. Recordemos su crítica a la tendencia romántica a traducir políticamente los sentimientos, que rompen la barrera divisoria privado/público, en que el cultivo del alma da espalda al “mundo”(2000, 166 ss.). Se da allí una pérdida del sentido de lo real; y mientras que la virtud política consiste en el tener presentes las distintas perspectivas, en la interioridad romántica se tiende a eliminar la distancia entre la propia perspectiva y la de los otros.
Pero también su polémica crítica de los revolucionarios franceses, de lo que consideraba política moralista basada en una exacerbación de los sentimientos: su hacer del egoísmo el peor de los males (Saint-Just decía que con la razón somos egoístas, solo con la pasión solidarios) y de la compasión el nexo social. La delimitación de la política respecto de la moral es esencial en el pensamiento de Arendt. A este respecto señalaba, recordándonos la historia de Billy Bud de Melville, cómo la bondad absoluta puede ser peligrosa, tanto como el mal absoluto, cómo suele manifestarse de forma violenta, en guerra con el mundo (1988, 85).[2] La compasión anula las distancias, el espacio intramundano en que se dan los asuntos públicos. Arendt opone a la pasión de la compasión la solidaridad, que participa de la razón, y por tanto de la generalidad capaz de abrirse a la humanidad, responde a ideas (dignidad, humanidad) no al amor a los hombres.
El introducir el corazón en la política (Robespierre) llevaba a la sospecha continua acerca de la verdadera realidad de alma de cada uno. La virtud ya no eran aquellas mencionadas, que se vinculaban externamente a la acción (moderación, esperanza) sino la bondad de corazón. De nuevo tendríamos aquí un rechazo del mundo de las apariencias que es el político, donde ser y apariencia son la misma cosa. De ahí la guerra a la hipocresía. La lucha por hacer del hombre “une âme droite” fue el reino del terror: descubrir lo oculto, desenmascarar la duplicidad, el engaño. Al fin, nos dice Arendt, aquellos revolucionarios confiaban más en una especie de bondad natural del peuple que en la Constitución (1988, 76). Como sabemos, nada de esto ocurriría en la revolución que sí toma, no menos polémicamente, como ejemplo, la americana, pero dejemos esta cuestión ahora.
El individuo solo puede darse en la pluralidad del espacio político, no en la familia donde no hay lugar para el distinto.
Arendt destaca el Mit-Sein en la interpretación heideggeriana del Dasein, pero señala la inconsecuencia de su maestro, que debiera llevarle al pluralismo. Pero justamente por centrarse en el yo, en experiencias interiores como la soledad, cuando quiso conectar con el mundo lo hizo de manera mecánica mediante la naturaleza, la unión del Blut und Boden. No deja de señalar Arendt también el desprecio filosófico por el bíos polítikós en aras del bíos theoretikós, que no pocas veces llevó a los filósofos a la alabanza de tiranías.[3]
Arendt reacciona frente a las filosofías existencialistas, que reducían el individuo al yo, frente a una vida presentada como absurda. Prolonga la alienación moderna: de la Tierra al Universo, del mundo al yo (1993, 18). Arendt quiere restaurar filosóficamente la idea de mundo. Mientras que el sujeto político depende de la apariencia, de la presencia ante los otros en el mundo en el que busca revelarse, ni el santo, ni el delincuente necesitan de él, sino del ocultamiento. El moralismo de lo político va de la mano de esta interiorización. El hombre bueno solo está implicado consigo mismo, y su acción vale en la medida en que no se presente ante el brillo público (que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha); mientras que cuando actúo políticamente estoy comprometido con el mundo (1995, 147). Como Maquiavelo decía, salvar mi patria antes que mi alma. Solo en momentos de desintegración política el hombre de la moral entra en la escena histórica, y alcanza la gloria.
La idea de individuo no supone, claro está, individualismo. Arendt, como los francfortianos defiende la idea de individuo ante su aniquilación en la sociedad contemporánea. El último individuo que queda en la sociedad de masas es el artista (1996, 212). El totalitarismo, como el liberalismo se basan en su atomización que los vuelve masa, números para el Estado o para el consumo; individuos sin individualidad. Eichmann es el hombre masa, átomo de la multitud, ni demonio ni monstruo, un común padre de familia. Frente a él Arendt opone la republicana participación, el asociacionismo (Tocqueville) que vertebra la sociedad civil.
Digamos para acabar este punto que toda esta crítica expresa una reluctancia global frente a la modernidad . Arendt decía que su libro La condición humana lo había escrito contra ella. La instrumentalidad quita el valor a las cosas, todo se iguala en su conversión en medio para un fin que a su vez es medio, en utilidad, nada tiene un valor intrínseco. Marx habría acertado al señalar como inicio del capitalismo el paso del valor de uso al valor de cambio, forma mediante la cual este nuevo sistema económico mostraba su repugnancia frente al carácter que lo público tenía en el mundo antiguo. Para el homo faber nada tiene verdadero significado. Ya Platón había reaccionado frente a este principio del hombre es la medida de todas las cosas, también de la naturaleza. Si la Antigüedad excluía al homo faber, la Edad Moderna lo hace con el zóon politikón.
II. Un segundo modelo.
Hasta aquí el planteamiento de Arendt. Veremos ahora como muchas de estas características críticas son retomadas – sin necesidad de que reenvíen a nuestra autora, en unos casos por imposibilidad cronológica, aunque en otros el lazo con ella es incluso expreso- y son desplazadas, o extremadas en una determinada dirección dando lugar a un planteamiento diferente, de distintas consecuencias. Todo este otro modelo lleva al límite muchos de los aspectos críticos, contemplados también por Arendt (antiinstrumentalidad, cuestionamiento de la identidad, de la voluntad, de la lógica equivalencial moderna, etc), pero como si observaran en ese otro modelo la presencia contaminante de lo que se combatía, prefieren moverse en un plano distinto que viene a situarse al borde mismo de lo que la categoría de política delimita.
II.1 Simone Weil.
Para mostrar esto tomaremos en primer lugar el ejemplo de otra pensadora cronológicamente anterior, pero que se encuadraría en un modelo que solo se desarrollaría después, nos referimos a Simone Weil. Sus reflexiones más originales y penetrantes sobre la acción se encuentran en sus últimos escritos, los pertenecientes a esos breves y terribles años, pero espiritualmente mágicos, que acompañaron a su exilio de París (1940), y luego de Francia. Es también el periodo en que se preocupa más por cuestiones religiosas de una extraordinaria y rara intensidad, que fueron componiendo eso que se ha denominado “ateísmo cristiano” (Blanchot). Y lo más interesante es que, como era esperable en esta anarcosindicalista, esas problemáticas, la político-social y la religiosa no permanezcan estancas. El concepto de acción recibe una luz absolutamente nueva, de una insospechada carga crítica.
En la pensadora francesa no se dan las distinciones analíticas a que nos tiene acostumbradas Arendt, no hay una diferenciación de tipos de acción. Ella habla de la acción sin especificaciones precisas, tan sólo distinguiendo los diversos campos en que se puede realizar: arte, pensamiento, política. Habla de ella de modo general como si de una sola naturaleza se tratara, a la manera que Descartes hablaba del método. Lo primero que llama poderosamente la atención en su concepto de acción es que todo aquello que pudiera parecer consustancial a la actividad misma (esfuerzo, intencionalidad, voluntad, emprendimiento, yo) es atenuado al extremo sino eliminado, mientras que las características que se dirían más propias de lo pasivo (asunción obediente, abandono, renuncia a sí) son las que se pretende acompañen a la acción misma. Las críticas matizadas del anterior modelo al concepto de autor frente al de actor, a la voluntad, a la conversión de la praxis en techné, experimentan como una especie de paso al límite, resultando en un rescate de lo pasivo. Es de Weil la expresión “actividad pasiva”. Las muestras paradigmáticas de este tipo de acción en Weil pertenecen significativamente al campo del pensamiento o de los sentidos, un rasgo recurrente en este modelo.
Weil, movida por una espiritualidad singular de hondura religiosa, encuentra en la religión inspiración para su concepción. Lo primero que destaca en ella es la neutralización del yo y de la voluntad como el elemento representante de la imposición de, digamos, la acción activa. Es llamativo de entrada el ejemplo que nos ofrece: el acto más grande, aquel por el que el supremo Hacedor generó el mundo, la creación. La creación de Dios del mundo sería un acto de renuncia a sí, de retirada de sí, de menoscabamiento del propio autor, de disminución de sí, pues con él se genera algo que no tiene el valor de su creador. Ese sacrificio nos revelaría su amor (1966, 98; 1957, 42). Ese es el paradigma para el hombre, la verdadera creación es “renuncia a sí” (1966, 100). De ahí el uso del concepto de descreación, que nos evoca al maestro Eckhart.
La actividad del sujeto encuentra paradójicamente en su polo opuesto el mejor ejemplo: “La materia es perfecta pasividad, y en consecuencia, entera obediencia a la voluntad de Dios. Es para nosotros un modelo perfecto” (1966, 84). Por eso es bello el mundo, la naturaleza, su necesidad. Comportarnos como la materia que se deja malear, que se abandona totalmente a las fuerzas que la recorren, que se le imponen, no erigir como obstáculo nuestra voluntad en su camino, tal sería su propuesta.
En lo que atañe a la moral, tendríamos que darnos cuenta de que la voluntad es nuestra parte más instrumental, más alejada de lo puramente espiritual, y pertenece a la parte natural del alma. Su papel sería “análogo al esfuerzo muscular” (1966, 134). Los actos de la salvación, se entiende los que hacemos por obediencia divina, por vocación, no conllevarían ese esfuerzo, no suponen esa participación volitiva. Son algo muy distinto, se parecen más a la acción de mirar, de escuchar, de atender, de consentir. “La voluntad no opera en el alma ningún bien”. Los actos de la voluntad representan más bien una obligación, no así los actos en función de la inclinación natural o de la vocación. El ejemplo sería la crucifixión de Cristo, acto de obediencia, de pasividad. En estos actos se daría una especie de “activité passive” (1966, 135), que Weil, muy interesada por los grandes libros de la cultura oriental en los que creía detectar enormes coincidencias con la cultura cristiana de los Evangelios y griega, encontraba descrita en el Baghava- Gita, y por Lao Tse. Pero también en Esquilo lo hallamos expresado: “Lo que es divino es sin esfuerzo”. Nos recuerda, por otra parte, el carácter en último extremo absurdo de aquel esfuerzo recurriendo a la doctrina de la Gracia: “Porque la voluntad es impotente para alcanzar la salvación, la noción de moral laica es un absurdo”. Los denuedos, los esfuerzos de la voluntad pertenecen a nuestra parte más mediocre, y al fin no tienen éxito.
El deseo está por encima de la voluntad. “La religión, por el contrario, corresponde al deseo, y es el deseo el que salva” (1966, 136). Y en L´Enracinement escrita en el año de su muerte, 1943, en un contexto religioso, nos llega a decir que el deseo puro hace realidad algo, y si no ocurre es porque no es puro, que es de ese modo como los santos han hecho milagros, han hecho descender la gracia. El deseo hace realidad en la medida en que desea el bien, y desearlo es poseerlo ya: “Es respecto de los falsos bienes que deseo y posesión son distintos; para el verdadero bien, no hay ninguna diferencia” (1950, 110). En tal declaración queremos ver la idea de la unión íntima de pensamiento y acción.
La voluntad es ruda, algo musculoso, esfuerzo sudoriento. Sus ejemplos no resultan muy atractivos: la esposa espera, el esclavo espera (1966, 136), la docilidad de la materia, la obediencia… Weil repite insistentemente: “attente, inmobilité attentive et fidèle”.[4] La imitación de la belleza del mundo consiste en nuestra “renuncia a la voluntad propia” (1966, 23). Ese es otro modo de compartir la decreación, a través de la percepción estética de la belleza del orden del mundo pues ahí nos sustraemos a toda pulsión de dominación; compartimos la renuncia de Dios a imponerse sobre el mundo, compartimos su dejar ser. Ahí se da una raíz común de ética y estética, pues también en esa renuncia tiene su punto de partida la relación al otro, su reconocimiento. “El amor del orden del mundo, de la belleza del mundo, es así el complemento del amor del prójimo. Procede de la misma renuncia, imagen de la renuncia del Creador. Dios hace existir este universo consintiendo no mandar en él, aunque tenga el poder para ello, sino que deja reinar en su lugar, por una parte la necesidad mecánica ligada a la materia, comprendida la materia psíquica del alma, por otra parte la autonomía esencial a las personas pensantes” (1966, 107).
Además, en ello los resultados, los productos de la acción no importan, la finalidad mora en ella misma: “Estar distanciado de los frutos de la acción” (1950, 173). Actuar por pura obediencia, “actuar renunciando a los frutos de la acción” (1950, 242), son expresiones frecuentes en nuestra autora.[5]
Como apuntábamos, en el campo del pensamiento encontramos presencia de este tipo de acción en que la voluntad y lo que ella conlleva se neutralizan, diríamos se someten a una epojé que facilite su fin, sea el acceso a la verdad o al bien, con lo que adquiere las características no de lo que se hace sino de lo que se padece, se experimenta, no de acción sino de pasión, no de praxis sino de pathos: “La búsqueda activa es perjudicial, no sólo para el amor, sino también para la inteligencia cuyas leyes imitan las del amor. Es preciso simplemente esperar que la solución de un problema de geometría, que el sentido de una frase latina o griega surja en la mente” (1950, 137).
Gracia, pues, frente a virtud voluntariosa, inspiración frente a trabajo. Pero la espera (attente), la atención (attention)[6] es, sin embargo, intensa, eficaz, activa; la atención, reconoce Weil, supone esfuerzo, ciertamente, pero es de otra naturaleza, nos dice, se trata de un “esfuerzo negativo” (1966, 71). Este “consiste en suspender el pensamiento, dejarlo disponible, vacío y penetrable al objeto” (1966, 92). “Esta espera puede tener la forma de una acción agotadora” (1950, 141), inmovilidad del alma dentro de la más grande agitación (1950, 141). Weil armoniza contrarios: acción pasiva, espera activa, esfuerzo negativo… Emplea la palabra griega hypomonê, que la latina patientia no traduce bien, es una espera perseverante. Al igual que con respecto a la salvación, la voluntad no nos ayuda, el deseo ocupa su lugar, “la inteligencia no puede ser llevada más que por el deseo”, siempre acompañado del placer y la alegría.
El concepto de atención es central en Weil: “La atención consiste en suspender su pensamiento, para dejarla disponible, vacía y penetrable por el objeto, en mantenerse a sí misma cercana al pensamiento, pero en un nivel inferior y sin contacto con ella, los diversos conocimientos adquiridos que uno se ha esforzado en utilizar”. No ha de “buscar nada, sino estar dispuesta a recibir en su verdad desnuda el objeto que va a penetrarla” (1950, 72).
Es difícil no evocar la localización cartesiana de la raíz del error en la voluntad cuando afirma que la causa de nuestra torpeza, de nuestros equívocos, está en la voluntariosa actividad: “La causa es siempre que se ha querido ser activo; se ha querido buscar” (1950, 72). “Los bienes más preciosos no deben ser buscados, sino esperados”. Estas observaciones de Weil, que hace en relación a los deberes escolares (resolver un problema de geometría, hacer una traducción), como recomendando un determinado método, que sería el ejemplo para la espera de una Verdad superior, nos evocan lo que decía Platón en sus cartas sobre la experiencia del pensamiento, un estar en compañía de las ideas, que por sí nos dejarían sus frutos. Agamben nos recordará el contacto plotiniano del entendimiento con la Idea. Para Weil se trataba en la escuela de formar la atención (1966, 74). En otros lugares afirma la necesidad de la humildad como estadio previo para acceder a la verdad (1957, 31). No hace depender ese acceso, ese estar en el auténtico pensamiento, del talento, de la inteligencia; el mediocre puede también vivirlo.
Contemplación y voluntad son capacidades opuestas,[7] y se plantea si los actos virtuosos no hay que entenderlos como consecuencia, o mejor, compañía de la contemplación. “Hacer de los actos de la virtud simplemente una circunstancia de la contemplación” (1950, 177).
Por otra parte, el poder no tendría influencia sobre esta paradigmática actividad que es el pensamiento, si bien, sí sobre las opiniones (1955, 110). Las condiciones características de nuestro tiempo, la velocidad, la aceleración, los ritmos -lo que ella misma experimentó en su periodo de obrera en la cadena de trabajo- no posibilitan la cualidad más distintiva del ser humano, impiden pensar, ni siquiera soñar. (1951, 18).
Con lo que hemos denominado neutralización de la voluntad, del yo que se reafirma en la actividad tradicional, Weil pone en cuestión el concepto de persona, de sujeto, para resaltar el carácter anónimo de las fuerzas que se traslucen en la acción creadora, en el pensamiento: “Todas las veces que un hombre se eleva a un grado de excelencia que hace de él, por participación, un ser divino, aparece en él algo de impersonal, de anónimo. Su voz se envuelve en silencio. Eso es manifiesto en las grandes obras del arte y del pensamiento, en las grandes acciones de los santos y en sus palabras” (1966, 123).
Si antes veíamos en la acción creadora de Dios ejemplo de acción, también en él podemos encontrar ahora el ejemplo de la impersonalidad, de espíritu anónimo. Dios, debe ser concebido, por esto, como impersonal. Y la plenitud es su obediencia, con la consiguiente renuncia a sí.[8]
Weil critica el que el cristianismo hubiera evolucionado hacia una concepción personal de la Providencia, de su acción en el orden de mundo. De este modo el cristianismo se distanciaría de la ciencia. Esta, nos dice, tiene un espíritu religioso cuando investiga ese orden, y lo ama. No capta la fuerza ciega de la materia, sino el orden. El pensamiento, plantea Weil more hegeliano, no puede tener otro objeto que sí mismo. Solo en los místicos se ha conservado la idea de aquella impersonalidad (1949, 172). Weil siempre cita con veneración a Juan de la Cruz. La “imparcialidad ciega de la materia inerte”, un “modelo de perfección para el alma humana” (1949, 172). La acción, mejor, la “no-intervención de Dios”(1949, 173) se expresa tan impersonalmente “como un mecanismo”, así opera la “gracia”. Incluso el juicio (final) es impersonal, se cumple como un mecanismo, Weil cita el Evangelio: “Aquel que cree en él no es juzgado, aquel que no cree está ya juzgado”.
La lógica instrumental se acompaña de las ideas de posesión, de propiedad, adueñamiento, apropiación. Pero justamente lo que tiene valor escapa a esa condición: “Todo lo que me pertenece tiene un valor nulo. Pues hay esencialmente incompatibilidad entre el valor verdadero y la propiedad” (1950, 140). El propio valor del ser humano está en no ser dueño de sí, en que lo que en él ocurre de extraordinario es común. Contra la instrumentalidad: lo que puedo manejar porque es mío no tiene valor. Y contra lo personal o propio en favor de lo anónimo o común. “Todo lo que es sagrado está lejos de ser la persona, es lo que, en un ser humano, es impersonal. Todo lo que es sagrado en el hombre es impersonal, y sólo eso.” (1957, 15) “La verdad y la belleza habitan en el dominio de las cosas impersonales y anónimas”. “La perfección es impersonal. La persona en nosotros es la parte en nosotros del error y del pecado. Todo el esfuerzo de los místicos ha siempre tendido a que no haya ya en su alma nada que diga “yo”. Pero la parte del alma que dice “nosotros” es aún infinitamente más peligrosa” (17).
Habría, en consecuencia, nos dice la activista que también fue Weil, que tratar despejar en la sociedad todo aquello que impida que lo impersonal florezca en cada uno; procurar a la gente que tengan tiempo, silencio, recogimiento.
Roberto Esposito ha resaltado la crítica que esta concepción de lo impersonal supone respecto del derecho, de su impronta romana, por su carácter inmunizante de la persona a la vez que cosificante por cuanto la noción de propiedad recubre todas sus categorías. Weil rompería el nexo entre derecho y propiedad, y con la noción misma de “propio”. Pero en su planteamiento Esposito considera que en Weil hay una no elaborada idea, que se apunta a través de la noción aporética de “derecho común” (de todos y de cada uno) o de lo común, no de la persona, compuesto por todas las obligaciones que las personas tienen para con los demás, con la colectividad. Considera que en lo impersonal no se suprimiría la idea de individuo, que podría ser rescatada de la de persona, lo impersonal en el individuo, dejando entre interrogantes si en Weil cabría este paso de un individuo impersonal, de una persona no-personal (2009,149).
Como puede comprobarse aquellos elementos que en Arendt se conservaban aun a través de la crítica, pues el cuestionamiento de la identidad y de la voluntad no impedía la afirmación del individuo, la revelación de un yo en la acción; y la delimitación de la praxis respecto a la labor y el trabajo, su carácter ateleis en nada hacía a esta adquirir los atributos de la pasividad pues la acción debía brillar en el espacio de la apariencia y obtener la gloria que es lo único que puede proporcionar a los mortales inmortalidad, en Weil todo esto se traduce en aniquilación del yo, renuncia a sí, impersonalidad y en neutralización de lo que aun podía haber de acto, de obra, en la acción, lo que conduce a encontrar en el pensamiento el mejor ejemplo de su carácter, o a través de la moralización extrema, o, en fin, en el mito religioso.
II.2 Un segundo ejemplo: Giorgio Agamben[9]
Sin duda Agamben es quien actualmente más ha trabajado en formular un concepto de acción distinto, que pudiera ir más lejos en la senda de toda la crítica anti-instrumentalista. En el teórico italiano están presentes algunos de los autores que hemos mencionado, Arendt singularmente, y claro, Heidegger, pero también Weil y Schürmann, pero ello no quiere decir que se acomode a sus enfoques. Como en el caso de Weil, Agamben no se concentra en la acción política, aunque le preocupe, sino en la acción en general, también la artística y la productiva. Su concepto pretende un alcance amplio, y resulta muy ambicioso. Faltaba en su obra esa elaboración aunque desde La comunidad que viene (1990) y Homo sacer I (1995) ya se apuntaba el camino,[10] pero finalmente ha sido en su libro L´uso dei corpi (2014) donde se nos presenta elaborada. De inoperosidad nos venía hablando desde el principio, de los conceptos de potencialidad – la categoría central de todo su pensamiento-,[11] de medio puro, etc, ahora todo ello se articula en un concepto de acción bajo la categoría de uso en un horizonte ontológico.
La convergencia con la línea de rescatar para la acción atributos propios de la pasión y pasividad que vimos en Weil retorna aquí. En primer lugar, en la preferencia del concepto griego de chrêsis (uso)[12] frente al de energeia (ejercicio, actividad, acto – Agamben traduce por “essere-in-opera”, en-ergon), porque uso tiene el sentido de algo que ya se posee, pero de lo que no se es propietario, que está disponible y se pone en marcha; lo que lo diferencia de la acción, que tiene un carácter de creación, de actividad que parte de cero, que se inicia y que arranca toda ella del sujeto. La energeia se conjugaría en voz activa mientras que la chrêsis lo haría en voz media. Es significativo ya esto por el carácter de algo que se sufre o experimenta, que nos pasa que tienen en griego los verbos conjugados en esta voz como gignomai (nacer), morior (morir), penomai (sufrir), phêmi (hablar) (2014, 52) -curiosamente uno que no cita es politeysthai, (actuar cívicamente, actuar como ciudadano). El uso, en efecto, tiene algo propio de lo que al sujeto le ocurre, le sucede, que no todo él arranca de él, que es poseído por lo expresado por el verbo. Un ejemplo es de nuevo el del habla, el empleo del lenguaje. Este no se posee, más bien te posee, está ahí, como algo de lo que no se es propietario, sujeto absoluto. Agamben también recurre al ejemplo, caro a Weil, del empleo de los sentidos, de vista, tacto, oído, y que apenas es activo, en el mirar, palpar o escuchar, sino que como todo sentido tiene componente de afecto, de pasión. Agamben cita el paso de Metafísica (1050a 21-1050b 1) en que Aristóteles pone como ejemplo emblemático de uso a los sentidos, que no se concretan en una obra independiente como resultado (2014, 33-34, 42). Nos servimos del paso para recordar que ese carácter tiene la contemplatio, el verdadero pensamiento, de que nos hablaba Weil. La etimología de “teoría” es significativa al respecto: del griego theorein, mirar, y de ahí el bíos theoretikós, la vita contemplativa. Dejaremos este apunte aquí, pero bien se ve ya la oposición al planteamiento de Arendt cuando ella contraponía tajantemente, siguiendo la tradición clásica, a esa forma de vida la de bíos politikós, vita contemplativa versus vita activa, Maquiavelo frente a Platón, Política frente a Filosofía.
Agamben desvía su atención del uso que comportan también los instrumentos productivos, de fabricación de algo, como las máquinas, por ejemplo, lo que colocaría el uso bajo la categoría de poiesis. De hecho cuando recurriendo a la Politica aristotélica, como hiciera en Homo sacer I, se refiere al uso de ese “instrumento animado” que es el esclavo por parte del amo, no deja de señalar que si bien aquel es un mero útil para el amo, como el cuerpo para el alma, el esclavo, en cierto modo, es parte (morion) del amo, más aun es parte integral, constitutiva de él (2014, 32, 34). Se esfuerza el italiano en subrayar estos aspectos advirtiendo el matiz, no del todo aproblemático, de que Aristóteles no usa categorías jurídicas para comprender la realidad del esclavo, por eso habla más de parte del amo que de propiedad suya. El amo hace uso del esclavo como de su propio cuerpo, como parte de su cuerpo.
Otro rasgo que nos mostraría la especificidad del uso, no encajable tampoco en la poiesis es el de que el uso pone el acento en la propia actividad no tanto en su resultado, como cuando se emplea el lenguaje, con independencia de aquello con lo que con ese empleo se obtenga, aceptar un matrimonio, asumir una operación de bolsa, lograr obedecimiento o hacer reír. El ejemplo no nos resulta del todo feliz pues es bien sabido que un ejemplo de actividad poiética para Aristóteles es la del poeta cuyo resultado es el poema -pero veremos que Agamben responde a este tipo de actividad, la artística recurriendo sobre todo a su categoría de potencia. Ciertamente está mejor traído el caso del uso de los sentidos, de los que no hay obra; uso de los ojos, su uso es el ver que en nada se estanca o cuaja como producto. Agamben orienta la categoría al ejercicio del uso en los casos en que la acción se sobrepone al resultado, incluso absorbe este pues se confunde con ella, como es el caso del vestir y de la cama, cuyo uso está en sí mismo, a diferencia de lo que obtiene el martillo o el colador. Con respecto al caso polémico del concepto aristotélico de esclavo que, sin embargo, toma como paradigmático, se detiene en el esclavo doméstico, el que se usa para las cosas de la casa, lo que Arendt denominaría labor, no para la fabricación de algo. Agamben recurre a la distinción aristotélica entre instrumentos productivos e instrumentos de uso, el uso del esclavo como instrumento sería de este segundo tipo. Eso le permite alejar este uso de la clase poiesis y aproximarlo, como pretende en todo momento, a la categoría de praxis. El esclavo es mero uso sin obra (2014, 36).
Finalmente será el pensamiento el mejor ejemplo de uso, y en el fondo todo lo que caracteriza al humano, como el ya mencionado lenguaje. Dando un sentido acaso excesivamente amplio al término “política” Agamben sostiene que en cuanto que este uso, el del pensamiento, como el del lenguaje (como es bien sabido, en el término griego lógos se unen ambos) es praxis, ya es, en virtud de ello, política lo que está en su fondo (2014, 310). No hay un sujeto del pensamiento. En gran parte es algo que nos afecta, no de lo que seamos protagonistas. Hacemos de él un uso, no es algo que tengamos en propiedad, y además es común (2014 268-269), intelecto común (Averroes) – razón común diría heracltianamente Agustín García Calvo. En el pensamiento está presente la multitud, por eso también es ya inmediatamente político. El pensamiento va unido a la forma-de-vida, él precisamente constituye esta, sin abandonar a la nuda vida que excluía el mero bíos (opuesto a la zoê); el pensamiento es inseparable de la materialidad de los cuerpos, de la vida.
Las observaciones hechas delimitarían el uso así entendido si acaso de la categoría de trabajo, pero no de la categoría arendtiana de labor, que acabamos de mencionar. Sin embargo no es esa la pretensión del italiano, que quiere aproximarla lo más posible, como señalamos, a la única categoría no instrumental de acción, la praxis, pero con la corrección, que delimita este segundo modelo del que venimos hablando, esto es, depurando la misma categoría de praxis de las características de energeia que tiene en Aristóteles y por ende en Arendt. El ejemplo del esclavo -y hay que decir que solo él-, le permite decir que el uso es propio del hombre libre, en tanto que el esclavo forma parte de él; y, según Agamben, también se alejaría de la condición moderna del animal laborans, en que el trabajo se mide homogéneamente en cuanto a su productividad, mientras que el uso es enteramente improductivo. Pero también por este lado la distinción es problemática, pues no se aleja en lo que tiene de laborans estrictamente sino en lo que tiene de trabajo, relativo al homo faber, pues lo que llevó a Arendt a calificar así al tipo de acción productiva de las sociedades actuales es la obsolescencia programada de sus productos, la producción para el consumo, el ciclo en que se convierte entonces el producir, sin los resultados duraderos del trabajo.
Sea como fuere, Agamben piensa que este uso no cabe en ninguna de las tres categorías arendtianas (labor, praxis y trabajo), para él, el uso evoca “el paradigma de una actividad humana que no es reductible ni a la labor, ni a la producción, ni a la praxis” (2014, 42).[13] Su propósito es sustituir el concepto político de acción por el de uso. Considera que nuestro concepto de acción deriva de la palabra latina actio utilizada para verter el griego praxis. Es significativa la etimología por cuanto actio es “un término proveniente de la esfera jurídico-religiosa que ha aportado a la política su concepto fundamental” (2014, 47).Actio (de ago) se empleaba para referirse al inicio de un proceso jurídico, o la celebración de un sacrificio, no tiene el carácter de neutralización de la energeia que tenía praxis (cfr, 2005, 113-114) . Con estas delimitaciones, en las que Agamben se refiere expresamente a la teoría de la acción de Arendt, se trazan claramente sus diferencias. “Una de las hipótesis de la actual investigación es, mediante la puesta en cuestión de la centralidad de la acción y del hacer en la política, la de intentar pensar el uso como categoría política fundamental” (2014, 47).
Agamben tiene que ocuparse de la estructura sujeto-objeto, pues la praxis no suponía tal, ya que a la finalidad en sí añadía la de la relación a otros sujetos. Pero Agamben ha tomado, al menos como punto de partida, una categoría más general que suponía una relación directa a los instrumentos y al ámbito de satisfacción de las necesidades. Con todo, en la categoría de uso se daría una relación más lábil entre sujeto y objeto, de no separación, en la que en cierto modo el acento se pone en el entre. Como dice Agamben a propósito del verbo chresthai, en que agente y paciente, acción y pasión, hacer y ser afectado se funden. El sujeto está todo él implicado. A diferencia de la relación convencional entre sujeto y objeto: “El proceso no transita de un sujeto activo hacia un objeto separado de su acción, sino que involucra al sujeto, en la medida misma en que éste se implica en el objeto y “se da” a él” (2014, 53).
Además en ese uso se contemplaría todo un modelo de relación a sí, pues el sujeto establece una relación determinada consigo mismo en la medida en que se ve afectado por su implicación en la relación con la cosa. Y en el uso de nuestro cuerpo nos constituimos como sujetos éticos -y políticos. Verá en los estoicos, en su concepto de oikeiosis, a partir del uso de los miembros del propio cuerpo, de la relación con el propio cuerpo, la familiarización consigo mismo, toda una ética del uso de sí (2014, 78). No podemos estar más distantes de Arendt, pues es en el terreno del oíkos de donde se extraen los rasgos de lo que quiere se convierta en definitorio de lo que ha de presentarse en la pólis -una operación que no nos sorprende si tenemos en cuenta Homo sacer I, y todo su proyecto respecto a la no separación oíkos-pólis por medio de la unión de zoê y bíos.[14] No cabe distinción ni entre agente y paciente, ni entre sujeto y objeto, como en el pasear, el visitar.
En fin, respecto a la relación medios-fines, todo el énfasis en la primacía de la potencia sobre el acto, es correlativo con la idea de la primacía de los medios. En ello el grupo Tiqqun – una especie de “Agamben furioso”, digamos parodiando el dicho de Platón sobre Antístenes- converge igualmente: el cómo hacer es más importante que el leninista qué hacer, la lucha es ya una forma de vida, el proceso es más importante que la llegada.
En el concepto de violencia divina de Benjamin hay un intento de resolución de la instrumentalidad en política, del problema medios-fines, en un medio de tal pureza que en él se realiza el fin, o mejor, como anota Agamben, un medio ya sin referencia a un fin. Agamben reenvía a este concepto de Benjamin el suyo de “poder destituyente” (2014, 340). Agamben quiere ir más lejos, haciendo que la política se sustente en un pensamiento, en una ontología que elimina la figura de la relación. La relación está presente no solo en el nexo medios-fines, sino en el de derecho-poder, animal-racional, alma-cuerpo, excluido-incluido, poder constituyente-poder constituido, anomia-ley, multitud-pueblo.
Agamben, en definitiva, se propondría una política que intenta acabar con la alternativa medios-fines. El lenguaje, de nuevo, es aquí el mejor ejemplo; en sí es puro medio, como el ser humano. “Política es la exhibición de una medialidad, el hacer visible un medio como tal. Es la esfera no de un fin en sí sino de una medialidad pura y sin fin como ámbito del actuar y pensar humanos” (2001, 99)
Las consecuencias respecto a la noción de sujeto son también espigadas por Agamben, ya hemos ido mencionando alguna. Si tomamos al sujeto como sustantivo, como esencia, la categoría de uso se opondría a la identidad subjetiva. Agamben recuerda que Plotino oponía el concepto de uso, chresthai, al de ousía; y desarrolla a partir de ahí, lo que ya no se da en el neoplatónico, la idea de un uso anterior al ser, un uso de sí no hipostático, sustancializante; el sí mismo se constituye en el uso.
Importa considerar a este respecto que el uso no se situaría, a diferencia de como se lo ha concebido tradicionalmente, en Aristóteles y la escolástica, bajo la categoría de energeia, de acto, sino bajo la de potencia (dynamis)[15], o más particularmente, como nexo medio con esta, bajo la de hábito (hexis). En Galeno encuentra un ejemplo de oposición entre uso y energeia, del mismo modo que “un estado o hábito se opone al movimiento o a la operación”, pues el uso no es un movimiento activo, es como una función (del organismo), no un paso de la potencia al acto, sino: “un estar siempre ya en uso del hábito o de la potencia: esto es, una potencia que no es separada del acto” (2014, 88). “El uso es la forma en que el hábito se da existencia, más allá de la simple oposición entre la potencia y el estar-en-obra” (90).
De donde el anti-sustancialismo del sujeto,[16] pues en el uso de sí como hábito no hay un sujeto que hace, no hay oposición sujeto-objeto, sino un constituirse en el uso. “El sí, que se constituye en la relación de uso, no es un sujeto, no es otra cosa que esta relación” (2014, 90). En el hábito no hay un sujeto que posee algo. No puede ser que el sujeto posea un hábito como una especie de pertenencia porque el sujeto ya está involucrado en él, no es extrínseco, como el propio Aristóteles, recordado por Agamben, venía a reconocer, sin extraer todas sus consecuencias. No puede suponerse un ser sujeto antes del haber del hábito. En el hábito no hay separación de ser y haber. Agamben trata de iluminarlo con el siguiente ejemplo: Glenn Gould no es el sujeto poseedor de una potencia, de una facultad, la de tocar el piano que actualiza o no. “El uso del piano, como hábito, es una forma de vida y no el saber o la facultad de un sujeto” (2014, 92).[17] Gould hace un uso de sí al tocarlo en cuanto está constituido por el hábito.
Por este camino abierto por el concepto de hábito habría que poner en cuestión, entonces, los conceptos, definitorios del sujeto, de facultad, de voluntad. En su lugar, Agamben, prefiere hablar en términos de “viviente”, que hace “uso de sí”, de “usante”.
En cuanto a la obra (ergon), esta no se entiende como el resultado de una potencia que se realiza en ella, sino como obra en la que la misma potencia está presente, es “el hábitat del hábito”. En la ontología tradicional, el paso de la potencia al acto es necesario, pero desde el enfoque agambiano que se nos presentaba ya en La comunidad que viene, en ese paso la potencia traslada al acto su impotencia, su misma posibilidad de poder no hacer (1990, 26-27). Es una potencia que tiene por objeto la potencia misma, como el pensamiento que se piensa a sí mismo, y por eso es acción y pasión al mismo tiempo. Esa potencia que se toma a sí, llega a sí, nos dice Agamben, como “acto puro”, como el Ángel (filosofía árabe) del entendimiento agente.
Agamben, como Weil, de quien lo toma – recordemos que a la pensadora francesa consagró su tesis doctoral, pero a quien nunca menciona- emplea también el concepto de descreación[18] pero en un sentido distinto, aunque con parecida finalidad, pues en él se pretenden enfatizar todos estos aspectos que estamos señalando de la primacía de la potencialidad sobre el acto: la no necesidad del paso al acto resultado de la creación, la conservación en él de la idea de contingencia, de lo que era también posible pero no llegó a realizarse, el cuestionamiento de su concreción misma.[19]
El concepto de “inoperosità”[20] implica fusión de objeto y sujeto. Es como un actuar que nos pasa, que nos sucede, como el vivir, el hacer uso de sí. En nuestro uso se da nuestra obra que no es separable de él, como el ya mencionado uso de los sentidos. Al captar la propia obra se vuelve uno inoperoso, dice Agamben.[21] En Spinoza (2007, 274) ve también un apunte de esto en la idea de una acquiescentia in se ipso, de contemplación de la propia potencia de actuar, que se situaría entre teoría y praxis, entre habitus y acto. Del “sí” del que se hace uso se acaparará el concepto de sujeto. De hecho, Agamben pone de ejemplo de uso, y por tanto de inoperosidad la contemplación. Y valiéndose de Deleuze y de Maine de Biran subraya cierta inconsciencia, cierto no conocimiento, e impersonalidad en el uso así como en el vivir.
El concepto de uso servía a Agamben en La comunidad que viene (1990, 23) para caracterizar a un sujeto (el singular cualsea) que no es propietario de sí como de una esencia, pues no tiene esencia, sino que hace uso de sí, esto es, de su êthos, su carácter y su hábito. En esta concepción del sujeto se renuncia a una esencia determinante (el ser es un nacer, un surgir, una manera de ser…), se renuncia a la idea de un ser dueño de sí, esto es a una soberanía auto-instrumentalizante; se busca una singularidad pero no contrapuesta a lo común, pues justamente en lo singular está lo común. El concepto del singular cualquiera o cualsea es el sujeto de la comunidad, que no es ni individual ni universal; en el que el tener algo en común, como la cualidad spinoziana de extensión, no le da una esencia sino que precisamente facilita su singularidad. El desarrollo en L´Uso dei corpi del concepto de uso confirma esas características de no identidad. El sujeto en la medida en que se mantiene en la potencia no cobra una identidad, no es esto o aquello, y se mantiene en comunidad; no individualidad,[22] impersonalidad, impropiedad, etc. Cualidades estas que ya se apuntaban en La comunidad que viene, como se refleja al hablar del uso de la lengua, que no es un especie de concreción en cada uno de la lengua, como una propiedad general, algo que se posee, sino que el aparecer en cada uno es el ser de la lengua, la singularidad de cada uno.[23]
En la experiencia desubjetivada del “musulmán” del Lager aprendemos lo que el hombre es. Al igual que en la experiencia del lenguaje, en cualquier acto de habla se puede captar que se da una desubjetivación, que no hay un yo identificable. El lenguaje juega en muchos de estos autores como modelo para librarse del yo, del sujeto clásico, estableciendo una articulación distinta a la aristotélica entre el viviente y el lógos. Como para Agustín García Calvo, la lengua dispone de elementos funcionales que permiten la apropiación individual (yo, aquí, mi, nosotros), elementos que constituyen al individuo como sujeto de enunciados, por donde puede darse la experiencia de que es el lenguaje quien habla en nosotros. Al igual que García Calvo nos muestra que se produce un falso deslizamiento en esos pronombres que toman un contenido en el plano de la realidad, fuera del aparato de la lengua (1970, cap. VIII). Agamben afirma: “Ese yo (…) no es más que el aflorar en el ser de una propiedad exclusivamente lingüística” (en Galindo, 2005, 102). Decir “yo hablo” es contradictorio, pero eso es lo que ocurre, una subjetivación y desubjetivación al mismo tiempo. En la articulación nueva entre viviente y lógos, este segundo se interpreta siempre como lenguaje no como razón. Si se interpretara como razón diríamos que se quiere recuperar lo excluido, el primer polo, sin entregarse al segundo, por eso Agamben habla de que el individuo se constituye en la experiencia de lo que se mueve entre ambos, entre la nuda vida y el lenguaje. Las dos experiencias de desubjetivación que proporcionan ambos polos conforman la experiencia humana. “El hombre tiene lugar en la fractura entre el viviente y el hablante” (2002, 142; Galindo, 2005, 103).
El ser es singular cualquiera porque las propiedades que le diferenciarían son las que distinguen a cualquiera, todos difieren de todos, es una propiedad común, por lo que el individuo es in-diferente a ellas. Esto es, que no se convierten en identidad o esencia, sino mero ser ahí, como cualquier otro. No son un sujeto con sus facultades, que adopta tal modo, es el modo, es el rostro (2001, 86); no es una esencia que se concreta en un así, sino que es el así. La decisión de ser así es lo que le hace irrepresentable, excepción, inasequible al orden jurídico-político, ser realmente singular.
Agamben trata de llevar más lejos el distanciamiento respecto a los modelos sustantivos de lazo social de pertenencia, y habla de una no-relación, un hecho de contacto sin relación, de no-vínculo. En Homo sacer llamaba a “tratar de pensar el factum político-social de una forma que no fuera ya la de una vinculación” (1995, 81-82). Arendt delimitaba la acción política de la técnica y de la moral, en una línea republicana, pero aquí vamos más allá de lo político mismo, hacia un espacio de estar juntos sin relación, sin ley… Arendt ponía el mundo entre un sujeto y otro para mantener la distancia que exigía la relación (política), que es lo que posibilitaría el debate, la puesta en común, la acción. El singular es las posibilidades dadas en un factum, en un ser que se reduce a sus modos, a su ser-así (Agamben). Es en el lenguaje, en la esencia lingüística donde encuentran los hombres lo común, su íntima copertenencia.[24] El ser del sujeto no es pensado al modo de sujeto con predicados, una esencia, de la que, entonces, pueda apropiarse, sino como un “ser así”, un ser expuesto, un tener lugar, una relación… pero no reducido a ella. Agamben intenta captar la singularidad desprendida de las categorías tradicionales (cualidades, esencias, identidad…); quiere superar la metafísica de la interioridad, el ser es ser expuesto, exposición. En el lenguaje se muestra el ser expuesto que es el individuo en tanto que es si es dicho. El ser humano es un ser lingüístico.
El sujeto político de Agamben, el singular cualsea, no está condicionado por pertenencia alguna, sino por la pertenencia misma. Por eso la comunidad que se apunta no presupone identidad alguna; no hay pertenencia definida, sencillamente se co-pertenecen. Esto, según él, opone a los individuos al Estado, que por su parte busca fijar identidades.
Agamben ve en la vida del pensamiento, la vida del filósofo, la vida que los clásicos, como Plotino, calificaban de vida feliz, divina, un ejemplo de vida política, justamente aquella otra con la que rivalizaba, y lo ve en la expresión de Plotino cuando la define como un “exilio de uno solo con uno solo”, una fuga de sí hacia sí, intimidad máxima. Pues en esa soledad, el pensamiento no representa lo inteligible sino que solo lo toca, entra en contacto con él. E, igualmente, en cuanto “forma de vida”, en ella bíos y zoê, forma y vida, entran en contacto, y ese contacto supone una no-relación. Ese es el modelo de comunidad: cada forma de vida está en contacto con cualquier otra, pero no en relación. La no-relación es un vacío no rellenable por representación alguna, por eso también la política que corresponde a esa no-relación es una política antirrepresentativa. Un estar juntos en una no-relación (2014, 301-2).
De este singular cualquiera no hay mediación con la comunidad, le basta con ser tal cual se es, no hay vínculo.
Si el pensamiento era ejemplo paradigmático del uso, y en sí mismo político, no será sorprendente que juegue el papel central en la concepción de la comunidad. Es el pensamiento en cuanto potencia que se sabe potencia, potencia que en cada acto capta su potencialidad, lo que en esencia es forma de vida. Esto es, cuando una forma de vida se da, se juega el vivir mismo en cada acto porque cada uno revive en él la potencia, ahí se da pensamiento. Y es el pensamiento el que hace del conjunto de formas de vida una forma-de-vida (individual y colectivamente), pues la comunidad solo es posible como resultado de seres de potencia, no como suma de actos, no como comunicación sino como comunicabilidad. A la vez la comunidad está presente ya en el pensamiento como tal pues solo es actualizable integralmente a través de todos. Agamben cita a Dante, la multitud está ya en el pensamiento.
Esto mismo es lo que hace al pensamiento ya político en sí mismo, pues es uso, esto es, colectividad; la multitud está presente en él. Como tal uso es praxis, acción. También es forma de vida, es comunidad. No olvidemos que el lógos era en Aristóteles lo que hacía al hombre un viviente político. Y el pensamiento es la mejor expresión de la potencialidad, la categoría definitoria del ser humano. A la postre todo viene a dar aquí, en la pura potentia.
Ya registramos el rasgo ético que Agamben veía en el uso del cuerpo. Observa igualmente un potencial normativo en la categoría de uso, poniéndola en relación con la idea benjaminiana de justicia, asociada siempre con lo inapropiable. Todo orden de propiedad es injusto por cuanto limitativo del carácter de bien de algo. Con lo que el bien no puede poseerse, nunca referirse a un sujeto. La justicia misma viene a ser para Benjamin un “estado del mundo”, no un deber subjetivo. El uso hace referencia primordial a lo inapropiable, el propio cuerpo, la lengua. O el paisaje, paradigma máximo de uso e inoperosità. En el paisaje se da un paso más respecto a las distinciones heideggerianas del ambiente animal y el mundo humano, el primero pobre de mundo, pues está aprisionado en la necesidad del medio, no es capaz de abrirse al Ser, de percibir una cosa como cosa. Respecto al mundo es un grado ulterior porque en el paisaje el hombre neutraliza la utilidad, la actividad del mundo. “Si el mundo era la inoperosidad del ambiente animal, el paisaje es, por así decirlo, inoperosidad de la inoperosidad, ser desactivado”. “El paisaje es el alojamiento en lo inapropiable como forma de vida, como justicia” (2014, 127).
Agamben muestra una significación distinta de la inoperosidad cuando dice que esta deja inactivas unas funciones para apuntar otras ya inoperantes en el sentido de ociosas, como en el arte de la poesía en el que el lenguaje desactiva su operancia comunicativa, funcional y se abre a la contemplación del lenguaje mismo, y, como la inoperancia, se demora en la potencia misma; o como en las actividades que se transforman en juegos festivos, se neutralizan las funciones económicas o alimenticias, biológicas, etc. En el hacer se deshace, se vuelven inoperantes unas funciones y se abren otras, pero como in-operantes, in opera, sin su carácter pesado, tornándose ocio, descanso, juego como el vestir convertido en moda, la comida en celebración, etc.
III. Seguir la senda. Algunas reflexiones finales.
En estos autores, Weil, Agamben o García Calvo, y podrían, ciertamente, citarse otros, hay una convergencia en muchos rasgos definitorios de los conceptos que tratamos. De ahí que hablemos de un nuevo modelo.
Todos los rasgos críticos de Arendt en este segundo modelo de acción y sujeto son llevados a otro plano en que lo político es completamente transmutado: la crítica de la instrumentalidad, de la comunidad homogénea (platónica), de la falta de pluralismo, de la identidad, etc.
Agamben se sitúa ya en el último Heidegger. Este parte de un rechazo de la acción técnica, de la poiesis, para enfrentarse ya a lo que podría llamarse furor ordenancista, activismo humanista, la subjetivación de todo y contraponerle, la Gelassenheit, serenidad, un dejar ser. Arendt no da este paso, prefiere circunscribirse a la política, mientras que Heidegger se encamina ya a una ruptura civilizatoria en que la política misma aparece como una pieza afectada ya por aquel furor, como la voluntad de voluntad nietzscheana. Por eso el problema no es ya exactamente el tipo de acción (poiesis o praxis) y la cuestión relativa a la desaparición de las condiciones del tipo de acción propia de la política, como sucede en los análisis arendtianos, sino la acción tout court, el actuar y los resultados de la acción.
De ahí que en Agamben el abandono heideggeriano tome la forma de la potencia, se retire del acto, potentia potentiae; se abogue por un benjaminiano poder destituyente (2014 a, 65-74), que reniegue de todo demorarse en lo realizado, en que la potencia remite a la potencia. Arendt aun defendía el trabajo frente a la labor, aunque no el lugar que ocupaba desplazando a la acción. Para Agamben la acción misma es demasiado deudora de la energeia, del acto, por eso intenta una reelaboración distinta con su concepto de uso, que ya ni es activo ni pasivo, sino como la conjugación media griega.[25] En Heidegger el tipo de actividad que queda es más parecida a la labor que al trabajo -aunque Heidegger nunca quisiera condenar la técnica como tal- sin explicitar nada acerca de la acción (política) que parece disipada con su sustancialismo (Blut und Boden) de la época de Ser y tiempo y de Introducción a la Metafísica. Es difícil resistirse a pensar en formas propias de sociedades agrarias o precapitalistas. Algo semejante ocurre con Agamben cuando habla del uso y la forma de vida.
El problema para Arendt era la acción, en Agamben es la civilización, el humanismo, y lo que de este aun haya en la acción. Por eso el foco no es ya la instrumentalidad, sino la efectualidad.
En estos pensadores, como Weil y Agamben la acción queda neutralizada en sus aspectos más reificantes por lo que toma una envoltura, que puede confundir, de pasividad, de pasión más que de acción, tratando de poner entre paréntesis la externalidad del resultado, de ahí los conceptos de descreación y acción pasiva o pasividad agotadora (Weil), de potencia y potentia potentiae (Agamben), o del hacer que no se sabe en García Calvo, la idea de medios puros, o de medios que ya son fines en sí, de no externalidad del uno al otro, y el encuentro del mejor ejemplo en la forma del pensamiento o del lenguaje, en lo más definitorio del ser humano. En ese tipo de actividad, no hay separación, en efecto, entre medio y fin, como tampoco entre teoría y acción.
El problema se traslada a lo hecho, ciertamente pero también a la condición misma de sujeto. En Arendt este se iba revelando a través de la acción, obteniendo un identidad nunca terminada sino con la muerte, brillaba en el ágora -recordemos su unión de felicidad y acción en los revolucionarios americanos. En este segundo modelo ya no es concebido como persona, en todos se subraya- de la mano del lenguaje y del pensamiento- la dimensión impersonal. El sujeto no es tal, no es propietario, ni señor de sí. La noción de individuo aun era conservada en Arendt. Pero para Agamben no es válida, es una figura aun dependiente del paradigma del sujeto. No por ello se va hacia el otro polo ya denunciado de una fusión comunitaria, holista en que se pierde totalmente. La forma de evitar la fusión disolutoria comunitaria y el individuo ya cortado por el patrón del sujeto será la del concepto de singular, un concepto planteado por Deleuze en su Nietzsche y la filosofía -como nos recuerda Galindo (2005, 88)-, singular cualquiera (Agamben), singular plural (Nancy) y su no-vínculo a la comunidad no obrable, no figurable, nunca plasmada ni plasmable -no sé si plausible. La figura del individuo ha sido ya colonizada, sino desde el principio, por el liberalismo. No queda claro si hay algún lugar en Weil para la individualidad.
Como queda apuntado, la relación a los otros aparece a una nueva luz: el intento de desinstrumentalización es tan radical que se nos presentan como mero corolario de la desubjetivación que se propone, del simple despojarse de las codificaciones, territorializaciones, camisas de fuerza impuestas. Ello hace que el convivir, lo comunitario emerja, tal es la condición del ser singular cualsea. En fin, Agamben intenta un paso último en una nueva ontología en este punto al poner en cuestión el concepto mismo de relación.
Si a la luz de todas estas características tornamos al modelo arendtiano, nos damos cuenta de hasta qué punto no solo nos hemos distanciado de él, no sin tomar apoyo en él como queda dicho, sino que en algunos extremos se le ha invertido: si en Arendt veíamos que todo el planteamiento partía de la radical contraposición entre los rasgos dominantes en el oíkos con los consustanciales a la pólis, vemos cómo en esta segunda orientación se pretende rescatar algo del primero en el segundo, lo que es ciertamente manifiesto en la línea seguida por Agamben: el uso, la nuda vida, una relación más intensa, los afectos, lo infra, si bien en su traslado hacia lo político no se mantienen incólumes sino que también son trastocados. La oposición entre vita activa y vita contemplativa, tan presente en Arendt, también es subvertida, pues aquí sufre el mismo desplazamiento que en el caso anterior, poniendo punto final a la vieja polémica entre la vida política y la vida filosófica toda vez que el mejor ejemplo del tipo de acción que se quiere impulsar como alternativa resulta que lo encontramos del lado de esa vida que parecía excluida cuando tocaba a rebato el momento de la acción, lo hallamos del lado del bíos theoretikós, en el pensamiento mismo, que ya no aparece tampoco opuesto al campo del pathós, de lo que se sufre, experimenta, se siente. Arendt era muy reticente a la traducción de los sentimientos en términos políticos, y creemos que con razón, pero ahora no se trata de esto sino de su no exclusión, de incorporar la sensualidad, la lucidez del sentido -en la amplitud del término- a la razón política. Y otro tanto ocurre con la línea de demarcación que la pensadora alemana hacía respecto de moral y política, pues ahora observamos cómo algunas de las características pertenecientes al campo de la primera (uso de sí, deseo, impersonalidad, anonimato) son integradas en el espacio de la segunda. Y por esta senda podrían seguirse desgranando otros elementos.
Sin duda hay muchos problemas en todos estos planteamientos, y hemos ido ya apuntando algunos rasgos problemáticos de los dos modelos. En algún punto la crítica es la misma para ambos, como por ejemplo en cuanto a que suelen tomar la sociedad como unidad, no como dividida en esferas, según las cuales un tipo de acción puede ser aceptable y no otro. Se pretende totalizar la sociedad por un principio, el de la inoperosidad, el cuidado, la praxis, etc. El problema de la brecha abierta por Maquiavelo sigue pendiente, esto es, la articulación de la lógica de la acción política con otras lógicas sociales. En el segundo modelo ya no sólo no se plantea la cuestión, sino que se diría que el modelo de acción que se propone elimina todo otro tipo de acción. También es objetable un diagnóstico negativo excesivamente totalizante cerrado al que se le contrapone un ideal alternativo totalmente puro, totalmente Otro, dejando como inexplicable el paso de lo uno a lo otro; la falta de registro de los vectores que en la actual sociedad caminan en otra dirección, se comportan críticamente. En fin, la falta de mediaciones para pasar del plano ontológico en que a veces se plantean las cuestiones al plano más inmediato de lo social y empírico. Muchas son las críticas que se han hecho, y casi siempre pertinentes. Y, con todo, creo que es en esa dirección en la que hay que trabajar, y estas formulaciones pueden servir de herramientas de prospección, sin darlas como resultado ya logrado.
Por esta senda, por otra parte, hay una vía de superación de contraposiciones anteriores analítica/holismo, liberalismo/comunitarismo, particularismo/universalismo, localismo/globalización, medios/fines. Los conceptos de sujeto, actividad, individuo, identidad, comunidad, relación, son problematizados y enriquecedoramente trastocados.
Creo que la envergadura de los cambios que estamos experimentando nos sitúa frente a un cambio civilizatorio que supera los apuntes que de crítica de la modernidad encontrábamos en el primer modelo. Todo el pensamiento sobre la acción es un intento de superar la instrumentalidad desde el momento de retorno a la praxis frente a la poiesis. Pero hay algo más que esto, hoy no se pone en cuestión tan sólo la instrumentalidad, sino el tipo de dominio y el factum del dominio de todo por el sujeto, y la condición misma de este; las consecuencias van pues mucho más allá de las que se podrían desprender del primer modelo.
Todos estos autores han planteado la necesidad de repensar los conceptos de nuestra tradición desde el principio, en particular Agamben se refiere a los que traman el dispositivo económico-teológico que sostiene nuestro modo de gobierno. Hoy el pensamiento postmetafísico es más consciente que nunca de esta unidad de pensamiento y acción, por ello su empeño denodado en la crítica del entramado conceptual con la que se entrevera toda nuestra vida. Al acometer esta labor de pensamiento ya se ha empezado a cambiar el mundo.
IV. Corolario sobre Infrapolítica.
Mucho de lo expuesto venía a dar a este punto que ahora se presenta como corolario. Infrapolítica es reducir, inferiorizar, todo lo que en el gesto político hay de reificante. Es el gesto deconstructivo permanente, asumido en el pensamiento y en la acción, en el pensamiento como acción, en la acción como pensamiento. Así, en el campo del sujeto y la acción: la identidad, el plan, el cálculo, el contraataque, la inversión, la previsibilidad.
La infrapolítica solo puede surgir en el momento en que la política ya no puede intervenir, darse sin violentar a los hombres y a las cosas, en que la política no puede dejar de asumir la herida maquiaveliana. A la infrapolítica no le queda más remedio que aceptar hasta cierto punto que el juego político no puede retroceder sobre la brecha que abrió el diabólico florentino. Pero, para no pagar demasiado cara esa asunción moderna, ha de añadir algo, un pequeño-gran gesto, añadir el prefijo infra a lo que hace y piensa, esto es neutralizar la modernidad en su darle curso, como ese mecanismo habitual en la sociedad de consumo denominado de la obsolescencia programada, esto es, incluir en cada intervención política el elemento que hará caduco su efecto inevitablemente reificador.
Es infra porque no pretende desarrollar la gran maquinaria que prepare el contraataque, el advenimiento del momento del Gran Rechazo… no pretende imponer, ni violentar, organizar… sino acompañar a lo que ya ha empezado a ser de otra manera. Al fin el dejar-ser es menos grandilocuente, menos sacrificado y esforzado que el dominio del ser, es una tarea más modesta aunque no lo sea aquello que se pueda derivar de ella. Es esto lo que hace que conteste a la célebre cuestión de “¿Qué hacer?” con un “lo menos posible”, esto es, actuar, ciertamente, pero un actuar de un especial tipo que consiste en un deshacer inmunizante en el propio actuar, un infra-actuar, una infra-acción, que no tiene, evidentemente, nada de acción pequeña o algo de esa naturaleza.
La infra-acción no desprecia campo alguno, no se reserva para los grandes escenarios, la arena pública, el espacio de la gran visibilidad, se inicia en lo más pequeño y cotidiano, en un gesto de dejar que las cosas sean, tengan su mundo propio, abandona la imposición de utilidades, de lo manejable. La infra-acción intenta imprimir ese pequeño desplazamiento que hace que ya nada sea igual; un dimitir simple, diario, del oficio de imponer.
Notas
01. Seyla Benhabib plantea la polémica sobre dos tipos de acción contrapuestos: uno narrativo o expresivo y otro comunicativo. La primera se da, en efecto, en la interrelación, con los otros, en entrecruzamiento de historias y narrativas diversas, en él lo que uno es emerge en el proceso, se inventa en él. En el segundo la acción está orientada al entendimiento. Arendt estaría más en la línea de la primera que en la de la segunda. Sin embargo a Benhabib le parece mejor hablar de la oposición en Arendt de dos modelos, el modelo agonal (revelación de uno; expresión de convicciones) y el narrativo; el primero necesita del mundo político, el segundo sólo del ámbito del aparecer. El primero sería un modelo esencialista, el segundo constructivista.
02. G. Kateb critica la falta de todo componente normativo, de la necesidad de justificación en la teoría de la acción de Arendt. De ahí lo que llama esteticismo (belleza de la acción y del discurso), expresivismo. (Passerin, 90)
03. Por otra parte, el espíritu nada político del maestro de Alemania, hace que a menudo uno tenga la impresión de que su crítica a la techné del mundo moderno venga acompañada de cierta nostalgia por la labor, no por la praxis, por la actividad del campesino en su roturar o pastorear,. Sin embargo Arendt señalaba que precisamente lo que acaba imperando en el mundo moderno no es el trabajo sino la labor, el animal laborans.
04. La afinidad de Weil en lo que se refiere a la centralidad de la pasividad con Levinas es subrayable. También en este es la raíz principal de la ética. Lo que nos demanda la epifanía del rostro, del otro, es obediencia, receptividad, atención a su palabra. Ante todo somos en la medida en que estamos expuestos, nuestra piel es ese exponerse vulnerable a lo que la afecta; somos pathos, seres que sufren, experimentan; la éthica ante todo es pathética;nuestra respiración es introducir lo otro en nosotros; la lectura del texto sagrado es un dejarse penetrar, como en el escuchar la palabra del otro. (Sucasas, 17-43).
05. La anti-instrumentalidad de Weil es absolutamente radical; se expresa en su concepción de un Dios ausente, pues pensarlo existente es ya hacerlo compadecer ante nuestras necesidades, darle un sentido de utilidad. Toda positividad en la religión es una falta al verdadero Dios. Como comentaba agudamente Blanchot: “Pensar que Dios existe es pensarlo todavía presente, es un pensamiento a nuestra medida, destinado solo a nuestro consuelo. Es más justo pensar que Dios no existe, hay que amarlo tan puramente que puede sernos indiferente que no exista.” (Bea, 206).
06. Parain-Vial ha puesto en relación el concepto weiliano de atención con el de Malebranche, en quien también la confrontación sujeto y objeto se resolvían en una contemplación superior, un conocimiento atento, semejante a una oración. (Bea Emilia, 217). Ahora bien, esto no debe ser entendido como un místico estadio de goce último, sino como apertura auténtica a la realidad, y en primer lugar al otro, a la comprensión y el compartir de su desgracia. Como bien ha interpretado Bea P. Emilia, Weil huye de todo quietismo. (Bea, 218)
07. En el segundo Heidegger encontramos también una oposición entre voluntad y pensamiento. Ver el comentario de Arendt en La vida del Espíritu.
08. Con la fuerza habitual de la escritura de los Cahiers, nos dice: “participamos en la creación del mundo decreándonos nosotros mismos”; “yo soy la abdicación de Dios… debo reproducir en sentido inverso la abdicación de Dios, rechazar la existencia que me ha sido dada” (Bea, 215).
09. Ejemplo también de ese modelo es el pensamiento de Agustín García Calvo. Expusimos sus ideas al respecto en nuestra intervención en la reunión de Madrid (Julio, 2015), a la que pertenece este texto pero que por razones de espacio hemos elidido aquí.
10. En El hombre sin contenido, de 1970, (2005, cap. VIII, pp. 111 y ss.) Agamben ya analizaba – en clave Heidegger-Arendt, pero con un sello propio- las categorías de poiesis y praxis, y cuestionaba el modelo de acción imperante en nuestra cultura, que habría englobado al arte mismo, y la metafísica de la voluntad que le subyace.
11. Leland de la Durantaye, 2009, p. 4
12. Antes del desarrollo de esta categoría en L´Uso dei corpi, Agamben la había analizado en el ámbito de la literatura franciscana en Altissima povertà. Regole monastiche e forma de vita, pp.151-175.
13. Agamben hace una débil conexión de la categoría de uso con el marxiano “formas de producción”, sosteniendo que habría que investigar qué “formas de inoperosidad” podrían corresponderle, pues siempre se da, al menos como posible, una manera de tornar inoperosa la obra dándole un nuevo uso (130-131). No hace ninguna mayor precisión, por lo que su categoría adolece de base histórica, social y económica. Procede tan solo de un análisis categorial por algunos meandros de la metafísica. Esto la torna sin fuerza como para modificar algo, no resulta más que evocativa, acaso inspiradora de otra manera de tratar con las cosas, por lo que sus efectos son muy difusos.
14. En esto hay que decir que se sigue una acendrada tradición de origen platónico en que las categorías del oíkos invaden la pólis. Aquí, en la familiaridad consigo, con el propio cuerpo, la ética (ética del no apropiarse sino de hacer uso) y política, una fuente de inspiración para la política.
15. Potencia es en Agamben no tanto poder ser, como era en Aristóteles, como poder no no-ser. Aquí se revela la retirada del acto. El que lo que se hace, lo que se plasme sea como no querido (ontológicamente hablando, no psicológicamente), como algo que se desprende. Por eso la potencia ha tenido que vencer su posibilidad de no-ser, a la que parecería abocada, la que más concordaría con su ser-posibilidad. Todo ello es una manera de debilitar el carácter de acto.
16. Un anti-sustancialismo que ya se había planteado en la interpretación del paso de la Ética a Nicómaco (1097b, 22 y ss) en que Aristóteles se preguntaba por la finalidad del ser humano y observaba que no tenía ninguna concreta sino la del vivir según el lógos, y que Agamben prefería leer, apoyándose en Averroes y Dante, como que no tiene ninguna obra, ningún acto que lo realice; el hombre vendría a ser un ser sin obra, mera potencialidad que se retira continuamente de su acto. El obrar propio del ser humano sería “un obrar que expone y contiene en sí la posibilidad del propio no ser, de la propia inoperancia” (2008, 387)
17. “Con el término forma de vida entendemos, por el contrario [separación zoê/bíos], una vida que no puede separarse nunca de su forma, una vida en la que no es nunca posible aislar algo como una nuda vida” (2001, 13)
18. Los lugares en que Agamben emplea el concepto son: “Belleza che cade”, (1998, 5) y en “Bartleby o de la contingencia” (2000, 119 y ss).
19. Hay en todo ello algo de la idea de la injusticia cósmica (Anaximandro) que se da en el hecho mismo de ser, por cuanto significa el haber cegado otra posibilidad que no ha sido. Hay un hacerse cargo de lo que ha sido sacrificado al cerrar las otras posibilidades.
20. De inoperosità nos habló Agamben muy tempranamente, ya en La comunidad que viene. Más tarde, en Homo Sacer I remite a los precedentes de Bataille y, más allá, de Kojève (shabat del hombre) en su discusión con Queneau (voyou désouvré), por el concepto de désoeuvrement, que en Nancy jugará un papel central. Sin embargo Agamben quiere ir más lejos: “Todo depende aquí de lo que se entienda por “desocupación”. No puede ser ni la simple ausencia de actividad ni (como en Bataille) una forma soberana y sin empleo de la negatividad. La única forma coherente de entender la desocupación sería pensarla como un modo de existencia genérica de la potencia, que no se agota (como la acción individual o la colectiva, entendida como la suma de las acciones individuales) en un tránsitus de potentia ad actum” (1995, 83; 2008, 377)
21. En Il Regno e la Gloria (2007) la inoperosidad es en la teología la gloria, que bien se simboliza en el sabbat judío; los ángeles como ministros del gobierno de Dios dejan de tener función en el Paraíso.
22. Hay una especie, un tanto difusa, de reacción al proceso de individualización moderno. Es fácil verlo en el comunitarismo, en las tendencias a reforzar el valor de lo colectivo, de sentimientos compartidos, habits of heart, etc; y particularmente en la crítica a la categoría filosófica del sujeto. La categoría de uso de Agamben recoge muchas de las críticas al sujeto, como ser poseedor, de facultades, de potencias que transforma en acto o no. Pero en Agamben no se da ninguna nostalgia de la colectividad -tampoco en Arendt. Toda referencia a ella no quiere afectar al valor de la individualidad. Hay una distinta individualidad en juego en el qualsea. Lo que se plantea es una nueva relación entre individuo y comunidad en que los dos polos adquieren una forma distinta, ni átomo por un lado, ni el retorno al calor del establo por el otro.
23. “Como la justa palabra humana no es ni la apropiación de un común (la lengua) ni la comunicación de un propio, así, el rostro humano no es ni el individualizarse de una faz genérica ni el universalizarse de los rasgos singulares: es el rostro cualsea, en el cual esto que pertenece a la naturaleza común y esto que es propio son absolutamente indiferentes.” (1990, 18)
24. Necesariamente el cuestionamiento del acto, de una determinada clase de acción tenía que llevar a Agamben al lenguaje, a poner en cuestión igualmente su poder de significación reflejo del poder divino de nombrar, y debilitar ese poder tomándolo más bien como un apodo, un pseudónimo de las cosas, un uso tal del lenguaje “en el que todo término alzase una objeción contra el propio poder denominante” (1990, 39), “pudor del lenguaje frente a su referente” (1990, 40). Hay aquí un aliento de “teología negativa” (Cfr. Derrida, Cómo no hablar). Agamben ve la esencia lingüística y comunicativa del hombre alienada en el marco de la sociedad del espectáculo (Debord); las palabras se interponen entre el hombre y las cosas. Sin embargo, Agamben piensa que este mismo extremo es la posibilidad, “por vez primera”, de que hagamos la experiencia del lenguaje mismo, a lo que misteriosamente le concede el poder de hacernos entrar en un nuevo mundo y sociedad (1990, 53). Agamben ve en el lenguaje las posibilidades intempestivas que ven Blanchot y Nancy en la literatura al nombrar algo lo hace perteneciente a una clase y a la vez la imposibilidad de que pertenezca a ella, como en aquellos, la literatura deshace la identidad en el mismo momento que la construye, lo mismo con respecto al mito.
25. Heidegger prestó ya atención al concepto de uso (Brauch, to chreon) , “como un modo de reconocer la presencia de una cosa” (Schürmann, 1979, 120) y en su uso aflorar su ser esencial; en el uso dejamos que las cosas presenten su ser. “Uso ahora designa la manera en que el Ser mismo hace presencia como la relación con lo que es presente” (Holzwege, “La sentencia de Anaximandro”). El uso es una relación no causal, es un modo del “dejar ser”. Es también un proceso activo que supone aproximación (an-gehen) e implicación (be-handeln). Agamben trata también este texto (2014 74-77, 97) y considera que en él Heidegger introduce un cambio respecto al tratamiento del concepto de uso que había hecho en Ser y Tiempo (1927). Mientras que aquí el uso era una relación con las cosas impropia, a la que le antecedía estructuralmente la relación del cuidado (Sorge), en que hay una suspensión de la utilidad, el manejo, la familiaridad con las cosas, más tarde en “La sentencia de Anaximandro” (1946), Heidegger otorgaría un carácter central al uso (Brauch, chreon), situándolo ya no dentro de la analítica del Dasein, sino en función ontológica capital de la diferencia del ente y el ser, como aquello que concede presencia de ser a lo presente, al ente. Sin embargo, a diferencia de Schürmann, que no señala este giro en Heidegger, no le satisface este enfoque nuevo, pues considera que el uso queda aun prendido de su referencia a la energeia, como acto, queda aún en el esquema aristotélico potencia- acto, no se ve en él una categoría situable en una ontología de la potencia.
Obras Citadas
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