Sujeción y subjetivación [1]

Étienne Balibar
Traducción: Carolina Juaneda

Volume 6, 2014


Comenzaré esbozando una problemática o un programa de investigación sobre el cuál he venido trabajando hace ya un tiempo y que tiene por objetivo resumir y repensar la noción de antropología filosófica. Por motivos que espero aclarar más adelante, sugiero que dicho programa debería comenzar con una discusión crítica, tanto histórica como analítica, de las nociones de hombre, el sujeto y el ciudadano, que juntas configuran el orden ambivalente de la sujeción y la subjetivación.

Mi presentación estará dividida en tres partes:

  1. Haré un breve recuento de las discusiones anteriores en torno a la “antropología filosófica”, incluyendo la crítica de Heidegger de tal noción.
  2. Realizaré una crítica de la crítica de Heidegger, centrándome en la importancia que tiene la categoría onto-política de “ciudadano” en el debate.
  3. Haré un esbozo de lo que podría ser una antropología filosófica renovada: es aquí donde la sujeción y la subjetivación entran propiamente en juego.

Permítanme, primero, presentar algunas consideraciones esquemáticas de las controversias anteriores acerca de la noción de “antropología filosófica”. En determinados momentos han sido demasiado duras; en otros han jugado un rol decisivo en la configuración de la filosofía del siglo XX,[2] aunque sobredeterminadas por otros diversos desarrollos: por un lado, los efectos teóricos de los sucesivos “giros” filosóficos (epistemológicos, ontológicos y lingüísticos); por otro lado, el desplazamiento progresivo del propio sentido y uso del término antropología en el tan llamado campo de las ciencias humanas, partiendo de la noción predominante de antropología física o biológica pasando por la antropología social, cultural, o histórica hasta terminar, más recientemente, en la antropología llamada cognitiva.

De hecho, el gran debate sobre la “antropología filosófica”, que continúa siendo la fuente de muchas de las cuestiones que pueden ser planteadas hoy en torno a esta noción, tuvo lugar a principios de siglo XX en Alemania, a fines de la década del 20 y comienzos de los 30. Este debate tomó la forma de una confrontación multilateral entre los prominentes representantes de la Lebensphilosophie, de las distintas corrientes neo-kantianas y la recién nacida corriente fenomenológica. El mismo estuvo atravesado por referencias al evolucionismo biológico, a la gran “crisis de valores” de la sociedad europea después de la Primera Guerra Mundial y a las revoluciones socialistas, a lo que podemos describir como un largo proceso de secularización de la imagen del mundo y del Hombre en sí mismo, que comenzó en el siglo XVI y condujo en el siglo XX a la problemática victoria de la racionalidad intelectual, social y técnica.

Parece posible que la expresión “antropología filosófica” fuera acuñada por el propio Wilhelm Dilthey, cuya intención era reorganizar la filosofía desde una perspectiva historicista en torno de nociones tales como las sucesivas psicologías y modos de comprensión en la historia humana. Ernst Cassirer, otro representante de la tradición kantiana, aunque desde un punto de vista opuesto del vitalismo o “irracionalismo” de Dilthey, no utiliza estrictamente el término antropología filosófica en sus estudios pioneros de los años 20 (Filosofía de las formas simbólicas e Individuo y cosmos en la filosofía del Renacimiento),[3] pero en cierto modo sí expresa su programa a partir de combinar dos líneas de investigación: por un lado, analizó las estructuras “simbólicas” de la representación (también podríamos decir “lógicas” o “significantes”), ya sean científicas, morales o estéticas, que inscriben a la “razón” o la “racionalidad” en la historia de la cultura. Por otro lado, investigó el problema filosófico del “Hombre” o de la “esencia del hombre” en su relación con el mundo, con Dios, con su propia “conciencia” desde una perspectiva histórica. Aquí la pregunta consiste principalmente en rastrear todas las implicaciones de las grandes rupturas sucesivas que, desde la antigüedad clásica en adelante y siguiendo una progresión irresistible aunque no necesariamente lineal, instituyeron al “Hombre” como el centro de su propio universo.

El año 1928 marca un giro crucial en esta discusión: se publican simultáneamente dos obras que refieren explícitamente a la “antropología filosófica” como su objetivo central. Una de ellas, Antropología Filosófica, fue escrita por un alumno de Dilthey, Bernhard Groethuysen, un historiador y filósofo de la cultura de inclinaciones socialistas. La otra, Philosophische Weltanschauung, la cual quedó incompleta debido a la muerte prematura del autor, fue escrita por el filósofo católico Max Scheler, uno de los primeros y más distinguidos alumnos de Husserl, aunque también fue profundamente influenciado por Nietzsche, Dilthey y Bergson (en resumen, por la Lebensphilosophie) y se mantuvo reticente al giro de la fenomenología hacia las problemáticas de la conciencia.

De acuerdo a Groethuysen, la “antropología filosófica” es ante todo una reconstrucción del gran dilema que, a lo largo de la historia de la filosofía, ha sabido oponer a los filósofos de la interioridad—para quienes la respuesta a la pregunta por la esencia humana debe ser buscada en la gnôthi seauton (“conócete a ti mismo”), en la auto-conciencia íntima—con los filósofos de la exterioridad, quienes buscan analizar de manera positiva la posición del Hombre en el cosmos, la naturaleza [phusis] y la cuidad [polis]. Mientras que, de acuerdo a Scheler, la “antropología filosófica” es una tipología de las distintas “visiones de mundo” (Weltanschauungen), que conjuga en una manera específica percepciones de la naturaleza y jerarquías de valores éticos, que va desde el antiguo universo del mito hasta el universo moderno de la voluntad de poder, pasando por el “resentimiento”, la fe religiosa y el progresismo del Iluminismo.

No obstante, ya desde 1927, en los párrafos introductorios de Ser y el Tiempo—y de manera más trabajada en su libro de 1929 sobre Kant—Martin Heidegger desafió radicalmente todos esos intentos: no sólo rechazó la identificación de filosofía con antropología, y así cuestionaba la idea de que las preguntas y cuestiones básicas de la filosofía eran de carácter antropológico, sino que también, y de forma más radical, negó la sola posibilidad de hacer la pregunta por la naturaleza o la esencia del Hombre sin encerrar así mismo a la filosofía en un círculo metafísico imposible de superar. Con esto Heidegger no sugería de ningún modo transferir la pregunta antropológica a una disciplina más “positiva”; por el contrario, intentaba más bien mostrar cómo la filosofía, mientras se defina a sí misma como una “antropología”, acaba por encerrarse en el mismo horizonte dogmático de las “ciencias humanas”, incapaz de superar los dilemas del subjetivismo y del objetivismo. Esto llevó a Heidegger a discutir en profundidad la vieja formulación kantiana, la cual propone que el sistema de preguntas filosóficas trascendentes relativo a las condiciones de posibilidad del conocimiento, de la moral, de la propia teleología de la razón, sea resumido en una única interrogación crítica: “¿Qué es el Hombre?” Pero mientras que otros lectores y seguidores de Kant comprendieron esta pregunta como una formulación por un fundamento (“humano” o “humanista”) de una filosofía crítica, el mismo Heidegger la comprendió como un indicio del límite de la problemática crítica de estilo kantiano: más allá de los límites sobre los que la filosofía crítica debe, o bien recaer nuevamente en el dogmatismo (no teológico sino un dogmatismo humanista), o bien comenzar una deconstrucción de toda noción de “fundamento” y, de este modo, cuestionar la forma misma de las preguntas metafísicas.

Ahora bien, en el núcleo de la representación del Hombre como el “fundamento” de sus propios pensamientos, de sus acciones e historia, hay, al menos desde hace tres siglos, no solo una valorización de la individualidad humana y de la especie humana como la portadora de lo universal; sino también la representación del Hombre como (un, el) sujeto. La esencia de la humanidad, de ser (un) humano, lo que debería estar presente tanto en la universalidad de las especies como en la singularidad del individuo, ya sea como realidad, como normo o como posibilidad, es la subjetividad. La metafísica (que desde este punto de vista, y a pesar de la profundidad e innovación de las preguntas formuladas por Kant, incluye a la filosofía trascendental) confía en una ecuación fundamental—también podríamos leerla como la ecuación de la fundación en sí:

Hombre = (igual a) Sujeto

O:

El Sujeto es (idéntico a) la Esencia del Hombre

Por esta razón—y luego Michel Foucault retomará nuevamente esta pregunta en particular—el objeto teórico privilegiado de la metafísica moderna, comenzando con la filosofía crítica y terminando, no es de extrañar, con la antropología, es reflexionar indefinidamente sobre el “doble empírico-trascendental”, la diferencia entre la individualidad empírica y la otra subjetividad eminente que es portadora de lo universal, el “Sujeto Trascendental”. Pero, siguiendo a Heidegger, debemos remarcar que esta ecuación fundamental, que sintetiza la definición filosófica de la “esencia del Hombre”, puede ser asimismo leída en sentido contrario, a saber, como una ecuación que ofrece la clave a todas las preguntas sobre la esencia, es decir, para las “preguntas metafísicas en general”.

¿Por qué? Porque la ecuación “Hombre = Sujeto” no es cualquier tipo de identidad esencialista. Es la ecuación que ha reemplazado a la vieja ecuación onto-teológica “Dios = (el) Ser”, (que también puede ser leída como Dios es el Ser Supremo o Dios es el Ser como tal) para convertirse en el arquetipo de todas las atribuciones metafísicas de una esencia a través de la cual se supone que la forma normativa de lo universal se inscribe en la misma sustancia, en la propia singularidad individual. Esto nos permite comprender por qué, cuando Heidegger introduce el concepto de Dasein como una referencia originaria para la filosofía, mientras expresaba en una manera muy ambivalente y quizás perversa (como un acertijo o una trama para los filósofos) que el Dasein al mismo tiempo “es y no es” el sujeto, “es y no es” el hombre respecto al ser de su propia existencia, que genera un efecto teórico tanto deconstructivo como destructivo sobre las dos corrientes a la vez. El Dasein deconstruye y destruye el concepto del Sujeto, pero también deconstruye y destruye el concepto de la esencia (o si prefieren, el concepto del “concepto” en su constitución tradicional). Si hubiese algo así como una “esencia del Hombre”, esa esencia no podría ser “el Sujeto” (como por supuesto tampoco podría ser el Objeto), esto es, no podría ser un universal inmediatamente consciente de sí mismo, una conciencia dada a sí misma, aislada imaginariamente de las situaciones humanas, del contexto existencial y contenidos que conforman su ser-en-el-mundo. Pero tampoco podemos considerar al Dasein, que sustituye al Sujeto, como una “esencia” aunque aparezca como un concepto genérico de existencia. Podríamos decir que es más bien el nombre, el término siempre provisional a través del cual tratamos de explicar que la filosofía como tal comienza cuando las preguntas por las “esencias” han sido superadas.

Permítanme hacer una pausa aquí. En resumen, pienso que la argumentación de Heidegger (que he presentado aquí de manera muy sintética y simplificada) es irreversible. Como bien sabemos, no puso fin a los proyectos de “antropología filosófica” pero, conscientemente o no, devino en un modelo y una advertencia para todos los filósofos que en el siglo XX, especialmente después de la Segunda Guerra Mundial, se atrevieron a ofrecer alternativas a la antropología filosófica o al humanismo filosófico o simplemente trataron de reflexionar sobre sus límites.[4]

Tal como expuse, esta crítica es irreversible y difícil de ser ignorada pero, sin embargo, ella misma es un enigma con extrañas limitaciones y lagunas, con prerrequisitos históricos que son extremadamente frágiles. Debemos examinarlos si queremos decidir si la pregunta puede o no ser re-abierta, posiblemente sobre bases nuevas o al menos diferentes a aquéllas que en última instancia rastrean el origen de la gran empresa del idealismo alemán del cual Heidegger aparece como el máximo (aunque herético) representante.

El error más inmediato y llamativo en Heidegger, aunque no sea un error que se reconozca frecuentemente, concierne a la propia historia de la categoría del sujeto en filosofía, en el sentido más filosófico del término. ¿Por qué nos resulta tan difícil reconocerlo? Obviamente porque, con algunos matices personales, Heidegger la comparte con toda la tradición filosófica moderna desde Kant a Hegel desde Husserl a Lukács. Toda esta tradición considera y afirma repetidamente que es con René Descartes que la filosofía se volvió consciente de la “subjetividad” y hizo al “sujeto” el centro del universo de las representaciones, así como también la señal del valor único del individuo—un proceso intelectual que, se argumenta, tipifica la transición desde la metafísica del Renacimiento a la ciencia moderna en el marco general que cuestiona y rivaliza la teología y cosmología medieval y de la antigüedad. Antes de Descartes, sólo se trataba principalmente de una pregunta, buscar las anticipaciones contradictorias de los conceptos de sujeto y subjetividad. Después de Descartes—del “amanecer” filosófico, tal como diría Hegel—se trata de encontrar al sujeto ahí, de nombrarlo y reconocerlo: esta es la primera de una sucesiva serie de figuras filosóficas que juntas van a configurar la metafísica propiamente moderna del sujeto.

Ahora bien, más allá de que esta historia sea ampliamente aceptada, se trata de una historia materialmente errada.[5] Es una mera ilusión retrospectiva, la cual fue forjada por los sistemas, las filosofías de la historia y la enseñanza filosófica en el siglo XIX. Ni en Descartes ni tampoco en Leibniz, puede encontrarse la categoría de “sujeto” como equivalente de una autoconciencia autónoma (una categoría que recién fue acuñada por John Locke),[6] como centro reflexivo del mundo y, por lo tanto, concentrado en la esencia del hombre. De hecho, el único “sujeto” que los metafísicos “clásicos” conocían estaba contenido en la noción escolástica de subjectum, que proviene de la tradición Aristotélica, esto es, un individual como portador de las propiedades formales de la “sustancia”. Por lo tanto, mientras más rechazaban la ontología substancialista, menos hablaban del “sujeto” (de hecho, este es el caso de Descartes, Spinoza y Locke, entre otros).

Si este es el caso, podrían preguntar, ¿cuándo deberíamos localizar la “invención del sujeto” en el sentido filosófico moderno del término, en qué lugar de la historia y en qué obra verdaderamente revolucionaria? Llegados a este punto no hay dudas: el “sujeto” fue inventado por Kant en el marco de un proceso que se plasmó en las tres Críticas. Estas tres grandes obras (1781, 1786, 1791) que son inmediatamente producidas en torno a un gran acontecimiento revolucionario en el sentido político del término. Voy a volver sobre este punto. Es Kant, y nadie más que él, quien llama adecuadamente “sujeto” (Subjekt) a ese aspecto universal de la conciencia y la consciencia humana (o más bien al terreno común de la “conciencia” y la “consciencia”) que proporciona a cualquier filosofía su fundamento y su medida.

Ahora, esta referencia al texto de Kant nos permite inmediatamente corregir otra distorsión de la crítica heideggeriana a la antropología filosófica, la cual en la actualidad ha devenido más y más visible. ¿Cuál fue el contexto que llevó a Kant a sistematizar la tabla de “preguntas críticas” de la filosofía trascendental para vincularlas explícita o implícitamente con la pregunta “¿Qué es el Hombre?” (es decir, con el programa virtual de la “antropología filosófica”)? Este contexto tiene menos que ver con una elaboración especulativa de las reflexiones sobre el “Sujeto” que con una Ausgang pragmática, o una salida, de la especulación en la dirección de preguntas “concretas” sobre la vida humana. Estas son las preguntas “cósmicas” del “mundo” o de lo “mundano” (weltliche),[7] no las preguntas “escolásticas” (las cuales, siguiendo la terminología de Kant, no son de interés para el amateur sino para el teórico profesional). Sobre este punto Kant es bastante explícito: las preguntas prácticas del mundo son aquéllas que conectan el conocimiento y deber, la teoría y la moral, con la existencia de la humanidad y el sentido mismo de su historia. Por lo tanto, éstas preguntas de y sobre el “mundo” no son “cósmicas” ni “cosmológicas” sino cosmopolíticas. La pregunta “¿Qué es el Hombre?” significa para Kant hacer una pregunta concreta, que es por consiguiente más fundamental que cualquier otra ya que refiere inmediatamente a la experiencia, los conocimientos y los fines prácticos del Hombre como ciudadano del mundo. De hecho, en la pregunta kantiana se supone y predetermina siempre y a priori una respuesta formal: “El Hombre” es el ciudadano del mundo; su “esencia” no es otra cosa que el horizonte dentro del cual deben caer todas las determinaciones de esta “ciudadanía” universal. Lo que nos queda por hacer entonces es elaborar y clarificar el significado de todo esto.

Esta notable formulación no es propiedad exclusiva de Kant.[8] En un momento histórico decisivo, cuando se da el giro irreversible de las “revoluciones burguesas”, encontramos combinadas, dentro de la estructura íntima del propio lenguaje filosófico, dos series relativamente diferentes de paradigmas conceptuales que indican: 1) que el hombre sujeto es capaz de alcanzar concretamente la esencia de su “humanidad” sólo dentro de un horizonte cívico o político (en el sentido amplio del término), aquél de un “ciudadano universal” que implica una racionalidad epistemológica, ética y estética;[9]; y 2) que el “ciudadano” que pertenece a cualquier institución humana y es sujetado a ella, particularmente a un Estado de derecho (más precisa y probablemente a un Estado Nación de derecho), sólo puede “pertenecer” a esa institución y ese Estado como un sujeto libre y autónomo en la medida que toda institución, todo Estado, sea concebido como una representación parcial y provisional de la humanidad,[10] la cual de hecho es la única “comunidad” absoluta, el único y verdadero “sujeto de la historia”.

Hemos llegado al núcleo de la pregunta “¿Qué es el Hombre?” para Kant—a saber, su contenido cívico y cosmopolita, el cual es inseparable de su contenido metafísico. Vemos que es precisamente esto (incluyendo su aspecto idealista y utópico) lo que Heidegger ignoraría. No solo no está interesado en el hecho de que el “hombre” en cuestión, en Kant, es un “ciudadano del mundo” en el sentido político o en el sentido político-moral, por lo tanto también en el sentido jurídico, del término (a no ser que crea que la ciudadanía es un asunto puramente empírico y pragmático, no una cuestión “trascendental”);[11] sino que no logra advertir precisamente la proposición que iguala al “sujeto” con la “esencia del hombre”. Antes y después de Kant yace un tercer término, una mediación “esencial”, en ningún caso accidental, a saber, el ciudadano. Este ciudadano puede devenir simbólicamente universalizado y sublimado pero nunca cesa de referir a una historia muy precisa pensada en términos de progreso, de conflicto, de emancipación y de revoluciones. El resultado, que no llega por casualidad, es que en el preciso momento en que Heidegger somete a la metafísica y sus derivaciones antropológicas a un cuestionamiento radical, demuestra ser totalmente incapaz de percatarse que la historia de la metafísica, estando íntimamente conectada con la pregunta “¿Qué es el Hombre?”, se encuentra originariamente intrincada con la historia de la política y el pensamiento político. No debe llamarnos la atención, pues, que Heidegger luego se dedique a discutir el significado de la “definición” Aristotélica del “hombre” como un “animal de habla”, “ese ser viviente provisto de logos”, esto es, de lenguaje, razón y discurso, sin mencionar la contraparte de esta definición (la cual de hecho dice lo mismo): el hombre no es sólo un zôon logon ekhôn, sino un zôon politikon tē phusei, un “animal político” o “ser que vive naturalmente por y para la ciudad”. Esto significa que Heidegger no advierte siquiera la unidad originaria entre ontología, política y antropología, excepto para denunciarla con una forma de ceguera particular para olvidar el sentido del Ser.

Supongamos ahora que tomamos cuidadosamente en cuenta las falencias del pensamiento de Heidegger y las corregimos. Podemos resumir pues, sobre nuevas bases, el problema de la antropología filosófica sin perder completamente el beneficio de la crítica heideggeriana a toda concepción esencialista del “sujeto”. Entre los problemas que inmediatamente saldrían a la luz está precisamente aquél del “sujeto” como representación: ¿cómo fue históricamente constituido?, ¿cuáles fueron los giros, las rupturas en este proceso, las cuales podrían referirse a las figuras sucesivas del ciudadano y la ciudadanía? Tengo dos tesis al respecto; cada una de ellas requiere, por supuesto, una explicación más larga.

Mi primera tesis es la siguiente: toda la historia en el pensamiento occidental sobre la categoría filosófica del “sujeto” está gobernada por un “juego de palabras” [play on words] objetivo, enraizado en la propia historia de la lengua y de las instituciones. Este “juego de palabras” deviene del latín, de donde pasa a las lenguas románticas (incluyendo el inglés), al tiempo que se mantiene latente pero reprimido en la lengua germánica. Esto es un efecto notable de la universalidad concreta del latín en la civilización occidental, siendo al mismo tiempo el lenguaje clásico del derecho, la teología y la gramática.

Pero ¿a qué “juego de palabras” estoy haciendo referencia? Simplemente quiero hacer referencia al hecho de que nosotros traducimos como sujeto, la noción neutral, impersonal de un subjectum, esto es, de una sustancia individual o de un sustrato material de propiedades; pero también traducimos como sujeto la noción personal de un subjectus: un término jurídico y político que refiere a la sujeción o sumisión, es decir, el hecho de que una persona humana (genérico) ya sea hombre, mujer o niño está sujeto a una autoridad de un poder superior más o menos absoluta, más o menos legítima, por ejemplo: de un “soberano”. Este ser soberano puede ser otro humano o un supra-humano, o un soberano “interior” o inclusive una simple ley trascendente e impersonal.[12]

Insisto que este histórico “juego de palabras” es completamente objetivo. Se viene desarrollando a través de la historia occidental por más de dos mil años y lo conocemos perfectamente bien, en el sentido de que somos capaces de comprender inmediatamente el mecanismo lingüístico y, sin embargo, lo negamos al menos como filósofos o historiadores de la filosofía. Lo cual resulta todavía más sorprendente ya que podría proveernos una clave para aclarar el siguiente enigma: ¿por qué es que el mismo nombre que le permite a la filosofía moderna pensar y designar la libertad originaria del ser humano—el nombre del “sujeto”[13]—es precisamente el nombre que históricamente significa: supresión de la libertad o por lo menos la limitación intrínseca de la libertad, en otros términos, la sujeción? En otras palabras, si la libertad significa libertad del sujeto, o de los sujetos, esto no es porque hay en la “subjetividad” una fuente originaria de espontaneidad y autonomía, algo irreductible a constreñimientos y determinaciones objetivas, sino porque la “libertad” sólo puede ser el resultado y la contraparte de una liberación, una emancipación o de un devenir libre: una trayectoria inscripta en la propia textura de lo individual, con todas sus contradicciones, las cuáles comienzan con la subjetivación y con la que siempre mantienen una relación interior o exterior con ella.

Aquí entonces mi segunda tesis. En la historia del “problema del Hombre” como “ciudadano” y como “sujeto”, al menos dos grandes giros han ocurrido, los cuales ciertamente no fueron acontecimientos simples pero que, sin embargo, marcaron umbrales o puntos de quiebre históricos irreversibles. La reflexión político-filosófica, en su nivel más determinante (a la cual yo denominaría onto-político) permanece dependiente de estos dos giros históricos.

El primero de ellos se consigue con la “declinación del mundo antiguo” o, si se prefiere, con la transición teórica entre Aristóteles y Agustín que significó la emergencia de una categoría unificada de la sujeción o subjectus, incluyendo todas las categorías de dependencia personal, pero esta transición indica por sobre todo la interpretación de la sujeción del sujeto como (voluntad) de obediencia que no viene del cuerpo sino desde el alma, es decir, una obediencia que viene desde el interior. En este sentido, la obediencia no significa un nivel inferior de humanidad sino que por el contrario significa un destino superior, ya sea terrenal o celestial, real o ficticio, de la humanidad. Si bien la subjetivación aparece como la condición o incluso como la garantía para una salvación futura, su reverso, por supuesto, es que toda “ciudadanía”, toda libertad inmanente transindividual o colectiva deviene relativa y contingente. La antigua estructura se desvanece, aquélla que Aristóteles había desarrollado de manera ejemplar: el hombre como ciudadano, esto es, ser “naturalmente” o “normalmente” un polités,[14] pero sólo en una determinada esfera de actividad, la esfera “pública” de la reciprocidad y de la igualdad con sus semejantes que son como él—que se parecen a él—dejando de lado y por debajo de sí una variedad de tipos antropológicos de seres dependientes e imperfectos como ser la mujer, el hijo (o el alumno), el esclavo (o el trabajador) y coloca simétricamente a su lado y por encima suyo los tipos ideales del maestro, del héroe, del dios (o los seres divinos). Ahora que esta figura antigua del hombre como ciudadano ha sido destruida, emerge la figura del sujeto interior, quien confronta a una ley trascendente tanto teológica como política, religiosa (por consiguiente moral) e imperial (monárquica)—porque él la escucha, porque para poder escucharla él debe ser llamado por ella.[15] Este sujeto es básicamente un sujeto responsable, lo que significa que debe responder o dar cuenta (rationem reddere) de sí mismo por sus acciones e intenciones ante otra persona que farisaicamente lo interpela. Pero este otro no es un Gran Hermano sino un gran Otro—como Lacan diría—siempre cambiando de forma ambivalente entre lo visible y lo invisible, entre la individualidad y la universalidad.

Aquí el punto crucial es el siguiente: este “sujeto” que por primera vez es portador de ese nombre en el campo político donde es sujetado al soberano, al Señor y, en última instancia, al Señor Dios, en el campo metafísico necesariamente se sujeta a sí mismo o, en otros términos, lleva a cabo su propia sujeción.[16] Tanto el hombre antiguo como el hombre medieval (que sobreviven en nuestros días bajo la apariencia de la “voz de la conciencia”) tienen una relación con la sujeción, la dependencia y la obediencia. Pero ambas figuras difieren radicalmente en un punto: para el hombre-ciudadano de la polis griega, la autonomía, la reciprocidad, así también como sus relaciones de igualdad, son incompatibles con la sujeción exterior típica de la mujer, el esclavo, el niño o incluso el discípulo que aprende del maestro. En cambio, el hombre cristiano, hecho de alma y cuerpo, se sujeta también al César, a un soberano imperial (quien se enfrenta con el sacramento y el Estado, el ritual y la Ley), pero veremos que su sujeción es la condición necesaria para cualquier reciprocidad.[17]

Llamaré discurso unilateral al mecanismo de sujeción que corresponde a la ciudadanía griega (pero probablemente no se reduce a ella), el cual es suprimido en la esfera pública de la ciudad pero también requerido como condición de existencia de lo público. Esto está vinculado con la extraña relación desigual y asimétrica con respecto al logos, que Aristóteles describe a propósito del hombre y la mujer (esposa), del amo y el esclavo (sirviente), incluso del padre y el hijo (o profesor y estudiante: en Aristóteles la autoridad paternal es básicamente una autoridad “pedagógica” o “educativa”), todas estas relaciones en las cuales el primero tiene el habla mientras que el segundo siempre escucha. En el espacio cívico (o el escenario cívico) son los mismos individuos los que van alternando el habla con la escucha—en resumen, se relacionan en el diálogo—así cómo alternativamente comandan y obedecen.[18] El discurso unilateral ya no tiene cabida en el sometimiento a la obediencia de la regla, por eso presento otro mecanismo de sujeción completamente diferente que corresponde a la situación del sujetado o súbdito. Llamaré a este mecanismo de sujeción la voz interior (o voz interiorizada) que emerge de una autoridad trascendente a la que todos están obligados a obedecer o que compele a cada uno a obedecer, incluyendo a los rebeldes (que desde luego no escapan a la voz de la Ley, aún si no se rinden ante ella) porque el fundamento de la autoridad no está localizada afuera del individuo, en alguna desigualdad natural o dependencia, sino que está dentro de sí mismo, en su propio ser como criatura del verbo y como fiel creyente de éste.

Podríamos comentar, a esta altura, sobre esta diferencia que nunca cesó de trabajar dentro de la filosofía y probablemente en otros discursos también, pero vamos a indicar el segundo punto de inflexión histórico que cruzamos cuando las sociedades seculares y democráticas fueron constituidas. Mejor dicho, con la proclamación del principio secular y democrático de organización social, a saber, con las grandes “revoluciones” de finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX en Norteamérica, Francia, Latinoamérica, Grecia, entre otras. Como es sabido, toda la tradición del idealismo histórico, desde Kant a Marx en adelante, que ve a la humanidad como sujeto y como fin de su propio movimiento colectivo, es una reacción a ese acontecimiento y a sus efectos contradictorios: es un acontecimiento discursivo e intelectual pero también político (que cambió el propio concepto de “la política”) y a la vez metafísico.

Aquí tomo como principal referencia, para nosotros, el propio texto de la Revolución Francesa, La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, lo que no significa que la complejidad del acontecimiento pueda ser cerrada dentro de los límites de esta singular iniciativa de los revolucionarios franceses, dado que claramente excede el “derecho de propiedad” de un pueblo. ¿Por qué este nuevo acontecimiento se vuelve irreversible, no sólo en el orden de la política sino también, y de forma inseparable, en el orden de lo ontológico? El mismo título de la Declaración lo hace manifiesto: porque plantea una ecuación universal, sin precedente real en la historia, entre el Hombre como tal y un nuevo ciudadano definido por sus “derechos” o, mejor aún, definido a partir de la conquista y ejercicio colectivo de sus derechos sin ninguna limitación preestablecida. Permítanme imitar una formulación filosófica famosa: tal como un siglo antes hubo un filósofo que se atrevió a formular una provocativa oración, Deus sive Natura [Dios significa “Naturaleza” (universalmente)], ahora aparecen nuevos filósofos prácticos que plantean algo así como la no menos provocativa oración Homo sive Civis [Hombre significa “Ciudadano” (universalmente)].

¿Qué significa esto precisamente? Formalmente, quiere decir que el hombre deja de ser subjectus, un sujeto, y por consiguiente su relación con la ley (y con la idea de la ley) se invierte radicalmente: ya no es más ese hombre llamado ante la ley o a quien una voz interior le dicta la ley o le dice que debe reconocerla y obedecerla; sino aquel que, al menos virtualmente, “hace la ley”, esto es, la constituye y la declara válida. El sujeto es alguien que es responsable en tanto que es un legislador, por ello, es responsable por las consecuencias, ya sea de la implementación o no de la ley que él mismo ha creado.

Aquí debemos escoger de qué lado posicionarnos. Una larga tradición histórica y filosófica (aquella a la que me refería cuando dije que Heidegger vino a poner fin herético a las aventuras de idealismo) plantea que los hombres de 1776 y de 1789, los hombres de la libertad y la revolución llegan a ser “ciudadanos” en tanto se han ganado el acceso universal a la subjetividad. En otros términos: porque se han vuelto conscientes (en la forma cartesiana, lockeana o kantiana) del hecho de que efectivamente eran “sujetos” libres destinados desde un principio a ser libres (a partir de su “derecho de nacimiento”). Ahora bien, prefiero la interpretación opuesta: me parece que estos revolucionarios y quienes les sucedieron fueron capaces de comenzar a pensarse a sí mismos como sujetos libres y así a identificar libertad y subjetividad, porque abolieron de una manera irreversible sino irresistible el principio de su propia sujeción, su estar sujetados o ser-sujetos, en el proceso de conquistar y constituir su ciudadanía política. Desde ahí en adelante, no podría existir más algo así como una “servidumbre voluntaria”. La ciudadanía no es uno de los tantos atributos de la subjetividad, sino que, al contrario: ella es la subjetividad como tal, es aquella forma de subjetividad que ya no es más idéntica con la sujeción para nadie. Esto plantea un problema inquietante a los ciudadanos ya que sólo unos pocos lograrán acceder a ella plenamente.

Ahora bien, ¿de qué “ciudadano” estamos hablando? No puede ser el ciudadano de algún Estado, nación o constitución. Aun si no aceptamos la noción idealizada del “derecho cosmopolítico” kantiana, todavía podemos plantear que se refiere a una exigencia universal, posiblemente absoluta. Intentaré formularla de la siguiente manera: la ecuación universal hombre igual a ciudadano no significa que solo los ciudadanos legales son hombres (esto es, seres humanos),[19] o que los hombres como tales son parte de la humanidad solo en las condiciones o dentro de los límites de su ciudadanía oficial e institucional. Sabemos qué significa que la humanidad de los individuos humanos se determina por el carácter inalienable de sus “derechos” y, si bien estos derechos son siempre atribuidos en última instancia a los individuos, sólo se conquistan colectivamente, es decir, políticamente.[20] En otros términos, la ecuación quiere decir que la humanidad del hombre no se identifica con algo dado o con una esencia, ya sea natural o supra-natural, sino con una práctica y con una tarea: la de emanciparse ellos mismos de cualquier dominación y sujeción a través de un acceso universal y colectivo a la política. De hecho, esta idea combina una proposición lógica: no hay libertad sin igualdad y no hay igualdad sin libertad (lo que en otra parte sugiero llamar proposición de igualibertad); una proposición ontológica: lo propio del ser humano es la construcción colectiva o transindividual de su autonomía individual; una proposición política (pero ¿acaso hay algo que no sea político en las formulaciones anteriores?): cualquier forma de sujeción es incompatible con la ciudadanía (incluyendo aquellas formas de sujeción que los propios revolucionarios no se animaron a desafiar: la esclavitud, la desigualdad de género, el colonialismo, la explotación laboral, quizá por encima de todas estas formas); y finalmente, una proposición ética: el valor de la agencia humana reside en el hecho de que nadie puede ser liberado o emancipado por otros, aunque nadie se puede liberar a sí mismo sin los otros.[21]

Concluiré ahora desarrollando brevemente dos preguntas. Comenzamos con una investigación filosófica que tal vez haya parecido un poco escolástica: ¿qué significa “antropología filosófica”? ¿Cuál sería su programa después de las discusiones que se desarrollaron a principios de siglo XX y la crítica devastadora de Heidegger?

Primero, si es cierto que hombresujetociudadano—todos estos términos están vinculados entre sí por un análisis histórico más que por una conceptualización esencialista—son para nosotros hoy los significantes claves de la antropología filosófica, ¿no deberíamos organizarlas dentro de un proceso evolutivo o lineal? Este no tiene por qué ser el caso. Anteriormente hablé de puntos de quiebre, de ruptura. Antes de que la teología política medieval pensara la condición humana vinculando la obediencia al Príncipe y la obediencia a Dios, no era posible conferir al “sujeto” [subjectus] una figura unitaria. Antes de que la Revolución Francesa y, hablando en forma general, las revoluciones democráticas identificaran al hombre con el ciudadano, no era posible pensar en los derechos de manera universal, como opuestos a los privilegios o por el caso sin defenderlos como la contrapartida de las obligaciones y deberes. Sin embargo, la emergencia de una nueva forma no implica simplemente la desaparición o desvanecimiento de la anterior. Así vemos que la identificación moderna del hombre con el ciudadano no llevó a una simple y pura negociación o superación [Aufhebung] de la sujeción a la Ley concebida como una voz “interior”. Sino más bien, esto ha llevado a un nuevo giro, un nuevo nivel de interiorización (interioridad, intimidad) o, si prefieren, de represión que va a la par de la nueva “privatización” de los sentimientos morales. Y, por otro lado, si hay umbrales irreversibles o acontecimientos históricos inaugurales, esto no significa que tales configuraciones surjan de la nada, sin ningún tipo de precondiciones históricas. Por lo tanto, una “antropología filosófica” así entendida debe ser pensada como una investigación sobre cómo se entremezclan y relacionan la repetición, la recurrencia y la evolución en la historia, es decir, como una investigación sobre la historicidad como tal.

En segundo lugar, ciertamente, repensar críticamente el debate filosófico pro y contra la antropología filosófica conduce de manera natural a enfatizar un tema o, mejor dicho, a un programa: el de interrogarnos sobre las formas o modos de sujeción. Diría asimismo, tomando a Michel Foucault, que se trata de una investigación sobre las formas de subjetivación en tanto que ellas se corresponden con ciertas formas de sujeción—otra vez este juego de palabras fundamental… a menos que siempre se trate del mismo. Pero hacer referencia a Foucault nos dirige de inmediato a plantear la siguiente pregunta. Siguiendo los rastros permanentes que estas formas han dejado en la tradición filosófica, podemos hablar de dos formas o figuras básicas de sujeción: aquella que describí como “discurso unilateral” y la que describí como “voz interior” (o llamado interior). Pero, ¿por qué deberíamos pensar que estas son las únicas figuras? ¿Por qué no buscamos otras formas que nos permitan pensar y ensamblar de otra forma el problema del hombre, del sujeto y del ciudadano? Ya sea en el pasado: figuras que están en vías de desvanecerse (pero una figura antropológica, una figura de sujeción, ¿acaso alguna vez pueden desaparecer en el tiempo?); o en el presente: figuras en vías de constitución que posiblemente se vuelvan dominantes. ¿No es esto lo que el propio Foucault estaba sugiriendo cuando escribió sobre el poder de las normas, el poder disciplinario o el “bio-poder”? Pero antes que él, aunque de manera diferente, Marx ¿acaso no nos brindó indicios similares cuando retorna en su reflexión teórica, de la alienación política a la alienación humana, y de allí al “fetichismo” estructural de la mercancía y de las sociedades capitalistas, las cuales suponen el uso del hombre y del ciudadano en la valorización de los objetos, y su libertad contradictoria como sujetos legales? Probablemente hay más que simplemente dos formas de exponer la dialéctica de la sujeción y la subjetivación. Por ahí no hay un “fin de la historia”, un “fin de la cuestión.”

Notas

01. E. Balibar, “Subjection and Subjectivation”, en J. Copjec (ed.), Supposing the Subject, London, Verso, 1994.

02. Aunque sobredeterminada por diversos desarrollos, especialmente en la filosofía “continental”, la influencia de este debate en la filosofía insular inglesa ha sido más débil. 

03. An Essay on Man, mucho menos interesante, fue escrito más tarde en 1941, después de que Cassirer emigró a Estados Unidos. 

04. El término humanismo teórico lo introdujo Louis Althusser a finales de los años 60 para describir y criticar las raíces de toda “antropología filosófica”, incluyendo las variantes marxistas. Esto marca un giro en relación con la crítica heideggeriana, mientras al mismo tiempo conserva la idea básica de que los dos problemas de la “esencia del hombre” y de la “subjetividad” son inseparables. Voy a discutir esta relación en otro lugar. 

05. Ver, por ejemplo, el brillante ensayo de Richard Rorty, Philosophy and the Mirror of Nature, Princeton NJ, Princeton University Press, 1979. Especialmente los dos primeros capítulos. 

06. Ver mi trabajo “L’invention de la conscience: Descartes, Locke, Coste, et les autres” en Jacques Moutaux y Olivier Block (eds.), Traduire les philosophes: Actes de Journées d’étude organisées en 1992 par le Centre d’Histoire des Systèmes de Pensée Moderne de l’Université de Paris I, Paris, La Sorbonne, 2000.

07. En la Crítica a la Razón Pura, ver el capítulo “Arquitectónica de la razón pura”. Es en este texto también que Kant enumera las tres famosas preguntas trascendentales: ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué puedo esperar? Sin embargo, es solo en su posterior Curso de Lógica, editado por uno de sus asistentes, que propone explícitamente resumir estas tres preguntas en una sola: “¿Qué es el Hombre?” Poco se sospechó la importancia de esta pregunta hasta el debate del siglo XX. 

08. ¿No fue Tom Paine quien se refirió a sí mismo en estos términos? Sin embargo, durante ese periodo no era el único que estaba apuntando su pensamiento en la dirección “cosmopolita”. 

09. Efectivamente, como lo observa Hannah Arendt, desde una perspectiva formal eso significa que Kant recuperó la “definición” aristotélica del Hombre como zôon politikon, aunque solo para sugerir de inmediato que ya no se debe identificar la verdadera polis con ninguna “ciudad-Estado” en particular, sino solamente con la “ciudad mundial” como tal. Cabe aclarar que, seguir el rastro de esta idea desde los estoicos, pasando por los teólogos cristianos y los economistas políticos, entre otros, excede el alcance de este trabajo. 

10. Se puede rastrear dicha formulación al menos hasta el siglo XVI y los Seis Libros de la República de Jean Bodin, uno de los primeros y más importantes teóricos del Estado Nación moderno. Sobre esto, junto con los otros aspectos de la historia del concepto del “sujeto”, ver mi texto “Citizen Subject” en Eduardo Cadava, Peter Connor y Jean-Luc Nancy (eds.), Who Comes After the Subject?, Nueva York y Londres, Routledge, 1991, pp. 33-57.

11. En Kant y el problema de la metafísica, Heidegger describe la naturaleza “cósmica” del “Hombre” y el carácter “cosmopolítica” de la pregunta kantiana “¿Qué es el Hombre?” como nociones metafísicas. En general, lo que le interesa a Heidegger de la noción kantiana de lo cosmopolítico no es lo “político”, sino el “mundo”, el cosmos. 

12. No hay duda de que el “sujeto”—a saber, aquél que está sujeto—tiene que ser “personal” (aunque no necesariamente “individual”). Lo que es menos claro es si el “soberano” o aquél a quién se sujeta el “sujeto” también tiene que ser personal: esta es la pregunta teológica básica que voy a dejar de lado aquí. 

13. Todo el mundo sabe que la principal característica de “moralidad” en la filosofía de Kant es que le proporciona al sujeto su propia “autonomía” esencial. El sujeto moral es “autónomo”, mientras que el sujeto “no-moral” o el sujeto “patológico” es “heterónomo”, pero desde la perspectiva kantiana, esto equivale a decir que el sujeto como tal es “autónomo”. Por lo tanto, hablar de “sujeto autónomo” es esencialmente redundante, mientras que la “heteronomía del sujeto” marca una contradicción, un alejamiento del sujeto de su propia esencia. Todo esto viene a ser una explicación de por qué la “esencia del hombre” es “ser un sujeto”: de este modo, se expresa un imperativo como algo dado o algo dado que inmediatamente da lugar a un imperativo. 

14. Hay dos posibles traducciones de la palabras griega tē phusei. 

15. La tradición alemana usa la palabra Beruf para referirse a este “llamado”.

16. Estas dos frases: “ser sujetado en última instancia a Dios nuestro señor” y “ser sujetado a nadie más que a uno mismo”, son básicamente equivalentes; se refieren al mismo “hecho”, visto desde distintos ángulos. 

17. Por cierto que ese patrón va a ser secularizado en la filosofía política y la ideología política que vendrán posteriormente. Pensemos, especialmente, cómo en Hobbes es la autoridad suprema del Estado la que instituye una “mediación” necesaria para crear así las condiciones para la igualdad social (o cívica). 

18. Lo que Aristóteles no describe, por ser él demasiado racionalista, son las contrapartes visuales y alucinatorias de este discurso unilateral, el cual define tan agudamente en La Política (principalmente el Libro I) y en la Ética nicomáquea. 

19. A pesar de que exista una fuerte tendencia a hacerlo, tal como lo destacó Hannah Arendt cuando remarcó en Los orígenes del Totalitarismo (en el vol. II “Imperialismo”), que en el mundo moderno los “apátridas” (personas sin una ciudadanía definida) son difícilmente considerados humanos. 

20. O vindican, para tomar el hermoso título de Mary Wollstonecraft. 

21. Recordemos el “Preámbulo” de los Estatutos de la Primera Internacional, redactado por Marx en 1864, un buen Jacobino a este respecto: “La emancipación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos”.