Willy Thayer
Universidad Metropolitana de las Ciencias de la Educación
Volume 12, 2017
No el pasado sino sus imágenes es lo que nos domina. (Chris Marker)[2]
Desde que comenzamos y a medida que nos internamos en la vida nos vamos cargando de automatismos (…) muchas cosas sorprendentes se van volviendo triviales (…) la industria cinematográfica tal como la conocemos nos lleva a generalizaciones perceptivas, nos hace cargarnos de esos automatismos y enceguecernos y ensordecernos (…). Pero una de las funciones del cine es romper esos automatismos para ver lo consabido como por primera vez. (Raúl Ruiz)[3]
Si en alguna parte hay automatismos es en la visión. (Raúl Ruiz)[4]
La única salida (…) es la imagen. (Raúl Ruiz)[5]
1. La escritura de la imagen que nos propone la obra de Raúl Ruiz se inscribe inmediatamente en el dispositivo cine. Su poética de la imagen es considerada una poética del cine y se materializa primordialmente en soporte filmográfico y televisivo. El título de sus tres escritos más emblemáticos —Poética del cine I (1995), Poética del cine II (2007) y Poética del cine III (2013),[6] póstuma esta última— reiteran el horizonte de inscripción cinematográfico de su obra. Del mismo modo lo reitera la bibliografía que sobre ella se ha publicado en varios idiomas. Hay que considerar, también, que su escritura indaga en otros dispositivos que piensan y se piensan a través de la imagen, y que no se restringe sólo al cine. Nos referimos a su escritura literaria y teatral, a su abundante oralidad de muchas conferencias, conversaciones, entrevistas impresas, en audio, en audiovisual. Habría que añadir a esto la pintura, la escultura, el cuadro viviente, la música, la ópera, la video-instalación, respecto de las cuales Ruiz tiene una producción —no inscrita en circuitos específicos— que activamente incorpora y cita en su trabajo como cine expandido. Este “viaje transmedial”,[7] sin embargo, tiene que considerarse bajo el horizonte del cine. En parte por la relación inercial que el cine como “arte madre” tiene con “el teatro, la música, la literatura, la pintura, la arquitectura y la danza … las bellas artes que lo precedieron y que encontraron en él un modo eficaz de entenderse y cooperar creativamente en una suerte de ópera del mundo”;[8] en parte por los desplazamientos de sobrevivencia que el cine intenta acoplándose a tecnologías de la imagen que cada vez más lo interpelan.
2. La poética del cine de Ruiz no es una poética del cine en general, sino una poética de su cine. No obstante ello y en la medida en que la poética de su cine está concernida por el dispositivo cine, sus distintos regímenes diegéticos, sus retóricas y pulsos de luz, de enunciación, de sonido, de montaje, de representación, de mise en scene, de emplazamiento matérico; en la medida en que la poética de su cine se produce en medio y a través del dispositivo cine, citándolo, traduciéndolo, reescribiéndolo, haciéndose sitio en su a priori material dispuesto; en esa medida, entonces, la poética de su cine implica una poética del cine en general. La poética del cine de Ruiz, en tanto poética del cine singular de Ruiz, cita, lee y reescribe en la singularidad de su diégesis[9] esa multiplicidad en devenir que se denomina “cine”. La lee y reescribe sin redundar meramente en ella. Repite así el dispositivo cine en una escritura que, irreductible simplemente a las demás, se incorpora a él como una estrella más en la constelación.
3. Que “imagen” sea aquí, cuando leemos, una palabra antes que una imagen; y que lo sea con tal naturalidad que sin traspié podamos comenzar con palabras y sin imagen para la imagen; que desde la partida tengamos sólo palabras para la imagen que abandonamos o que sólo retenemos expropiada, subordinada en las palabras; que al instante de ser vista la imagen decline profiriendo algo, una acción, un hecho, un objeto, una mercancía o consigna, un concepto, cualquier cosa menos una imagen, encriptándose su acontecimiento, su cuerpo, su disposición matérica, su testificación, tras el celofán del discurso; que regularmente articulemos la imagen bajo una diégesis narrativa, y que sólo en ese rigor —apotropaico tal vez, o imperialista mejor— la acojamos; que se llegue a decir ¡nuestros ojos, nuestras palabras!… ¡cada día vemos de menos; cada día leemos más!,[10] en fin, todo ello habla, antes que nada, del señorío que sobre la imagen ejerce la palabra. Dos mil quinientos años de subordinación, sugiere Peter Greenaway, incluyendo los ciento treinta del cine como ilustración narrativa, dos mil quinientos años escamoteando el simulacro, el montaje, la disposición diegética que resuelve la imagen en la unidad de la palabra, del concepto, la gramática interminable del cliché;[11] y de modo tal que los ojos queden elididos del trucaje y trasterío, perdiéndose de vista la multiplicidad escatológica de rigor dispersivo en que se emplaza, se pone en escena y acontece la escritura de la imagen, anublándose así su proceso, y erigiéndose esa borradura como fetiche, cerámica, galvano, máscara mortuoria de la imagen. ¿Qué otra cosa sería la imagen-palabra o cliché sino el desvío de los ojos hacia la unidad del concepto para evitar que se habitúen a mirar de cerca la hechura, la hojarasca exterior, el montaje, la pasta, el barro, la tierra de la imagen, su mediación matérica?
4. Desobrar el fetiche, volver la vista a las mediaciones, el emplazamiento, inventando técnicas para que la parte sumergida se haga evidente,[12]haciendo saltar en esa videncia los regímenes, las gramáticas apotropaicas e imperiales (otra vez) del querer decir y el querer ver cotidiano; regímenes, gramáticas que lo son de selección, y por lo mismo de inclusión a la vez que de exclusión o desaparición de lo que no se quiere o debe decir o ver en lo que sí, para efectivamente decir, ver, eso que se dice o ve, y no otra cosa. Desobrar el fetiche, tornar visible los regímenes a toda vista invisibles volviéndolos temáticos, haciéndolos irrumpir en el “decir”, desestabilizándolo con ello, destrabajando la empatía del simulacro, constituye, creo, un asunto del cine de Ruiz que Ruiz explicita como su asunto. Desde temprano se trataba de escribir-filmar movimientos de “distorsión”, “subversión”, “comportamientos deshilvanados”, “sutiles transgresiones de las normas”, “chuecuras metafísicas”, “ladinismos”, “gestos de resistencia”, “técnicas de rechazo”,[13] dando lugar “a una especie de vida paralela (…) que hace que la gente (todos nosotros, en mayor o menor grado) pueda vivir dentro y fuera de la cultura [la gramática, la lógica, el cliché] simultáneamente, integrándose y no integrándose”.[14] En este predicamento, la escritura de la imagen que Ruiz lleva a cabo en medio y a través una constelación abierta de dispositivos de la imagen, pero sobre todo a través del archivo cine, tiene que abordarse, al menos, según una doble consideración.
5. En primer lugar una consideración de la imagen como mise en scene del poder, de la imagen como poder, como artefacto de gobierno y regulación de los cuerpos. Al mismo tiempo, en esta misma línea, una consideración del poder produciéndose, naturalizándose y transformándose a través de las imágenes en tanto consignas, opiniones visuales, estereotipos, códigos, esquemas, clichés, técnicas que estetizan poblaciones vivientes a diversa escala y frecuencia. Clichés altamente incorporados en los que a diario conocemos y reconocemos, en los que redundamos; clichés que existen antes de nosotros, que hablan a través de nosotros y que seguirán existiendo después de nosotros. Imágenes-clichés, imago-poderes, que gobiernan y bloquean la relación con la multiplicidad afirmativa de la imagen y del cuerpo. Una segunda dirección que comprende la imagen (la potencia, la intensidad, la multiplicidad, la continua variación, el cuerpo que la imagen también es) como performance que, en medio de los dispositivos de gobierno y contención, los excede y discontinúa. Este segundo vector concentra el modernismo político-afirmativo, su modernismo poético-político no militante, no gubernamental, no fundacional, de la imagen-Ruiz, sea en estilo modernista afrancesado como suele estigmatizarse a su cine o parte de su cine —filmes como El tiempo recobrado, La vocación suspendida, La hipótesis del cuadro robado, Tres vidas y una sola muerte, El juego de la oca etc.—; o en su cine modernista chileno o a la chilena, como suele clasificarse a filmes como Nadie dijo nada, Realismo socialista, La expropiación, Palomita Blanca, Dialogo de exiliados, etc. No hay política-afirmativa de la imagen si no es desarmando la variada y transversal gobernabilidad que ejerce el gigantesco columbario del cliché y la consigna, teniendo en consideración que no es posible desarmar tal columbario sin recurrir a él para desarmarlo. Los clichés, las consignas, son “témpanos que obturan la multiplicidad. Es preciso inventar técnicas para que la parte sumergida muerda la superficie”.[15] Hay que desarmar el cliché elaborando, a contrapelo de éste, una imagen vidente que permita ver a través del cliché, no sólo su régimen, sino la multiplicidad que dicho régimen obtura.
Averiar la imago-poder constituiría para Ruiz el desafío político de la imagen-cine. No hay política de la imagen si no desarmamos la variada gubernametalidad transversal que ejerce el gigantesco arsenal de imago-poderes: la pintura, la fotografía, el cine, antes que como bellas artes, como artefactos de conquista, colonización y neocolonización, de propaganda imperial o nacional vanguardista, de naturalización y fomento de la dominación como cultura. Artefactos de guerra militantes antes que bellas artes, la pintura, la fotografía, el cine, del mismo modo que la televisión, el diseño industrial, la historia del arte, la filosofía de la historia de la imagen, el archivo telemedial, la memoria colonizada por dialécticas del recuerdo que clausuran en un testimonio oficial la testificación interminable de las imágenes. Hay que desarmar, entonces, los clichés, teniendo en cuenta que la única manera de hacerlo es usándolos en su desarmaduría. Esta política de la imagen, en Ruiz, es inmanente a su poética, como iremos sugiriendo.
6. Es en este contexto de problematicidad que consideraremos la convicción, la profesión de fe[16] de su poética del cine: es el tipo de imagen producida lo que determina siempre la narración y no al contrario.[17] Esto sugiere que la imagen no sólo cumple, como dominantemente lo haría, una función metafórica, ilustrativa, de representar principios anteriores a ella a un sujeto posterior; sugiere que la imagen no se reduciría a ser simplemente un medium a través del cual un guión, un mensaje, un concepto, se comunica, subordinando a ello su movimiento y posibilidad. Si algo expresa la imagen producida, según la convicción referida, es la imagen misma co-extensiva a su tejido, sus intensidades, su variación de cualidad. La profesión de fe de la imagen ruiciana defraudaría, entonces, la comprensión tradicional de la imagen como medio de comunicación subordinado a un principio, a una intencionalidad anterior, comprensión tradicional en medio de la cual se desempeña la profesión de fe ruiciana.
La inmediatez de la imagen no expresaría más que su cifra material, su cuerpo. Pero este “su” que se infiltra aquí hay que tomarlo cum grano salis. Porque si de algo está eximida la imagen ruiciana es de la mismidad, de la estabilidad del género y la especie. Aunque no, sin embargo, de la singularidad, como tendremos oportunidad de explicar. La profesión de fe de la poética de Ruiz sugiere, también, que toda categorización de la imagen viene después, llega tarde, post festum, después de la fiesta (de la imagen). Y llega para gobernarla en la dialéctica representacional, en el código categorial. Sugiere, además, que la imagen ya estaba antes del concepto, antes de la consigna, antes del mito, del mensaje, antes del marco de un mensaje, como imagen menos mensaje, imagen sin marco.
7. La convicción, el parti pris, la profesión de fe de que es el tipo de imagen producida lo que determina siempre la narración, Ruiz la pone peculiarmente en curso a finales de los sesenta y comienzo de los setenta, a contrapelo no sólo de la diégesis narrativa hollywoodense (de cierto Hollywood), sino también a contrapelo de la diégesis narrativa de las vanguardias y modernismos estéticos, políticos, cinematográficos latinoamericanos. Es en medio de la diégesis narrativa hegemónica de la guerra fría como guerra diegética de narraciones o filosofías de la historia —guerra diegética de filosofías de la historia que ha tenido como uno de sus soportes logísticos el cine desde antes de la guerra fría, desde lo que se ha solido llamar la gran guerra del “corto siglo XX” (que comienza con la Primera Guerra Mundial y concluye con la disolución de la Unión Soviética y, por ende, con el fin de la Guerra Fría)[18] que el principio de la anterioridad de la imagen a la narración, al programa, al partido, al qué hacer en y con la imagen, en y con el arte, irrumpióì precozmente en Ruiz. Sobre todo en un contexto en que el cine, la imagen-cine, decía taxativamente de sí misma que “antes que cine”, antes que imagen, era disposición, entrega, subordinación a una consigna, a la comunicación de un mensaje, un mito, un esquema teleológico, una historia, una filosofía de la historia. Ruiz se había apartado estructuralmente de la imagen-historia, la imagen-acción, la imagen-progreso, la diegesis teleológica. Se había apartado estructuralmente del paradigma narrativo industrial de la imagen, paradigma que en el contexto de la guerra fría se había apoderado no sólo de los procesos revolucionarios latinoamericanos —autocomplacidos como estuvieron, en la teleología del progreso, la filosofía de la victoria— sino, previamente, del globo terráqueo, de la guerra fría planetaria como diégesis antagónica de filosofías de la historia del capital. Paradigma que sin filosofía de la historia él mismo, se despliega imperial-planetariamente estetizado como conflicto central de antagonismos. La diégesis progresista de la imagen-cine juega un rol capital no sólo en el fomento de la filosofía de la libertad angloamericana (de Griffith en adelante); también juega un rol capital en el despliegue, consolidación y fomento de la filosofía de la libertad soviética (Medvedkin y Eisenstein en adelante). Se trata, en ambos casos –y en los demás que podrían sumarse al conflicto central de la Guerra Fria–, de antagonismos geopolíticos de soberanías en disputa por la hegemonía, y no de fuerzas afirmativas, aformativas, anhegemónicas, emancipatorias segun se viven al interior de los bandos militantes. Así también en la guerra fría del capital, en el contexto latinoamericano que se ponía en marcha desde mediados del siglo XX como diégesis narrativa de una gran cultura popular nacional-continentalista anti-imperialista. Para Ruiz –de la mano de Benjamin, tal vez, al que ya leía y citaba en los sesenta–, la diégesis narrativa latinoamericana ya había traicionado su propia causa al darle la mano a la filosofía del progreso, a la filosofía de la historia como filosofía de la victoria, al paradigma narrativo industrial en que se expresa planetariamente sin conflicto central él mismo, el conflicto central del capital.
8. Según Jacques Aumont y Michel Marie, la palabra griega diégesis fue directamente incorporada al vocabulario cinematográfico por Etienne Souriau, en 1951.[19] David Bordwell fija en 1953 la reactivación del término para “describir la historia referida”.[20] Lo relevante –en el marco de esta nota– no es la diferencia de fechas, sino la reiteración, para el cine ahora, de un término cuyo sentido de uso ha sido naturalizado desde antaño —desde Platón y Aristóteles— bajo el principio narrativo.[21] Tal sentido de uso instituye su “concepto vulgar”. En los Ensayos sobre la significación en el cine (1963-1972), Christian Metz no sólo redunda en ambas fechas al referir dos libros claves de Souriau: La estructura del universo fílmico de 1951, y El universo fílmico de 1953, volumen colectivo este último. En el ensayo El cine moderno y la narratividad (1966) –compilado en el primer volumen de sus ensayos–, Metz reafirma para el cine la comprensión vulgar de diégesis, tentando ampliar su hegemonía incorporando las diegéticas experimentadas por los modernismos literario y cinematográfico. A menudo se insiste, dice Metz, en que el “nuevo cine” –con sus vagarosas y balbuceantes líneas narrativas, aparentemente no sujetas a unidad, causalidad o acción alguna, esbozando a la vez varias, perdiéndose en ramificaciones, detalles, descripciones y explicaciones– habría desbordado en su performance “el estadio del relato”. Y del conflicto central. “Desalojando de su seno la diégesis clásica”, dice, las diegéticas modernistas habrían puesto en curso el “estallido del relato”, el “objeto absoluto (…) transitable en todos los sentidos”. A contrapelo de esta “equivocación”, seguimos con Metz, sería necesario “mostrar en detalle que las conquistas ‘sintácticas’ del cine moderno”, lejos de abandonar la narración, se hacen en complicidad con ella proporcionándonos “relatos más diversos, ramificados y complejos”. Metz subraya lo extravagante que resulta la insistencia en el “fin del relato” justo cuando lo que en realidad emerge con el cine moderno es una “nueva generación de narradores”. Así, en “El grito, La aventura, Ocho y medio, Hiroshima mon amour, Muriel, Jules y Jim (…), Al final de la escapada y Pierrot el loco, bajo el pretexto de una renovación de la forma, reconocemos el temperamento específico que caracteriza a los grandes narradores de historias”[22]. Lo mismo respecto de “Alphaville y El año pasado en Marienbad (1961), que siguen relacionándose con las exigencias de la ficción narrativa”[23].
En su prólogo a los Ensayos de Metz, François Jost reitera que el vocablo fue introducido por Souriau, pero en 1956.[24] El propio Etienne Souriau, en su Vocabulaire d´Esthetique (1947-1998), asigna otra fecha y también otra autoría a la revitalización del término, otorgándole la primicia a Anne Souriau, que trabajaba a la sazón en el equipo de producción del Diccionario,[25] y que trabajó en su finalización por más de una década luego de la muerte de Etienne Souriau.
Platón, en el libro III de La República;[26] Aristóteles, en la Poética;[27] pero también en el uso coloquial del griego antiguo, diégesis quería decir linealidad narrativa. En la propia etimología de la palabra –y referimos aquí a una indagación que nos ha proporcionado Gonzalo Díaz Letelier, especialmente para este texto– está contenida la idea de hilo conductor, guía, pastoreo, gobierno y mando.[28] En la medida en que pueda hablarse de una diégesis de la vida de la polis, en cada caso, las poblaciones vivientes parecerían cotidianamente estetizarse en softwares narrativos.
Desde antiguo diégesis refirió, también, exposiciones en las que la narración fracasa. Exposiciones que comienzan, avanzan o terminan sin hilo conductor, confusas, balbuceantes, tartamudas como al parecer eran las del joven Demóstenes, que de contrario a lo que se puede suponer, comenzó siendo lo opuesto a un orador “diégetico”.[29] Lo mismo podría consignarse de los oráculos que comunicaban, de modo estructural eso sí, acciones y sentidos paralelos con doble o triple hilo conductor en disyunciones no dialectizables: “de la guerra volverás nunca muerto en ella serás”, oráculo que a la vez decía: “de la guerra volverás nunca, muerto en ella serás” y “de la guerra volverás, nunca muerto en ella serás”. También los oráculos de Casandra, a quién Apolo le habría quitado el don de la narración, por lo que su poder adivinatorio quedaba en falta diegética.[30] Pero aun en estos casos de exposición o narración fallida seguimos bajo el paradigma narrativo de la diégesis: es en relación a él, en sentido negativo, y por lo mismo al interior de su dialéctica, que se habla de falla o interrupción diegética.
El concepto vulgar de diégesis, entonces, de uso dominante en la pragmática del relato y la narrativa literaria, en el teatro y en las artes de la representación en general, en la “música” también,[31] y desde hace más de 50 años en circuitos cinematográficos y audiovisuales –“noción vedette de la filmología”–,[32] de uso técnico la mayoría de las veces, especulativo pocas, está ausente de los tres volúmenes de la poética del cine de Ruiz. Es también un término esquivo si no inexistente en sus entrevistas audiovisuales, escritas, radiales, así como en sus artículos y conferencias, y también en sus Diarios.[33] No debería parecer extraña la ausencia de esta noción para referir el movimiento de su “poética” cinematográfica, en la medida en que ésta se agita a contrapelo del paradigma narrativo en el que yace naturalizado el horizonte de uso del término diégesis. En cualquier caso, la palabra diégesis, en el sentido hegemónico-vulgar referido, se anexaría a lo que Ruiz designa como “paradigma narrativo industrial” y como “teoría del conflicto central”.
Si hay algo así como diégesis en el cine de Ruiz, y es imposible para cualquier cosa existente –ficticia o real… pues ¿cuál es la diferencia si el simulacro comienza con esa distinción?– carecer de ella, se trataría, en todo caso, no de una diégesis que complique y enriquezca sintácticamente el paradigma narrativo modernizándolo una vez más, como probablemente sostendría Metz. Se trataría, en Ruiz, de una diégesis en la narración menos la narración, que no llega a unidad, a cuenta ni cuento unificado, totalizado; diégesis menos unidad, infra o supranumeraria, como lo sugiere en Ballet acuático (2010). Una diégesis a-narrativa que se afirma en el mismo plano de “anterioridad” que la diégesis narrativa. Una diégesis mosaico o metamórfica que se anunciaba ya en el partí pris, la profesión de fe en que se desempeña su escritura cinematográfica: “es la imagen producida la que determina la narración, y no al contrario”. Diégesis que va a encontrar su formulación espléndida en filmes como Litoral,[34] Cofralandes,[35] La vocación suspendida. La diégesis narrativa industrial —según los capítulos primero y segundo de la Poética I de Ruiz— se ha naturalizado en diversos continentes, y en esa naturalización el término opera como sobreentendido no sólo en las instancias que evalúan y regulan la financiación y la circulación cinematográfica planetariamente, sino también, sobre todo, en el gusto, la demanda, la recepción y consumo artesanal, industrial, teledigital, que esa misma diégesis ha producido. Paradigma performático hegemónico a contrapelo del cual el cine, la diégesis de la imagen-Ruiz se afirma. Se afirma no fundacionalmente, sino como performance pura de impertenencia sin contenido ni mensaje, desestabilizando el dispositivo vulgar y añoso de la diégesis, volviéndolo visible. Y nada más. Así en La vocación suspendida, filme que se expone en una diégesis aproximada como resta de unidad.[36] La ausencia del vocablo diégesis en la escritura de Ruiz es el correlato de su profesión de fe a-narrativa, la insoportable erosión de la diégesis hegemónica: el paradigma narrativo industrial y la teoría del conflicto central. Pero también, lo anunciamos desde ya, la “imagen utópica”, imagen de “ninguna parte” que, sin centralizar conflictos, fascina y estetiza al mundo entero homogeneizándolo, imágenes-código cuyo “deber de transparencia les prohíbe el secreto y la singularidad”, como reiteraremos más adelante.
Que Ruiz no utilice la palabra diégesis no quiere decir, lo reiteramos, que su obra filmográfica carezca de ella. El cine, la poética, la diégesis de Ruiz, tiene lugar en tanto se hace lugar en medio del lleno imperial de la diégesis narrativa que en su pluralidad de versiones opera como “horizonte que cada cual lleva consigo como una falda que se mueve con cada quién”,[37]una especie de ready-made ready-to-wear que normaliza el sentido común de productores, realizadores, distribuidores y consumidores de películas e imágenes hegemónicas. Desandar la diégesis narrativa en su densa capa de normalidad, teniendo en cuenta que la única manera de hacerlo es usándola permanentemente en su desandadura; erosionar la capitalización narrativa en que la diégesis “a-formativa”[38] ha sido reducida, para activar, a contrapelo de dicha reducción, la experiencia de una diégesis aproximada, ello es lo que el cine de Ruiz enuncia desde su primer filme. Sobre todo es la diegética aristotélica —a la que Ruiz directamente hace pocas pero significativas referencias— el marco que su poética desobra. Implícitamente, nunca de modo temático, como un Artaud o como un Brecht. La poética de Ruiz se desmarca de la comprensión aristotélica de la obra.[39]Se desmarca tanto de constituirse como imitación narrativa (diegematikés mimetikés) de una acción (práxeos), como del presupuesto unitario, completo y entero (hólon kaì medén) de la imitación dramática.[40] Se aleja abriendo la acción a una imagen sin unidad o conflicto central, y cuya política desobra la narratividad centrada.
Cuando en la década del cincuenta Souriau recreó para los circuitos cinematográficos el término diégesis, dicha recreación —y citamos y parafraseamos particularmente a su Vocabulario de Estética (1958-1990)— la hizo a contrapelo de su comprensión usuaria vulgar, desmarcándose no sólo de la “platónico-aristotélica”,[41]sino también de lo que harían luego Bordwell y Metz. Para Etienne Souriau, el término diégesis fue reincorporado para dar nombre a un concepto que frecuentemente se debía utilizar, pero para el cual no se tenía una palabra específica; por lo que su enunciación corriente navegaba en formulaciones dispersas detonando discusiones muchas veces innecesarias que afectaban las eficacias del trabajo. La operación de Anne Souriau —sigue Etienne Souriau— habría consistido en reutilizar el nombre antiguo de diégesis desviando su sentido de uso vulgar. Lo que habría re-creado Anne Souriau, más que una sinonimia, habría sido una homonimia al movilizar la vieja palabra en un sentido de uso que excedía el marco previo. Y efectivamente, el concepto de diégesis que propone el diccionario de Souriau abre una plasticidad de usos que incluye al concepto tradicional de diégesis junto a otras pragmáticas al parecer incompatibles con la antigua.
Para Souriau, la diégesis es el acontecimiento, el “mundo en cada caso puesto en escena”. No resulta relevante para la obra, por lo mismo, ningún criterio de verosimilitud imitativa respecto de un supuesto “mundo o diégesis previa”. La diégesis, en cada caso, se da su diegética “en una relación de coherencia consigo misma”, no en relación a un criterio dado. De modo que “puede adoptar una infinidad de maneras”. Es como si Souriau afirmara: ‘no hay diégesis absoluta’. ¡Vivan las diégesis! ¡La hegemónica no es más que una excepción hecha regla, vuelta imperio! Por eso “en la Eleonora de Poe, la vegetación del valle de Gazón-Diapré se metamorfosea en función de los afectos de los personajes que habitan en él (…)” y no en relación a la causalidad o verosímil diegético de una “supuesta naturaleza regular”. En la Andrómaca de Racine la acción ocurre “en una habitación del palacio de Pirro”, pero considerando “las habitaciones del palacio a las que se retiran los personajes cuando dejan la escena (…), la ciudad de Buthrot alrededor del palacio (…), el Epiro, cuya capital es Buthrot (…), Grecia (…), los mares en los que Orestes arrastraba su condena (…), la ribera asiática (…), las ruinas de Troya (…), el pasado de la conquista de Troya (…), los reyes griegos confederados (…)”.[42] Los hechos no explícitamente mencionados en la obra que el autor tiene en cuenta o que lo tienen a él inconscientemente “están presentes en ella virtualmente”. Todo ello, si bien no está en la acción o en la fábula, constituye su diégesis. La diégesis, para Souriau, en muchos casos desborda la fábula y su unidad, su conflicto central, y comprehende y compromete no sólo acciones, hechos y desenlaces, sino también una virtualidad indefinida que co-pertenece a esas acciones, hechos y desenlaces. Una especie de diégesis monádica.[43] En las crucifixiones, continua Souriau, el pintor o espectador princep, a veces “se sitúa de frente a la altura de la crucifixión (…), otras desde abajo sin temerle al escorzo. Tintoreto capta las tres cruces en hilera según una perspectiva fugada (…), otros juegan con enlaces de puntos de vistas individuales y colectivos (…) como el traductor anónimo de la Vulgata en las novelas Arturianas (…) y modernamente Robbe-Grillet en La celosía (…); Ricardou emplea la noción de diégesis para obras en que hay varios niveles de narración y varias diegéticas encajadas las unas en las otras (…); Jakobson habla de ‘intradiegético y metadiegético’”.[44] Incluso puede ocurrir que “la estructura de la obra tenga varios puntos de vista”, o que incluso renuncie “a todo punto de vista” como principio artístico importante.[45] Mijaíl Bajtín, antes que Souriau, a finales de los años veinte y principios de los treinta, proclamaba que la diégesis literaria era una mezcla históricamente variable de discursos, una polifonía, incluso una cacofonía, de diferentes registros de lenguaje hablado y escrito: un montaje de voces. Bordwell, mucho más tarde, hace hincapié en la oposición entre la diégesis brechtiana y la aristotélica, justamente por la estructura episódica brechtiana, los comentarios de voces superpuestas, la inserción de títulos, como una táctica para incluir aspectos diegéticos que las concepciones aristotélicas del teatro excluían. Así, la plasticidad de la diégesis souriana incluye tanto la aristotélica confinada al principio de la unidad teleológica de la fábula[46] –y que rechazaría como irracional la unidad monádica de la tragedia– como la posibilidad de una diégesis sin punto de vista.
La diégesis ruiciana se encamina a la renuncia “de cualquier punto de vista”. No sólo el que articula el paisaje desde lo alto según un ojo aéreo; sino también el que articula el paisaje recorriéndolo a pie táctilmente en la infinitesimalidad de sus recuadros, percepciones, reflejos y virtualidades flotantes que a cada paso se abren. La diégesis ruiciana desobra la posibilidad aérea y táctil de una meta-diégesis dialéctica o teológico-política que pre-articule el paisaje. Desobra no sólo la unidad del cuadro o filme; también la del personaje, la de la acción, del hecho, del objeto, de la cualidad… en una deriva diegética que no hace unidad por ninguna parte. La diégesis ruiciana juega con el principio centrante que el espectador pre-porta o que fácticamente lo pre-constituye. Juega con ello y a través de una diégesis rigurosamente a-centrada que sugiere mundo, acción, narración, personajes, hechos que no llegan a constituirse (unificarse, totalizarse). Una diégesis que sugiere también desastre, calamidad que no se consuma tampoco en ello. La madeja de hilos constituye un hilo más, como en la “lista china” que contiene entre sus elementos la lista que los contiene;[47] lógica fragmentaria de la singularidad que es fragmento de otra que a su vez es fragmento de ésta. Ruiz: “Quien sienta fascinación por los íconos rusos o griegos sabrá de qué estoy hablando: la mayoría de los íconos se presentan como una exposición de escenas piadosas, un poco a la manera de los cartoons (…). Pero esas imágenes, esas escenas quietas, fijan de tal modo los momentos de una historia eterna que nos empujan hacia un juego combinatorio. Un juego que ciertos retóricos del siglo XVII, como Vicente Carducho, llaman ‘anticronías’ y yo ‘antipopea’, juego en el que la Crucifixión coexiste con la Anunciación (anticronía) y personajes de diferentes épocas participan de una misma escena: Adán discute con Platón y Rafael (antipopea). Creo que en ese entrecruzamiento podemos detectar no una idea ni una lógica sino más bien una imagen, una imagen inmóvil pero borboteante. Precisamente de esa inmovilidad estoy hablando (…). Insisto: una imagen, no una idea. Algo figurable. Una imagen germinal y terminal (…). Apartemos la tentación platónica de la imagen primordial, origen de las formas que vemos. La imagen inmóvil detrás de las turbulencias está formada por las peripecias, a las que a su vez unifica y forma, en el sentido de que les da consistencia. Pero también es modificada por las peripecias que se reflejan en ella. La idea es bastante original, ya que evita afirmar que las imágenes vistas cobran sentido en virtud de un soporte narrativo. Lo que postulamos aquí es que la coherencia de las imágenes que se acumulan en la superficie de la pantalla no va hacia ni proviene de una historia resumible en palabras; surge más bien de un modelo abierto que percibimos a veces como una imagen-madre de la que proceden todas las imágenes que vemos, pero que tiene también la propiedad de dejarse modificar por las imágenes que la muestran y la ocultan. Para decirlo con un lugar común: hay una interacción entre la imagen inmóvil y la tempestuosa ebullición de imágenes en mosaico que la envuelven”.[48]
Ruiz nos instala en una diégesis sin unidad de obra. No como la sobreposición o palimpsesto desastroso de una grisalla o agregado de elementos sueltos; sino como una unidad de obra, de personaje, de acción, de institución, de conversación que, permanentemente sugerida, rigurosamente no se concreta por ninguna parte ni hace tampoco desastre. Se trata, lo habíamos anunciado, de una unidad aproximada. Pero una unidad aproximada constituye muchas cosas menos una unidad. Una unidad aproximada que en medio de la cercanía consigo misma mantiene una lejanía irreductible es cualquier cosa menos una unidad. Asistimos en el cine de Ruiz –siempre, en cada caso, en relación desobrante con la diégesis hegemónica pre-dada del caso, el dispositivo de prejuicios o mundo, el a priori fáctico dispuesto– a una especie de génesis de mundo, génesis de diégesis, un antes a posteriori en cada caso del mundo en su diégesis. Pero, lejos de sugerirnos un menú de juegos diegéticos posibles –como pareciera sugerirnos Souriau–, nos introduce, cada vez, en la desobra de la diégesis pre-dada. De ahí el carácter político de su diégesis. Como en La vocación suspendida (1978).
De modo más expreso que en películas anteriores y posteriores, La vocación suspendida pone en desobra la meta-política del “conflicto central” –su coyuntura mundo: la Guerra Fría– haciendo visible el proceso de articulación a través del cual una constelación de fuerzas y cualidades de suyo inestables, en tensión diferencial y contrariedad recíproca constante, han llegado a estabilizarse y distribuirse en una rica dialéctica de “tendencias simultaneas”[49] que abastecen y dan vida al tejido institucional-representacional, tejido que esas mismas tendencias instituyen y que las instituye a ellas a su vez. Literalmente es la iglesia, a través de la ficción trascendental de un determinado estado histórico, lo que los plano-secuencias del film en sus profundidades de campo intentan exhibir. La iglesia “constituye la institución por excelencia. Hablar de la Iglesia (…) es hablar de burocracia y dogmatismo (…), no sólo por el simple hecho de que toda decisión depende de otra (…) en perpetua fuga, sino también porque (…) los dogmas intocables por definición (…) engendran esa apariencia de democracia que constituye el debate permanente de ‘la interpretación’ (…); la Iglesia es, entonces, el sistema totalitario por excelencia, ya que no está basado en la violencia policial, sino en la libre aceptación de sus miembros (empatía). La Iglesia es, tal vez, la expresión más acabada de la ‘fascinación por el totalitarismo’, lo que explica sus dos ‘fuentes de placer’: (…) la disciplina, (…) el poder”.[50] Su misión era “transformar el mundo (…) y en la medida en que lo consiguió, ya ni siquiera somos conscientes de que su efecto es absoluto. Ha sido asimilado (…), me quedé muy impresionado cuando leí a Gramsci por primera vez y descubrí que comparaba al Partido con la Iglesia, y recomendaba el modelo de los jesuitas como ejemplo a seguir. Y además existen naturalmente todas las teorías americanas de las instituciones. Pero lo que no expresa ninguna de esas teorías, y que desde mi punto de vista es un elemento esencial en todo comportamiento institucional, es la sintomática mala fe que produce la fascinación por la perfección de la institución misma, al margen de cualquier interés por las razones profundas de su existencia”,[51] razones que la Iglesia administra en la profunda superficie de su hacienda terrenal.
La vocación suspendida, entonces, filme privilegiado para abundar en lo ya sugerido. Muy brevemente, para cerrar esta nota: en los inicios el filme nos propone un epígrafe en el siguiente tenor:
Este epígrafe escrito, la imagen-epígrafe que arribita vemos, propone una escueta genealogía del propio film: “Bajo el nombre La vocación suspendida, en 1942 comenzó a hacerse esta película para promover las vocaciones sacerdotales. La película finalmente quedó inconclusa y fue archivada en los laboratorios E. Posteriormente, en 1962, fue retomada por un director profesional con mayores fondos provistos por la Orden sacerdotal de H. Considerando que el material filmado en 1942 era ineditable, el nuevo director recomenzó el filme enteramente de nuevo recurriendo a algunos actores profesionales y curas que habían participado en el primer filme. Pero, una diferencia de opinión entre el director del filme y el Provincial de la Orden sacerdotal de A, impidió que se terminara también este segundo filme. Un tercer filme entonces –el filme que estamos viendo, la ficción que en 1978 realiza Ruiz– ensaya retomar el espíritu del primero utilizando secuencias del segundo”. Hasta aquí el epígrafe/imagen.
Superpuesto a él, otro epígrafe, en audio ahora, irrumpe casi simultáneamente junto al escrito, como si alguien lo leyera. Deteniéndonos un poco más en este doble epígrafe que el filme nos propone, nos percatamos que sus enunciados no coinciden, que dictan algo diferente y a la vez parecido. En efecto, el epígrafe/audio dice que el primer filme fue comenzado en 1962 –y no en 1942–; que como algunos curas disidentes acapararon el filme para exponer sus propias tesis, los curas de la Orden H comenzaron otro filme con el mismo título pero con tesis contrarias. Que conscientes de la confusión creada por estas películas con idéntico nombre pero con tesis contrarias, el provincial de la Orden E ordenó la realización de un film único; que este film único reutiliza los elementos positivos de los dos anteriores.
Se trata entonces de un mismo epígrafe que no es el mismo. Se trata de un epígrafe desestabilizado, un epígrafe que se aproxima a sí aunque que no llega a sí, no llega a uno, a unidad. Ruiz lo denomina “epígrafe supernumerario”,[52] en tanto es más o es menos que uno, más o menos que número.
En la medida en que el epígrafe –¿los epígrafes?– opera también como alegoría del filme, podemos decir que La vocación suspendida, pero que en general todo filme de Ruiz, es supernumerario, un aproximado. Y un filme aproximado es lo más alejado a “un” filme, lo más alejado a “uno”. Ni el epígrafe, ni el filme, ni la imagen hacen unidad representacional. Constituyen multiplicidades que juegan a uno sin estabilizarse como tal por lado alguno.
Tal epígrafe funciona como una maniera de presentar la imagen en tanto diferendo con la representación. La imagen-Ruiz, insistimos en ello, es la representación desestabilizada. Desestabilización que opera como tal sólo respecto a un espectador común, a la máquina estabilizada, estabilizadora y representacional que el espectador común es, que cualquiera de nosotros en tanto espectador común es. El proyectil desestabilizante que Ruiz dispara sobre la percepción esquematizada del espectador, hace que su cine raye en lo “insoportable”, en lo sublime, en el límite, la (im)posibilidad de articulación. La performance desestabilizadora que perturba la unidad del film hasta lo insoportable no es algo que ocurra exclusivamente en esta película, lo sugeríamos recién, sino que remite al estilo, el estilema escriturario cinematográfico de Ruiz.
9. Hemos sugerido que el poder del cliché se ejerce categorizando, emplazando, conteniendo, centralizando la multiplicidad de la imagen, de modo que cuando ésta se da, se da ya como mito, como cliché en medio de los clichés, circulando, exhibiéndose consignada, depredando en ello, aunque no extinguiendo, su multiplicidad suelta o más suelta. El cliché encuadraría autoritariamente la multiplicidad de la imagen en una lógica que estabiliza y enmarca su escatología, las multiplicidades, el cuerpo en variación de la imagen.
Habíamos sugerido previamente, también, que antes que la multiplicidad suelta de la imagen, instalado estaba por doquier, hace mucho, el orden del cliché. Antes que el orden se darían las multiplicidades afirmativas sobre las que el orden codificador se dejaría caer. Antes que las multiplicidades, emplazado estaba por doquier el régimen del cliché. ¡Antes el cliché! ¡Antes las multiplicidades! el código. Doble “anterioridad”. ¡O triple!… propongamos mejor. Porque antes que el código y antes que las multiplicidades, estaría la imagen, pero como inmanencia ahora de multiplicidades y código en una tensión diferencial que ora respira hacia las multiplicidades en devenir, ora se asfixia hacia el código estabilizador, siempre en vaivén. La imagen clisada, la multiplicidad que la carga, la virtualidad flotante que la sobre-potencia, co-insisten en una sola inmanencia que va de la una a la otra conformando los flujos de la imagen.
10. La inmanencia de esta doble anterioridad sería, entonces, la imagen: al mismo tiempo su código, al mismo tiempo las sensaciones que la desbordan; al mismo tiempo el plot del diseño, al mismo tiempo el complot de la multiplicidad; al mismo tiempo la máscara mortuoria de la representación, al mismo tiempo las fugas sin contorno; al mismo tiempo la cualidad estabilizada, al mismo tiempo la variación metamórfica. Al mismo tiempo no quiere decir dos o muchos tiempos simultáneos sintetizados en uno, divisible en dos o más. Al mismo tiempo constituye un tiempo singular e indivisible en su concentrado diferencial. El tiempo-imagen, la imagen-tiempo, en variación constante.
El principio de la anterioridad de la imagen al cliché supuso siempre, en Ruiz, esta doble o triple anterioridad: a) La imagen producida es anterior a la narración, a cualquier marco o principio previo que conduzca su escritura. b) La narración, la consigna, el cliché, el poder es lo de antemano dispuesto, el a priori material efectivo en medio de lo cual la imagen se abre camino o meramente redunda. c) Antes que nada estaría la imagen como co-pertenencia de multiplicidades y código en tensión diferencial. En esta anterioridad de la imagen lo que está en curso no es ya la oposición simple de dos principios antagónicos, sino la vacilación en un diferencial sin topología.
La imagen ruiciana no es exterior a la narración, no subsiste afuera de las dialécticas narrativas. El cliché, la articulación narrativa, es condición necesaria de la imagen. No es, sin embargo, condición suficiente. La imagen, según Ruiz, tiene lugar, abasteciendo las dialécticas narrativas y excediéndolas al mismo tiempo, erosionándolas en ese abastecimiento en la medida de lo posible. Rostro jánico de la imagen como poder y como potencia; como contención y como multiplicidad. Es en esta erosión destituyente en medio de la tenacidad de lo instituido donde reside la cualidad afirmativa de la imagen ruiciana. Es por esta potencia afirmativa de la imagen que desobra el cliché que la poética ruiciana de la imagen es también una política; una poética-política, una diegética no narrativa de la imagen producida, entre otras cosas, a través de la multiplicación de relatos que interrumpen y discontinúan la acción, la diégesis narrativa.
11. Política de la imagen no quiere decir en Ruiz, entonces, dialéctica o química gubernamental de la imagen que articula su diferencial en una unidad o conflicto central, como la Iglesia;[53] sino, de contrario, potenciación de la multiplicidad o carga irreductible de la imagen, por más gobernable que se disponga; potenciación de la virtualidad incontinente por más contenida que esté; potenciación de su vagabundeo y devenir. En este sentido la imago política en Ruiz se ejerce como política suspensiva, como dialéctica o diégesis narrativa en suspenso, para decirlo con Benjamin.
En la inmanencia de la gubernamentalidad de las imágenes la poética de Ruiz activaría una política a contrapelo de tal gubernamentalidad. ¿A dónde lleva esta poética de Ruiz? ¿Qué es lo que persigue? Una diégesis no narrativa, una diégesis metamórfica no lleva ni conduce a lugar alguno. Lo relevante en ella es no estabilizarse, no detener su devenir en desenlace, meta o representación alguna. Eso es lo que busca y hace la diégesis narrativa, cuya multiplicidad y riqueza de vectores contrarios colaboran, enriquecen, vitalizan su representación, su estabilización. ¡Lo relevante de la diégesis metamórfica es entrar en devenir. No sólo no ir a ninguna parte. Tampoco estar en lugar alguno, en alguna estabilidad, identidad o ser, en un género o una especie. Representar, consignar, ser esto o estotro, afirmar, oponerse, es lo redundante, el movimiento articulado de/en la hegemonía, el a priori material instalado, las narraciones, representaciones y enfoques oficiales (incluyendo en ello a los contra-oficiales) en medio de lo cual la diégesis metamórfica opera un devenir.
En esta dirección la poética del cine de Ruiz, mucho más que un tratado de práctica del cine constituye un conjunto escriturario que desde su diversidad de soportes intenta averiar la comprensión occidental de la imagen como representación, como diégesis narrativa expandida y dominante.
12. La antipoética ruiciana de la imagen se desenvuelve en medio y a contrapelo de una pluralidad de dispositivos de gobierno de las imágenes, locales y planetarios, específicos y transversales, soberanos y comerciales. Dispositivos a través de los cuales el poder como imagen y el poder a través de las imágenes se acumula “depredando cualquier idea susceptible de restringir su radio de acción”,[54] naturalizándose paulatinamente como el sistema normativo que transfiere “sus reglas a la mayor parte de los centros audiovisuales a lo largo y a lo ancho del planeta; con sus teólogos, sus inquisidores y sus guardianes (…) condenando toda ficción que contravenga aquellas reglas”.[55]
Es bajo el nombre “Hollywood” que Ruiz nos dispone en medio de un paisaje plural de los poderes de la imagen y de los poderes como imagen. Cuando nos referimos a los planteamientos que Ruiz desarrolla respecto del poder de las imágenes y su empatía de masas metonimizado en “Hollywood”, se hace imprescindible acotar, aunque sea provisoriamente, lo que Ruiz entiende por Hollywood, que no es co-extensivo, ni mucho menos, a “cine norteamericano”. Tal comprensión puede cifrarse bajo los siguientes tres vectores: a) el paradigma narrativo industrial —que Ruiz llama también modelo estratégico— cuyo nudo intencional remitiría a la expansión planetaria imperial de un tipo particular de diégesis o dialéctica de la imagen; b) la teoría del conflicto central, que constituye el principio orgánico de constitución del paradigma; c) la imagen utópica, que reúne imperialidad y organicidad bajo el principio del código. En estos tres vectores referidos, Hollywood trasciende su suelo territorial de proveniencias y parece no encontrar límites en su hegemonía territorial, alcanzando incluso el rango de “planetaria” y “totalitaria”,[56] siendo ya “muchas sociedades las que han terminado por adoptarlo”.[57] Hollywood, su poder de inclusión territorial, es directamente proporcional a su poder de exclusión cualitativa, como si sólo pudiera expandirse geográficamente a condición de un adelgazamiento cualitativo de las imágenes. Mientras más se perfila cambiariamente, más bloquea su inclusividad cualitativa, como si sólo pudiera expandirse territorialmente a condición de adelgazarse cualitativamente, encaminándose paulatinamente hacia la homogeneización de su diversidad.
Por este círculo de inclusión excluyente, de expansión descualificadora, es que Ruiz lo denomina, también, “paradigma depredador”.[58] Su antropofagia habría alcanzado mayor intensidad en lugares en los que sus adversarios habían depositado las mayores esperanzas de contenerlo. Francia, Inglaterra, Italia, la Unión Soviética se anexaron a poco andar a este paradigma evidenciando, según Ruiz, la más feroz hostilidad hacia la experimentación no narrativa, mayor incluso que la propia hostilidad Hollywoodense.[59]
13. Si el paradigma narrativo industrial junto a la teoría del conflicto central considera también, para Ruiz, los ejes del realismo mágico y la historia eterna[60] —en los que no podemos detenernos ahora— es la teoría del conflicto central, la ley de la evidencia y la continuidad narrativa, y la imagen utópica, la que básicamente lo articula.[61]
La teoría del conflicto central es un sistema de ideas que subsume bajo su diégesis y unidad causal y de acción cualquier otra idea, circunloquio, digresión, virtualidad, susceptible de demorar, desviar, relativizar, restar necesidad, interrumpir la coherencia narrativa. Bajo su eje aglutinador, los eventos digresivos, las secuencias hiperbólicas, los efectos especiales de la puesta en escena serán incluidas y formarán parte de la trama sólo mientras puedan ser integradas a la fluidez y concatenación necesaria y sin desvíos, añadiendo cohesión y tensión al movimiento narrativo de la fábula,[62] a su unidad, su tensión, su entre-tensión, su pathos gobernado. Lo que el conflicto central definitivamente excluye, a condición de disolverse él mismo, son las “acciones que se suceden en paralelo en distinta dirección como devenires rizomáticos —para decirlo con Deleuze—, o como hebras consteladas —para decirlo con Benjamin—, autores ambos desde temprano caros a Ruiz. Devenires, hebras, virtualidades, que la imagen-Ruiz pondrá a coexistir heterocrónicamente en paralelo, como mosaico, sin criterio central que las organice.
Otro aspecto clave del paradigma narrativo, ligado a la unidad de la narración, es la entretención de las acciones en un relato único, de concreto armado. Y a través de ello la captura de la atención de unos miles o millones de espectadores durante horas, asegurando el film contra los paralelismos que activan el aburrimiento.[63] Esto supone que los espectadores reconocen el juego, que son inmanentes a su lógica y su verosimilitud. En este sentido puede decirse que a través del espectador producido por el cine, el cine mira cine y quiere más cine.
Se puede hablar, en ese sentido, del cine comercial como de un espacio social totalitario por excelencia,[64] de una coincidencia asintótica de vida y cine en tanto imago-poder. Entre la acción gubernamental-política, la acción cotidiana, y la acción cinematográfica-telemedial, se crean lazos de intercambiabilidad, compenetración, empatía e identificación.[65] Las fronteras entre esos mundos tienden a esfumarse.[66] En la medida en que la actividad cotidiana, la acción gubernamental o política y las pantallas van siendo inscritos en la misma verosimilitud, dominados por la misma plasticidad de representación y narración, bajo la regla de oro que exige que los acontecimientos, antes que ser reales, tengan que ser verosímiles, ajustados al paradigma, al esquematismo del conflicto central expandido,[67] ya no se tratará solamente de nuestra complicidad con tal o cual suceso del mundo audiovisual, sino de la complicidad formal de cada uno de nuestros “yo” con los múltiples “ellos” modelados en la pantalla abierta.[68] Un sincronismo tal entre la teoría del conflicto central, el sistema político dominante y la vida de todos los días no deja de ser un caso extraño, infamiliar. Pero más extraña e infamiliar es todavía su aceptación por la mayor parte de los países del mundo[69] convertidos a ese juego con alto rango de docilidad para adoptar el punto de vista del protagonista o de la fábula.
14. El sentido de uso que en Ruiz tiene la noción de paradigma ha sido tomada explícitamente en préstamo del historiador de las ciencias Thomas Kuhn[70] ,y remite a dos ordenes de cosas que resultan de interés para esta exposición: por una parte, a un “canon de normas que se siguen expresamente o de manera inercial; y por otra —y esto es lo que más enfatiza Ruiz— a una “panoplia de opiniones inconscientes”, a un “corpus de opiniones que involuntariamente se siguen”, pero también de afectos e inclinaciones imperceptibles. De ese modo el paradigma narrativo suma a su poder unificador el potencial dispersivo de multiplicidades, las cuales en su detalle y diversidad, otorgan más vivacidad y verosimilitud a la diégesis, la representación, el cosmos construido. La plasticidad del paradigma narrativo, abierta a la multiplicidad de lo singular, dejándose ir en la selva de particularidades dispersivas, termina organizándolas bajo una estructura, una historia, una totalidad, un centro de sentido. Así, la tempestad de polvo de signos de la que hablaba Moholy-Nagy, en vez de perseverar en un devenir sin centro ni finalidad, se aglutina en la coherencia causal de una sola acción, es puesta a trabajar para la representación, la consigna, el programa, el partido, la iglesia, el sindicato, la historia, la empresa, el capital. En este predicamento de unificación, la panoplia de deseos dispersivos queda siempre lista para ser subsumida en la verosimilitud narrativa, el “modelo estratégico”.[71]
El paradigma “narrativo industrial” se constituye como una pluridialéctica de gobierno de la imagen y de la vida, una plasticidad versátil de contención que se entromete por doquier en los recodos y pliegues de la inmanencia, como un sistema más o menos abierto de juicios y prejuicios, de gusto ready-made o ready to wear. Consolidada como una especie de esquematismo de masas (Adorno), la panoplia de opiniones inconscientes está “siempre lista” para subsumir lo amenazante o dispersivo. Más que estar a la vista, esta panoplia constituiría los ojos con que vemos, y en este sentido pasa desapercibida en su omnipresencia como órgano invisible desde el que se mira. Así, escribe Ruiz, “cuando entramos en una casa desconocida con apenas divisar un aspecto exterior de la casa y la disposición del amoblado del salón, configuramos una opinión del resto y del tipo vida que allí se hace”.[72] En cuanto a su extensión, “este paradigma rige hoy por hoy, en el mundo entero”.[73] Presupone, por tanto, una masa transnacional de consumidores que conoce, se reconoce y opera automáticamente a partir de la evidencia y la causalidad narrativa, evidencia compartida por muchos,[74] en el sentido de que las masas afirman y niegan, incluyen y excluyen, a partir de dicha evidencia y su juego de límites. En este sentido, paradigma y masa operan estetizadas bajo la misma verosimilitud, la misma dialéctica de inclusión/excluyente como espacio totalitario por excelencia. Estetización que naturaliza estándares de excelencia para la financiación, producción y circulación de la imagen.
Ya en el contexto de la producción cinematográfica de la Unidad Popular Ruiz leía cómo el paradigma narrativo, en su versión socialista suramericana, se había apoderado de las prácticas vanguardistas. “Este cine, prescindiendo de la mayor o menor calidad de los realizadores, favorece una política centralizada y monopólica de la información. También es cierto que ese monopolio de la información en una cierta etapa de la evolución del país va a ser decisivo. En una etapa de guerra, el monopolio puede cumplir un papel fundamental. A lo mejor después se vuelve anquilosador y creador de oficialismos fuera de lugar. Creo que los peligros y las ventajas son evidentes. Si hay algo que se puede decir de muchos de estos cortometrajes es que son ediciones ilustradas de El Siglo o Punto Final. El filme Primer año de Patricio Guzmán es un largometraje concebido a la soviética”.[75]
15. Bajo el concepto de “imagen utópica” Ruiz desarrolla un eje, tal vez nuclear, del paradigma narrativo industrial. Digámoslo del siguiente modo: si la diégesis narrativa es antes que nada unidad[76] de las acciones en una acción total, entonces la narración es otra cosa que circunloquio, vagabundeo, deriva, discontinuidad, interrupción de los hechos y acciones en la agregación conjuntiva de relatos lacunarios; otra cosa que mosaico de personajes en un mismo actor, o mosaico de actores en un mismo personaje; otra cosa que co-existencia de tiempos paralelos en un “ahora” de la diégesis. La narración tiene que ser algo más (heterós tí) que el agregatum de elementos, “algo más” que posibilita que el agregatum se organice y constituya como totalidad u obra, como representación. Ese algo más ha de ser otra cosa que el agregado de elementos, de lo contrario la acción se dispersará. Ese algo más tiene que ser excepcionalmente algo más, algo que ha abandonado el terreno del agregado y alcanzado el rango de principio que contiene, detiene, forma, informa, encauza y dispone los elementos en una completud o totalidad bajo una finalidad o teleología. Ese elemento otro, y lo digo dejando de lado, por ahora, la problematicidad que el asunto encierra, es lo que Ruiz denomina imagen utópica, una especie de imposible cotidianamente posible, lo verosímil cada vez más dominante para Ruiz. Así un rey, por ejemplo, un “yo”, en tanto cetro y centro de gobierno, en tanto “imagen utópica”, tendrá que excluir de su imagen toda instancia de dispersión paralela, aplicando para ello técnicas de limpieza que controlarán al límite la nitidez de su empatía. Para reunir la multiplicidad de su cuerpo, la imagen ha de reunirse primero consigo misma sin diferimiento alguno, sin multiplicidad, como un código. “Arnold Schwarzenegger —escribe Ruiz— explicaba que, en adelante, Hollywood no produciría más que imágenes de aquellas que la especie humana adora. Historias-ídolos previstas en guiones de concreto armado y dirigidas según reglas que tienen fuerza de ley. Por definición, las imágenes, las historias destinadas a todo el mundo, no existen en un lugar particular: son utopías (…) cuyo deber de transparencia les prohíbe el secreto y la singularidad. Por el momento, los modelos utilizados para aquellas imágenes son las “stars” (…), pero muy pronto toda conexión con gentes y cosas preexistentes será supeflua”.[77] “Si el mundo de hoy es aterrador, es porque se ha convertido en terreno favorable al desarrollo de utopías. Por todas partes en el mundo brotan las multinacionales, organismos sin lugar”.[78]
Ese guión-código depurado de toda singularidad, reducido a primariedad formal abstraída de cualquier carnación sería, a la vez, la monedita de oro que puede rendir como cambiabilidad infinita cayéndole bien a todos en general y a nadie en particular, compareciendo como catarata infinita de representaciones que no singulariza nada: ley del valor de la imagen. La imagen utópica como valor de uso de valor (de cambio) de la imagen que emula la pluralidad de las cosas homogeneizadas como código.
16. Para Ruiz, sin embargo, el paradigma narrativo industrial en su poder de inclusión territorial sería, al mismo tiempo, una delgada capa de mediaciones que flota en un abismo inconsciente. Es en medio de la multiplicidad inconsciente donde la dialéctica narrativa hace su dibujo, ejerce su contención y se estabiliza.
La tensión entre el paradigma narrativo y lo inconsciente no tiene, para Ruiz, un carácter binario como la metáfora de la delgada capa parece sugerirlo. Es en medio de la dialéctica narrativa que la multiplicidad vagabunda ejerce su ilimitación erosionando los bordes y contratos; y en medio de la multiplicidad vagabunda que la dialéctica narrativa ejerce su contención. El paradigma narrativo y la multiplicidad vagabunda se dan cita, pliegan y tensan potenciándose y depotenciándose mutuamente. La narración es violencia contra lo ilimitado; la multiplicidad violencia contra el límite. Inmanentes entre sí, estas violencias constituyen la doble faz, el rostro jánico de la inmanencia. Y es ahí donde estamos y tenemos que permanecer.
17. En la poética de Ruiz la imagen produciéndose determina la narración, la diégesis del filme, el universo, el acontecimiento propuesto por éste en su ventana empática, transparente, a través de la cual el espectador se sitúa más o menos inmediatamente en lo que ocurre, la constelación de sucesos y acciones, personajes, parlamentos, textos y tonos, sonidos y melodías, paisajes y decorados, objetos y perspectivas, desplazamientos en el espacio y en el tiempo, en fin, el infinito detalle del cuerpo de la imagen. Pero en la poética de Ruiz la imagen produciéndose determina la diégesis del filme no como constelación de sucesos, acciones, personajes y desplazamientos que tienen lugar en un marco de articulaciones causales y desplazamientos sucesivos en el espacio y el tiempo; sino que determina una diégesis no narrativa en la que lo que tiene lugar y ocurre es la metamorfosis continua del marco, del espacio, del tiempo, del cuerpo mismo de la imagen. Diégesis metamórfica en la que ni el marco, ni los espacios ni los tiempos, ni las acciones, ni los personajes llegan siquiera a unidad y están en devenir tal como los elementos de un guiso a medida que avanza su cocción.
Son muchas las fórmulas con las que Ruiz reitera el parti pris de su poética: es la imagen producida (o produciéndose) la que determina la narración. Todas ellas apuntan a un desencadenamiento de la imagen sin guión, sin libreto o libro previo; una escritura de la imagen que, sin cuento, sin fábula, “pero con acontecimientos”,[79] se cuenta, se explica sola, en una diégesis desde su singularidad abierta en la contingencia de un devenir sin a priori ni teleología. Y es esa escritura singularmente desencadenada la que determina ahora una diégesis ajena al paradigma narrativo e infracta afirmativamente en este. Diégesis de la imagen desde la imagen que, no encadenada ya al rigor narrativo de un mito o guión previo, se desencadena desde la singularidad de su rigor. Porque no se trata, lo sugerimos desde ya, de la mera improvisación o de búsqueda experimental más allá del guión, que presupone siempre el guión más allá del cual supuestamente se experimenta. La escritura que Ruiz pone en curso filmando in media res no experimenta ni mucho menos improvisa sino que responde in situ, en cada caso, el dictado de la imagen, de “algunas imágenes (…) que se van encarnando en paisajes y gentes (…) según magnetismos y fuerzas capaces de provocar apetencias de otras imágenes que se vinculan en un ordenamiento secreto, escondido y proliferante”,[80] liberando una diégesis cuyas peripecias contrastan, por decir lo menos, con las peripecias de la diégesis narrativa.
La imagen-Ruiz se traza en paralelo al paradigma narrativo y a su diégesis,[81] paradigma que luego de un uso prolongado y cada vez más expandido se ha vuelto sólido y vinculante para muchos pueblos que han terminado sustantivándolo como naturaleza universal de la imagen. La diégesis de Ruiz afirmando su singularidad en medio del paradigma narrativo y de su a priori material instalado defrauda los hábitos y esquemas adscritos a dicho paradigma, defrauda su tópica, su dinámica, su economía, su política, su estética, su moralidad, su eficacia. Sin embargo, más que defraudar ese canon de la imagen con todo lo imperial y hegemónico que sea, más que oponerse y contradecirlo, más que situarse (y situarnos) en el génesis de la diégesis narrativa haciendo retornar en su representación acabada la escena que ésta reprime para erigirse,[82] averiando dicha representación en ese retorno, la poética de Ruiz afirma en paralelo a esa diégesis, una diégesis no narrativa, una escritura de y desde la imagen que en su devenir friccionará colateralmente con dicho paradigma, porque es en medio de él que se desencadena. La profesión de fe ruiciana no busca situarnos en el génesis o en algún momento del génesis de la diégesis narrativa quebrando su empatía. Más que el retorno de lo que la imagen narrativa excluye para constituirse, la poética ruiciana intenta situarnos en el devenir sin génesis de lo que de múltiples maneras finalmente Ruiz denomina imagen metamórfica, no como paso de una forma o metáfora a otra y a otra y otra —porque de este modo no se sale de la traslación narrativa eslabonada— sino como variación de la cualidad sin traslación, variación de la cualidad que se sustrae a la unidad, la identidad y totalidad del personaje, de la acción, del filme; a resguardo, a la vez, según rigores de otro tipo, del mero revoltijo o empastamiento gris, como en la cocción lenta de un buen guiso o un buen vino, cuyo bouquet no se estabiliza nunca ni cierra en tal o cual sazón, y más bien se abre como tal y cual, y cual y cual y…
En este sentido la profesión de fe ruiciana desagrega y desencabalga cualquier historia oficial obedeciendo los dictados de la imagen, planos secuencias posibles, composibles e incomposibles en mosaico. Para hacerlo cuenta, tiene que contar, en primer lugar y negativamente, creo, con el emplazamiento en el cual se ejerce, es decir, la inercia de la diégesis narrativa en su capacidad instalada de gusto, espectadores, redes de exhibición y consumo efectivamente dispuestas; libros, intelectuales, historias del cine, empresas productoras y distribuidoras, salas, circuitos. Cuenta también, afirmativamente ahora, no con un guión o libreto, pero sí con portulanos o indicadores singulares afincados en la experiencia de un deseo, que siguen en cada caso el dictado de la imagen en su devenir.
La potencia metamórfica no germina si no experimenta permanentemente en su performance los rigores e inercias de la diégesis narrativa que por doquier la rodea. La potencia de la imagen metamórfica no tiene lugar si no se lo hace erosionando en medio de la propagación de la imagen narrativa que permanentemente la asedia. De ahí que los portulanos y anotaciones, pero sobre todo la experiencia ejercida in situ, resulten clave. Oír el dictado de la imagen centrípeta o metamórfica, requiere, en cierta manera, acallar la amplificación del paradigma narrativo.
La imagen producida que determina la narración obedeciendo rigores figurales, por así decirlo, no compositivos, no argumentales, no causales, y a punta de experiencia, desestabilizando en cada plano su unidad en la variación cualitativa. Cada fragmento del puzzle o filme exigirá, en su dictado, inscribirse en otros –indefinidos– puzzles composibles e incomposibles entre ellos, multiplicando cada puzzle y el filme referencial desde cada plano, levantando en cada imagen filmes virtuales en paralelo,[83] como si cada plano de un film de quinientos planos se convirtiera en filme principal, y estallara el principal en quinientos filmes;[84] como si hubiera fragmentos de filmes por todas partes y filme en ninguna; como si hubieran filmes por todas partes y fragmentos por ninguna, es decir: como si la totalidad (del filme o del fragmento) hubiera devenido fragmento. Y lo mismo con los actores y las acciones –siete o seis actores que ocupan sin aviso un mismo personaje; siete o seis personajes que en cualquier momento uno a uno, sin aviso y sobre la marcha, poseen a un mismo actor (dybbuk).[85] Y también con los planos, como si cada plano de cada objeto se volviera objeto, y cada cualidad de cada objeto se volviera plano o saltara sobre éste para convertirse en filme, en una especie de cava en que en la cocción de cada elemento abandonara toda inercia de representación, estrato, escala, y adquiriera otra y otra en otra parte y en otra, etc.
18. En la Poética de Aristóteles, el encadenamiento estructurado de acciones, acontecimientos y nombres, existentes o ficticios, en una sola acción (mia praxis)[86] completa y unitaria, de magnitud fácilmente memorable, según ordenamiento causal inalterable (si se transpone un elemento se disloca el todo), guía y gobierna la diégesis narrativa, los acontecimientos en sucesión verosímil o necesaria. Guía y gobierna las peripecias y agniciones, el yerro, el cambio de fortuna, lo más o lo menos patético, el nudo y el desenlace; guía y gobierna el prólogo, el éxodo, el párodo y estásimo, los episodios; también el ritmo, el canto, el verso, lo maravilloso, el lenguaje y los aderezos, el grano de la voz, la decoración, la melopeya y la elocución, la retórica, el pensamiento y el carácter, las actitudes, los gestos, el coro. Guía y gobierna hasta en los últimos detalles la “infinidad de cosas”, excluyendo cualquier elemento que debilite o amenace desagregar la estructura de los hechos y la unidad de la fábula.
De modo que la composición posible (dynaton) según verosímil (eikos), en continuum teleológico, tutela el espectáculo (opsis),[87] el cuerpo, el emplazamiento y las materias de la representación (mimesis), sea cual sea el soporte en que ésta se encarne, un texto escrito, un relato oral, un montaje teatral. La unidad preside la diégesis narrativa y el cuerpo de la imagen en todos los estratos, vigilando que lo irracional (álogon), las materias, no averíen la fuerza de la mímesis o representación. De esto se sigue la posibilidad de prescindir incluso de la puesta en escena (opsis) de la obra sin sacrificar su cometido pedagógico-político, porque la fuerza de la tragedia nace de la estructura de la fábula de modo que quien la lea o escuche experimenta su drama.[88]
De la subordinación de la imagen a la narración no se sigue, en cualquier caso, la extinción del cuerpo, materialidad o multiplicidad de la imagen. Aristóteles comprende la obra desde la subordinación de su cuerpo a la unidad narrativa o fábula,[89] pero de ningún modo comprende la obra como discurso puro del alma, como código incorpóreo. La sola puesta en escritura o en voz, es ya un modo de encarnación espectacular de la fábula. El texto escrito es ya un espectáculo. Un espectáculo diegético, sin embargo.
En Aristóteles, entonces, la diégesis narrativa preside y gobierna la producción de la imagen, de manera que antes de ser producida, durante su producción y después de ser producida, antes que nada es narración, diégesis subordinada a la narración, al “decir” (logos). La imagen siempre dice algo, narra algo, es imagen de algo. Su opsis des-aparece en la verosimilitud narrativa, incluida –no extinguida– en ella por exclusión.
19. Constituirse como diégesis narrativa es la condición necesaria de la obra poética. No es, sin embargo, su condición suficiente. Junto a la exigencia de erigirse como unidad narrativa y representar de modo excelente una acción completa y unitaria, Aristóteles dispone para la obra poética una exigencia más básica aún. Exigencia que él mismo denomina “filosófica”.[90] Si la condición necesaria de la tragedia es el tratamiento verosímil y felizmente articulado de acciones humanas —tal o cual parricidio, incesto o regicidio, etc.—, es a través de ésta, su condición necesaria, que la tragedia trata de su asunto principal o condición suficiente, a saber: lo que podría suceder,[91] lo posible (dynaton) de ocurrir. Lo posible de ocurrir, es decir, lo que ocurre siempre, lo que siempre, en cada caso, está sucediendo. Y si damos este salto es porque lo que siempre, en cada caso, está sucediendo, está sucediendo como dynaton, como posible de ocurrir pues, si antes no fuera posible, no ocurriría.[92] Lo que siempre, en cada caso, está sucediendo, es aquello en que todo lo que ocurre, y también lo que no ocurre pero que podría ocurrir, tiene lugar. Eso que siempre, en cada caso, está sucediendo como aquello en que lo que ocurre o podría ocurrir tienen lugar, es lo que Aristóteles denomina lo posible (dynaton) de suceder.[93] Lo posible preside, entonces, lo que acontece otorgándole un carácter contingente: podría no haber ocurrido o haber ocurrido de otra manera.
En la tragedia lo posible (dynaton) preside lo que ocurre. La tragedia trata de lo que podría ocurrir. Trata de lo que podría ocurrir pero no en general, sino según verosimilitud (eikos). De modo que en ella las acciones humanas representables lo serán no sólo respecto de lo posible en general, sino respecto de lo posible según verosímil.
20. Lo posible (dynaton) según verosímil (eikos) sería la ciudad-Estado, la polis, la política, la poética, el acontecimiento, la contingencia en la que en cada caso, según verosímil (eikos), estamos.
Siempre estamos, dicho ahora con Freud, en cada caso, en lo simbólico, en una articulación secundaria y contingente del primario. Siempre estamos en el incesto, el parricidio, el asesinato, la peste, lo insepulto, el cadáver, el estiércol, lo escatológico, el deseo, la libido, la primariedad, el ello, pero gobernado en una secundariedad (eikos).
Lo posible-verosímil, entonces, dos nombres para Aristóteles: Edipo y Sófocles. Toda obra de arte —y toda obra o composición política— habrá de ser como el Edipo de Sófocles, una rigurosa contención y articulación diegética del primario en el secundario, un modo de llevarse y de habitar contingente y verosímilmente la primariedad (skoor, soorós).
En tanto la obra trata de lo posible-verosímil como gobierno contingente del primario por el secundario, la obra a la vez de ser poética es también política. Para Aristóteles, lo poético de la obra es al mismo tiempo político, entendiendo por político, el gobierno verosímil de lo posible de suceder, es decir, el gobierno según verosímil de la contingencia, la polis y la peste (de Tebas), lo primario y lo secundario, lo álogon y la forma, la physis y la dialéctica (metaphysis).
21. La poética diferencia, entonces, las obras que tratan del gobierno de la contingencia según verosimilitud, las obras que tematizan lo verosímil como política de y en la contingencia; de aquellas obras que sólo redundan de modo excelente en lo verosímil sin tematizarlo. Estas últimas, por cuestión de buen oficio, a menudo pasan por poemas, pero en realidad sólo son artesanías excelentes que no satisfacen la condición suficiente de lo poético ni de lo político: tematizar lo verosímil, lo posible de ocurrir en medio de la tensión entre un primario y un secundario dispuestos.
Lo poético no se jugaría para Aristóteles, entonces, en la mejor o peor artesanía para representar acciones humanas ficticias o históricas, en prosa o en verso; sino en la tematización, según verosímil, en cada caso, de lo que ocurre como aquello que ocurriendo podría no haber ocurrido o haber sucedido de otra manera a como sucedió. Lo poético se jugaría para Aristóteles, entonces, en la tematización, según verosimilitud, en cada caso, de lo contingente, es decir, de lo que en cada caso padecemos como contingencia, como aquello que nos ocurre habiendo podido no ocurrir o habiendo podido ocurrir de otra forma.
22. La contingencia se da, por tanto, como pasión de la contingencia, pasión justamente por su carácter contingencial. Pasión que constituye el horizonte de lo que “humanamente” se desenvuelve como vida.[94] Lo poético tematiza, según verosimilitud, la pasión o el padecimiento de la contingencia —lo que podría ocurrir. No se agota ni mucho menos, entonces, en el mero padecimiento de la contingencia, sino que se desarrolla como una política de ese padecimiento o pasión; como política, según verosímil, de la pasión, de las pasiones de/en la contingencia. La poética consistiría en una política de gobierno de las pasiones de/en la contingencia. Según verosímil. Hay una poética y una política de las pasiones en la poética de Aristóteles. Hay una poética y una política de las pasiones en la poética de Ruiz.
23. Ruiz concordaría con que lo político de la imagen-arte dice relación a la tematización de lo verosímil, así como al desarrollo de una poética-política de las pasiones. Llama Edipo (2004, Italia) a un filme que tiene como único o principal asunto el de la obra de arte: el retrato, el paisaje, los cuadros vivientes, la escultura viviente, la performance, la fotografía, el drama, el canto (lírica); como si la obra de arte, para ser tal, debiera comportarse básicamente como el Edipo, es decir, tematizar lo verosímil, la pasión de la contingencia en una política de tal pasión.
Si bien para Ruiz el asunto de la imagen-arte o de la imagen-cine también puede definirse como tematización de lo posible, de la imagen posible, de lo posible como imagen, de la imagen que podría ser, dicha tematización no estaría en función del gobierno de lo posible (dynaton) según una verosimilitud pre-dada que subordine lo posible en una diégesis narrativa encauzada teleológicamente y pre-dada, como para Aristóteles. Si bien para Ruiz el asunto de la imagen-arte o de la imagen-cine también puede definirse, reiteramos, como tematización de lo posible, de la imagen posible, de lo posible como imagen, dicha tematización hace lugar a una posibilidad de la imagen según lo que la imagen dicta produciéndose in media res desde su estricta posibilidad, y no desde la posibilidad previamente enmarcada, resuelta en un orden narrativo, un libro, un guión, una determinada verosimilitud. En Ruiz es la imagen produciéndose la que determina o exhibe, va exhibiendo su posibilidad, su diégesis. De modo que su verosimilitud es efecto de su posibilidad y no su posibilidad resultado de un mito, un marco de articulaciones causales y desplazamientos sucesivos pre-dados. En este sentido es que la imagen dictándose desde su propia fuerza determina una diégesis metamórfica, no narrativa, que al variar de cualidad, según dictado de su proceso, no llega nunca a unidad de acción, de personajes, de film, y está en devenir permanente tal como los elementos de un guiso ya sin género ni especie y que cambia y es otro y otro a medida que avanza su cocción. Esta ilimitación de la imagen produciéndose encontraría, sin embargo, un detenimiento en su modo de producción cinematográfico en el dispositivo cine. Aunque ya hemos sugerido que la reflexión sobre la imagen, en Ruiz, no se subordina al modo de producción cinematográfico.
Más que una política de gobierno de lo posible de la imagen se trataría, para Ruiz, de una política del producirse de la imagen desde su posibilidad en cada caso. Lo político de la imagen-arte, para Ruiz tendría que ver con la afirmación de una diégesis desde las propias fuerzas de la imagen, una diégesis de la imagen desde su propio dictado, y no de una diégesis según fábula previamente estructurada.
24. La variación de énfasis de la poética de Ruiz respecto de la de Aristóteles tiene varias consecuencias. La primera, e insistimos en ello, es que para Ruiz el tratamiento de lo que ocurre siempre, más seguir el guión o dictado de una fábula o acción unitaria, un conflicto o comité central, sigue el dictado diegético de las fuerzas y multiplicidades de la imagen desenvolviéndose in situ. Ruiz entendería la política y la poética de la imagen-arte como una diégesis afirmativa de la imagen misma en medio de una contingencia de las imágenes gobernada por la verosimilitud del paradigma narrativo en su pluralidad de manifestaciones. El devenir de la diégesis de la imagen produciéndose desde su propio dictado erosionará, en su afirmación, la verosimilitud de la imagen desplegándose con arreglo a la fuerza dialéctica del principio narrativo, la unidad de su fábula. Chocará con la iglesia, el partido, el gobierno, en tanto imagen y diégesis narrativa según comité o conflicto central.
25. La “convicción” ruiciana de que es la imagen producida lo que siempre determina la narración, no quiere decir, como se ha comprendido otras veces, que la narración sea la que ahora se subordine a la diégesis afirmativa de la imagen, como si la imagen hubiera superado su posición tradicional aristotélica de subordinada a la fábula, posicionándose ahora como el principio no narrativo que subordina a esta. Lo que el parti pris de Ruiz –es la imagen produciéndose la que determina la narración– propone en su poética del cine sería más bien que el paradigma narrativo imperialmente subordina, gobierna, estetiza la posibilidad de la imagen, reduciendo y conteniendo su cuerpo, sus fuerzas, su vagabundeo constitutivo, estabilizando su afirmatividad de sensaciones y pasiones en la redundancia de consignas y clichés de entretenimiento al uso. El parti pris de Ruiz en su afirmación, lejos de invertir la diégesis narrativa, hace visible lateralmente su “carácter depredador”, su inclinación cierta a gobernar la inquietud de la imagen, a encabalgarla en estándares de reconocimiento, su inclinación a sujetar su diégesis metamórfica que no hace unidad, linealidad ni totalidad representacional.
26. Insistamos una vez más. ¿Qué querría decir multiplicidad de la imagen, o multiplicidad como imagen, o imagen multiplicidad? ¿Qué significaría imagen que deviene y varía sin llegar a unidad, a identidad? ¿Qué se diría cuando se dice “imagen metamórfica”? ¿Qué se diría, por lo mismo, cuando se habla de imágenes que son imágenes de ninguna cosa, que no representan, no cuentan, no refieren algo? ¿Qué podría ser la imagen antes de un sentido? Lo categórico de la pregunta nos enseña, antes que nada, cuán inmersos y estetizados estaríamos en medio de la contingencia determinada como un campo infinito de consignas, códigos y clichés, esquemas y gustos narrativos; y cuán infamiliar resuena, en medio de ello, el principio ruiciano de la anterioridad al orden de la mímesis o la representación de la imagen produciéndose; cuán inútil se experimenta el sin finalidad, el sin cuento a que nos somete el devenir de muchos de sus filmes, la proliferación de personajes en un personaje, la proliferación de acciones en una acción, la proliferación de historias en una historia, la proliferación de tiempos en un tiempo, la proliferación de filmes en un filme: el mosaico de coexistencias a que nos somete su diégesis. En su filme Tres vidas y una sola muerte,[95] por ejemplo, todo empieza a ocurrir y seguirá ocurriendo como si el personaje o los personajes, la acción o las acciones, la historia o las historias que allí concurren, entraran en variación continua de su cualidad, en una metamorfosis sin eslabones o estadios, hasta conseguir una turbulencia transformacional, un puro interregno que es ya pura aproximación sin origen, sin medio ni destino. Puro interregno que, sin embargo, no ha de resultar mero desastre, sino expresión germinal, como la línea sin contorno de Pollock-Deleuze,[96] o el pequeño banquete en la Pintura Aeropostal de Dittborn, en el que ninguno de los elementos se basta a sí mismo, ninguno está vivo ni muerto, ninguno tiene edad, peso específico ni ha convenido su alcance o los efectos de su posición en el conjunto; ninguno es terso, áspero, blando o acuoso; y están dispuestos y disponibles a la espera de conexión para abandonar la inercia original.[97] Todo ocurre y seguirá ocurriendo en Tres vidas y una sola muerte como si en vez de que las acciones de los personajes nos sugirieran la cualidad de estos mismos, si buenos o malos, justos o injustos, felices o desdichados, o indecidibles, lo que ocurriera, más bien, es que la variación, la metamorfosis sin fin de la cualidad de todos ellos, disolviera los personajes, las acciones, las historias y nos fuéramos vertiginosamente hundiendo en al abismo de una multiplicidad cada vez más escasa de unidad, de unidad de carácter, de unidad de acción, de unidad de espacio, de unidad de tiempo, de unidad diegética. Y todo esto, por supuesto, no como si participáramos de una vertiginosa carrera hacia el desastre final, como en el descendimiento de un maelstrom a lo Edgar Alan Poe; sino más bien acosados por el aburrimiento a que la variación continua de la cualidad y la ausencia de acciones finalizadas nos dispone como experiencia; experiencia análoga a la de las largas esperas en un aeropuerto, cuando las secuencias de las acciones que efectivamente nos pre-traman, las fábulas institucionales a que cotidianamente pertenecemos, en las que estamos entretenidos, empiezan a desencabalgarse unas de otras, como en el cine lacunario del insomnio sostenido en que lo pasado y lo por pasar entornados en una tensión dispersa no decantan en foco alguno donde conciliar el sueño.
27. Multiplicidad no quiere decir, podrá adivinarse ya, muchas imágenes: una, más una, más una, más una… Multiplicidad no es un piélago de unidades que hace aglomeración. Multiplicidad es lo que no alcanza a unidad, ni a género ni especie, ni a representación ni a identidad, y cuya variación deviene conjuntivamente otra cualidad, y otra, cambiando continuamente su intensidad sin desplazarse. Antes que dejarse hipnotizar por las acciones y personajes —de la imagen narración[98]— hay que atender a la metamorfosis de la imagen que el filme es, la metamorfosis como imagen, como filme.[99]
Habíamos advertido lo descaminado que sería considerar la imagen multiplicidad subsistiendo afuera de las dialécticas narrativas. Nunca la imagen multiplicidad germina en un exterior a la narración. La inmanencia a la narración es condición necesaria de la imagen multiplicidad. No es, por lo mismo, su condición suficiente. Esta última sólo puede hacerse lugar en medio de la condición necesaria. Es abasteciendo la condición necesaria que la condición suficiente puede entrar en escena erosionándola, destituyéndola al afirmarse. Es en esta erosión destituyente, en medio de la tenacidad de lo instituido, que la poética ruiciana de la imagen se constituye, también, en una política de la imagen. Política de la imagen no quiere decir, en Ruiz, como lo señalamos antes, “gobierno” de la imagen ni gobierno a través de las imágenes (estetización), sino de contrario, política que afirma la multiplicidad de la imagen en la gobernabilidad a contrapelo de la gobernabilidad.
28. Esta imago-afirmativa ya en los 60 y 70 se apartaba estructuralmente de la imagen historia, la imagen acción, la imagen progreso, la imagen militante. Se distanciaba de la diégesis narrativa que en el contexto de la guerra fría se había apoderado también de los procesos revolucionarios latinoamericanos atrapados, como estuvieron, en la teleología del progreso, la filosofía de la historia, la filosofía de la victoria. Las políticas progresistas de la imagen que jugaban un rol capital en esos procesos intentando poner en marcha por fin una gran cultura y relato popular nacional continentalista anti-imperialista, sustrayéndose a las potencias de secuestro del paradigma narrativo imperial, esas políticas progresistas de la imagen, por más antagónicas que se promovieran, ya habían traicionado su propia intencionalidad al tomarse de la mano y dejarse llevar por la filosofía de la historia, la teleología de la victoria. En la épica del cine liberación (Solanas), o del cine de oro cubano (Gutiérrez Alea), en Chile films (Littin), el principio narrativo, la filosofía de la historia, había hecho ya la subsunción.
Es en medio de las narraciones que articulaba la Guerra Fría como guerra de filosofías de la historia antagónicas —guerra que tuvo en el cine uno de sus pivotes clave— que el principio afirmativo de la imagen a contrapelo de la narración, del programa, del partido, del queì hacer en y con la imagen, en y con el arte, irrumpióì precozmente en Ruiz. Sobre todo en un contexto en que el cine, la imagen cine, declaraba de sí misma que “antes que cine”, antes que imagen, era disposición y entrega a una consigna, una misión, un guión, una historia o filosofía de la historia.[100]
En 1972, en pleno desarrollo del programa filmográfico-televisivo-comunicacional del gobierno popular de Salvador Allende, Ruiz declaraba en la revista Primer Plano que su filme La expropiación,[101] y también Realismo Socialista,[102] se proponían reducir a mínima expresión los presupuestos políticos de la Unidad Popular.[103] Los presupuestos políticos que según Ruiz estaban en curso en el gobierno popular y la vanguardia cinematográfica popular –y en las artísticas en general– eran precisamente los del paradigma narrativo que operó como metafísica en común en la que se enfrentaban los bloques antagónicos de la guerra fría, y también los bloques antagónicos de la segunda y la primera guerra mundial; confrontación de dos o tres filosofías de la historia que abastecían el paradigma narrativo planetario. Para decirlo con una frase de Benjamin, autor que ya en los sesenta Ruiz leía y citaba en entrevistas y conversaciones: los combatientes que chocaron tejiendo una red humana de banderas y heráldicas antagónicas abastecieron, sin saberlo, el estilo de la tela en que estaban pintados. Estilo, en este caso, que no era otro que el del paradigma narrativo y la filosofía de la historia. Paradigma narrativo y filosofía de la historia que han de considerarse –póstumamente al menos– como expresión de la ley del valor en proceso de acumulación y subsunción real de la vida en el capital, capital privado o capital de Estado a escala planetaria; ley del valor en proceso de acumulación que, para decirlo a lo Marx, sin filosofía de la historia, sin teleología, sin sujeto, se expresa como filosofías de la historia enfrentadas. Filosofías de la historia enfrentadas –en la larga guerra del siglo XX– como valor de uso de valor capital en proceso de acumulación global.
Que los presupuestos políticos de la vanguardia popular que Ruiz critica en La expropiación y en Realismo Socialista estaban de suyo cooptados por la expresión narrativa del valor en proceso de acumulación se hace visible en las consignas programáticas del gobierno popular, su música, sus marchas y programas, los propios discursos del presidente Allende que Ruiz varias veces ironiza[104] y circunscribe: ¡avanzar sin transar! ¡avanzar sin cesar! ¡rompamos con el pasado! ¡que los muertos entierren a los muertos, con sus ideologías, sus esperanzas, sus prácticas obsoletas! ¡a luchar por el cambio! ¡no te detengas! ¡no mires atrás! ¡adelante! ¡adelante! ¡a conquistar el porvenir! ¡venceremos!
Lo que visiblemente está en curso en el paradigma narrativo es la conducción y la contención de la multiplicidad en el gobierno central. Lo que está en juego es la subsunción de los conflictos en la hegemonía capital estatal. Pero sobre todo el principio de gobierno o de gobernabilidad en que la ley del valor se expresa en la comprensión de lo político como capitalización de los conflictos. La poética y política afirmativa de la imagen ruiciana hará visible que la diégesis narrativa de las vanguardias anti-imperialistas-nacional-continentalistas constituye también expresión de una dominación.[105] Esa dominación no narrativa, no figurativa que moviliza sin teleología, sin filosofía de la historia, a las filosofías de la historia enfrentadas, es la ley del valor en proceso de valorización.
El proyecto cinematográfico de Ruiz, en todo caso, se distanciaba diametralmente del principio de una política centralizada, de una diégesis narrativa en tanto expresión de una fuerza acumulativa. Ruiz favorecía una política a ras de tierra que levantara tal compilación de acontecimientos que desbordara cualquier “cine de expresión central”,[106] favoreciendo un cine desde las multiplicidades.
29. Tempranamente, en medio de la guerra fría como conflicto central planetario y de su transición a la guerra intestina planetaria acentrada, anómica que se difunde y consolida hasta los confines en dispositivos de contención y endeudamiento por doquier que devalúan la usuariedad de los conceptos; antes y en medio de los golpes de estado conosureños, de la explosión de la imagen conflicto central en la imagen utópica como imagen de ninguna parte, Ruiz había desertado del horizonte del cine, de la imagen, como conflicto central y antagonismo de bandos teleológicos, militantes, que alimentaban la guerra fría como hegemonía mundo. El temprano gesto modernista de la escritura cinematográfica de Ruiz ya en El realismo socialista (1973), La expropiación (1972), En la colonia penal (197o); y más aún, estructuralmente sí, en Tres tristes tigres (1968) y en Nadie dijo nada (1971), ejerce un tipo de desobramiento no del bando enemigo desde el horizonte del bando amigo, sino del conflicto centrado de bandos que por desempeñarse en ese plano pierde de vista el plano general o la metapolítica de articulación acumulativa de la hegemonía kapital que sin bando se produce y reproduce a través de los antagagonismos bandálicos. El ejemplo ejemplar de este desobramiento lo cifra su film La vocación suspendida (1978), explanación sistemática de lo que ya había operado en diálogo de exiliados al escenificar el exilio chileno en Francia en una cotidianeidad sustraída de la épica de la guerra fría y de toda épica agónica o antagónica, escenificándola una sobrevivencia cotidiana analoga a la de una ronda interminable de peces en un acuario doméstico (cf. Ballet acuático, 2010), una especie de naturaleza muerta en que nada ocurre, no hay acción alguna, mientras todo deviene continuamente otra cosa, como en el cine de Ozu,[107] o de Casavettes,[108] etc. El Golpe de Estado no constituye para Ruiz, “la catástrofe política integral … ni la derrota de la única gran experiencia ético-política de la historia nacional” como en Marchant[109]; sino la visibilización una vez más, del conflicto central, del antagonismo amigo/enemigo como concepto modernizador de lo político en el pasaje hacia su crisis, a saber, la imagen utópica o de ninguna parte.
30. Dijimos al comienzo que la reflexión ruiciana de la imagen se abría a un horizonte de inherencia más allá del cine, horizonte que concierne a otros dispositivos de la imagen como la pintura, la escultura, la arquitectura, el cuadro viviente, la música, respecto de los cuales Ruiz no tiene una producción propiamente tal, aunque su cine activamente los cite. En esta citacionalidad copiosa la poética de Ruiz invoca performáticamente un cliché que desde hace más de un siglo glorifica al cine como arte de las artes, como séptimo arte que orquesta y consuma las seis artes que lo precedieron habiendo encontrado en él un modo eficaz de aderezarse, cooperar y realizarse en una suerte de ópera politécnica y polimática que incorporaría en su guiso, además de las bellas artes, los saberes y ciencias en una ronda de luces (…), una hoguera incomparable del talento universal.[110]
Con esta invocación del cliché que desde hace más de un siglo viene glorificando al cine, Ruiz empuña, por así decirlo, el dispositivo cine en una de sus monumentalizaciones consabidas. Monumentalización ésta que se habría propagado, imagen digital mediante, como tekhné global que ilumina el planeta.[111] No desde lo alto simplemente, por cierto, a través de la red satelital que no deja espacios de sombra,[112] sino horizontalmente, a través de las poblaciones vivientes sin espacios de sombra o tierra incógnita,[113] como una iglesia invisible que pasara a través de los cuerpos modulando su deseo, gobernando sus pasiones. Con esta monumentalización Ruiz empuña el dispositivo cine, si puede decirse, pero para hacer surgir desde ella ese otro cliché, más añoso aún, el de la muerte del arte en tanto muerte del cine, muerte de una de las tres raíces de la figura humana occidental (arte, ciencia, política, de cuño aristotélico y reiteradas en las tres críticas de Kant): “Entre las múltiples obras meritorias engendradas por el trabajo de duelo, a partir de la muerte del cine, nada es más revelador que la serie de películas que describen los pequeños hábitos de los cinéfilos que fuimos, un poco como se cuentan los usos y costumbres de un pueblo primitivo. Lo que esos films plañen es la desaparición del ritual de la sala oscura, de su ceguera platónica y de la inocencia de los cinéfilos, esos últimos hombres de las cavernas. Todo cinéfilo posee por lo menos una experiencia particular, objeto de su pesadumbre. La experiencia mía no es ni alegre ni triste, en la medida en que nunca ha tenido lugar de veras. Ella me provoca esa forma de melancolía que los portugueses llaman saudade, o sea, el sentimiento de una nostalgia por algo que pudo haber tenido lugar. Mi experiencia sólo fue expectativa. Cada vez que veía una película, tenía la impresión de hallarme en otra película, inesperada, diferente, inexplicable y terrible”.[114] “El cine se convirtió en el mar muerto donde desembocan las artes agonizantes de nuestro mundo. (…) Opera mundi, arte madre, el cine se volvió de pronto un arte criminal, la madre que, invocando la razón de Medea, mata a sus hijos y, como Cronos, se los devora”.[115]
Junto con la muerte del cine, pero en realidad como “artificio indispensable del espíritu para reflexionar”,[116] se trataría para Ruiz de la visibilización del cine, de la imagen cine expandida, como aquello que, más vivo que nunca, antes que nada se constituye –a través de la imagen conflicto central y de la imagen utópica– en arte de muerte, arma de guerra, dispositivo de gobierno, escenificación y emplazamiento operativo del poder estatal imperial, global; dispositivo de naturalización y fomento de expropiaciones soberanas y burocrático-económicas de la vida, del gesto y las pasiones, diégesis dramático-narrativa que en su traducción y transporte al paradigma narrativo industrial cobra su emplazamiento más abarcante, el de la imagen utópica, comercial, la imagen código.
A propósito del paradigma narrativo industrial en su rebobinamiento como imagen utópica, había dicho Ruiz, recordémoslo: “si el mundo de hoy es aterrador, es porque se ha convertido en terreno favorable al desarrollo de utopías. Por todas partes en el mundo brotan las multinacionales, organismos sin lugar (…), imágenes utópicas destinadas a todo el mundo que no existen en un lugar particular, (…) utopías cuyo deber de transparencia y nitidez les prohíbe el secreto y la singularidad, (…) películas de aquellas que la especie humana adora. Historias-ídolos, previstas en guiones de concreto armado según reglas que tienen fuerza de ley. Por definición, las historias destinadas a todo el mundo no existen en un lugar particular: son utopías (…), imágenes utópicas –sin lugar ni raíces– (…), muy pronto toda conexión con gentes y cosas preexistentes será superflua”.[117]
Es haciendo visible ese cadáver sin resto, sin cuerpo, sin secreto ni singularidad, que es la imagen utópica –el paradigma narrativo industrial o imagen código en su momento de mayor incorporación imperial, espacio totalitario por excelencia– que gana resonancia crítica la profesión de fe de la poética de Ruiz: es la imagen produciéndose la que determina la narración, y no al contrario. No sería descaminado extremar lo que Ruiz piensa bajo la noción de imagen utópica, imagen código como espacio totalitario por excelencia, lo que temáticamente ha hecho visible en parte significativa de su cine Harum Farocki bajo el nombre de imagen técnica.[118] La profesión de fe de Ruiz intentaría hacer funcionar su modernismo, su doble modernismo, como podremos exponer, a contrapelo de la imagen técnica, la imagen conflicto central, la imagen utópica.
31. Dice Ruiz: “Conviene recordar que antes yo era un hombre simple (…), quería hacer películas sádicas (…) como las que se hacían en Francia por la época, sádicas en el sentido de que no temían aburrir al público. La hipótesis del cuadro robado, La vocación suspendida, son películas intelectuales”.[119] Habría que añadir otros títulos más a esta categoría de películas sádicas o intelectuales: Tres vidas y una sola muerte, Zigzag,[120] Edipo, El tiempo recobrado[121] y otras. En todas ellas Ruiz exploró en el estilo sádico o intelectual del cine modernista francés, “cuyas reglas están concentradas en París”.[122] En ese estilo Ruiz ejerció su parti pris de siempre, parti pris en el que hemos insistido y en el que él insiste hasta sus últimas entrevistas y textos: es la imagen producida la que determina la narración. Y la determina como una diégesis no narrativa[123] sembrada de relatos. ¿Que querría decir esto? Si la diégesis narrativa tradicionalmente está determinada por la acción de personajes actuando de modo tal que todo en ellos, partiendo por lo que dicen, lo que hablan, recuerdan, piensan, su risa o su llanto, forma parte y pertenece a la acción, a su unidad, y se integra a ella no como otra cosa, no como división del trabajo entre decir/hacer, sino como continuo de la acción misma, sin desdoblamiento que la difiera, distraiga, detenga o desencabalgue en paralelismos; la diégesis de Ruiz desencabalga sistemáticamente la acción narrativa en un mosaico de relatos sin acción. También desencabalga la diégesis narrativa en una diégesis cuyo movimiento no es ya el de una acción sino el de una metamorfosis de la cualidad que no llega a acción y que se disemina en otra y otra cualidad sin llegar a unidad, a constituir siquiera una acción. Análogamente los personajes se varían de tal modo que no llegan siquiera a uno. La diégesis no narrativa de Ruiz avería el cine acción, cine historia o filosofía de la historia, el cine militante, el cine gubernamental, el cine poder que todo cine militante es, sea cual sea la filosofía de la historia o de la victoria en que se inscriba, sea cual sea su coyuntura como vencedor o vencido. Por más crítico del poder que sea, por vencido que esté, el cine militante es un cine de poder, cine policial, cine intencional, cine-historia, cine-victoria.
Cine político no militante sería, entonces, el de Ruiz. Político justamente porque no militante. Más allá de su militancia empírica, sociológica en Partido Socialista Chileno, política y militancia no serían composibles para Ruiz. La militancia empírica no hace política, sino lucha por la hegemonía del poder en el poder. Si se entiende lo político como afirmación de multiplicidades, afirmatividad del deseo, de sensaciones en variación, entonces lo político se afirma más como devenir sin intención, sin militancia, que como intencionalidad de poder, de gobierno, de hegemonía en el poder. Cine político difícil de fabricar, de montar, de sostener. Cine que se monta, se fabrica con rigurosa intención, con alta policialidad, por más suelta que su performance in media res pueda parecer. Si por todas partes la intencionalidad, la policía es lo ready-made, lo ya-hecho, lo preparado y a la vez lo siempre listo (to be prepared), abrirse camino a través de su enjambre, entonces, no es cuestión de simple fuerza, simple experimentación, ni mucho menos libre improvisación. No es la mano “suelta” del párvulo, del embriagado, de la psicosis. No hay política en ellos, no hay poética, tampoco. La embriaguez, la infancia se vuelven políticas, si han empuñado ya con rigor intencional el poder, la intención, para mantenerla a raya, para suspenderla, interrumpirla y sostener esa interrupción sosteniéndose en ella. La suspensión del poder requiere del poder para suspenderlo. El suspenso de la intención, el suspenso de la dialéctica, de la soberanía, de la articulación, requieren de ellas mismas para suspenderse. La simple experimentación, la suelta expresión corporal, redunda en lo más cliché del poder. Lo político de la imagen se mide afirmativamente excediendo el cliché en el cliché, defraudando el poder en el poder. La militancia, por mucho que se oponga a un modo u otro de gobierno, a una iglesia u otra, a una u otra institución, a uno u otro partido, en definitiva es siempre gubernamental, conducente, intencional. Su principio es dialéctico, hegemónico. También lo es el cine comercial de entretenimiento y consumo que se auto-complace redundando en el estado de cosas del nomos del caso, fomentándolo incluso.
32. Más allá de su militancia y de su exilio empírico, Raúl Ruiz exploró en un estilo modernista afrancesado diferente del modernismo estilemático de sus filmes llamados “chilenos” –nos referirnos a éste más adelante. Exploró en ese estilo modernista afirmativo una diégesis a contrapelo del paradigma narrativo industrial, de la teoría del conflicto central y de la imagen utópica, las cuales habrían venido bloqueando con eficacias cada vez más fluidas el diferencial constitutivo de la imagen cine, a saber, el diferencial imagen/palabra/sonido o luz/discurso/sonido, subordinando tal diferencial a unos esquemas de narración, figuración y ritmo que, si bien trascienden desde antaño el cine, encontraron en él, junto a la televisión, la vía regia para su expansión industrial y postindustrial e imperial planetaria.
Cuando hablamos del cine como un “diferencial” en que se entreveran imagen/palabra/sonido o pintura/literatura/música, referimos no tanto al modo en que en el cine ocurre el encuentro de estos tres órdenes heterogéneos, la tópica, la economía y la dinámica en que se pone en curso su relacionalidad. Cuando hablamos del cine como “diferencial”, si bien nos referimos en parte a este encuentro así señalado, nos referimos más específicamente al diferencial que en cada uno de estos órdenes tiene lugar como tensión entre el poder, la forma, el gobierno y las multiplicidades, intensidades y fuerzas. Cuando hablamos del cine como un diferencial nos referimos, finalmente, sobre todo, al montaje filmo-escriturario en que Ruiz cocciona las multiplicidades y formas de la imagen, las multiplicidades y formas de la palabra y las multiplicidades y formas del sonido en un encuentro o guiso tal en el que multiplicidades y formas exceden las inercias tópicas, dinámicas y económicas de proveniencia así como de su particular conflicto entre forma y multiplicidad, sin que en ese exceso o encuentro sin contorno el guiso entre en desastre o grisalla, sino que por el contrario, germina en un bouquet cuya cualidad se contagia de varias tópicas sin estabilizarse en ninguna.
El filme en que este modernismo, esta diégesis o cocción no narrativa de la imagen, tendría lugar del modo más afirmativo, en una hoguera que excede sistemáticamente la diégesis narrativa y representacional sin defraudarla completamente, sirviéndose de sus esquemas, sería El tiempo recobrado (199, Francia). En ese filme Ruiz indagó en la potencia poético-política de la imagen que, produciéndose in media res, determina su diégesis no como narración que gobierna la cualidad (multiplicidad), sino como cualidad en devenir que excede la narración en medio de la narración. Se trataría en ese filme de “devolverle a las imágenes la potencia diegética que naturalmente encierran”.[124] Si “el arte narrativo es invasivo y somete a la imagen imponiéndole sus reglas”,[125] parte significativa de la indagatoria de El tiempo recobrado desarmaría la invasión que la diégesis narrativa ha ejercido sobre la imagen monopolizando su diferencial cualitativo como representación, consigna, cliché, al punto que cotidianamente hablando la imagen antes que nada es narrativa, siempre dice algo, representa algo, es imagen de algo, refiere algo: ¡soy esto! ¡soy estotro! ¡y yo esto! ¡no sé que soy! ¡límpiame el polvo! ¡cámbiame de sitio!
En cierta forma lo que Ruiz nos propone en El tiempo recobrado al abordar no narrativamente el diferencial imagen/palabra/sonido es una exploración, en el cine, de los límites de la literatura, la pintura y la música. Exploración, insistimos en ello, de una escritura que produciéndose a partir del encuentro entre las multiplicidades de la imagen, de la palabra y del sonido —o de la pintura, la literatura y la música— indaga rigurosamente una diégesis en medio de la contingencia de un devenir metamórfico o sin narración.
Lo que Ruiz nos propondría en El tiempo recobrado es una exploración cinematográfica de los límites de la literatura, la pintura y la música. No por nada en la Poética II hace flotar virtualmente el Laocoonte, al poema y al grupo escultórico, una especie de traducción del Laocoonte o sobre los límites de la pintura y la poesía de Lessing.[126] Esta exploración no se confunde con el mero hecho de que muchos filmes de Ruiz “traten” de pintores, escritores o músicos, de Klimt, de Proust, de Andrea de Buti u otro. Dice relación, mas bien, con el acontecimiento pintura-música-poesía en y como filme; del diferencial imagen/palabra/sonido, constitutivo de la escritura cinematográfica, elevado al diferencial pintura/poesía/música.
Permanentemente en El tiempo recobrado, pintura/poesía/música han sido llevadas, por decirlo así, a una intensidad de primer plano en que sus líneas, sus multiplicidades, se entreveran, se encuentran, no hacen contorno. No se trata de una especie de fusión, de fusión y ecualización entre ellas. Menos de una composición sinfónica orgánica. Se trata, insistimos, de un montaje diferencial de intensidades entre tres órdenes (pintura, poesía, música) que besándose sin hacer contorno disciplinario o genérico en ese beso, se potencian entre sí “como en la tradición china, donde las imágenes pintadas y la poesía llevan muchos siglos siendo buenas vecinas”.[127]
Ruiz propondrá una redistribución de las relaciones de subordinación tradicionales de las artes. No en el sentido de conmover las jerarquías que la música, la pintura, la poesía, y por que no decirlo, la filosofía, el concepto, han cobrado en tal o cual canon del arte. Tampoco en el sentido de invertir meramente la subordinación tradicional de las multiplicidades a la forma, al principio narrativo o representacional.[128] Se trata más bien de la remoción de la estructura relacional entre forma y multiplicidad, unidad y multiplicidad, en cualquiera de los vectores de la escritura cinematográfica, sea en la imagen, en la palabra o en el sonido. En tal remoción, la estructura relacional es llevada a un desajuste tal en que ya no es una forma o unidad pre-dada la que gobierna, articula, somete a las multiplicidades en una experiencia formateada a priori. Pero tampoco serían, ahora, unas multiplicidades sueltas, sin quicio, sin unidad ni forma, las que estallan en un simple rebasamiento desagregándose enloquecidas al no integrar experiencia ni singularidad alguna. De lo que se trataría en la poética de Ruiz es de la afirmación de las multiplicidad de la imagen que, produciéndose in media res, determina su rigor, su diégesis, su singularidad, su experiencia, ya no en el dominio cerrado y asegurado de una forma o unidad dadas, sino abierta en medio de la contingencia vagarosa y metamórfica de un devenir. No se trata para Ruiz, entonces, de permanecer en el reducto de una experiencia pre-formada. Tampoco, y muy lejos de ello, de disolverse en la grisalla de un desastre informe en que la experiencia se vuelve imposible. Se trataría de hacer singularidad, experiencia, en medio de la vaguedad metamórfica del devenir.
En El tiempo recobrado, insistimos en ello, la relación entre música, poesía y pintura es llevada a un punto en que la representación poética, la representación pictórica y la representación musical, la unidad de la representación, en cada uno de estos órdenes, ya no gobierna a las multiplicidades e intensidades, sensaciones y pasiones. Lo cual no significa que las multiplicidades enloquecidas no integren ya experiencia ni singularidad alguna. El tiempo recobrado sería la cifra de una exploración en que las multiplicidades abiertas en medio de la contingencia de un devenir metamórfico que no llega a unidad trazan, en esa contingencia, una escritura, una singularidad, una experiencia vagarosa. En El tiempo recobrado somos dispuestos desde el inicio entre representaciones pictóricas, musicales, literarias; entre desplazamientos representacionales de lugares y tiempos que se trasladan de un lado a otro, en una diégesis plagada de relatos. Somos emplazados al mismo tiempo, de un modo cada vez más intenso, en un decurso no narrativo de sensaciones y pasiones en cuya inercia, torbellino o diferencial somos arrastrados hacia la mudez de una memoria material que los recuerdos no logran recordar, una duración, un tiempo, una memoria en acción que testifica a través de los recuerdos o clichés que al testimoniarla la obturan. Pero no la obturan con la fuerza suficiente como para que la testificación no se cuele desbordando la rigidez del testimonio. Por otro lado, la acción de la memoria no es lo suficientemente fuerte como para que su testificación no sea en gran medida recordada, testimonial. En ese choque de fuerzas, en la rompiente de ese choque, parece deslizarse la escritura de El tiempo recobrado, una rompiente “en que los sucesos se activan provocando una suerte de tensión eléctrica. Tal vez Henri Bergson, que tenía tendencia a restar importancia a un presente que se desvanecía bajo sus ojos entre el flujo y reflujo del pasado y del futuro, debió interesarse en ese momento privilegiado, cuando el pasado y el futuro se escinden, como las aguas del Mar Rojo, para dejar pasar un intenso sentimiento de existir, aquí y ahora, en un reposo activo. Este instante privilegiado, que los primeros teólogos católicos califican de “paradoja de San Gregorio”, sobreviene cuando el alma se halla a la vez en reposo y en movimiento, girando vertiginosamente sobre sí misma, como un ciclón sobre su ojo, mientras que los acontecimientos del pasado y del futuro se desvanecen en la distancia (…). Aquellos de ustedes que han visto películas de Snow, Ozu o Tarkovsky, saben de qué estoy hablando. Otro tanto puede decirse de Warhol o de Straub”.[129]
33. En otro lugar de su poética, Ruiz retoma la posibilidad del cine como arte compilador de las artes y saberes. No en el sentido monumental del cine como “séptimo arte” que orquesta y consuma las bellas artes, sino como un arte que compila las artes inaparentes del diario vivir, gestos del trajín popular que por estar ajustados a reglas constituyen artes por sí mismos, “arte de subir escaleras, de sentarse, de mirar por la ventana, llenar un vaso de vino, silbar, sacar las cuentas, referir sucesos, hablar (…)”, etc.[130]
Ruiz no remite con esto a lo que en su momento se denominó cine directo, cine en que el director y su equipo se abocaban a registrar eventos y acciones “naturales” compilándolas imparcialmente en un registro supuestamente desinteresado, sin intención; una especie de historicismo cinematográfico que registraría la vida en su momento más auténtico o autóctono, al que ciertas vanguardias adhirieron buscando un gesto nativo a contrapelo de la horda interminable de clichés, consignas, códigos que las agendas modernizadoras y gubernamentales del cuerpo ponían en curso. Ese supuesto gesto nativo, pre-cultural o pre-técnico, estaba, para Ruiz, desde hace mucho, desde siempre, sumido bajo algún modo de producción, alguna tekhné o cultura. Particularmente en el contexto del cine directo bajo la tekhné o el modo de producción narrativo industrial del gesto a través del dispositivo del cine y la televisión.[131]
Ruiz remite más bien a una zona vestibular en que cuerpo y arte (tekhné), cuerpo y cultura, no terminan de acomodarse entre sí en un desajuste recíproco o violencia mutua. Desajuste, resistencia, violencia mutua, de cuya fricción emerge menos que una pose y más que un meneo. Gesto inestable en que cuerpo y tekhné vacilan en mutua resistencia e insistencia. Resistencia insuficiente del cuerpo a la tekhné e insistencia insuficiente de tekhné sobre el cuerpo, y viceversa. Es en ese desajuste cotidiano entre cuerpo y cultura, cuerpo y tekhné, donde se hace visible/producible, para la cámara, el estilo que singularmente adopta un cuerpo al subir una escalera, tomar una cuchara, pintar una silla, hablar una lengua.[132]
34. Pero más que del estilo como estabilización posible del diferencial cuerpo y técnica en una maniera o escritura propia, se trata para Ruiz del estilema, uno de los pivotes de su “anti/poética” cinematográfica, dedicada en parte no menor a registrar la potencia estilemática o “posibilidad artística de un país”.[133] La imagen estilemática sólo registrable por el cine,[134] a medio camino entre el inconsciente y el código, el gesto y la técnica, sería el personaje estructural de los así denominados “filmes chilenos” de Ruiz. Lo “chileno” sería para Ruiz lo estilemático como resistencia insuficiente del cuerpo a la cultura y como eficiencia insuficiente de la cultura sobre el cuerpo. El estilema sería el diferencial de resistencia insuficiente a la cultura e incorporación deficiente de la cultura. Los estilemas constituyen un lugar catastrófico. Catastrófico aquí no quiere decir desastre de la cultura hundiéndose en la primariedad o cuerpo, ni desastre del cuerpo asfixiado en el código. Refiere al pliegue de inestabilidad, la continua vacilación de la imagen estilemática a la que Ruiz le asigna incontables nombres.[135] La imagen estilema antes que una imagen nacional, “condición de la chilenidad urbana media” o “condición intrínsecamente contradictoria del chileno” o “forma del habla popular que se presta a la poesía, el absurdo y la paradoja”, etc., es una imagen abstracta que no pertenece a nadie, ni a género ni especie, que no se estabiliza en identidad ni representación alguna. Apenas nombra el choque entre poder y cuerpo y la línea sin borde que en ese choque vive. Es cierto que Ruiz inventó el continente filmográfico de la imagen estilema a partir de la relación cuerpo/tekhne en Chile. Pero más que un gesto chileno, insistimos, el estilema sería un diferencial que erosiona cualquier topología, un diferencial que no pertenece ni propiamente a la tekhné, ni a la lengua, ni al cuerpo. El estilema es la imagen/cine de Ruiz como afirmación del cuerpo en medio de la negatividad del poder, en registro de comedia, de chiste, de la ingobernabilidad epigramática de la talla, como ha sugerido Bruno Cuneo. En este humor los brotes estilemáticos estarían por doquier en la filmografía de Ruiz. Viven, vacilan, en el choque entre cuerpos y técnicas que la profesión de fe ruiciana hace visible.
01. Con algunas adecuaciones, añadidos y correcciones este ensayo corresponde básicamente a la fundamentación teórica del proyecto FONDART 23185 obtenido el 2012 en el área de Investigación, Artes Visuales. El texto se reduce por lo mismo a enunciar a veces dogmáticamente un conjunto de hipótesis cuya formulación crítica queda encargada a la exposición del proyecto y su publicación final. La premura y el interés de publicar este documento me inclinó a introducir palabras y fragmentos que provienen de otra etapa/escena de escritura. En el tropiezo con ellos el lector posible probablemente reparará en ellos. Agradecemos especialmente a Gonzalo Díaz Letelier su colaboración en el trabajo de edición en este ensayo.
02. Chris Marker (dir.), Le Tombeau d’Alexandre (1992, Francia), citando a George Steiner.
03. Conversación entre Raúl Ruiz y Carlos Flores, registro audiovisual de 1991.
04. Eduardo Sabrovsky (ed.), Christine Buci-Glucksmann, Abdelwahab Meddeb, Benoit Peeters y José Román. Conversaciones con Raúl Ruiz (Santiago: Ed. Universidad Diego Portales, 2003), 139.
05. Raúl Ruiz (dir.), La noche de enfrente (2012, Chile).
06. Raúl Ruiz, Poéticas del cine (Santiago: Ed. Universidad Diego Portales, 2013), traducción del francés por Alan Pauls, reúne las tres poéticas del cine de Ruiz. Para la primera poética, sin embargo, citaremos en adelante a Ruiz, Poética del cine (Santiago: Ed. Sudamericana, 2000), traducción del francés por Waldo Rojas.
07. Fernando Pérez, La imagen inquieta (Viña del Mar: Ed. Catálogo, 2016), 14; citando a Michael Goddard, The Cinema of Raul Ruiz: Impossible Cartographies (London / New York: Wallflower Press, 2013).
08. Ruiz: “durante años se le atribuyó el mérito de ser el arte manipulador, el orquestador de todas las bellas artes que lo precedieron. El teatro, la música, la literatura, la pintura, la arquitectura y la danza habían encontrado en el campo cinematográfico un modo eficaz de entenderse y cooperar creativamente en una suerte de ópera del mundo” (Poéticas del cine, II, 151).
09. Para la palabra diégesis, ver parágrafo 8.
10. Ver Jean-Luc Godard, Pensar entre imágenes (Barcelona: Ed. Prodimag, 2010).
11. “Clichés, por todas partes clichés… Es el mundo de las imágenes-clichés, el mundo concebido como vasta producción de la imagen-cliché. Y los clichés pueden ser sonoros u ópticos: palabras, imágenes visuales. Pero además pueden ser interiores o exteriores. No hay menos clichés en nuestras cabezas que sobre las paredes (…). ¿Qué quiere decir eso? Que en el interior hay lo mismo que en el exterior, a saber, clichés y nada más que clichés. Y cuando están enamorados es como si contaran a otro de la manera más estereotipada del mundo los sentimientos que experimentan, pues los sentimientos que experimentan son ellos mismos clichés. El cliché está en nosotros. Y nuestra cabeza está llena de ellos, no menos que nuestro cuerpo. De modo que no hay que acusar a las paredes, a los afiches. Producimos los afiches tanto como ellos nos producen. Clichés. No hay más que eso. Es una visión más bien negativa, pero veremos qué podemos sacar. Nadamos en lo negativo: clichés por todas partes, clichés que flotan, que se transforman en clichés mentales, que devienen clichés físicos. Hay que evaluar el peso de la palabra, de las imágenes. Son fuerzas físicas. «¡Hablen, hablen! ¡Vayan a hablar! ¡Exprésense!», se le dice a la gente. Lo directo es terrible: «¡Vamos, exprésense directamente!». ¿Pero qué tienen para decir, qué tienen ustedes o qué tengo yo para decir, sino precisamente los clichés de los que, cuando no hablamos, nos quejamos de que se nos imponen? Lo digo porque lo vivo, salvo en casos excepcionales, salvo cuando me preparé bien. ¿Y qué escuchamos en la radio, en la televisión? ¿Qué vemos día tras día? Y cuanto más directo, más patético. Vemos gente que, cuando se la invita a hablar, dice exactamente los mismos clichés contra los cuales protestaba cuando decía «no me dejan hablar». En fin, si piensan en la cantidad de situaciones y de fuerzas sociales que los fuerzan a hablar en la vida, sean lo que sean, incluso en vuestras relaciones amorosas, en vuestras relaciones más personales: «Dime algo…»; comprenden inmediatamente que no es posible experimentar, sentir, ver más que clichés que están en nosotros no menos que en otra parte. «Hable, hable, ¿qué piensa usted de esto?». Y yo digo: «¡No, no, no, paren!». O bien estoy por decir algo y me doy cuenta de que me daría una vergüenza absoluta. Estoy por decir exactamente lo que me hacía reír cuando lo decía otro, y yo me decía: «¡Oh, que imbécil!». Estoy por decir lo mismo porque no hay dos cosas para decir”, en Gilles Deleuze, Cine 1. Bergson y las imágenes (Buenos Aires: Ed. Cactus, 2011), 489-490.
12. Raúl Ruiz, en Bruno Cuneo (ed.), Ruiz. Entrevistas escogidas, filmografía comentada (Santiago: Ed. Universidad Diego Portales, 2013), 37; cfr. Ruiz, Poética del cine, I, 77.
13. Cfr. Raúl Ruiz, “Prefiero registrar antes que mistificar el proceso chileno”; entrevista por S. Salinas, R. Acuña, F. Martínez, J.A. Said y H. Soto, en Revista Primer Plano, nº 4 (primavera, 1972), 17 y ss.
16. Cfr. Ruiz, Poética del cine, I, 151.
18. Cfr. Eric Hobsbawm, Age of Extremes. The Short Twentieth Century 1914-1991 (London: Abacus Books, 1995), 2 y ss.; cfr. también Alberto Moreiras, Línea de sombra. El no sujeto de lo político (Santiago: Ed. Palinodia, 2006), 20.
19. Cfr. Jacques Aumont & Michel Marie, Diccionario teórico del cine (Buenos Aires: Ed. La Marca, 2006), 61-62.
20. David Bordwell, La narración en el cine de ficción (México: Ed. Paidós, 1996), 16.
21. Bordwell: “Si se ha de considerar a Aristóteles como el fundador de la tradición mimética de la representación narrativa, Platón es el principal partidario antiguo de la concepción de que la narración es fundamentalmente una actividad lingüística” (Ibidem, 16).
22. Christian Metz, Ensayos sobre la significación del cine, Vol. 1 (Barcelona: Ed. Paidós, 2002), 244.
24. Cfr. François Jost, prólogo a la edición castellana, en Metz, opus cit., 14.
25. El vocablo diégesis fue recreado en 1950 por Anne Souriau en el grupo de investigadores de estética del Instituto de Filmología de la Universidad de París; el término renació en las investigaciones de estética cinematográfica, pero la noción que designa no es exclusiva de este arte. Cfr. Etienne Souriau, Diccionario de Estética (Madrid: Ed. Akal, 1998), 445 y ss.
26. Platón propone tres tipos diegéticos: 1) la “narración simple” (haplé diegésis) (La República, 392d), “(…) en la que es el mismo poeta quien habla (légei te autós ho poietés) sin inducir a pensar que es otro y no él mismo quien habla (hós állos tis ho légon he autós)” (Ibidem, 393a), de modo que “su obra poética (poiesis) y su performance narrativa (diégesis) serían producidas directamente sin imitación (áneu miméseos)” (Ibidem, 393c); 2) La “narración a través de la mímesis (diá miméseos)” (Ibidem, 392d), en que el poeta “habla por boca de otro (lége rêsin hôs tis állos ón) (…), asimilándose a otro en habla y en aspecto (katá phonèn ê katà skhêma) (…), de modo que “el poeta de que hablamos desarrolla su narración (diégesis) por medio de la imitación (miméseos)” (Ibidem, 393c); 3) la “narración por mezcla de ambas (amphotéron)” (Ibidem, 392d). Y citamos los extractos que nos importan entre el 392d y el 394a de La República: “(…) ¿acaso no sucede que lo que es relatado por fabulistas o por poetas es una narración (diégesis) de cosas que han pasado, que pasan y que pasarán? (…), ¿y no llevan a cabo esto por simple narración (haplê diegései), o bien por narración imitativa (mímesis), o por mezcla (amphotéron) de una y otra? (…). Tú que conoces los primeros versos de la Ilíada (…) sabrás que en esos versos (…) habla el poeta mismo (légei te autós ho poietés) sin intentar inducirnos a pensar que sea otro y no él mismo quien habla (hós állos tis ho légon he autós). Sin embargo, en los versos que siguen (…) procura por todos los medios que creamos que es Crises el que habla (Kríses légei) y no Homero (mè Homeron). (…). Ahora bien, asimilarse uno mismo a otro (outós te kai hoi álloi), en habla o en aspecto, ¿no es imitar (míméseos) a aquel al cual uno se asimila? (…). En este caso (…) el poeta de que hablamos desarrolla su narración (diégesis) por medio de la imitación (mímeseos) (…). En cambio si el poeta nunca se escondiese detrás de nadie, su obra poética (poiesis) y su narrativa (diégesis) serían producidas sin imitación (áneu miméseos). (…). Si Homero (…) continúa hablando no como si se hubiera convertido en Crises sino como si aún fuera Homero (…) no habría imitación (mímesis) sino narración simple (haplê diégesis) sin imitación (áneu miméseos)”. Cfr. Platón, Republic, texto griego editado por Benjamin Jowett & Lewis Campbell (Oxford: Clarendon Press, 1894), 392d-394a.
27. Aristóteles no usa nunca el término diégesis tal cual. Mucho menos allí donde justo varios suponen que sí la usa. Gérard Genette, por ejemplo: “Una primera oposición es la que señala Aristóteles en algunas frases rápidas de la Poética. Para Aristóteles, el relato (diégesis) es uno de los dos modos de imitación poética (mímesis), el otro es la representación directa de los acontecimientos hecha por actores que hablan o actúan ante el público”; cfr. Gérard Genette, Fronteras del relato (1930), en Roland Barthes & otros, Análisis estructural del relato (Buenos Aires: Ed. Tiempo Contemporáneo, 1970), 193; cfr. también Patrice Pavis, Diccionario del teatro: dramaturgia, estética, semiología (Barcelona: Ed. Paidón, 1984), 131; Jacques Amaunt & Michel Marie, opus cit., 61; Manuel Gómez García, Diccionario Akal de Teatro (Madrid: Ed. Akal, 1998), 256. Pablo Oyarzún, en cambio, en sus dos inéditos sobre la Poética—Aristóteles, la escena olvidada (1985) y Aristóteles, pensar la poética (1991)— refiere el nombre diégesis con un signo de interrogación, porque la palabra tal cual no está en el texto aristotélico. En modo alguno, en todo caso, los usos declinados que Aristóteles hace de apaggelía (relato) y de diégesis (diegematikes mimetikés, diegematiken mímesis) cambian las cosas respecto de la subsunción narrativa que desde entonces gobierna la diégesis. En el fragmento 3 de su Poética, Aristóteles sistematiza dos órdenes narrativos: la epopeya y el drama. Aristóteles: “(…) con los mismos medios es posible imitar las mismas cosas unas veces narrándolas (apaggéllontas) –ya convirtiéndose hasta cierto punto en otro (heterón), como hace Homero, ya como uno mismo (tòn autón) y sin cambiar [cfr. la nota 45 al texto aristotélico editado por García Yebra]–; o bien presentando a los imitados (mimouménous) como operantes (práttontas) y actuantes (energoûntas)” (Poética, 1448a20); y en otra parte se refiere a “(…) la diégesis epopéyica que presenta las acciones narrándolas (apaggéllontas), y el drama en que la imitación narrativa tiene lugar a través de ‘personajes actuando’ (drónton) y sin relato (ou di´apaggelías)” (Ibidem, 1449b25); y un poco antes: “(…) ambos imitan personas que actúan y obran (práttontas gàr mimoûtais kaì drôntas). De aquí viene, según algunos, que estos poemas se llamen dramas (drámata), porque imitan personas que obran (mimoûntas drôntas)” (Ibidem, 1448a25); etc. Siguiendo la traducción y notación de García Yebra, vemos que Aristóteles distingue a la diégesis como imitación narrativa (diegematikês) (1459a15) de la relatada (apaggelías) y no de los personajes actuando. La imitación narrativa se constituye en los “personajes actuando sin relato (drónton kaì ou di´apaggelías)” (Ibidem, 149b25). Pero tanto la epopeya como el drama funcionan en una estructuración causal, teleológica.
28. Etimológicamente, el vocablo griego diégesis se compone del prefijo adverbial/proposicional diá (a través) y del verbo egeomai: conducir, guiar, liderar (en latín: ducere), remitiendo al poder del pastoreo o gobierno. En efecto, la “familia léxica” del vocablo diégesis constela términos como hegemonía (conducción) y hegemón (conductor), así como también kategésis (catecismo, e-ducar o mostrar el camino), exégesis (exponer el sentido, orientar el ver/pensar), exégetes (intérprete –del derecho sagrado–, consejero, orientador o docente) y el verbo exegéomai (di-rigir, orientar; gobernar, ordenar). La diégesis subsume en su arte espectacular al ojo, la vista (opsis), enfocando y dirigiendo la mira(da) en la forma separada de una narración como composición unitaria y teleológica, disponiendo de la materia de la escena como puesta en escena. La diégesis remite, pues, tanto al saber (en-señar) como al poder (mandar, ordenar). No hay hegemonía política y/o religiosa sin régimen diegético o hegemonía narrativo-interpretativa –o hegemonía “cultural”, como se dice hoy día. La diégesis es, así, en términos más amplios, el modo en que el acontecimiento es expuesto más o menos unitaria y direccionadamente.
29. Según refiere Plutarco, durante el primer discurso público del joven Demóstenes la audiencia se burlaba de su modo de hablar, “(…) un habla extraña y difícil de entender y una falta de aire que, al romper y desenlazar las frases, oscurecía mucho el sentido y el significado de lo que decía”; cfr. Plutarco, “Demóstenes”, 6, en Vidas Paralelas. Volumen VIII: Foción & Catón el Joven; Demóstenes & Cicerón; Agis & Cleómenes; Tiberio & Gayo Graco (Madrid: Ed. Gredos, 2010).
30. Pierre Grimal, Diccionario de Mitología Griega y Romana (México: Ed. Paidós, 1979).
31. Consultado (vía correo electrónico) sobre la diégesis modernista de John Cage y sus interacciones a priori y a posteriori con el paradigma diegético musical clásico, Nicolás Carrasco Díaz me escribe lo siguiente: “Las posibilidades de reconducir el modernismo musical de John Cage al ‘paradigma diegético musical clásico’ son varias. Sin embargo, esa reconducción depende de qué entendamos por ‘paradigma diegético musical clásico’. Si por diégesis se entiende narración o sentido y por ‘musical clásico’ se entiende una ‘lógica musical’ que despliega un telos tonal de planteamientos armónicos, elaboración de motivos y principios formales basados en una economía de tensión y reposo, dentro de una obra en tanto unidad de lo general y lo particular, paradigma que habrían inventado Haydn y Beethoven, es más bien difícil reconducir el modernismo de Cage, que deriva de Debussy, Satie, Schönberg, Webern y de la Segunda sonata de Boulez, es decir, de músicas que producen un efecto a-teleológico (o ana-diegético) en su despliegue. Si, por otra parte, aquel paradigma quiere nombrar la hegemonía sostenida de las instituciones que encarnan el canon musical como ‘museo imaginario de obras maestras’ y patrimonio de la clase burguesa, el arribismo del idealismo musical que exige a las obras ser obras de arte musical, ser texto y no sólo acontecimiento y ser entendibles y no meramente disfrutables; el gobierno del conservatorio como tutela del lenguaje musical (temperamento igual, tonalidad funcional, rítmica binaria, notación en pentagrama), de la interpretación, el análisis, la hermenéutica y la historia de las obras canónicas, sus técnicas, estilos y épocas, es más posible incluir a Cage, porque muchas de sus obras están completamente anotadas y su continuidad está fijada en notación (todas sus obras desde 1934 hasta 1951 y muchas posteriores), porque varias exigen músicos ‘de academia’ de enorme virtuosismo (los Etudes Australes y los Freeman Studies), porque varias exigen excelentes salas de concierto y orquestas tradicionales (Thirty Pieces for Five Orchestras, Ryoanji, 101), o porque son obras que se relacionan con instituciones que fomentan aquella hegemonía (Apartment House 1776, realizada para las celebraciones del Bicentenario de los U.S.A.; o las Europeras). Finalmente, con pocas excepciones, aquel paradigma es, para la recepción y elaboración Fluxus y la recepción desde las variedades del sound-art, la improvisación electroacústica y la electrónica ambient, la categoría de lo musical como tal. Entonces Cage queda siempre como un ‘Moisés que muere a las puertas de la Tierra Prometida’ (lo mismo hizo Wagner con Beethoven al compararlo con Colón que descubre América creyendo que era la India, y luego Boulez, que habla de Schönberg como alguien que ‘no fue capaz’ de extraer todas las consecuencias de su revolución, la ‘serie dodecafónica’): George Brecht declaró que Cage ‘(…) en términos de su vida y su manera de vivir, fue un gran liberador para mí, pero al mismo tiempo, siguió siendo sólo un músico, un compositor’ (entrevista con Irmeline Lebeer, en ART VIVANT, Paris, mayo 1973). A veces se acusa a Cage de ser un conservador disfrazado de revolucionario por sus frases ‘Everything we do is music’ o ‘All sounds are music’ o ‘Everything is music’ o la idea del ‘sonido-en-sí’. En John Cage: Silence and Silencing (1997), Douglas Kahn critica aquella fijación de todo lo sonoro en lo musical: en este gesto habría un silenciamiento de todo lo sonoro que no es música, todo lo físicamente inaudible para el humano; a continuación, señala que la idea del ‘sonido-en-sí’ está alojada en la ‘Música Artística Occidental’. Seth Kim-Cohen, en In the Blink of an Ear: Toward a Non-Cochlear Sonic Art (2009), repite el gesto bouleziano de dejar a Cage como aquel que devuelve la revolución contenida en 4’33’’ a lo meramente audible, a la música como ‘arte coclear’ (cfr. Duchamp: impresionismo como ‘arte retiniano’), lo que deja al modernismo cageano en el umbral de un arte sonoro (o sónico) ‘no-coclear’. Todo esto pasa porque se sigue entendiendo a la indeterminación, idea y operación clave en Cage, como una técnica de composición y de ejecución, una liberalización de los recursos sonoros disponibles. Prácticamente nadie instala al modernismo cageano en el contexto problemático que le es propio y en medio del cual opera su obra: el endurecimiento fantasmagórico y serial de la audición que se conduce por el ‘paradigma diegético musical clásico’ y que escucha una voz en todo lo que suena (his Master’s voice) y la audición como narcótico y fármaco, masiva y ubicua hoy en día, como consumo del individuo que consume a través de audífonos, de música ambiental o de fondo o Muzak para mejorar la productividad en la oficina o para ‘esperar en línea’, o a través de streaming de playlists azarosos, que tuvo su emergencia en la radio y su prehistoria en la fantasmagoría del Musikdrama wagneriano. La tarea será esquivar el vanguardismo de los textos de Cage y/o hacerlos trabajar con la indeterminación y la reticencia de sus partituras y procesos-de-composición, especialmente bajo el dominio actual del Mito Cage”.
32. Cfr. Alain Boillat, “La diégèse en su acepción filmológica. Origen y posteridad y productividad de un concepto”, en Cinemas: Revue d´Etudes Cinematographiques, vol. 19, nº 2-3 (2009).
33. Según nos ha confirmado el escritor Bruno Cúneo, que actualmente edita los Diarios de Raúl Ruiz.
34. Raúl Ruiz (dir.), Litoral (2008, Chile).
35. Raúl Ruiz (dir.), Cofralandes (2002, Francia/Chile).
36. Volvemos particularmente sobre esto hacia el final de esta nota.
37. Paráfrasis del inicio del poema de Federico Schopf, Desplazamientos (Santiago: Ed. Trilce, 1966), 14.
38. Ver Deleuze, Pintura. El concepto de diagrama; cfr. Werner Hamacher, Aformativo, huelga, en Lingua amissa (Buenos Aires: Ed. Adriana Hidalgo, 2013), 179-208.
39. Ver Antonin Artaud, El teatro y su doble (Barcelona: Ed. Edhasa, 1978), 9 y ss.
40. Aristóteles: “(…) la tragedia es imitación de una acción (práxeos) completa y entera, de cierta magnitud” (Poética, 1450b25); “(…) porque la tragedia es imitación, no de personas (anthrópon), sino de una acción (práxeos) y de una vida (bíou), y la felicidad y la infelicidad están en la acción, y el fin es una acción” (Ibidem, 1450a15).
42. Cfr. Souriau, opus cit., 447 y ss.
43. Resulta imprescindible advertir aquí que la comprensión monadológica tradicional (leibniziana), aunque pone en curso una diégesis que tiende a la multiplicación de los puntos de vista, no se ha desencadenado de la dialéctica que finalmente organiza la multiplicidad de puntos de vista en la articulación de un meta-lector, un ojo que recorre “a pie” y desde lo alto la multiplicidad unificándola en una mónada de las mónada: “Sólo Dios tiene un conocimiento distinto de todo; pues Él es su fuente. Se ha dicho muy atinadamente que como centro está en todas partes pero que su circunferencia no está en ninguna, pues todo le es inmediatamente presente sin ningún alejamiento de ese centro”; en Gottfried Leibniz, Escritos filosóficos, textos traducidos y editados por Ezequiel Olazo, Roberto Torretti y Tomás Zwank (Buenos Aires: Ed. Charcas, 1982), 604. Así, una monadología tradicional ha abierto la diégesis a la multi-causalidad, percibe y apercibe muchas acciones simultáneas, de manera que una percepción mono-linealmente narrativa pierde el hilo y experimenta la perdición. Pero aunque los hilos sean millares, en la monadología dialéctica hay princio de razón, hay principio de conformidad a fin aún, hay narración. Para una apercepción mono-lineal, la multi-finalidad monadológica es la perdición. Pero aunque en la monadología la percepción sea más abierta, no hay descentramiento, sigue habiendo conflicto central: “Por esto todos los espíritus, sea de los hombres, sea de los genios, al entrar en una especie de sociedad con Dios en virtud de la razón y de las verdades eternas, son miembros de la ciudad de Dios, es decir del estado más perfecto, formado y gobernado por el mayor y el mejor de los monarcas” (Ibidem).
44. Cfr. Souriau, opus cit., 447 y ss.
46. Según Aristóteles, en la Poética, la fábula tiene unidad, no como algunos creen si se refiere a uno solo, sino si está compuesta en torno a una acción única (51a16-29). Por consiguiente, la fábula, que es imitación de una acción, debe serlo de una sola y entera, y sus partes deben ordenarse de tal suerte que, si se traspone o suprime una, se altere y disloque el todo (51a30-34). Los hechos y la fábula son el fin de la tragedia, y el fin es lo principal en todo (50a22-23). Fin es lo que por naturaleza sigue a otra cosa, o necesariamente o las más de las veces, y no es seguido por ninguna otra (50b30-31). La acción de la epopeya, como la de la tragedia, debe ser una y completa, que tenga principio, medio y fin (59a9-20).
47. Conversación entre Raúl Ruiz y Carlos Flores, registro audiovisual de 1991.
48. Ruiz, Poéticas del cine, II, 162-165.
49. Ruiz (dir.), La vocación suspendida (1978, Francia).
50. Ruiz, en Bruno Cuneo (ed.). Ruiz. Entrevistas escogidas, filmografía comentada, 289.
52. La imagen-Ruiz detona y se detona en “lo supernumerario (…) difícil de ver, imposible de contar, prácticamente incuantificable aunque poco numeroso”; cfr. Ruiz (dir.), Ballet acuático (2010, Francia).
53. Para una consideración de la Iglesia como ejemplo ejemplar de la institución, ver Raúl Ruiz (dir.), La vocación suspendida (1978, Francia).
54. Cfr. Ruiz, Poética del cine, I, 23.
61. Ruiz: “El feroz apetito del principio depredador va mucho más allá y (…) se constituye como un sistema normativo que se erige en paradigma de excelencia imponiendo sus reglas a la mayor parte de los centros audiovisuales a lo largo y a lo ancho del planeta, con sus propios teólogos, sus inquisidores y sus guardianes (…). Desde hace tres o cuatro años, sea en Italia o en Francia, toda ficción que contravenga aquellas reglas será juzgada como condenable” (Ibidem, 24).
62. Ruiz señala que cualquier historia tiene lugar “cuando alguien quiere algo y otro no quiere que lo obtenga, y uno se subordina a otro. A partir de ese momento, a través de diferentes digresiones, todos los elementos de la historia se ordenan alrededor de ese conflicto central” (Ruiz, Poética del cine, I, 19); y en otra parte: “Por el solo efecto de este presupuesto argumental quedan una serie de acontecimientos ligados linealmente. Una especie de melodía acompañada de acontecimientos secundarios (…), todo lo cual permite sin embargo discernir muy claramente cual es la acción central” (Ruiz, “Prefiero registrar antes que mistificar el proceso chileno”, 17 y ss.).
63. Cfr. Ruiz, Poética del cine, I, 20.
66. Cfr. Ruiz, Poéticas del cine, II, 39.
67. Ruiz, Poética del cine, I, 68.
75. Ruiz, “Prefiero registrar antes que mistificar el proceso chileno”, 17.
76. Cfr. Aristóteles, Metafísica, Libro VII, edición trilingüe griego-latín-español por Valentín García Yebra (Madrid: Ed. Gredos, 1970), 321 y ss; cfr. también Giorgio Agamben, El hombre sin contenido (Barcelona: Ed. Áltera, 2005), 156-157.
77. Ruiz, Poética del cine, I, 34.
79. Raúl Ruiz, en Raúl Ruiz. Entrevistas, selección de José García Vázquez y Fernando Calvo (Alcalá de Henares: Ed. Filmoteca Nacional, 1983), 33.
80. Cfr. Bruno Cuneo (ed.). Ruiz. Entrevistas escogidas, filmografía comentada, 155.
81. Cfr. Raúl Ruiz, “Declaración de Raúl Ruiz sobre ‘El misterio de Lisboa’”, en sitio electrónico La Fuga [fecha de consulta 2017-07-24, disponible en: http://2016.lafuga.cl/declaracion-de-raul-ruiz/509]; cfr. también Ruiz, Poética del cine, I, 22 y ss.
82. Cfr. Ruiz, Poéticas del cine, II, 194 y ss.
83. Ruiz: “Propongo el siguiente juego: tomemos una película al azar y quitémosle la historia que narra. No es imposible, ni siquiera difícil. Unos artistas lo hicieron hace poco con procedimientos tan sencillos como la proyección ralentizada –cien veces la duración real– o simplemente borrando, eliminando los primeros planos, o ampliándolos hasta volverlos irreconocibles. Procedimientos estimulantes, sin duda. Pero vayamos aún más lejos y sometamos la película a todas las transformaciones ya descritas. Llegado cierto punto, las imágenes empezarán a hacer proliferar nuevas relaciones, relaciones de simpatía y repulsión. Y ahora viene lo mejor: tratemos de explicitar las nuevas conexiones contando otras historias. Es evidente que estas nuevas ficciones no tendrán las mismas características que la ficción madre. Al principio quizá se parezcan a un fresco semi destruido que tratáramos de restaurar, pero es un fresco muy particular, en el que cada parte reclama una restauración distinta. Al ver los fragmentos por primera vez, por ejemplo, comprendemos que el fresco representa la Pasión de Cristo, pero hay otra parte que da a entender que se trata de una bacanal, y otra que es la coronación de Enrique IV, y un conjunto provisorio que es el martirio de San Bartolomeo” (Poéticas del cine, II, 161).
85. El dybbuk, tropo del folclore judío, nombra la posesión que un espíritu hace de otras criaturas.
86. Aristóteles, The Poetics, edición bilingüe griego-inglés por S. H. Butcher (London: McMillan and Co., 1902), 1462b11-12.
87. Ibidem, 1449b31 y ss. El término griego opsis: lo que esta ante la vista, el espectáculo, la representación, el aparecer, la visión, el sueño, las cosas en tanto objetos a la vista, cfr. Henry Liddell & Robert Scott, Greek-English Lexicon (New York: Haper & Bros., 1883), 1042.
88. Ibidem, 1450a13-16, 1450b15-20.
89. La fábula, principio (arkhé) y alma (psikhé) de la tragedia, cfr. ibidem, 1450a y ss.
92. Aristóteles: “(…) lo sucedido está claro que es posible; pues, si no lo fuera, no habría sucedido” (ibidem, 1451b17-18).
94. Cfr. Aristóteles: zoon mimeticon, en Poética, 1448b y ss.; y zoon logon ekhon, zoon politikon, en Política, texto griego editado por Immanuel Bekker (London: Longmans Green Press, 1877), 1253a, 4; y 1253a, 10 y ss.
95. Raúl Ruiz (dir.), Tres vidas y una sola muerte (1996, Francia).
96. Gilles Deleuze, Pintura. El concepto de diagrama (Buenos Aires: Ed. Cactus, 2007), 108 y ss.
97. Eugenio Dittborn, “Correcaminos VII”, en libro-catálogo Fugitiva (Santiago: Ed. Fundación Gasco, 2005), 94-139.
98. Imagen centrífuga la llama Ruiz: “(…) un plano lleva al siguiente, hasta completar una secuencia, que llevará a la siguiente, y así hasta la palabra ‘Fin’. Los caballos que escapan son el resultado de las órdenes dadas por un jefe indio que observa desde una colina el éxito de su plan. (…) La palabra ‘centrífuga’ nos lleva a considerar aquellos elementos en un plano que, truncos, inconclusos, tienden a completarse fuera de él, más allá del momento en que la palabra ‘corte’ interrumpe el flujo de imágenes (…); aquí predomina la organización lineal: el plano uno lleva hacia el plano dos y el dos hacia el tres” (Ruiz, Poéticas del cine, III, 310).
99. Ruiz, Poética del cine, I, 134 y ss.
100. Ver “Manifiesto de los cineastas de la Unidad Popular” por Cineastas Chilenos, en Revista Punto Final, nº 120, 22 de diciembre de 1970.
101. Raúl Ruiz (dir.), La expropiación (1972, Chile).
102. Raúl Ruiz (dir.), Realismo Socialista (1973, Chile).
103. Ruiz, “Prefiero registrar antes que mistificar el proceso chileno”, 15.
104. En La expropiación (1972, Chile), y en Ahora te vamos a llamar hermano (1971, Chile).
105. “Este cine –dice Ruiz refiriéndose a Chile Films–, prescindiendo de la mayor o menor calidad de los realizadores, favorece una política centralizada y monopólica”; en Ruiz, “Prefiero registrar antes que mistificar el proceso chileno”, 18.
107. Yasujiro Ozu (dir.), Cuentos de Tokio (1953, Japón).
108. John Cassavetes (dir.), Shadows (1959, Estados Unidos), y Faces (1968, Estados Unidos).
109. Cfr. Patricio Marchant, “Desolación. Cuestión del nombre Salvador Allende (1989-90)”, en Pablo Oyarzún & Willy Thayer (eds.), Patricio Marchant. Escritura y Temblor (Santiago: Ed. Cuarto Propio, 2000), 213 y ss.
110. Cfr. Ricciotto Canudo, Manifiesto de las Siete Artes (1911), en Joaquim Romaguera & Ramio Alsina (eds.), Textos y Manifiestos del Cine (Madrid: Ed. Cátedra, 1989), 15-18.
111. Si alguna vez fue cierto que el libro del mundo nos enseñó gran parte de lo que necesitamos saber, el cine como máquina de fotocopiar y multiplicar el libro del mundo, mejor que ninguna otra máquina, no pudo menos que volver superfluos no sólo los otros libros sino las demás artes; cfr. Ruiz, Poética del cine, I, 85.
112. Cfr. Simon Nora & Alain Minc, La Informatización de la sociedad (México: Ed. Fondo de Cultura Económica, 1981).
113. Ruiz: “En alguna parte, Valéry habla del shock que significa que de los mapas haya desaparecido la ‘tierra incógnita’. Ya no hay territorios por descubrir. El cine también ya descubrió la tierra” (Ruiz, en Cuneo (ed.), Ruiz. Entrevistas escogidas, filmografía comentada, 31).
114. Ruiz, Poética del cine, I, 124.
115. Ruiz, Poéticas del cine, II, 152.
116. Ruiz: “Durante poco más de un siglo, el cine habrá vivido entre nosotros seduciéndonos, observándonos, como hacen a veces los extraterres o los dioses, desapareciendo brutalmente de un día para otro, sin ni siquiera darnos tiempo para comprender con qué máquinas o con qué fenómenos naturales hemos tenido que ver. Hoy, cuando el cine yace muerto y transfigurado, podemos estar ciertos de que sus imágenes, fabricadas por aquellas máquinas mitad cámara, mitad bicicleta, nos habían propuesto cantidad de enigmas que no tuvimos tiempo de descifrar. La esfinge cine ya no está entre nosotros. Y aunque seguimos actuando como si existiera, algo así como hacen ciertos pueblos primitivos, aunque continuamos fabricando objetos que la evocan o la interrogan, lo que el cine fue ya no se ve en ninguna parte. Para la mayoría de nosotros, el cine está ya sea muerto, ya sea moribundo, y, por mi parte, pienso que está muerto hace ya mucho tiempo, pese a que como un dios o un fenómeno natural cualquiera, se esconda e intente negociar las condiciones de su resurrección. Siguiendo un proceso de retórica clásica, voy a contar aquí la vida del cine pasado, presente y futuro, como si nunca hubiera existido, como si jamás hubiera sobrepasado el estado de una simple conjetura. Trataré de exponer algunos de los problemas filosóficos que el arte desaparecido nos ha planteado, esforzándome en explicar su viaje clandestino por la ciudad gramatical llamada provisionalmente ‘realidad virtual’. Me gustaría recordar que dar por muerto un arte es un artificio del espíritu. Valéry lo consideraba como indispensable para reflexionar” (Ruiz, Poética del cine, I, 123).
118. Dejamos pendiente el desarrollo de esta noción. De todas maneras “un inventario de las imágenes técnicas en la obra de Harun Farocki incluiría: 01 Imágenes operativas, 02 Imágenes protésicas, 03 Imágenes de vigilancia, 04 Imágenes de datos, 05 Imágenes estadísticas, 06 Imágenes gráficas”; cfr. Antje Ehmann y Kodwo Eshun, “De la A a la Z (o veintiséis introducciones a Harun Farocki)”, apéndice en Harum Farocki, Desconfiar de las imágenes (Buenos Aires: Ed. Caja Negra, 2013), 291.
119. Ruiz, en Cuneo (ed.), Ruiz. Entrevistas escogidas, filmografía comentada, 169.
120. Ruiz (dir.), Zig-Zag, le jeu de l’oie (1980, Francia).
121. Ruiz (dir.), El tiempo recobrado (1999, Francia).
122. Ruiz, en Cuneo (ed.), Ruiz. Entrevistas escogidas, filmografía comentada, 169 y ss.
123. Incluso en películas como La vocación suspendida insistió en ello, pese a ser “la única película con guión que he hecho realmente, (…) diez veces más escrita que La hipótesis del cuadro robado” (Ruiz, ibidem, 97).
124. Cfr. Ruiz, Poéticas del cine, II, 161.
128. “No es que los textos susciten o provoquen imágenes; tampoco lo contrario: si la imagen está en buenas relaciones con el texto es porque ambos mantienen entre sí una distancia respetable” (Ibidem, 161).
129. Ruiz, Poética del cine, I, 22.
130. Ruiz, “Prefiero registrar antes que mistificar el proceso chileno”, 7.
131. “Cuando se inventó el registro directo, tu podías irte con la cámara, meterte en un lugar y registrar su cotidianidad. Luego se descubrió que esta cotidianidad era un estereotipo tan fuerte como el de Valentino; fue un choque para toda la gente que hizo cine directo. Un golpe que todavía dura (…), la gente ya se ha visto en televisión (…), sabe representarse y se conforma a eso. Se ha cerrado el circuito, ya no sabemos si Marlon Brando imita la manera de ser del americano medio o el americano medio lo imita a él. El circuito se va cerrando cada vez más (…), desaparece la noción de Terra incógnita. En el cine esta noción desapareció, para nosotros, tal vez en los años 60 (…); ya redondeamos la tierra desde el punto de vista cinematográfico” (Ruiz, “De una institución a otra”, entrevista con Pascal Bonittzer, Serge Daney y Pascal Kané, en Cahiers du Cinema, nº 87, 1978, p. 25-32).
132. La cultura como acto de agresión que provoca resistencias, no es resistida de modo suficientemente fuerte como para que en buena parte no se la incorpore, lo que da lugar a una especie de vida paralela cultural. Al constatar ese paralelo de aceptación/rechazo te das cuenta de que existe toda una manera de traducir y asimilar a las modernizaciones, lo cual hace posible que la gente (todos nosotros) pueda vivir dentro y fuera de la cultura simultáneamente, incluidos y excluidos al mismo tiempo, en resistencia (cfr. Ruiz, en “Diálogo con Raúl Ruiz. Enrique Lihn y Federico Schopf”, en Revista Nueva Atenea, nº423, U. de Concepción, 1970). Tal exclusión incluida no tiene que ver, como venimos diciendo, con la afirmación de una especie de “subcultura” o de valores culturales subalternos, negados en medio de unos estándares advenedizos de modernización como los que habría puesto en curso El chacal de Nahueltoro deMiguel Littin, según Ruiz.
133. Ruiz, en Cuneo (ed.), Ruiz. Entrevistas escogidas, filmografía comentada, 38.
135. Algunos de ellos: la llama nunca quieta volviéndose otra cosa, la tempestad de polvo, los miles de lugares, la simultánea paralela, el maelstrom de tiempos, la arena movediza, el boceto de los de abajo, la dimensión de extrañeza, la ciudad en ruinas, los ecos de otras imagenes vistas o por verse, la elevada calidad del aburrimiento, la danza abstracta, el ideograma en acción, etc.
BIBLIOGRAFÍA
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FILMOGRAFÍA
- Cassavetes, John.
- Shadows (1959, Estados Unidos).
- Faces (1968, Estados Unidos).
- Marker, Chris.
- Le Tombeau d’Alexandre (1992, Francia).
- Ozu, Yasujiro.
- Cuentos de Tokio (1953, Japón).
- Ruiz, Raúl.
- Tres tristes tigres (1968, Chile).
- Ahora te vamos a llamar hermano (1971, Chile).
- Nadie dijo nada (1971, Chile).
- La expropiación (1972, Chile).
- Realismo Socialista (1972, Chile).
- Palomita blanca (1973, Chile).
- Diálogo de exiliados (1974, Francia).
- La vocación suspendida (1978, Francia).
- Zig-Zag, le jeu de l’oie (1980, Francia).
- Tres vidas y una sola muerte (1996, Francia).
- El tiempo recobrado (1999, Francia).
- Cofralandes (2002, Francia/Chile).
- Edipo (2004, Italia).
- Litoral (2008, Chile).
- Ballet acuático (2010, Francia).
- La noche de enfrente (2012, Chile).