Oscar Ariel Cabezas,Postsoberanía: Literatura, política y trabajo. Buenos Aires: La Cebra, 2013. 296 páginas. Sergio Villalobos-Ruminott, Soberanías en suspenso: Imaginación y violencia en América Latina. Buenos Aires: La Cebra, 2013. 302 pages.

Justin Read
University at Buffalo

Volume 6, 2014


Los debates corrientes en la teoría política latinoamericana—por lo menos desde los trabajos tempranos de Ernesto Laclau en los 1970s—se han centrado en la problemática de la hegemonía, un enfoque indudablemente exacerbado por la hegemonía efímera del Consenso Washington de los 1990s. El decolonialismo, por ejemplo, ha buscado vías de resistencia en contra de la supuesta “colonialidad del poder”—es decir, los mecanismos epistemológicos que aseguran la dependencia y subalternidad de América Latina y el “Sur Global” por medio de un consenso discursivo tácitamente aceptado de antemano como “natural.” Por otra parte, nuevas investigaciones—instigaciones, mejor decir—han surgido en los últimos años en cuanto a la posthegemonía, especialmente desde la publicación del libro de Jon Beasley-Murray, Posthegemony, en 2011. En el caso posthegemónico, no es que hemos superado la hegemonía liberal o neoliberal en el siglo XXI; es que esta hegemonía jamás existió. Eso que los poderes del sistema capitalista global prefieren considerar “consenso popular” no es nada más que hábito y afecto por parte de la multitud. La inercia del hábito y el afecto multitudinar puede inducir pasividad en frente de una autoridad bruta (autoridad en plena ascendencia en nuestro mundo brutal); pero su movilización también deja la posibilidad de socavar los principios básicos de la soberanía burguesa—el consenso y el contrato social.

La fascinación crítica con la hegemonía, en otras palabras, debe también implicar un cuestionamiento fuerte de la soberanía. Los dos conceptos se parecen inseparables, ocupan diferentes rincones del mismo círculo, o son el mismo círculo cuadrado. La geometría es mala, claro, y eso es el punto. El soberano es él que decide que su poder es legítimo, y además que es tan legítimo que el soberano no es sujeto a su propio poder soberano, a la medida que se entiende “legitimidad” como la indecisión de los demás dominados, la aceptación del poder soberano como incuestionable. Las calculaciones políticas aquí son tan vertiginosas como supremamente ficticias. “The reducto absurdum of human experience,” como dice obsesivamente el esquizofrénico Quentin Compson en The Sound and the Fury. No es por nada que Giorgio Agamben caracteriza el soberano como reflejo de su propia abyección espectral, el homo sacer o el ban, los pobres sin poder, en vida precaria, cuyos cuerpos completarían el circuito del poder espiritual. El Rey de Bastos no tiene sentido si no se acompaña del Loco y el Colgado.

Pero si el mundo del capitalismo se mundializa posthegemónicamente, ¿no es que manda la teorización de su complemento implícito, una “post-soberanía”? Tal es la problemática enfrentada por dos críticos chilenos, en dos libros publicados por la misma editorial porteña: Postsoberanía: Literatura, política y trabajo por Oscar Ariel Cabezas y Soberanías en suspenso: Imaginación y violencia en América Latina por Sergio Villalobos-Ruminott.

El libro de Cabezas es, quizás, el más ambicioso de los dos. Empieza en el primer capítulo por situar la soberanía moderna dentro del catástrofe y el trauma. En particular, Cabezas toma como punto de partida de la modernidad el Edicto de 1492 del nuevo reino católico de la Península Ibérica. La expulsión de las comunidades sefardí y musulmana sirvió de crear el otro especulativo del sujeto soberano modernizado, y por consiguiente estableció el marranismo y el exilio como únicas posibilidades para la libertad.

Los tres capítulos que siguen se organizan ligeramente alrededor de los tres conceptos del subtítulo del libro: literatura, política y trabajo. El segundo capítulo salta de 1492 hasta el régimen de Juan Perón en Argentina de los 1950s. Cabezas intenta leer la literatura anti-peronista de Ezequiel Martínez Estrada (Qué es esto), Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares (“La fiesta del monstruo”) como obras antitéticas a la “soberanía popular” encarnada en forma del dictador. En asumir un papel de antítesis, estas obras proponen a un Perón como equivalente a Hitler. Cabezas contesta que es falsa equivalencia dada la manera en que Perón creó un tercer espacio entre el fascismo a la derecha y el comunismo a la izquierda. No comenta, sin embargo, las contorciones dentro de la política interna en Argentina, que siempre ha sido laberíntica por decir lo menos. Hay que pensar, es decir, del faccionalismo atroz de los 1940s-50s por parte de ambos peronistas y anti-peronistas.

De todos modos, la cuestión de la equivalencia guía la última parte del libro. Mientras los primeros dos capítulos sitúan su teoría en territorios terrestres (España, Argentina), los últimos dos se trasladan al campo de la teoría como tal. El tercero traza la “trans-substanciación” del poder divino (Dios-Padre, “amor por dios”) en poder material (Dios-Capital, “amor por la Cosa”), a través de una lectura extendida de León Rozitchner (con varias sub-lecturas de Schmitt y Badiou y Kierkegaard y Heidegger y San Agustín). El cuarto capítulo culmina con una consideración de las representaciones del obrero en Albert Camus, Charlie Chaplin y Sergio Chejfec, con atención a la transvaloración del trabajo en signo cultural abstracto. Los distintos registros de abstracción en las obras de los tres artistas simultáneamente protestan contra la explotación capitalista, a la vez que permiten cierta equivalencia sígnica-simbólica. El rostro del obrero, Cabezas parece sugerir, puede valer lo mismo que la cara de una moneda; la trascendencia de Dios convertido en transacción de dinero.

La descripción del argumento en los últimos párrafos es, en realidad, altamente reductiva porque Postsoberanía procura incorporar una panoplia de textos y teorías y temporalidades. Aunque apreciamos la ambición, el argumento tiende a ser altamente difuso. Comenzar con la consolidación del estado-nación moderno en 1492 tiene sentido; pero de allí el argumento va directo al peronismo, sin explicar las transformaciones (posibles o concretas) de la soberanía entre la modernidad temprana y la modernización tardía. Se habla de la soberanía en términos universales, sin tratar de explicar o problematizar la conexión (y desconexiones) entre lo universal y lo local, exacerbando un problema general del argumento. ¿Es Juan Perón, por ejemplo, una manifestación de la soberanía moderna en su trascendencia mundial, o una emergencia inmanente que resultó de configuraciones políticas locales o regionales? Notablemente no se examina el teatro político en la Argentina peronista, aunque discute la soberanía de Perón en términos de su performatividad.

De allí, el argumento de los últimos capítulos figura al capitalismo global como traducción de la teología católica en ontología financiera, con el efecto de sublimar y borrar la mano de obra en valor de equivalencias. Es decir, que la supuesta “postsoberanía” muchas veces aparece como mera transformación de la vieja soberanía teocrática-inquisitorial pre-burguesa. En discutir la Cosa como entelequia de la soberanía cristiana, por ejemplo, dice:

Como se sabe, la composición de la soberanías nacionales supuestamente vaciadas de los elementos teológicos con que el poder de las monarquías se había erguido durante la época de los imperios europeos, se encuentra en proceso de descomposición…. Este sería un notable síntoma de nuestro tiempo, y, quizás el horizonte último de la dominación del capitalismo tardío, ya que el espacio postsoberano es el espacio del capital como único soberano que gobierna la relación entre la vida y la muerte.

(168)

¿Cómo es que “se sabe” todo eso? Primero, la evacuación del derecho divino de las monarquías pre-modernas fue el paso dialéctico fundamental para la consolidación del estado liberal. Como Schmitt, y Adorno, y aún Marx ya señalaron, esta evacuación meramente señaló la secularización de la teología política. Segundo, ¿cómo puede ser que el “espacio postsoberano” es el del “único soberano” en el mundo? ¿Cuáles índices hay para probar la descomposición del estado-nación en frente del poder bruto del capitalismo mundial? Es decir, el capital global-financiero sí tiene una relación parasítica con el estado-nación: lo necesita más que nada para garantizar el dinero que Cabezas ve en las representaciones de los obreros. Mas, ¿no es que el capital fortalece el autoritarismo político, cuán “suave” que sea? El capitalismo parece requerir estados nacionales fuertes para gestionar la circulación de valores, leyes contractuales, fungibilidad de bienes, etc. Y por eso el capitalismo queda en libertad para renunciar la soberanía para sí mismo.

En general, Postsoberanía no elabora una teoría (o teorías) de la soberanía suficientemente fuerte(s) para sostener una teoría de su “post–”. En parte es efecto de la vasta cantidad de territorio filosófico y artístico que trata de cubrir, que por un lado refleja la topografía de la “modernidad líquida” del capitalismo tardío, pero que por otro lado crea un ritmo frenético en su argumentación.

Soberanías en suspenso, en cambio, se centra en un espacio y un tiempo fijado: el bicentenario de la independencia chilena. Villalobos efectivamente usa el momento para abordar una evidente contradicción de la contemporaneidad en Chile. ¿Cómo es que Chile ha re-emergido como estado-nacional democrático-republicano—es decir, “desarrollado”—después de la dictadura represiva de los 1970-80s, a la vez que ha emergido como zona re-territorializada por y dentro del capitalismo global? Villalobos no es el primero en preguntarlo, es cierto, pero sus intervenciones en la cuestión son novedosas.

El autor arguye que el golpe de 1973 y el consiguiente régimen represivo de Pinochet no fueron continuaciones de la trayectoria histórica del desarrollo positivista que emergió a partir de las revoluciones decimonónicas. A pesar de las retóricas y políticas de desarrollo promulgadas por Pinochet, fue una abrupta quiebra histórica que puso la soberanía nacional en suspensión. Las novedades que Villalobos propone en este contexto, a nuestro punto de vista, son dos: primero, que el estado de reconciliación post-1989 es meramente una extensión de la soberanía suspendida de la dictadura; y segundo, que varios discursos del saber académico—aún ellos, y especialmente ellos, que se posicionaron en resistencia a la dictadura—reprodujeron la suspensión a contrapelo de sus propios intereses o demandas.

En ciertos casos, esta “reproducción” casi llega a la complicidad tácita entre la academia y el gobierno. Dentro de las ciencias sociales chilenas de los 1980s y 90s, la dictadura podría ser analizada como interrupción histórica que puso en duda el antiguo relato de “permanente progreso moral y jurídico del Estado.” Pero de todas formas la solución general a interrupción en las ciencias sociales fue la aceptación de la globalización como futuro inexorable para un Estado re-integrado. Así, aún en su aspecto negativo, la dictadura apareció en estos discursos académicos como preparativo para la entrada de Chile al orden neoliberal.

A cada paso el argumento de Soberanías en suspenso se hace más agudo y sutil. En analizar los vínculos entre arte y política de los 80, por ejemplo, el autor no procura establecer ninguna complicidad entre las neo-vanguardias de la “avanzada” y el gobierno. Las neo-vanguardias resueltamente trataron de desvincularse de la dictadura. Pero en hacerlo se abrió lo que se puede llamar de dialéctica especular. El modo operativo de la dictadura era nihilismo, en el sentido que marcó la liquidación de la historia nacional (para conservarla) y la re-fundación de la nación. A través de lecturas cuidadosas de Nelly Richard y Willy Thayer, Villalobos intenta mostrar como la ocupación de los márgenes sociales, culturales y estéticas por parte de los neo-vanguardias promovió una re-fundación nacional paralela (Richard); y así, como tal marginalización del arte también operó como nihilismo en paralelo al nihilismo neoliberal de re-estructuración y re-conciliación (Thayer).

Villalobos no prescribe antídotos ni soluciones a este dilema, aunque sugiere nuevos pasos para desenredarse de ello. El golpe de 1973 no solamente fue un golpe de estado, sino un “golpe a la lengua”—una desapropiación de la capacidad de señalar, pensar o imaginar futuras alternativas para la sociedad chilena. Con particular atención—maravillosa atención, digamos—al filósofo Patricio Marchand, Villalobos persigue posibilidades para habitar esa misma desapropiación por medio de la poética. Es decir, la respuesta efectiva a la suspensión soberana no puede ser valorizar nuevas subjetividades o expresiones subjetivas, especialmente ellas marginalizadas o borradas a propósito por la autoridad estatal, dado que la valorización (equivalente a la equivalencia en la obra de Cabezas) es el centro conceptual del orden neoliberal. Marchand mantiene que la poética moderna—más que nada la de Gabriela Mistral—no le da voz al “ser chileno.” Al contrario, la poética de Mistral siempre regresa a un estar-en-el-mundo, aun cuando un estar transitorio, desnudo, abandonado o desposeído. El poema en este sentido no es la representación del “yo” poético (Dichtung), no es un ser, sino que la poética delimita los contextos para la articulación o desarticulación social. La poética está así como un estar.

Aquí Villalobos no recupera la poética y la poesía como espacios de liberación para el pueblo chileno. Al revés: la poética no es nada más (o nada menos) que un horizonte impolítico, un horizonte de lo impolítico, un “habitar que se manifiesta heteróclitamente” para pensar más allá de los límites de la soberanía corriente. Esta poética “impolítica” no es meramente lingüística tampoco, así que se puede teorizarla igualmente en la cinematografía “anasémica” de Raúl Ruiz como en la anti-poesía de Nicanor Parra.

En conjunto, podemos decir que ambos libros de Cabezas y Villalobos buscan registrar un espacio impolítico que no sea después de la soberanía, ni al lado del capitalismo global, sino un lugar que irrumpe como un paréntesis por adentro del dictum del poder. No son elaboraciones de una nueva política necesariamente, sino intentos para trazar lugares heterotópicos dentro del orden singular del globo capitalista, lugares que no pueden ser nombrados fácilmente por tal singularidad posthegemónica. Pero, en este respecto, ¿en qué se distinguirían las soberanías heterotópicas (postsoberanías) teorizadas por los dos y un estar-en-el-mundo posthegemónico? A cada vez que los autores invocan la “soberanía,” ¿no están teorizando, en efecto, el “post–” de la hegemonía—vías afectivas para esquivar la clausura del poder global? Quizás Cabezas y Villalobos están apuntándonos a una realidad aun más espantadora, donde los antiguos conceptos de soberanía y hegemonía ya no son más, ya no son reflexiones gemelas o especulares, porque ya se han unido en singularidad. Una singularidad que hace precaria cualquier pluralidad o multiplicidad.

En tal caso, en nuestro mundo hay poder singular en acción y hay afecto multitudinario en reacción. Hay causa postsoberana y hay efecto posthegemónico. Ya se ha pasado de la geometría mala al physis de la brutalidad.