David Pavón-Cuéllar
Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo
Volume 7, 2015
Introducción: generalidad y excepcionalidad
Estamos en la historia y cada momento es único y singular. Cada uno requiere de posicionamientos y planteamientos diferentes. Aun cuando empecemos por adoptar a priori perspectivas aparentemente invariables como la marxista o la psicoanalítica lacaniana, estas perspectivas tendrán que modificarse al reposicionarse y replantearse dentro de cada nueva situación histórica. No hay manera de inmovilizarlas en una forma definitiva sin traicionar lo que pensamos a través de ellas. Y si además pretendemos vincularlas, como es el caso en el presente artículo, tampoco podremos hacerlo consistentemente de una vez por todas. Por su propio afán intrínseco de consistencia, cada momento histórico exige vincular el marxismo y el psicoanálisis lacaniano de manera excepcional.
Desde luego que no se trata de captar alguna excepción por la que se confirme cierta regla general de vinculación entre el marxismo y el psicoanálisis lacaniano. Más bien hay que resignarse a que tal vinculación, al igual que las teorías vinculadas y que sus objetos de estudio, carece de cualquier generalidad o regularidad que no resida en la excepción misma. Debemos reconocer, en otras palabras, que la excepcionalidad es el único denominador común de las distintas posiciones, acciones, relaciones e ideaciones constitutivas de nuestro mundo histórico, entre las que debemos incluir, por supuesto, aquellas torsiones reflexivas por las que el mundo intenta cuestionarse a sí mismo, como es el caso del marxismo y el psicoanálisis.
Las aportaciones de Marx y de Lacan ya están situadas en la historia y se encuentran por tanto sujetas a incesantes modificaciones históricas retroactivas. Estas realizaciones de la elaboración o “función secundaria de la historización”, como la denomina Lacan, operan en el campo de los pensamientos y no sólo de “los acontecimientos” (1999, 259). Al igual que lo que acontece, lo que se piensa no deja de transformarse al historizarse.
La historia, que lo comprende todo, no deja de modificarlo todo, ya que es un escenario inestable, constantemente agitado y cambiante, siempre imprevisible, que nunca es el mismo y en el que sólo hay excepciones. Al encontrarnos en semejante contexto histórico, “estamos siempre en la excepción”, la cual, por lo tanto, “es la regla misma”, como ya lo había sostenido Althusser (2005, 103). Entendemos entonces que una ciencia de la historia como la cultivada por Marx, lo mismo que el psicoanálisis inaugurado por Freud, sea una “ciencia de lo particular” para Lacan (1999, 259). Semejante ciencia de las excepciones, al igual que la patafísica, será una ciencia paradójica, ciertamente inadmisible, que “estudiará las leyes que rigen las excepciones” (Jarry 15). Estas leyes, siempre excepcionales, únicamente podrán estudiarse a través de una ciencia que sea ella misma siempre excepcional. De modo que las excepciones deberán imperar en la ciencia y no sólo en su objeto.
Matanza de estudiantes
La ciencia debe someterse a su objeto. El objeto de una ciencia de las excepciones, un objeto consistente en la excepción misma, exige cierta excepcionalidad en el pensamiento. Esta exigencia es algo que siento de modo especialmente agudo ahora mismo, cuando sólo consigo pensar en el marxismo y el psicoanálisis al denunciar algo que ha ocurrido en mi país, México. Se trata de un suceso del que sencillamente no puedo apartar mi atención. Me refiero a una matanza ocurrida en la ciudad de Iguala, en donde policías asesinaron y desaparecieron a varios estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, institución pública de enseñanza superior en la que se forman futuros maestros, casi todos ellos hijos de campesinos pobres.
Los estudiantes de Ayotzinapa estaban en Iguala para botear, es decir, para pedirles a los transeúntes una cooperación voluntaria. El dinero que recolectarían les permitiría viajar a la Ciudad de México y participar en la gran marcha estudiantil que se realiza cada año para conmemorar la masacre de estudiantes que ocurrió en Tlatelolco el 2 de octubre de 1968, cuando los militares asesinaron a centenares de estudiantes en una plaza pública. 36 años después, en Iguala, fueron policías los que atacaron a los estudiantes, disparando sobre ellos y matando a 16, además de arrestar a otros y desaparecerlos. Hay 43 desaparecidos. Ya se descubrió el cadáver de un estudiante al que torturaron, le arrancaron los ojos y le desollaron el rostro. Se han encontrado también algunas fosas comunes con más cadáveres. Las investigaciones revelaron que muchos de ellos fueron quemados vivos.
La versión oficial es que los policías y otros funcionarios municipales de Iguala, entre ellos el propio alcalde y su esposa, trabajaban para un capo local del narcotráfico, y que fue él quien ordenó matar a los estudiantes. Pero nadie entiende por qué los narcotraficantes de Iguala desearían o necesitarían matar a los estudiantes de Ayotzinapa. Esto ha hecho que se difunda la versión, más verosímil y convincente, de que la matanza de estudiantes fue decidida por el gobierno estatal e incluso federal. Después de todo, a diferencia de los narcotraficantes, los gobernantes de México sí que tenían móviles para matar a unos estudiantes conocidos por su militancia rebelde antigubernamental.
Quizá ni siquiera tenga importancia confirmar si los asesinos de estudiantes obedecían órdenes del gobierno federal o de algún cártel del narcotráfico. El narco y el gobierno mexicano se han unido tan íntimamente que podemos hablar ya de un verdadero narcogobierno. La subordinación del Estado Mexicano al narcotráfico no es más un aspecto parcial de su total sumisión ante otros sectores de la economía capitalista. Son los amos del dinero, un dinero siempre sucio, los que mandan en México. El presidente Enrique Peña Nieto y sus mediocres funcionarios neoliberales no suelen ser más que títeres en manos de los grandes oligarcas nacionales y extranjeros de la finanza, el comercio, la manufactura, la minería, la agricultura y el narcotráfico. Son los ricos los que mandan. El poder está en su riqueza, en su dinero, en su capital, en el capital.
Aletheia en Iguala
Sabemos por Marx que el capital se ve “personificado” y cobra “conciencia y voluntad” en los capitalistas (2008, 107). Éstos, a su vez, hacen valer esa conciencia y esa voluntad a través de gobiernos como el mexicano. México es actualmente uno de los países en los que mejor puede apreciarse la vigencia de la concepción clásica marxista del “gobierno del Estado moderno” como “junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa” (Marx y Engels, 29). No hay que ser marxista-leninista para percatarse de que la clase burguesa-capitalista es la que detenta “el poder estatal” mexicano y específicamente “los instrumentos fundamentales de su fuerza”, esto es, “la policía y el ejército permanente” (Lenin, 277-278). En cualquiera de las corporaciones militares o policiales de México, tan sólo encontramos, como diría Lenin, “destacamentos especiales de hombres armados al servicio de la clase dominante” (278).
Son los narcotraficantes y los demás capitalistas, el capitalismo y el capital mismo, los que utilizan el instrumento policiaco mexicano para su defensa y su provecho. Los policías deben proceder, por consiguiente, como el capital decide que procedan. Aunque a menudo cometan errores, sus mismos errores, como el de Ayotzinapa, tienden a constituir una suerte de lapsus o síntoma que revela su total subordinación al capitalismo. Ésta es la verdad que se descubre a sí misma, como aletheia, en los asesinatos de estudiantes, ya sea que los policías obedezcan al narcotráfico o a funcionarios que obedecen al narco y a otros sectores de la economía capitalista.
No importa cuántas y cuáles mediaciones hubiera entre el capital y los policías asesinos de Iguala. Da igual que obedecieran directamente a un capo local del narcotráfico o indirectamente al presidente mexicano que a su vez obedece al capitalismo global con sus narcotraficantes, banqueros y demás personificaciones criminales. En ambos casos, una parte importante de la responsabilidad última de la matanza recae en el capital, en el capitalismo, lo que no absuelve desde luego a los esbirros del capital, desde los policías de Iguala hasta el Presidente de la República.
Lucidez colectiva, capitalismo neoliberal y dictadura perfecta
Lo que digo es algo que parece presentirse entre los supervivientes de Ayotzinapa y entre las decenas de miles de estudiantes mexicanos que han salido a protestar a las calles después de la masacre. Basta escuchar las consignas y pasear por las redes sociales para captar la intuición general de que los estudiantes fueron asesinados por algo que se expresa lo mismo en los narcotraficantes que en los policías, en los distintos niveles del gobierno y del crimen organizado, en los medios masivos de comunicación, en los diversos poderes fácticos económicos, en las últimas reformas neoliberales y en la manera en que los partidos opositores se han dejado intimidar, sobornar, cooptar y degradar por el corrupto y represor Partido Revolucionario Institucional (PRI), que volvió al poder en 2012, después de haber gobernado México entre 1930 y 2000.
Si el PRI se mantuvo setenta años en el poder, fue mediante el control de los sindicatos, la absorción de otros partidos, la compra sistemática de votos, la censura de los medios y una represión brutal que lo llevó a matar a decenas de miles de opositores, entre ellos los estudiantes que murieron en Tlatelolco en 1968. El régimen priista era ciertamente autoritario y tiránico, pero no por ello dejó de respetar los rituales democráticos de las elecciones periódicas, la separación de poderes, la sucesión presidencial y la no reelección de los mandatarios. Distinguiéndose así de otras dictaduras latinoamericanas, la tiranía priista recibió el nombre de “dictadura de partido”. Su buena imagen democrática exterior, la discreción de sus crímenes, el éxito en la cooptación de sus opositores y su gran capacidad de control interno hicieron que Vargas Llosa la llamara “la dictadura perfecta” en 1990.
La expresión de la “dictadura perfecta” ha regresado y está en el aire. Es el título de una película reciente sobre el retorno del PRI. La misma expresión ha sido empleada más de una vez en relación con la matanza de los estudiantes de Ayotzinapa. Se dice que la dictadura perfecta se ha reconstituido, y la masacre de Iguala se incluye en una larga lista de masacres priistas: la de Tlatelolco, la de los halcones, la de Acteal, la del Bosque, la del Charco, etc.
Quienes evocan el retorno de la dictadura también consiguen adivinar el papel del capitalismo en la matanza de estudiantes. Hay una especie de lucidez colectiva, expresada en protestas y redes sociales, por la que vemos cundir la intuición de mucho de lo que encontramos bien explicitado en la obra de Atilio Borón. Se intuye, de modo puntual, que el capitalismo es incompatible con la democracia, que el supuesto régimen democrático mexicano es un sistema oligárquico dictatorial, que la nueva dictadura perfecta es nuevamente una dictadura del capital, que el capitalismo neoliberal de Enrique Peña Nieto es una forma degradada y encubierta de autoritarismo y despotismo, que los poderes económico y político son un mismo poder, y que es con ese poder capitalista-gubernamental con el que se asesinó a los estudiantes de Ayotzinapa.
Lo intratable
Los estudiantes habrían sido culpables de oponerse al capital y a su gobierno. ¿Podemos decir entonces que fue por anticapitalistas y antigubernamentales que los estudiantes fueron asesinados? Quizás haya en esto una parte de verdad, pero no toda la verdad, pues somos decenas de millones los mexicanos anticapitalistas y antigubernamentales. Y, sin embargo, no hemos sido asesinados. Yo estoy aquí, aún vivo, escribiendo estas palabras, y no pudriéndome dentro de una fosa común. Por lo tanto, para ser asesinado, no basta con ser anticapitalista y antigubernamental.
¿Entonces por qué diablos fueron asesinados los estudiantes de Ayotzinapa? Se puede responder sin responder y decir que se les eligió al azar, pero que pudieron haber sido otros, ya que se trataba sólo de matar a unos pocos para asustar a todos los demás anticapitalistas y antigubernamentales del país. Ha llegado incluso a suponerse que se asesinó a los estudiantes de Ayotzinapa con el propósito de intimidar específicamente a los del Instituto Politécnico Nacional que estaban movilizados en esos mismos días en la Ciudad de México. ¿Pero entonces por qué no matar directamente a los estudiantes del Politécnico? ¿Por qué pasar por la matanza de los de Ayotzinapa?
Aun si no fuera cierto que la matanza de Iguala era para enviar un mensaje a los estudiantes del Politécnico, ¿por qué haber matado específicamente a los de Ayotzinapa entre las decenas de miles de estudiantes que manifestaban en esos mismos días? Entre tantos estudiantes anticapitalistas y antigubernamentales en todos los rincones de México, ¿por qué los de Ayotzinapa, ellos y no los demás, unos y no otros? ¿Por qué…? ¿Y por qué es tan difícil responder? ¿Qué hay en este punto preciso que nos detiene y que nos impide llegar a una respuesta? O quizá todos conozcamos la respuesta, pero no consigamos ni concebirla ni articularla. En cualquier caso, tropezamos aquí, de pronto, con uno de aquellos asuntos intratables ante los que Lacan puede resultar particularmente útil para los marxistas.
Discurso y realidad
Con su especialización en lo intratable, el psicoanálisis lacaniano debería servirnos para indagar en aquello por lo que se distinguen las víctimas de la matanza de Iguala. Tal indagación podría empezar por incursionar en los diversos discursos políticos y periodísticos en los que se ha denigrado sistemáticamente a los estudiantes de Ayotzinapa. En lugar de malinterpretar los discursos como descripciones más o menos fieles de la realidad existente independientemente de ellos, habrá que seguir a Lacan al interpretarlos como lo que son, como “articulaciones simbólicas” más o menos eficaces para crear y organizar una “realidad” que será inmanente a ellos y que sólo existirá por ellos y a través de ellos, en virtud y en función de ellos (1999a, 389-391). Es aquí, en esta realidad imaginaria desplegada por cierto sistema simbólico, en donde los estudiantes de Ayotzinapa se nos han presentado, sintetizando sus más difundidas caracterizaciones implícitas o explícitas, no sólo como vándalos y delincuentes, como demasiado agresivos y conflictivos en sus protestas, sino también, de modo más general, como futuros malos maestros, parásitos inútiles y prescindibles que no quieren estudiar y que no rinden ahora ni rendirán jamás ningún servicio a la sociedad, pero que son demasiado costosos y dispendiosos, y además, para colmo, demasiado ávidos y exigentes, incluso insaciables, pues exigen más y más, sin dar nada a cambio.
Aunque sea para convencerse del carácter imaginario de la realidad recién descrita, conviene saber que la manutención de los estudiantes de Ayotzinapa le cuesta exactamente al gobierno la cantidad insignificante de 30 pesos mexicanos, menos de 3 dólares estadunidenses o 6 reales brasileños por día, lo que sólo permite comprar los alimentos mínimos para sobrevivir. De hecho, de los estudiantes de México, los de Ayotzinapa son aquellos en los que menos gasta el Estado Mexicano. Son los que menos reciben, pero también los que más necesitan, los más necesitados, los más pobres de los pobres, los que tienen mayores carencias. Y desde cierto punto de vista, se les podría ver también como los más útiles, ya que serán maestros rurales que alfabetizarán a hijas e hijos de campesinos, mineros, obreros, indígenas y otros grupos desfavorecidos. Podemos decir, en suma, que son los que más dan, más necesitan y menos reciben. Para completar, son aquellos de los que peor se habla. Y por si fuera poco, son los que terminan siendo asesinados por las corporaciones policiacas.
El policía de los pobres, al igual que el superyó de los ricos, tiende a ser tanto más violento cuanto menos razones tiene para ser violento. Los mejores deben ser castigados por ser los mejores, deben ser ajusticiados por ser justos, deben ser asesinados por no haber asesinado. Antes de morir, desde luego, ya fueron calumniados, y es por eso que se les termina matando. Se es injusto con ellos al matarlos porque se fue injusto con ellos al calumniarlos.
¿Qué hacer ahora con las calumnias? Aunque ya sea demasiado tarde, conviene invertir el mensaje del Otro, denunciarlo como una denegación y aceptar a los calumniados como lo diametralmente opuesto a lo que se afirma de ellos. Reconoceremos que son los más útiles y los más baratos entre los estudiantes de México, mientras que se les presenta como los más inútiles y los más caros en los discursos que circulan. Veremos entonces claramente que estos discursos, como cualquier otro, no tienen su verdad en una realidad existente, sino en lo que sólo descubrimos a través de su realidad imaginaria cuando nos atrevemos a profundizar en ella. ¿Y qué se descubre aquí, en esa realidad en la que nuestros estudiantes de Ayotzinapa son demasiado agresivos y conflictivos, demasiado ávidos y exigentes, demasiado costosos y dispendiosos? Lo que se descubre, según yo, es que lo que se transparenta literalmente: que los estudiantes son demasiado lo que son, que lo son en demasía o en exceso, que son más de lo que deberían ser, que están de más, que sobran. Esta condición intrínsecamente sobrante de los estudiantes se confirma en sus caracterizaciones implícitas como inútiles y prescindibles.
Desecho y limpieza
Los estudiantes de Ayotzinapa son algo que está de más, y cuando algo está de más, es normal que se le deba eliminar, limpiar, tirar al cesto de la basura, o, en este caso, a una fosa común. La matanza de los estudiantes de Ayotzinapa no es más que la conclusión de un silogismo sencillo: los estudiantes sobran; lo que sobra debe desaparecer; por lo tanto, los estudiantes deben desaparecer. Al desaparecer a los estudiantes, los policías únicamente completaron el silogismo que no dejaba de operar en el gobierno de Enrique Peña Nieto y en los grandes medios de comunicación.
Los autores morales de la matanza están en las cúpulas gubernamentales y en las pantallas de televisión, las noticias radiofónicas o las columnas de los diarios, e incluyen a defensores y promotores del régimen como los famosos periodistas Carlos Loret de Mola, Joaquín López Dóriga y Ciro Gómez Leyva, cada uno de los cuales, por cierto, se deja corromper con un soborno anual de aproximadamente dos millones de pesos, equivalentes a 200,000 dólares o 500,000 reales brasileños, por concepto de comunicación social del Gobierno de la República. Éstos y muchos otros asesinos de cuello blanco prepararon la matanza de los estudiantes al disimular o justificar su represión, ocultar sus condiciones de vida, ignorar sus reivindicaciones, quitarles la voz y reducirlos a la condición de obstáculos de los que debíamos deshacernos para posibilitar el desarrollo del país y específicamente la circulación en las autopistas. Hasta podríamos decir que los propietarios de los grandes medios masivos de comunicación en México, los magnates Emilio Azcárraga Jean y Ricardo Salinas Pliego, fueron quienes empezaron la matanza de Iguala. Únicamente fueron precedidos por los políticos neoliberales, quienes ya estaban eliminando a los estudiantes al denunciarlos como un problema que debía resolverse, como un despilfarro que debía ahorrarse, y al reducir el dinero que les daban y al no dárselos en numerosas ocasiones, aun cuando sabían que eran los jóvenes más pobres del país y que apenas podían sobrevivir con lo que recibían.
Al matar a los estudiantes, los policías concluyeron el trabajo de los políticos, los periodistas y los magnates de los medios masivos de comunicación. Hicieron además exclusivamente lo que les fue indicado por el gobierno y por la televisión. Eliminaron a quienes debían ser eliminados. Resolvieron el problema. El asesinato de los estudiantes de Ayotzinapa se fraguó en lugares como la residencia oficial de Los Pinos, las diferentes Secretarías, el Senado y el Congreso de la Unión, así como Televisa, Televisión Azteca, Milenio y otros medios. Es aquí en donde se tejió esa trama discursiva en la que no había ya lugar para los estudiantes, en la que no cabían y debían descartarse, desecharse como un resto que difícilmente podríamos resistirnos a pensar a través de la noción lacaniana de objeto a.
Sobra y falta
Como el objeto a, los estudiantes de Ayotzinapa son aquello mismo cuya exclusión da lugar y sentido a una trama discursiva (Lacan 2006). A los discuros gubernamentales y televisivos les falta todo lo que cada estudiante de Ayotzinapa personificaba: la dignidad en la miseria, la vida en la muerte, la resistencia de los condenados, la insumisión de los despreciados, la furia de los de abajo, la rebeldía subversiva de indios y campesinos desharrapados como los revolucionarios Emiliano Zapata y Francisco Villa. Todo esto acaba faltando, haciendo falta, después de haber desaparecido en el asesino silogismo de la desaparición de los sobrantes al que me referí con anterioridad. Una vez que los sobrantes desaparecen, los vemos regresar como faltantes, es decir, no sólo como ausentes, sino como aquellos ausentes que deberían estar presentes.
Si los estudiantes de Ayotzinapa faltan después de haber desaparecido, es porque no han desaparecido por completo. Digamos que siguen apareciendo como algo real, como lo real de la revolución imposible contra lo que nada puede la simbolización del discurso oficial, el del PRI, el Revolucionario Institucional, el corrupto y acomodaticio, el oportunista, el “posibilista” y “funcionarista”, como diría Jules Guesde (27). No debe olvidarse que este discurso tiene sus orígenes más remotos, no en la revolución de Villa y Zapata, sino en la otra, la opuesta, la falsa y astuta, la traicionera y represiva, la de Venustiano Carranza y Álvaro Obregón, los asesinos de Zapata y Villa, respectivamente.
En el contexto mexicano, como en tantos otros, la revolución institucional se instituyó al neutralizar la revolución propiamente dicha. El símbolo se erigió sobre la muerte de lo real, de la cosa, del movimiento revolucionario que amenazaba con trastornarlo todo. Se empezó así por asesinar a Villa, Zapata y los demás que podrían subvertir el reaccionario discurso revolucionario institucional.
La violenta inmolación ritual de eso, primero en las figuras de Villa y Zapata y luego en las de miles de víctimas de la represión gubernamental, ha permitido la institucionalización revolucionaria de aquello que se torna dictadura perfecta. Pero el valor simbólico de la dictadura nunca deja de estribar en lo mismo de lo que es la sustracción. El meollo del PRI siempre ha radicado y sigue radicando en su relación con lo descartado, con lo sobrante y faltante, con lo real que no se deja simbolizar, con la revolución que resiste a su traición institucionalizada, con eso que irrumpió a través de Villa y Zapata en la Revolución de 1910, pero también en los movimientos guerrilleros posteriores, entre ellos los más temibles y recordados, los de Genaro Vázquez y Lucio Cabañas, quienes estudiaron precisamente en Ayotzinapa.
Aparecidos y desaparecidos
Genaro Vázquez y Lucio Cabañas ya murieron, pero no del todo. No han pasado por el último trance de la segunda muerte (Lacan 1986). No se han extinguido en la memoria, la palabra, la veneración del homenaje y la orientación del ideal inspirador. Siguen viviendo, al menos en parte, al aparecer evocados en libros, pronunciados en discursos, coreados en manifestaciones, pintados en mantas y muros, impresos en banderas y carteles. Tantas apariciones han hecho que se terminen convirtiendo en una suerte de aparecidos que no dejan de asustar a políticos del PRI como los que advierten ahora, en 2014, que la Escuela Normal de Ayotzinapa debería clausurarse por ser nido de guerrilleros. Al escuchar semejante disparate, uno se pregunta si es una difamación deliberada o un delirio persecutorio. En cualquier caso, la declaración es absurda e infundada, pero no por ello menos reveladora de cierta verdad que tal vez termine verificándose al realizarse retroactivamente. Una vez más debemos buscar la verdad en la mentira, en la difamación o en el delirio, en la “estructura de ficción” de la que nos hablaba Lacan (2006, 190), en los “cuentos de hadas” a los que se refería Marx (1987a, 297).
La mentira de los estudiantes guerrilleros nos descubre la verdad inherente a lo representado por los estudiantes asesinados. Me refiero aquí a un objeto de angustia, pues la angustia, como bien sabemos, no carece de objeto (Lacan 2004). Y en este caso, como lo hemos visto, su objeto parece morar en cierto residuo sangriento, resto indeleble de la Revolución de 1910, marca del vacío dejado por Villa y Zapata, pero también por todos los demás revolucionarios y guerrilleros muertos en su lucha contra la dictadura perfecta. He aquí los fantasmas que ahora mismo recorren México. Son los espectros de Villa y Zapata, Lucio y Genaro, Jaramillo y Gámiz, pero también de los miles de asesinados por motivos políticos en los setenta años de gobierno del PRI. ¿Por qué no incluir en esta misma lista de agraviados a las víctimas de las anteriores tiranías y del gobierno colonial? En cierto modo, los verdugos de México siempre han sido los mismos, así como sus víctimas también han sido siempre las mismas. Ahora las de Ayotzinapa vienen a sumarse a las demás. Aumenta el número de los desaparecidos. ¿Cómo no temer cada vez más a los aparecidos?
¿Por qué los aparecidos? Quizá, como reza la sabiduría popular, por las deudas pendientes, por el deseo de venganza, por la sed insaciable de justicia, por la necesidad de perdonar. Las víctimas necesitarían perdonar a los verdugos que no se dejan perdonar. De hecho, en lugar de pedir perdón y empezar a esforzarse para merecerlo algún día, los opresores y explotadores de México han preferido hacer como si fueran ellos quienes debieran perdonar a sus víctimas a través de una serie de amnistías que remontan a los tiempos coloniales. Estas amnistías, además de proteger a los verdaderos culpables y mantener la impunidad en México, invierten sistemáticamente la relación entre los verdugos y sus víctimas, entre los deudores y sus acreedores, entre los favorecidos y los perjudicados por la injusticia. La inversión es mentirosa, pero tal vez también reveladora. La verdad parece volver a revelarse a través de la mentira. En la formación reactiva que subyace a la criminalización de las víctimas, las élites políticas y económicas mexicanas están ofendidas en lugar de arrepentidas, y dan el perdón por no pedirlo, quizá porque presienten que no serán perdonadas, que no hay arrepentimiento que valga, que su culpa es demasiado grande, que nunca podrá compensarse y repararse todo lo que han hecho desde la conquista de México hasta la nueva dictadura perfecta. La deuda se ha vuelto impagable.
¿Cómo pagar la deuda que se acumula desde hace ya quinientos años? ¿Cómo saldar cuentas con los colonizados y dominados, los explotados y oprimidos, los indígenas y campesinos a los que no se les ha dejado nunca de matar y a los que ahora se les han arrebatado los hijos en Iguala? ¿Cómo resarcir a los hijos y a sus padres, abuelos y ancestros de varias generaciones, así como a los descendientes que nunca nacerán? ¿Cómo desagraviar a tantos enlutados y desaparecidos?
¿Cómo liberarse de tantos fantasmas? ¿Cómo dejarlos atrás? ¿Cómo hacer duelo en México? Imposible llegar a elaborar simbólicamente todo aquello que al final, a falta de simbolización, debe acechar en lo real. Es lo que asusta constantemente a las decadentes y degeneradas élites económicas y políticas, a los cobardes Emilio Azcárraga y Enrique Peña Nieto, así como a sus lacayos y esbirros, intelectuales orgánicos y matones a sueldo, periodistas y policías.
Hay una masa de guardaespaldas y leguleyos, sicarios y hechiceros, que sólo existen para proteger al amo que les paga. ¿Protegerlo de qué o de quién? De Villa y Zapata, de Lucio y Genaro, del auténtico revolucionario, del guerrillero persecutor, del pueblo insurrecto, vengador y justiciero, al que se le ametralla constantemente con balas de metal y de tinta. La angustia suscitada por este objeto puede apreciarse al medir la saña con la que se ha maltratado a los estudiantes de Ayotzinapa al denigrarlos, torturarlos, despellejarlos, quemarlos vivos. Hay aquí evidentemente un proceso ritual que pretende, no sólo borrar indicios y eliminar a testigos, sino también, a través de una inversión más, compensar la imposibilidad efectiva del duelo en nuestra cultura.
Goce de la pulsión y uso de la fuerza de trabajo
Es verdad que los asesinos de Iguala no sólo temen a los estudiantes como vengadores y justicieros potenciales, sino que también los critican y los reprenden, según sus propios términos, por andar protestando en lugar de ponerse a estudiar. En el mismo sentido, se deplora que prefieran el vandalismo que el trabajo. Tales acusaciones, las más difundidas en la población urbana conservadora, son tan mentirosas y reveladoras como las demás. Se les pide a los estudiantes que se pongan a trabajar, como si estuvieran descansando mientras manifiestan su inconformidad, como si no hubiera trabajo en sus protestas, sus asambleas, sus colectas de recursos y sus otras formas de militancia. Y es verdad que todo esto no constituye ningún trabajo para el sistema capitalista, en el cual, como bien sabemos, el único trabajo reconocido como tal suele ser el reducido a pura mercancía, el rentable y comprable, el productivo y remunerado, es decir, el que tiene respectivamente un valor de uso y un valor de cambio en el mercado.
En términos económicos marxistas, el único trabajo reconocido por el capital es aquel en el que el mismo capital puede incrementarse, capitalizarse o valorizarse, al explotar nuestra vida como fuerza de trabajo. Esto no se cumple, desde luego, en el caso de los estudiantes de Ayotzinapa, cuya vida no es ni promete ser fuerza de trabajo que pueda ser explotada por el sistema capitalista. Para el sistema, la existencia de los estudiantes de Ayotzinapa es totalmente inútil. No produce ninguna utilidad. No sirve para nada, salvo para los excesos de quienes la viven. Aparece como vida que se goza en lugar de usarse, ya que es pura sustancia pulsional, pura pulsión inexplotable que no se ha dejado reducir a fuerza de trabajo, y que, por eso mismo, debe ser eliminada. Su eliminación habría podido evitarse, desde el mismo punto de vista, si la pulsión hubiera sido adecuadamente reprimida para convertirse en fuerza de trabajo. Esta conversión es el punto preciso en el que intervienen dispositivos “anatomo-políticos” y “bio-políticos”, “disciplinarios” y “reguladores”, como los estudiados por Michel Foucault y considerados por él mismo como “indispensables” para el capitalismo (177-186).
El sistema capitalista requiere de vidas reguladas y de cuerpos disciplinados, es decir, de trabajadores eficaces y obedientes que se dejen reducir a pura fuerza de trabajo. Esta fuerza explotable nunca sobra, siempre se necesita, debe mantenerse viva, lo que la distingue de una vida pulsional descartable como la de los estudiantes de Ayotzinapa. Si los estudiantes podían y quizá incluso debían morir, fue también y quizá fundamentalmente porque el gobierno y los medios redujeron toda su existencia real a lo que es para el sistema capitalista: pura pulsión quizá gozable, pero indisciplinada y desregulada, y por tanto inexplotable, inútil, prescindible. Una vida como ésta solamente podría causar problemas. De ahí que debiera eliminarse o al menos desactivarse, marginarse o expulsarse del sistema. Esto la distingue claramente de las dóciles vidas que se dejan reprimir, disciplinar y regular o controlar, convirtiéndose así en fuerzas explotables que a su vez, al ser explotadas como fuerzas de trabajo, se alienan y se convierten en el poder explotador inherente al capital.
Ya sabemos, gracias al análisis marxiano del capitalismo, que el poder mortífero del capital, como trabajo muerto, no proviene sino de la fuerza vital del trabajador, como trabajo vivo (Marx 2009). Es fácil percatarse, gracias a una lectura lacaniana del análisis marxiano, que la fuerza de trabajo es aquello en lo que se ha convertido la vida que no es gozada como pulsión por el sujeto, sino explotada como fuerza por el gran Otro del sistema simbólico, del lenguaje y la cultura, del capital y del capitalismo (Pavón-Cuéllar). Finalmente, retomando estos hallazgos en el contexto de la matanza de Iguala, podemos conjeturar ahora que la fuerza de trabajo del sistema, fuerza disciplinada y controlada, útil o con valor de uso para el capital, fue precisamente aquello en lo que habrían debido convertirse las existencias de los estudiantes para que se les perdonara la vida.
Lo que no se perdona es lo que se percibe como pulsión indisciplinada e incontrolada, revoltosa y alborotadora, improductiva e imprevisible, turbulenta y perturbadora. Lo imperdonable es optar por el supuesto goce de nuestra vida pulsional en lugar de permitir el uso de nuestra fuerza laboral. Tan sólo este uso justifica nuestra existencia en el capitalismo. Lo inexplotable será desechado, excluido, marginado. El sistema debe prescindir impasiblemente de la vida que no se deja usar de ninguna forma. De allí la importancia de la caracterización implícita de inútiles prescindibles para los estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa.
Los normalistas serían inútiles prescindibles porque no tendrían un valor de uso para el sistema. Y no tendrían este valor porque no permitirían su represión, su disciplina, su control y finalmente su proletarización, es decir, la reducción de su vida personal a la condición de fuerza de trabajo del sistema capitalista. En contraste con la energía vital humana con la que funciona el sistema, la existencia de los estudiantes no sería más que vida pulsional inútil o inexplotable, pero además peligrosa, esencialmente disruptiva y subversiva. Esta vida no tendría ningún derecho a seguir viviendo.
Para no terminar en una fosa común como los estudiantes de Ayotzinapa, debe hacerse el trabajo del sistema capitalista, ya sea cumpliendo con labores ideológicas o bien estrictamente económicas. Ya sea en la fábrica o en la universidad, en las empresas o en los noticieros, hay que hacer un trabajo útil, explotable, productivo, que produzca tanto positivamente una plusvalía simbólica para el sistema como negativamente un plus-de-goce real para el sujeto. En otras palabras, uno sólo puede ganarse la vida, o conseguir que se le perdone, al renunciar a gozarla como pulsión y al dejar que el sistema la use como fuerza de trabajo.
Los estudiantes de Ayotzinapa, según los discursos oficiales, tienen que ponerse a trabajar con sus estudios y deben dejar de gozar con sus protestas. Imposible admitir aquí el trabajo de protesta. Como ya lo señalé con anterioridad, los portavoces del sistema desconocen cualquier trabajo que no pueda ser explotado por el sistema. Lo ignoran, hacen abstracción de él, hacen como si no existiera, porque no existe verdaderamente en el universo del sistema simbólico en el que se desarrolla todo aquello que se representan como trabajo. Al estar fuera de este universo que lo engloba todo, el trabajo de protesta no está en absolutamente ninguna parte. Digamos que no es porque no es un trabajo de capitalización, de valorización, de simbolización, de producción y reproducción del sistema simbólico de nuestro capitalismo, de nuestra cultura, de nuestro lenguaje.
Socialismo y falta de metalenguaje
Hay que recordar el postulado lacaniano de que “no hay metalenguaje” (Lacan 1999b, 293). En el caso que nos ocupa, no hay un afuera del capitalismo, un exterior simbólico no capitalista, en el que pueda reconocerse y descifrarse la profunda significación del trabajo comunitario y sociopolítico de los estudiantes de Ayotzinapa. Su experiencia colectiva de trabajo, de lucha y esfuerzo, de entrega y sacrificio, tan sólo puede ser vista como goce, como simple satisfacción de la pulsión, como algo patológico real y no simbolizable en el único universo simbólico que existe para nosotros, el del capitalismo global con sus mezquinos y engañosos códigos ideológicos de interpretación: el individualismo hedonista, el institucionalismo legalista, el electoralismo partidista, el populismo democrático representativo, el pacifismo burgués, el neoliberalismo tecnocrático, la “doctrina viscosa” del “pensamiento único”, el “único autorizado por la invisible y omnipresente policía de la opinión” (Ramonet 1).
El sistema capitalista se ha tornado universo, y como tal, por definición, lo abarca todo y excluye cualquier exterior. Sin embargo, además del capitalismo, hay otros universos simbólicos. Hay otras civilizaciones que engloban, cada una, todo lo que existe. Y además, desde luego, está el socialismo.
Como integrantes de la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México (FECSM), los alumnos de la Escuela Normal de Ayotzinapa trabajan por el socialismo y para el socialismo, e incluso ya en él, gracias a una lógica retroactiva y prefigurativa por la que ahora mismo se habrá hecho existir aquello mismo por lo que se lucha. Esto ha sido posible gracias al funcionamiento de las dieciséis Escuelas Normales Rurales de la FECSM, en las que no sólo se ofrecen educación y manutención gratuita en régimen de internado, sino que se permite que los mismos estudiantes desarrollen y sostengan huertas y granjas comunitarias, posean bienes y herramientas en común, compartan espacios y recursos, y organicen y administren de manera democrática las instituciones a través de comités altamente politizados, todo lo cual, en sí mismo, implica una lógica subversiva y anticapitalista que no deja de ser atacada por el Estado con su política educativa neoliberal y privatizadora (Camacho). Las Escuelas Normales Rurales muestran cómo el socialismo puede llegar a realizarse en la vida cotidiana de los grupos que auténticamente luchan por su advenimiento. Es así como el estudiantado militante de Ayotzinapa se ha liberado y ha sabido estar fuera y después del estrecho mundo en el que habitamos.
Quizás aquí en donde nos encontramos, en el mundillo capitalista, los estudiantes de Ayotzinapa sean restos del pasado y deban extraerse del presente para despejar las autopistas de cuota que nos conducen hacia un futuro asombrosamente semejante al presente. Pero hay otro mundo en el que los mismos estudiantes anuncian y construyen un porvenir totalmente diferente. Y para ese otro mundo, para ese otro lenguaje sin metalenguaje, son otros los inútiles prescindibles. Son otros los que no estarían trabajando, ya que se limitarían a gozar, a satisfacer la única pulsión, la de muerte, la del “vampiro del capital” (Marx 2008, 179).
Nos hemos acostumbrado al anverso, pero hay un reverso en el que todo es al revés. Para llegar a ese otro lado, basta profundizar en la superficie de lo que nos rodea. Basta hundirnos en la realidad hasta atravesarla. Por más autorreferencial que sea, nuestro sistema, como cualquier otro, no es más que “el otro lado del otro lado” (Luhmann 40-55). Una vez que estamos del otro lado, vemos que desde allá, desde el punto de vista de las escuelas Normales Rurales, no hay aquí, en este lado, ningún funcionamiento de ningún sistema ni de ningún orden establecido, sino tan sólo el desorden, la ley de la selva, el caos generalizado, el anárquico goce capitalista de una pulsión de muerte que destaza y hornea vivos a nuestros jóvenes.
Conclusión: desviación e imprevisibilidad
Finalmente no habría más que lo que siempre hubo: humo y ceniza, huesos quemados y desperdigados, huellas de tortura y rastros de resistencia. Nuestro sistema económico-político psicopático deja siempre su misma firma en todos los cadáveres. La guerra sucia no termina.
El depredador es el mismo detrás de las máscaras sucesivas de Abarca Alarcón y Díaz Ordaz, Figueroa y Echeverría, Aguirre y Peña Nieto. Aunque los rostros y los nombres cambien, el asesino es el mismo. El Partido Revolucionario Institucional (PRI) es el mismo aunque se llame ahora también Partido Acción Nacional (PAN) y Partido de la Revolución Democrática (PRD). El actual narco-estado es la dictadura perfecta de siempre. Sus víctimas son las mismas. El crimen es también el mismo y no deja de perpetrarse.
Es verdad que el objeto no deja de caer, pero es porque no termina de caer. Hay algo que se está desprendiendo. Hay algo que se pierde a través de la preservación del orden establecido. El fantasma perverso no se repite sino al avanzar, y al avanzar, lo hace por caminos tortuosos, desconocidos, imprevisibles.
No hay que olvidar que la desviación, el clinamen, es una realidad permanente. La gran ruta de Lacan es una ficción conceptual (1981). Sólo hay pequeños caminos. No hay línea recta. No hay autopista que nos permita salir del pasado y llegar directamente a un destino sabido y esperado.
No hay necesidad ni principio de razón suficiente. No hay etapas en un orden sucesivo predeterminado. No hay leyes de la historia ni leyes eternas de la selva, sino sólo sorpresas, crisis inesperadas, bloqueos de autopistas, insurrecciones sociales y otros acontecimientos históricos. Tan sólo hay contingencia, como nos lo demuestran convincentemente Epicuro y el primer Marx (1987), y luego el último Althusser (1988) y ahora Quentin Meillasoux.
El pensamiento racional ha debido rendirse ante la evidencia irracional del acontecimiento aleatorio. Nuestra libertad es real por ser impensable. No hay gesto inteligible. No hay paso previsible, pues no hay dos pasos iguales.
El gigante puede tropezar en cualquier momento, y si no tropieza, quizá consigamos derribarlo desde abajo. Puede ocurrir de un momento a otro. Estamos en la historia y cada momento es único y singular. Sólo hay excepciones.
Notas
*. El presente artículo ha sido elaborado a partir de una conferencia dictada por el autor en el Foro del Campo Lacaniano de São Paulo, Brasil, el lunes 20 de octubre 2014. https://davidpavoncuellar.wordpress.com/2014/10/20/estado-de-excepcion-marx-y-lacan-en-ayotzinapa/El texto aparecerá traducido al portugués en la publicación periódica brasileña A Peste: Revista de Psicanálise e Sociedade e Filosofia. Se tiene autorización para publicar aquí su versión original en español.
Referencias
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