El umbral de detectabilidad: periodismo y ciudadanía forense en Iguala [*]

Pablo Domínguez Galbraith
Princeton University

Volume 7, 2015


Eyal Weizman es un arquitecto militante, quien dirige el Forensic Arquitecture Project en Londres[1]. Lo que él hace es ayudar a producir evidencia para casos de crímenes de lesa humanidad junto con el equipo que ha reunido y los estudiantes que atienden sus seminarios. Utiliza métodos estéticos y análisis arquitectónicos, así como testimonios orales, grabaciones de celulares, reconstrucciones de espacios con programas de diseño de arquitectura, para mostrar ante instancias como la ONU (capaces de juzgar a criminales de Estado) que, por ejemplo, Israel sí bombardeó casas de civiles inocentes en Gaza.

La ONU sólo reconoce como evidencia imágenes satelitales, que están hechas de pixeles, y dichos pixeles tienen un área mínima de un 50 cm cuadrados. Por eso el ejército israelí bombardea con bombas que dejan boquetes de un diámetro de 30 cm, es decir, que no pueden detectarse con evidencia satelital, ya que desaparecen en el pixel. A esto Eyal Weizman le llama el “umbral de detectabilidad” (threshold of detectability). La misión de la arquitectura forense es traspasar ese umbral de detectabilidad para poder obtener –producir–evidencia para casos que puedan ser llevados a juicio en tribunales internacionales.

La investigación llevada a cabo por Anabel Hernández y Steve Fisher de la UC Berkeley y publicada el 13 de diciembre de 2014 en la revista de Proceso titulada “Iguala: la historia no oficial” contiene detalles de la implicación de la Policía Federal y el Ejército en el secuestro y asesinato de los 43 jóvenes normalistas de Ayotzinapa. Lo que está en juego en esa investigación es precisamente traspasar el “umbral de detectabilidad” que no permite hacer emerger la evidencia concreta para entender lo ocurrido. Anabel Hernández y Steve Fisher desarrollaron una investigación periodística forense yendo por debajo del umbral de detectabilidad, reconstruyendo la escena con videos de celulares, testimonios, monitoreos, permitiendo una lectura contrastada que reconstruye los hechos a través de distintos dispositivos, que mapea la zona y rastrea la evidencia en múltiples niveles.

Hoy vivimos en un mundo que produce millones de imágenes sobre sí mismo, que informa instantáneamente –e incesantemente– de todo lo que ocurre. Cada persona un celular, cada celular un testigo. Vivimos en la “época de la imagen del mundo” (según decía Heidegger), al que hemos sustituido por el pixel y la pantalla, el lente y las telecomunicaciones. Nunca habíamos sabido tanto sobre nuestra realidad, y sin embargo, nunca habíamos tenido tanta incertidumbre y tanta opacidad sobre los crímenes de gobiernos y criminales. Hoy tenemos satélites e inteligencia avanzada, despliegues y rastreos de alta capacidad tecnológica y operativa, y sin embargo sólo tenemos cenizas que, según nos dicen, nada podrán decir. “Quizá nunca se pueda precisar el número de víctimas totales”, decía nuestro ex-procurador. La búsqueda será infinita, como infinitamente incierta nos será entregada toda certeza de los sucesos. El umbral de detectabilidad es una asíntota que se interpone entre los hechos y la verdad, la procuración de la justicia y la voluntad de encontrar, esclarecer, resolver y rendir cuentas.

“Serán ceniza”, como decía el poeta José Ángel Valente:

“Aunque sea ceniza cuanto tengo hasta ahora,

cuanto se me ha tendido a modo de esperanza.”

Investigadores de la UNAM y la UAM han cuestionado la versión oficial dada por la PGR, aludiendo a las características geográficas del basurero de Cocula (un diámetro demasiado reducido), la dificultad de alcanzar las temperaturas necesarias para una quema de tal magnitud (en un espacio abierto y no en un crematorio), la excesiva cantidad de combustible (madera, llantas, gasolina, etc.) y la falta de mano de obra necesaria para realizar tal operación durante muchas horas, con una humareda visible en kilómetros a la redonda que tal quema hubiera generado (“Versión”). Y más allá de todos estos cuestionamientos de carácter práctico y empírico, no sabemos nada tampoco del móvil de los hechos. ¿Por qué reducir a cenizas, en una operación tan macabra y costosa, los cuerpos de los desaparecidos? ¿Por qué si los cárteles exhiben cuerpos descabezados, colgados en puentes, arrojados en las orillas de las carreteras, necesitaron calcinarlos, desmaterializarlos completamente, cavarles una fosa en el aire?

Sus nombres, ceniza serán, como decía el poeta Paul Celan:

“todos los nombres, todos los

nombres

quemados al par. Tanta

ceniza para bendecir.”

En el crimen de Iguala operaron dos figuras retóricas como dispositivos de potenciación del movimiento social: la alegoría y la prosopopeya. Lo que primero circuló y conmocionó a todo el país y al mundo que observaba, fue el rostro desollado de Julio César Mondragón. Ese rostro convertido en calavera (la borradura de la identidad de una manera descarnada) fue la alegoría y el memento mori (el “recuerda que morirás”) que nos hizo ver y actuar frente al Estado de Inseguridad que el país vive[2]. Ese momento de la alegoría fue movilizado después por el momento prosopopéyico (el habla de los objetos) que significó el basurero de Cocula y el resto identificado de Alexander Mora, joven normalista de 19 años. De la alegoría de la calavera a la prosopopeya de los huesos, el cuerpo social ha sido tocado en su vulnerabilidad más íntima, y ha visto su rostro descompuesto, su identidad calcinada, los rastros de su ADN desaparecer en el vertedero, en el río, en el humo.

Hoy, a cinco meses de ocurridos los hechos, más voces, investigaciones y desmentidos aparecen y desvelan la naturaleza política de la verdad histórica con la que Jesús Murillo Karam y el gobierno han querido dar carpetazo al asunto, una naturaleza política que contrasta con la desnaturalización humana con que proceden las autoridades. Recientemente, el antropólogo físico Jorge Arturo Talavera la ha calificado como una burla y una ofensa, afirmando que no pudo haber ocurrido la incineración de los 43 normalistas en el basurero de Cocula (Dávila). Curiosamente, él se dedica a estudiar la violencia en el México prehispánico, y ha encontrado huellas de decapitación, sacrificio humano, desollamiento, manufacturas de artefactos y adornos con huesos humanos que datan de aquella época. Alguna vez sugirió Octavio Paz que la masacre de Tlatelolco era resultado de los espíritus arcaicos del mundo azteca, que aún acechan el Estado moderno mexicano (Gareth Williams en su libro The Mexican Exception analiza con muchísima perspicacia e inteligencia el pasaje en cuestión). Octavio Paz en Posdata alegoriza la violencia de Estado y la convierte en un síntoma de una supuesta psique mexicana habitada por la sacrificialidad de la guerra florida, un suceso que se repite por mítico. Tlatelolco sería entonces un hecho barbárico y sacrificial producto del espectro antropomítico del mexicano, que sobredetermina el crimen efectuado por autoridades representativas del Estado. Algo así han querido plantear varios intelectuales y opinadores en México para el caso del crimen de Iguala, entre ellos Enrique Krauze en su artículo del 10 de noviembre de 2014. Krauze retomó algunos ecos de la argumentación de Paz pero ahora regionalizando el conflicto en Guerrero, un lugar donde según él ocurre la “reaparición del subsuelo violento” y existe ya una “ancestral cultura de la violencia”. La violencia es entendida como violencia mítica, como catástrofe, se naturaliza y espiritualiza, como si fuera un designio ontoteológico. La razón liberal mexicana reifica el mito como motor de nuestra historia en nombre de una modernidad a la que siempre aspira nuestra más noble parte, pero que nuestra raíz indígena o bárbara violenta cada vez.

La búsqueda no cesa, los desaparecidos siguen desaparecidos, la verdad histórica no es forense. Esa es la opinión del psicólogo español Carlos Beristain –quien ahora forma parte del Grupo Internacional de Expertos Independientes (GIDEI) seleccionados por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para esclarecer el crimen de Ayotzinapa– para quien la búsqueda no debe ser solo en fosas, sino en los lugares donde pudieron o pueden estar. Beristain encuentra que entre México y Guatemala hay continuidad de los mecanismos de violencia contra la población (“Carlos Beristain”). Expertos y ciudadanos, comisiones y grupos de búsqueda, científicos y familiares hoy por hoy desafían las cenizas de verdad y la verdad hecha cenizas en todo México (“Se suman”); la suposición de una muerte en el aire y sin testigos; el a priori que hace de toda víctima un criminal y de toda matanza un ajuste de cuentas.

“Uno dice ‘cenizas ardientes’, ‘cenizas frías’, dependiendo de si el fuego aún sigue vivo ahí o se extingue. ¿Pero ahí? ¿Donde la ceniza al interior de la frase tiene por consistencia sólo su sintaxis y por cuerpo sólo su vocabulario? ¿Es esto lo que hace a las palabras ardientes o frías? Ni ardientes ni frías. ¿Y la forma gris de las letras? Entre el negro y el blanco, el color de la escritura refleja la única ‘literalidad’ de la ceniza que aún es inherente a un lenguaje. En la ceniza de palabras, en la ceniza del nombre, la ceniza misma, la literal –aquella que ama– ha desaparecido. El nombre ‘ceniza’ es sólo la ceniza de la ceniza misma.” [3].

Jacques Derrida, Feu la cendre

Luz y sombra, detección y evasión. Ese es el umbral y la tarea de la sociedad civil: la fiscalía autónoma anticorrupción somos nosotros, son estas y muchas otras investigaciones, denuncias, cuestionamientos, reclamos, demandas y análisis que debemos hacer, hoy, siempre, ahora. Nosotros ocupamos el cargo permanente indefinido.

Le pertenece a la sociedad civil la tarea forense, el habitar como testigo y como detective. Estamos viviendo la época de los detectives salvajes: cada ciudadano un procurador. Normalistas, familiares, voluntarios y ciudadanos han creado sus propios equipos ciudadanos de ciencia forense. La ciudadanía forense escarbando fosas, tambos, lomas, ríos, rumbos, tramas, en busca de decenas de miles. Antes de enterrar a los desaparecidos, se debe desenterrar la verdad de los casos, abrir y excavar las estructuras que producen, permiten, niegan y esconden los hechos atroces.

Debemos seguir reclamando la creación de una verdadera fiscalía autónoma, pero no debemos claudicar en la tarea que se hace a cabo fuera de los espacios institucionales, y sobre todo, celebrar que personas valientes lo hagan. Este pequeño texto es un reconocimiento a todos ellos: detectives salvajes, voces a medianoche, ciudadanía forense, relámpagos que iluminan los umbrales de la verdad histórica. Somos ceniza que sobró a la llama.

Notas

*. Ensayo que apareció originalmente (en otra versión) en Nuestra Aparente Rendición el 15 de diciembre de 2014 http://nuestraaparenterendicion.com/index.php/blogs-nar/espejos-laterales/item/2667-umbral-de-detectabilidad

01. http://www.forensic-architecture.org

02. Rossana Reguillo habla de “rostridad” en uno de sus textos en torno al evento de Ayotzinapa, titulado Rostros en escenas: “Ayotzinapa ha sido demoledor porque sus imágenes no pueden ser reducidas. La rostridad de Julio César y los 43 normalistas constituye un dolor irreductible.” 

03. Traducción del autor de este texto. Existe, sin embargo, una versión en español no consultada, titulada Difunta ceniza, publicada por La Cebra en 2010. 

Referencias