El sentido de la omisión. Sobre la impunidad en el México contemporáneo 

Yuri Herrera
Tulane University

Volume 7, 2015


1. Percepciones desleales

En octubre de 2012 un columnista de Milenio, uno de los diarios más cercanos al círculo del entonces presidente de la República Felipe Calderón, revelaba datos sobre un documento en el que trabajan los equipos de transición de las administraciones entrante y saliente (Puig). Según este documento, durante el sexenio de Felipe Calderón hubo 92,048 homicidios dolosos, y en el mismo lapso sólo se sentenció a 679 personas, es decir se resolvieron únicamente 0.73 por ciento de los asesinatos. A esto, razonablemente, el columnista lo llama una catástrofe. Pero quizá ya sea hora de preguntarse si este fenómeno no es algo distinto a “un suceso infausto que altera gravemente el orden regular de las cosas” (Diccionario RAE), y más bien es una condición para un posible nuevo orden regular de las cosas. Para abordar el sentido de la impunidad no es necesario especular sobre los motivos o planes secretos de los encargados de garantizar la seguridad pública, sino hacerlos responsables de sus actos y omisiones.

Continúo con un dato que, me parece, sintetiza mucho de lo que ha sucedido en años recientes: “fuentes de la PGR” revelaron recientemente que entre diciembre de 2006 y septiembre de 2011 más de 25 mil personas que no fueron identificadas por sus familiares fueron a dar a la fosa común (Castillo García). Al respecto, el periodista Víctor Hugo Michel hizo su propia investigación y llegó al número 24,102 víctimas sin identificar; cifra conservadora, dice, considerando que no pudo obtener los datos a nivel municipal en la mayor parte de Nuevo León y Guerrero, dos de los Estados donde ha habido más violencia en años recientes (Michel). Las fuentes se refieren, evidentemente, a múltiples fosas comunes, pero más allá de la ubicación de cada una de ellas, todas esas personas fueron a parar a un mismo sitio genérico en el que se convierten en el mismo sujeto anónimo: la “víctima no identificada.” La mera existencia de ese lugar y de ese sujeto afirma no sólo que hay matanzas aceptables, sino que, cuando son de estas dimensiones, dejan de ser un drama personal para ser parte de los saldos predecibles de los negocios asociados al tráfico ilegal de drogas, negocios que requieren altas dosis de violencia, ya sea para modificar la correlación de fuerzas de quienes lo emprenden, o por razones políticas, o por ambas razones, ideas que exploraré en este ensayo.

Sobre las vidas desechables dice Judith Butler: “La vida se cuida y se mantiene diferencialmente, y existen formas radicalmente diferentes de distribución de la vulnerabilidad física del hombre a lo largo del planeta. Ciertas vidas están altamente protegidas, y el atentado contra su santidad basta para movilizar las fuerzas de la guerra. Otras vidas no gozan de un apoyo tan inmediato y furioso y no se calificarán incluso como vidas que ‘valgan la pena’ ” (58). Se trata, pues, de reflexionar sobre las implicaciones de que tácitamente se tolere institucionalmente que tantas vidas no valen la pena, más allá de que esa omisión sea planeada o no, pues en última instancia lo relevante son las consecuencias de esa omisión.

Aunque no hay cifras definitivas sobre el número de asesinatos cometidos en los últimos años, todas las fuentes institucionales rondan los mismos números. El Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI), por ejemplo, pone la cifra de homicidios registrados en el ministerio público del fuero común entre 2007 y 2010 en 127,806 (“Delitos”), y no existe ningún estudio que ponga el porcentaje de casos resueltos arriba del 5%.

Las críticas por estos resultados de la guerra contra el narcotráfico el gobierno las ha descalificado llamándolas “problemas de percepción,”[1] eufemismo con el cual se refiere a sus propios problemas de relato: incapaces de negar la información que permite percibir a su guerra como ineficaz, a las instituciones como santuarios de corrupción y a los gobernantes como cínicos, lo que piden es que haya una manera distinta de narrar los hechos, según la cual la militarización del país era necesaria y la violencia no se ha generalizado.[2]

En algo tienen razón: quedarse en la mera percepción del horror de la violencia no permite ver qué es lo que la violencia está gestando. Y ésa es una investigación que es posible hacer a partir de información pública y del mismo discurso gubernamental, sin necesidad de desentrañar conspiraciones y, sobre todo, sin necesidad de averiguar cuáles son las “verdaderas motivaciones” de los individuos en el poder. Un escepticismo informado permite construir hipótesis sobre el significado de los datos: no se trata de hacer la crítica de sus deseos, sino la crítica de sus omisiones. Aquí quiero proponer que esas omisiones han garantizado la impunidad para ciertas élites, la desgracia y la ausencia de justicia para grupos e individuos que se consideran desechables, y que han preparado el camino para una reorganización eficiente del negocio del narcotráfico, que incluye modificaciones legales que dan cuenta de cómo ha cambiado la relación entre el Estado y el crimen organizado.

2. Impunidades

La impunidad no es un fenómeno nuevo en México. Fraudes electorales, “enriquecimientos inexplicables” (que es el eufemismo utilizado para describir la corrupción de los funcionarios públicos), ministerios públicos en los que los asuntos se resuelven si el agraviado ofrece algún incentivo al funcionario, son la realidad con la que hemos vivido por décadas. Lo que es necesario resaltar es la consistencia con la que la impunidad sucede hoy en día. Cuando más del 90% de los crímenes no son resueltos, ese 90% es la norma, no el error, y las omisiones de los aparatos de justicia no son un defecto del sistema, sino uno de sus engranes.[3] Lo que se practica actualmente en México es un tipo de omisión activa que abarca mucho más que a los ministerios públicos.

Están entre las víctimas de esas omisiones, para empezar, los que tradicionalmente han sido considerados ciudadanos de segunda clase. Dos ejemplos ilustrativos: en junio de 2012 se dio a conocer que al menos 45 niños fueron abusados sexualmente por un sacerdote en Oaxaca. Otros siete sacerdotes lo denunciaron, y la respuesta del Vaticano fue declararlo inocente y remover a los denunciantes. Ni el gobierno local ni el federal se pronunciaron al respecto o tomaron medida alguna, y el cura siguió en su puesto hasta que surgió una nueva denuncia de uno de sus acólitos, que ya no se pudo ocultar; pero no hubo acción legal al respecto (Hernández López).

En marzo de 2012, Ana Güezmes García, representante en México de la agencia de la Organización de las Naciones Unidas que atiende el tema de las mujeres dio a conocer un estudio que señala que en 25 años ha habido al menos 34 mil feminicidios en México, lo cual para ella indica fallas estructurales para atender el problema. A estas alturas yo añadiría que es un asunto que se ha normalizado por vía de la estadística, es decir, que se agrava tanto que en algún punto comienza a ser observado en bulto, como una suma de números que se organizan, clasifican, promedian, y ya no como tragedias que tendrían que evitarse a toda costa.

Podría decirse que la larga historia dentro de la justicia mexicana de indígenas y mujeres como parte de los desechables comunes ha funcionado como preludio para la aceptación paulatina de que el estado de derecho es una realidad ocasional para muchos, y que cualquier persona podía ser víctima de su ausencia. ¿De qué otro modo es que aceptamos que una de cada tres familias mexicanas haya sido tocada por el crimen? (que es lo que arroja la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública). Ese dato es suficiente para echar por tierra la idea de que la guerra es una guerra “entre ellos,” los delincuentes; pero no ha sido suficiente para generar una discusión pública que obligue a los responsables de la seguridad pública a modificar el enfoque del combate al crimen organizado.

Este es el momento en que se debe incorporar otra información a la hora de juzgar la discusión en torno a la impunidad, y es el tipo de omisión cuya consecuencia es limitar lo que puede decirse abiertamente o no, pues, en la medida en que, como dice Rancière, la política es una intervención sobre lo que es decible y visible (37), al volver invisibles los dramas de ciertos ciudadanos, se está desapareciendo también sus derechos políticos y se está poniendo un límite sobre cuáles son los temas dignos de ser discutidos en la esfera pública.

Una muestra de la omisión activa a la hora de garantizar la libertad de expresión es que durante el sexenio de Felipe Calderón se registraron al menos 60 asesinatos y 15 desapariciones forzadas de periodistas, según el Centro Nacional de Comunicación Social (Camacho Servín), aunque la cifra de asesinatos es mayor según otras fuentes.[4] ¿Cuál ha sido la respuesta oficial ante la eliminación sistemática de periodistas? La fiscal encargada de investigar informó de sus resultados casi al final del sexenio calderonista: hay una sola persona sentenciada por estos crímenes (“La Fiscal Especial lo acepta”). Por incompetencia o complicidad, un resultado de ésta casi absoluta ausencia del estado para proteger el trabajo periodístico es el crecimiento de la autocensura, la proliferación de los eufemismos, el desplazamiento de las historias que solían ser urgentes.

A la vista de este panorama, parecería que la impunidad es algo que afecta a todos los ciudadanos de manera indistinta, pero en verdad afecta de manera diferenciada, como un mecanismo que señala de qué se puede hablar y de qué no, qué delitos no es necesario investigar, qué grupos son impunes y qué grupos son recurrentemente punibles. Establece, de hecho, una nueva ordenación del castigo, y a la vez provoca que sus procedimientos queden en las sombras.

3. “Operando bajo nueva administración”

Dentro de esta ordenación que establece quién es punible y quién no, la clase política destaca por el espíritu de cuerpo que ha mostrado en sus altas esferas para protegerse mutuamente. Desde la noticia a la que no se le dio seguimiento de que Josefina Vázquez Mota, la candidata a la presidencia del gobernante Partido Acción Nacional, viajó dos veces en el avión de un empresario acusado de lavar dinero de los Zetas (“JVM sí usó aviones”), hasta la velocidad con que esta misma candidata, las autoridades electorales y el presidente de la república concedieron su derrota frente al candidato del PRI, Enrique Peña Nieto, a pesar de las múltiples pruebas de compra de votos.

Respecto al proceso electoral, el Informe Final de la Misión de Expertos Electorales de la Unión Europea sobre las elecciones en México dice, sobre la decisión de la autoridad electoral, el Instituto Federal Electoral (IFE), de no congelar las cuentas utilizadas por el PRI para la compra de votos, que la actuación del IFE “fue abiertamente conservadora y una oportunidad perdida para emitir una señal de desaprobación hacia ese tipo de prácticas” (Misión de Expertos Electorales). Así, los individuos más poderosos de nuestra clase política no son rozados por la justicia.

Pero nada es tan ilustrativo de la impunidad recíproca dentro de la clase política como la campaña diplomática emprendida por la cancillería mexicana para impedir que se juzgue a Ernesto Zedillo por la matanza de Acteal, Chiapas, cometida por paramilitares priístas en 1997. En la nota diplomática del embajador Sarukhán, la parte central de su alegato dice que los hechos en los que Zedillo supuestamente intervino fueron “en su capacidad oficial,” por lo cual solicita inmunidad para él. Entre los precedentes para esta petición cita, nada menos, la inmunidad concedida al genocida expresidente de Ruanda Juvénal Habmariyana (Sarukhán).

Recapitulemos estos ejemplos: La candidata del partido gobernante aceptó que viajó en el avión de un narcotraficante. La compra de votos por parte del PRI fue probada en las semanas siguientes a las elecciones. Los defensores de oficio de Zedillo afirman que las acciones del expresidente son tan inmunes a la acción de la ley como las de un genocida. Y en todos los casos ha habido instituciones protegiendo a los sospechosos o al menos practicando la omisión activa. Si en los otros casos el silencio sirve para olvidar los nombres de las víctimas, en estos casos sirve para lustrar los nombres de los sospechosos. Más que un error o un accidente, estamos ante dos juegos de reglas distintas que señalan la existencia de distintos tipos de ciudadanía. La de aquellos cuyos agravios son reconocidos por las instituciones del Estado fundamentalmente como cifras denotando su incapacidad para resolverlos, y la de aquellos que cometen delitos de manera más o menos abierta y que son automáticamente protegidos por esas instituciones.

Este doble rasero explica en parte por qué, aunque el gobierno destine cada vez más elementos para la persecución de delitos en las calles, el funcionamiento del crimen organizado como negocio transnacional no resulta afectado: la impunidad de las élites se normaliza bajo la fachada de la simple ineptitud, y al ampliarse la tolerancia pública respecto a lo que es permisible, otras impunidades pasan relativamente desapercibidas, o al menos no están en el centro del debate en la esfera pública, aunque sean fundamentales para el buen funcionamiento de los negocios de los cárteles.

Junto a la impunidad de la clase política está la impunidad concomitante de ciertas instituciones financieras y sus altos ejecutivos. Según Global Financial Integrity, organización que da seguimiento a los flujos ilegales de dinero, el flujo saliente de capital ilícito alcanzó en 2010 en México la cifra de 68,500 millones de dólares, pero no hemos escuchado ninguna señal de alarma sobre el significado de esto en la economía nacional. Por el contrario, los casos que contribuyen a esas cifras son públicos y no hay castigados por eso. Como el que dio a conocer el Homeland Security and Government Affairs Permanent Subcommittee on Investigations del Senado de los Estados Unidos, cuyas investigaciones revelaron que HSBC ha lavado recientemente al menos 7,000 millones de dólares a grupos criminales mexicanos y grupos “sospechosos de terrorismo” (United States). El banco no negó las acusaciones y fue multado, pero en México ninguno de sus ejecutivos ha sido procesado. Como nos recuerda el investigador Edgardo Buscaglia, en México no se castiga a las personas jurídicas vinculadas al crimen organizado, y añade un dato revelador: “La delincuencia organizada de origen mexicano, pero ya transnacional, ha alcanzado en 2011 presencia internacional a través de franquicias locales patrimoniales en 58 países.”

Ignoro cómo se den las discusiones respecto a estas cifras en los círculos íntimos del poder, pero la nula o timorata respuesta que han ameritado evidencia que, más allá de lo que nuestras autoridades se proponen abierta o soterradamente, la delincuencia de cuello blanco no es considerada una causa de la inestabilidad, antes bien es precursora de la nueva estabilidad. Una en la que paulatinamente los negocios que se han realizado ilícitamente pueden comenzar a ser regularizados con el apoyo del derecho, sin afectar a sus grandes beneficiarios.

4. Certificación ISO 9000

El 26 de septiembre de 2012 Felipe Calderón fue a Nueva York a dar una especie de informe de gobierno dentro del cual hizo la siguiente sugerencia: que la ONU “haga una valoración profunda de los alcances y de los límites del actual enfoque prohibicionista en materia de drogas” (Ramos). Unas semanas después, el 15 de octubre, casi seis años después de haber improvisado la guerra contra el crimen organizado, el presidente finalmente promulgó una ley contra el lavado de dinero (“Decreto”).

Ambas decisiones parecen atípicas en un gobernante que concibió su mandato como una misión policíaca y que una y otra vez insistió en que no cambiaría su estrategia. Pero no es que haya sido escarmentado por la realidad, sino que la impunidad reinante en estos años ha modificado esa realidad convenientemente. Lo que tenemos después de tanto derramamiento de sangre es un negocio en marcha, con flujos de dinero circulando impunemente, con una clase política corrupta que sistemáticamente solapa el lavado, y con diversos grupos armados modificando la correlación de fuerzas del crimen organizado e imprimiendo la sensación de que es necesario continuar con el despliegue militar y policíaco en buena parte del país. Ante la ausencia de un estado de derecho, el “nuevo enfoque” viene a adaptarse a reglas de hecho, funciona como el paso siguiente a la militarización y la impunidad de las élites. Es decir, ya no se trata de acabar con el crimen organizado, sino de construirle un nuevo marco legal.

De manera tangible aunque sin grandes anuncios, comienza a acabarse la era de aquellas simulaciones, y quizá el ejemplo más acabado de la nueva era sea el expresidente Vicente Fox, quien durante su mandato no hizo el menor esfuerzo por desviarse de la opción militar en el tema de las drogas, pero como empresario que conoce el estado del negocio se ha declarado dispuesto a cultivar mariguana en cuanto cambie el marco legal (Álvarez). “Yo soy agricultor, puedo hacerlo,” ha dicho, y no es un exabrupto sino un reconocimiento de que el enfoque prohibicionista y la militarización del país de la que él formó parte no tenía, nunca tuvo, el objetivo de erradicar las drogas, sino de abrirle el camino a los que sí pueden hacerse cargo del negocio.

La “guerra contra el crimen organizado” sirvió a partir de 2006 como un recurso para legitimar a Felipe Calderón una vez que asumió el cargo con el auxilio del PRI y entrando por la puerta trasera al Congreso. Pudo tomar posesión pero no desterrar la percepción de que el IFE le había concedido ventajas, o que se había negado al recuento de votos por miedo a que se descubriera que no había ganado. Así que optó por la fórmula de apabullar con el poder del Estado: llenó de soldados su estado natal y paulatinamente otra docena de ciudades. No borró las sospechas de la ilegitimidad de su triunfo pero sí consiguió tomar control de las instituciones.

La aparente omnipresencia de un enemigo tremendamente violento justificaba la militarización. ¿Quién quiere “las calles inundadas de drogas”? ¿A quién le parece aceptable que haya gente “envenenando a sus hijos”? Pero con la agudización de la violencia creció también la impunidad de todo tipo de crímenes: de los sicarios trabajando para el crimen organizado, de los militares, de las mafias de cuello blanco administrando el negocio.

25 mil muertos anónimos y destinados al olvido apuntan a una utilidad industrial de la muerte, una deshumanización útil. ¿Útil para qué? Para un negocio que, después de años de matanzas—finalmente Calderón lo acepta—no debe ser erradicado sino reglamentado. En este contexto, la impunidad parece haber funcionado, se planeara así o no, como el primer paso o la exposición de motivos para la reingeniería del negocio.

Acudo a este término de la teoría empresarial para describir la función de la impunidad porque creo que, más allá de moralismos, desacuerdos sobre políticas públicas o decisiones erróneas, los intereses políticos y empresariales que subyacen en el negocio del tráfico de drogas han sido determinantes. La reingeniería es un proceso que implica quitar trabajo que no agrega valor. Fue muy utilizado durante los años 90 para explicar cómo hacer más eficientes ciertos procesos de producción modificando procedimientos o despidiendo trabajadores que se consideraban innecesarios (Hammer).

La violencia y la impunidad que ha seguido a la violencia de los últimos años ha cumplido una función similar: ha permitido el funcionamiento eficaz del negocio, mientras que ha provocado una competencia feroz entre los distintos grupos de traficantes. Además, al bajar la barra de lo que es permisible dentro de un estado de derecho, las nuevas reglas que paulatinamente van imponiéndose normalizan lo que antes era una ignominia. Estas nuevas reglas permiten a los políticos gestionar el cambio y a los empresarios de las drogas agilizar por la vía de la violencia la reingeniería del negocio; en vez de confrontar los viejos límites relativos a la protección a los ciudadanos y la igualdad ante la ley, la impunidad sugiere que hay que resignarse a que han desaparecido por la fuerza de la realidad y a que un nuevo Estado de Derecho regularizará este estado de cosas.

Insisto, más allá de lo que suceda en el fuero interno de nuestros gobernantes, la evaluación de sus discursos y sus decisiones permite afirmar que nunca se trató de desaparecer el negocio de las drogas y sus negocios adyacentes: se le utilizó con fines políticos, y ahora se asume plenamente que llegó la hora de la reingeniería, de adaptar las instituciones a lo que antes se conseguía haciendo caso omiso de las instituciones. Al cabo de estos años de violencia e impunidad se cuenta con unas fuerzas armadas con experiencia en combate y con experiencia a la hora de ocupar una ciudad, decenas de miles de millones de dólares han fluido sin ser perturbados, y el grueso de la población parece haber aceptado sin mucha resistencia la imposición de un nuevo conjunto de reglas que parecen preceder un nuevo conjunto de leyes.

La parte más oscura de este proceso de reingeniería es que ha convertido a ciertos sectores de la población en pasivos del nuevo orden, lo cual, sea planeado o no, ha significado una condena para miles de personas. Se nos ha presentado como un defecto o un error una práctica que en los regímenes totalitarios se ha dado de manera explícita pero que en las democracias liberales no está permitida: el asesinato en masa. La eliminación de sectores que se consideran improductivos (los migrantes indocumentados, los jóvenes del ejército de desempleados, las mujeres trabajando a destajo en las maquiladoras, por ejemplo) ha sucedido sin abandonar el discurso del respeto a la vida y la supremacía de las instituciones, al ubicar a la impunidad dentro del campo semántico del error, aunque los asesinatos, y la manera de disponer de los cuerpos, se realice ya en una lógica industrial. Legiones de muertos y legiones de detenidos sin proceso que pueden ser excluidos de la protección del Estado gracias a que pertenecen a la categoría de cuerpos que no importan.

En suma, la impunidad no es un defecto de nuestro sistema político ni una insuficiencia de las instituciones encargadas de la impartición de justicia. En los hechos, ha funcionado como mecanismo que favorece la reingeniería de diversos negocios ilícitos, y uno de sus subproductos ha sido el de habilitar la “limpieza social,” aún cuando no haya sido planeada así. ¿Quién necesita de una conspiración cuando “la realidad” y “las fuerzas del mercado” establecen las nuevas reglas?

Notas:

01. Ver, por ejemplo, “Inseguridad, problema de percepción: FCH.”

02. La llamada “Guerra contra el narcotráfico” emprendida durante el mandato de Felipe Calderón se inició formalmente cuando el 11 de diciembre de 2006, a 10 días de iniciado su mandato, el Presidente ordenó el inicio del Operativo Conjunto Michoacán, que consistió en enviar miles de efectivos del ejército, la Marina y la Policía Federal, con el objetivo de “cerrar espacios a la delincuencia” y en los hechos iniciando la militarización de la entidad, como habría de suceder más tarde en otras ciudades del país.

03. Entre otros ejemplos, ver las cifras del INEGI que consignan que en más del 92% de los delitos cometidos en México en 2012 no se inició averiguación previa (Instituto, “Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública 2013”).

04. “72 asesinatos de periodistas, 13 desapariciones y 40 ataques a medios de comunicación,” según Rosales Morales.

Obras citadas

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  • Buscaglia, Edgardo. “Lavado de dinero y corrupción política. Pacto de impunidad.” Revista Variopinto 3 (2012): 8-13. Impreso.
  • Butler, Judith. Vida precaria: El poder del duelo y la violencia. Trad. Fermín Rodríguez. Buenos Aires: Paidós. 2006. Impreso.
  • Camacho Servín, Fernando. “En sexenio de Calderón, 60 asesinatos y 15 desapariciones forzadas de periodistas.” La Jornada 18 julio 2013. Web. Julio 2013.
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  • —-. “Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública 2012 (ENVIPE).” Boletín de Prensa 339/12. 27 septiembre 2012. Web. Octubre 2012.
  • —-. “Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública 2013 (ENVIPE).” Boletín de Prensa 390/13. 30 septiembre 2013. Web. Octubre 2013.
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