Julio Ariza
Dartmouth College
Volume 6, 2014
Estar o no estar contigo es la medida de mi tiempo.
(Jorge Luis Borges, “El amenazado.”)
Abandonan a alguien / El país se derrumba. La simultaneidad y la aparente desproporción entre estos eventos son las condiciones dramáticas (por escénicas y por drásticas) que caracterizan a las novelas del abandono amoroso que co-incidentemente aparecieron unos años después del estallido social de 2001 en la Argentina. El pasado (2003), de Alan Pauls, Miles de años (2005), de Juan José Becerra, Ida (2007), de Oliverio Coelho, Derrumbe (2007), de Daniel Guebel, La intemperie (2008), de Gabriela Massuh, entre otras, son artefactos que piensan lo indiscernible entre crisis íntima y crisis social al trabajar sobre distintas dimensiones del abandono: como condición existencial (Nancy) y como posición de indistinción entre inclusión y exclusión (Agamben). Estas novelas realizan un movimiento a contracorriente de los objetivos regresivos a menudo planteados por sus protagonistas: desafían la irrepresentabilidad del dolor, combaten el simplismo de la dicotomía liminar memoria-olvido, desmontan el mito del amor-fusión romántico-burgués, desmienten la asepsia posmo de las conexiones y desconexiones en la supuesta era de las “relaciones líquidas” (Bauman).[1] En este artículo me centro en la contundencia conceptual del escritor que más ha experimentado con las posibilidades estéticas del abandono amoroso, Juan José Becerra (Junín, 1965). En Miles de años, Becerra narra la relación fundamental entre abandono y tiempo, llevando al extremo una idea que para Alan Pauls es una de las tesis de la novela, y que yo abordo a través del pensamiento de Henri Bergson: que en el abandono “la cuestión de la conservación del tiempo es inseparable de la de su metamorfosis” (Pauls “Hacer tiempo”).
Pensar en/desde el abandono
A pesar de que se ha insistido en que la narrativa sentimental argentina ha sido residual con respecto a un supuesto mayor interés por las narrativas metaliterarias y las narrativas preocupadas por la cuestión de la identidad, el amor siempre ha sido un espacio privilegiado en la literatura de ese país para poner en escena las batallas por el poder.[2] En Formas breves, Ricardo Piglia llama la atención sobre una genealogía de ficciones en las que el amor aparece como “cliché narrativo.” Esta serie incluye a Los siete locos, de Roberto Arlt, El Museo de la Novela de la Eterna, de Macedonio Fernández, Adán Buenosayres, de Leopoldo Marechal, “El aleph,” de Jorge Luis Borges, y Rayuela, de Julio Cortázar. Piglia cree que “curiosamente, varias de las mejores novelas argentinas cuentan lo mismo” (35-6): la súbita ausencia del objeto del amor desencadena el delirio metafísico. Si bien es posible identificar esta escena inicial común, también es necesario destacar que no es lo mismo, por ejemplo, la experiencia epifánica del infinito en “El aleph” que la puesta en marcha de la máquina paranoicoanarquista de Erdosain en Los siete locos. De igual modo, no es lo mismo el duelo melancólico por la desaparición física del ser amado que el fin de la relación amorosa por alejamiento recíproco, o que una separación definitiva a partir de una decisión unilateral irrevocable. En el primero de los casos estamos en el terreno del duelo propiamente dicho, del dolor absoluto y existencial frente a la muerte de la pareja; el segundo caso, el alejamiento recíproco, ha sido abordado por artistas y pensadores principalmente desde el imaginario del amor imposible, como renuncia estoica o masoquista al objeto del amor, o, más recientemente, desde la “liquidez” de las relaciones ocasionales; el tercer caso es el que aquí nos compete, el del abandono, donde pueden distinguirse dos figuras entre las cuales hay una desigualdad de poder: el abandonante y el abandonado.[3]
Jean-Luc Nancy, y a partir de él Giorgio Agamben, han puesto al abandono en el centro de sus respectivas filosofías, como ontología del fin de los trascendentales en el caso de Nancy, como relación originaria de la vida con la ley, en el caso de Agamben. Lejos de esa dialéctica posheideggeriana del “anuncio perpetuo” a veces atribuida a Nancy, tanto el epígrafe como la primera oración de “L’être abandonné,” breve texto incluido en L’impératif catégorique (1983), plantean la estricta actualidad histórica del ser abandonado.[4] No es una profecía. Occidente entero, según la cita de Bossuet, ya está en abandono, y aunque todavía no nos hayamos dado cuenta, el ser abandonado ha comenzado a formar “una condición inevitable para nuestro pensamiento, y quizás, incluso, su condición única” (141).[5] No se puede pensar sino el abandono y desde el abandono, pues el abandono es todo lo que hay. Abandono es el nombre de un olvido sin remisión, de la imposibilidad de cualquier redención y del fin de la identidad como motor de la existencia: “El ser abandonado es quedar sin guardia y sin cálculo. El ser no conoce más de salvaguarda, pasa igual en una disolución o en una dilaceración, pasa lo mismo en un eclipse o en un olvido” (144).
En una entrevista para la revista L’Animal, Nancy explica cómo el concepto de abandono “se le impuso” y menciona explícitamente que en la génesis de su teorización está el abandono amoroso:
La palabra ‘abandono’ se me impuso en ese momento y pienso que fue la primera vez que una palabra se imponía de esa manera, fuera de concepto, por así decirlo, o bien llegando para hacer concepto, a la manera deleuziana. … ‘Abandono’ se impuso por tanto como palabra-esquema, una palabra para hacer posibles las alianzas de conceptos e intuiciones, una palabra para darme qué pensar. … En aquel momento, esa palabra se impuso para decir algo que procedía –digámoslo así– de un ‘olvido del ser,’ pero que permitía, pensando en el abandono amoroso, retener bajo la misma palabra el carácter archiontológico de ese olvido mismo.
(“Entretien” 115, cursiva mía)
Las alianzas conceptuales que propone Nancy circulan fluidamente entre la mitología griega (Edipo, Fedra), la mitología judeo-cristiana (Moisés; Jesús mismo), la literatura (Hölderlin, todo Kafka), la filosofía (Nietzsche, Heidegger) y, atravesando todo, el amor, ya que solamente el amor abandona: “Lo que no es amor puede rechazar, desamparar, olvidar, devolver, despedir pero sólo el amor puede abandonar” (L’impératif 146).
Desde un punto de vista jurídico-político (ya presente en Nancy), para Agamben, abandono es el nombre de la posición de indistinción que habita su paradigmático homo sacer:
El que ha sido puesto en bando no queda sencillamente fuera de la ley ni es indiferente a esta, sino que es abandonado por ella, es decir que queda expuesto y en peligro en el umbral en el que vida y derecho, exterior e interior se confunden. De él no puede decirse literalmente si está fuera o dentro del orden jurídico. … La relación originaria de la ley con la vida no es la aplicación, sino el Abandono.
(Homo sacer 44, cursiva en el original)
La ley es del orden de su auto des-aplicación: en estado de excepción, la ley abandona, y al retirarse, pone al abandonado en un estado de dejación absoluta y solemnemente a merced. Si bien Agamben respeta punto por punto las formulaciones de Nancy, introduce un elemento fundamental que, sostengo, forma parte de la escena del abandono amoroso, “un elemento específicamente jurídico” (28): la decisión. La ley de hierro del abandono amoroso es la inapelabilidad de la decisión del abandonante, su irreversibilidad: para el abandonado del amor no existe dialéctica ni restitución, no existe, para decirlo con un término que funciona también en el imaginario amoroso, reconciliación. Pero esta decisión genera en el momento exacto de su aparición la necesidad impostergable de otra decisión. La situación de la decisión es la crisis. (Krisis es la palabra griega para decisión.) El abandonado no es otra cosa que la obligación de tomar una decisión. El abandono es lo que une conceptual y existencialmente las dimensiones íntima y social de la crisis: tanto aquel que ha sido abandonado por su amor causando una catástrofe del Dos, como aquel que ha sido abandonado por el Estado (en este caso la decisión es biopolítica), comparten la urgencia de la decisión, y en el caso de las novelas del abandono, son la misma persona.
En las narraciones del abandono de la pos-crisis argentina ya no hay ni romances que resuelvan contradicciones histórico-políticas (Sommers), ni su re-escritura escéptica como amores enfermos (Nouzeilles) ni, mucho menos, las peripecias sentimentales folletinescas, prometedoras aún en la desdicha, que analiza Beatriz Sarlo en El imperio de los sentimientos; simplemente no hay historia de amor más que como ruina –o ni siquiera.[6] Las novelas amorosas de la pos-crisis son novelas del pos-amor. Cuando el amor termina, la ficción comienza: el encuentro amoroso en tanto verdad (Badiou) o en tanto espejismo ideológico, ha quedado afuera, atrás en el tiempo del inicio de la narración (o garabateado en sus primeras páginas).[7]
La figura del abandonado del amor, de aquel que es arrojado al exilio y al mismo tiempo es el que se queda, no ha sido abordada en todo su potencial crítico hasta el momento. La inquietante fuerza de su discurso radica en que se sabe un habitante del afuera, incompleto e inactual, y desde ese afuera sin atributos, que en principio rechaza y teme, es capaz, literalmente, de cualquier cosa, tanto de repeticiones auto-denigratorias como de la creación desesperada de nuevos mundos. En cualquiera de los casos, el abandonado es una vertiginosa máquina de crear ficciones: historias exacerbadas con incontables bifurcaciones y diferentes finales; escenas futuras con diálogos minuciosamente guionados; imágenes que van del impresionismo a la pornografía; conmovedoras, heroicas, quijotescas biopics; monólogos plagados de patetismo, ira, humor negro; fotografías del pasado desde infinitos ángulos; barrocas exégesis en los intersticios de las palabras de los otros, etc. El abandonado es el epítome de la vulnerabilidad, es el espectáculo hiperbólico que nadie quiere ver, es el que está en carne viva, sin la epidermis protectora de la identidad estable, un exceso en el régimen identitario capitalista, en el cual hay un menosprecio por la fragilidad.[8]
Juan José Becerra y sus criaturas abandonadas
En una reseña sobre Historia del dinero (2012), de Alan Pauls, Juan José Becerra enfatiza que “Pauls abandona –digamos que inmediatamente– las formas consolidadas de El pasado y vuelve a experimentar sobre su literatura y sobre sí mismo, como esos científicos que prueban su fórmula antes que nadie” (“Historia,” cursiva mía). Siguiendo la fórmula pigliana de que la crítica literaria es una forma de la autobiografía, al iluminar el acto de des-especificación de Pauls con respecto a El pasado, una de las novelas argentinas más exitosas de los últimos tiempos, Becerra devela una de las premisas más importantes de su trayectoria literaria hasta el momento, en sus propias palabras: “Uno no tiene que dejar que sedimente la identidad de escritor. Al contrario, me parece que en la medida en que uno ve que cristaliza la identidad propia del escritor, hay que destruirla” (Mertehikian). Como Pauls, Becerra entiende su escritura como una práctica puntuada por sucesivos abandonos que procuran des-aprender los vicios del oficio, avanzar en el vértigo de aquel que ya no tiene más referencias: “Mi ilusión como escritor es la de aparecer en cada libro como un escritor debutante: escribir siempre una primera novela.” De todos modos (y no veo contradicción alguna), más allá de cualquier proyecto de experimentación formal como experiencia transformadora de la subjetividad, todas las novelas de Becerra circulan alrededor de un único asunto.[9] Ya sea desde el objetivismo microscópico, saeriano, de la trilogía del abandono (Santo, Atlántida y Miles de años), o desde la profusión verbal de la novela de peripecias (Toda la verdad) o desde uno de los ejercicios de metaficción más interesantes de la más reciente literatura argentina (La interpretación de un libro), Becerra siempre está escribiendo sobre el tiempo y su más potente agente de cambio: el amor.[10]
Las dos primeras novelas de la trilogía, Santo y Atlántida comparten protagonista, o por lo menos primer nombre: Santo, a secas, en la primera; Santo Rosales en la segunda. En la novela debut de Becerra, Santo abre una puerta y ve lo que suponemos es una infidelidad. No sabemos exactamente cuánto ve, porque desde las primeras páginas asistimos al masoquista guión pornográfico que Santo no puede parar de escenificar sobre lo que no vio. Huye al mar, y una narración en tercera persona y en presente, intenta dar cuenta del oleaje del pensamiento de un Santo que busca abismarse sin éxito. En la figura “Abismarse, sucumbir…” de sus Fragmentos de un discurso amoroso, Roland Barthes escribe:
El abismo es un momento de hipnosis. Una sugestión actúa, que me impulsa a desvanecerme sin matarme. Cuando me ocurre abismarme así es porque no hay más lugar para mí en ninguna parte, ni siquiera en la muerte. La imagen del otro –a la que me adhería, de la que vivía– ya no existe. Un duelo artificial sin trabajo: algo así como un no-lugar. Me instalo fugitivamente en un pensamiento falso de la muerte (falso como una clave falsificada). Enmascaro mi duelo en una huida; me diluyo, me desvanezco para escapar a esta compacidad, a este atasco.
(22-23)
El “yo” de Santo podría entrar subrepticiamente en esta figura y hacerse cargo de estas palabras con la sola condición de agregar: “Es imposible abismarse: no es posible no pensar.” Desde el dolor, “Santo no es un desertor del mundo sino de la posibilidad de registrarlo como tal, de acceder a él por medio de algún vericueto clausurado ahora por la oscuridad que niega todo acceso. Es una presencia sin pruebas, es decir: una ausencia” (Santo 70). Santo desea la ausencia, pero no puede abismarse en ella. Está atrapado en un presente no estático, sino vacilante, entre el silencio y la palabra, entre la quietud y el movimiento, entre la ausencia y la presencia, entre el olvido y la memoria. En ese punto, “Santo piensa que en algún momento la oscuridad lo absolverá del mundo, le devolverá su condición de ausente” (18), aunque la voluntad de desaparecer en el olvido no alcance: “Acude involuntariamente a detener el recuerdo que advierte o adivina; intentará suspenderlo cuando llegue, y cuando así sea sabrá que la voluntad no ha sido creada para el éxito” (22). El vértigo oscilatorio del pensamiento de Santo articula un presente inhabitable: “Su peregrinaje le ha demostrado que todos los lugares le resultarán, finalmente, o para empezar, eminentemente incómodos” (42). Al final, Santo desaparece, se abisma en el mar, literalmente, por lo menos hasta Atlántida, la siguiente novela de Becerra.
En el capítulo uno de Atlántida, Santo Rosales difiere por enésima vez unas vacaciones en la Costa Atlántica prometidas otras tantas veces a Elena, su mujer, quien en la primera línea del capítulo dos lo abandona. Si en El pasado Alan Pauls despacha el encuentro amoroso entre Sofía y Rímini en unas pocas páginas para luego saturar quinientas páginas más, en Atlántida no hay encuentro, el encuentro amoroso está fuera del libro, en un lugar ya distante y ajeno. Elena misma es ya ajena antes de irse: Rosales la toca “y la humedad que habrá de filtrarse de ahora en más desde el cuerpo hacia el exterior, aunque en este instante sea imperceptible a su tacto, producen en él una voluntad de posesión furtiva donde comprueba el dolor de amar un cuerpo extraño” (Atlántida 21). Barthes piensa la ausencia amorosa en la “figura del ausente” como una ausencia que va solamente en un sentido y no puede suponerse sino a partir de quien se queda –y no de quien parte–: “yo, siempre presente, no se constituye más que ante tú, siempre ausente. … Dirijo sin cesar al ausente el discurso de su ausencia; situación en suma inaudita; el otro está siempre ausente como referente, presente como alocutor. De esta distorsión singular, nace una suerte de presente insostenible” (Fragmentos 47). Rosales está atrapado entre dos tiempos, el tiempo de la referencia y el tiempo de la alocución. La literatura de Becerra intenta ser una máquina restitutiva de la brecha entre estos dos tiempos, misión imposible aún como apariencia. La ausencia del referente permanecerá en su ausencia, aún cuando el presente homogéneo de la narración intente fundir los diferentes tiempos en uno solo. Para Rosales, la ausencia de Elena se manifiesta al principio de forma espacial: “La ausencia de Elena es un lugar amplio en cuyo interior no hay nada, apenas los indicios de una deserción que Rosales no pudo prever ni reprimir” (Atlántida 26). La ausencia tiene cuerpo: el silencio, silencio que “se expande por los rincones sin muebles de la casa, allí donde la casa hace eco, se distribuye en flujos sin rumbo que ocupan el espacio y vuelven hacia él” (26). El exilio de Rosales, como sucedió en Santo, presentiza el tiempo del dolor y lo hace inhabitable, y por lo tanto destierra el sentido, que no puede existir en la mismidad estática: “comienza a sentir ese vacío del modo más agudo: como una presencia que suspende el sentido de las cosas, su interés por los sucesos de la vida diaria y la idea de futuro que tenía hasta hace algunos días” (27). Rosales empieza entonces a buscar el sentido, en estado de “semiólogo salvaje,” como diría Barthes, “al acecho de los signos,” aunque “ninguna de las cosas le hable en un idioma que conozca, porque una extraña amnesia lo priva ya no de los grandes recuerdos, sino de esa memoria que sitúa y mantiene a las personas como parte de algo conocido” (27). El teléfono adquiere entonces para Rosales relevancia metafísica, daimon a la vez de la promesa y de la ausencia, de la palabra y del desdén, última oportunidad para la resolución o la disolución. Rosales empieza a fumar por primera vez en su vida, se emborracha, se masturba, inventa un sistema de signos para codificar sus conversaciones telefónicas con Elena y quizás descubrir en esa escritura la cifra de una reconciliación imposible, pasa la Navidad con su hijo en el medio del campo experimentando la ajenidad inmanente al amor filial, observa inánime el incendio de su Lancia 79 azul de diseño futurista, usa el perfume de Elena como índice peirciano de su presencia. En fin, Rosales intenta vanamente manipular la ausencia, transformar su tiempo uniforme en vaivén, en ritmo, convertirla en una práctica activa.
Pero es en Miles de años donde Becerra logra desarrollar más acabadamente la idea del tiempo como tensión, y lo hace a través del despliegue de un sofisticado mecanismo literario: mientras que el tono objetivista del narrador en tercera persona intenta aplastar el tiempo bajo el peso de un acontecer moroso en un presente denso y compacto, en los intersticios de una trama hecha de interrupciones se agita una tensión no dialéctica entre rememoración y proyectomanía.
Eternizar el instante
Miles de años comienza el 11 de septiembre de 2001, una efemérides que el mundo nunca olvidará y que los estadounidenses llaman simplemente “nine eleven.” El protagonista, Castellanos, saltea sin interés la noticia de “las tres mil personas hechas catorce mil pedazos en el ataque a las torres” (9) y destila su atención en un hecho comparativamente baladí: “Alguien tiró un perro vivo a los leones del zoológico” (9). Así, desde la primera línea de Miles de años notamos el problema de la proporción, más precisamente, de la catástrofe y su escala. La historia mínima de la gratuita crueldad que alguien (un hombre abandonado, sabremos después) cometió en el zoológico de Buenos Aires desplaza en la mente de Castellanos el brutal impacto de un acontecimiento que hace añicos la Historia. A lo largo de la novela asistiremos más de una vez a este problema de proporciones que es clave en la lectura de todas las novelas del abandono de la pos-crisis: la cuestión del imposible equilibrio en el juego de culpas y compromisos que se pone en marcha cuando nuestro precario “yo” se desintegra en el preciso momento en que la sociedad en la que vivimos también se cae a pedazos. ¿Qué legitimidad tiene mi llanto por la pérdida del ser amado cuando tantos chicos en la calle tienen que comer de la basura? ¿Cómo compaginar el tiempo de la debacle personal con el tiempo de la debacle nacional? El abandono es una catástrofe en el centro del mecanismo de las proporciones; para el abandonado medir es imposible. Todo el sistema de referencias espacio-temporales socialmente tipificado e internalizado ha volado en mil pedazos: las distancias, las cantidades, los tamaños y, atravesando todo esto, el tiempo.
Pocos pensadores han puesto al tiempo tan en el centro de sus reflexiones como Henri Bergson. Lo central en Bergson es que para él tanto el universo como el pensamiento (y esta homología es fundamental) crecen, se expanden, se desarrollan: “duran.” Para Bergson el tiempo es real, es lo que él llamó “duración real”: no un vector abstracto de la física, sino un proceso de cambio continuo e impredecible: “unceasing creation, the uninterrupted up-surge of novelty” (Creative Mind 17). Según Suzanne Guerlac, Bergson nos apremió a pensar el tiempo concretamente, eludiendo las trampas ideológicas de su espacialización: “He invited us to consider the real act of moving, the happening of what happens (ce qui se fait), and asked us to construe movement in terms of qualitative change, not as a change that we measure after the fact and map onto space. When we figure time as a line, or a circle, time stops moving. We inadvertenly turn time into space” (Thinking 1). El adverbio utilizado por Guerlac, “inadvertidamente,” es, en mi opinión, una forma de entrar al corazón de todo el proyecto intelectual de Bergson, y es, al mismo tiempo, el pasaje entre las ideas del pensador francés y la complejidad de la maquinaria narrativa puesta en marcha por Becerra en Miles de años. La duración real es aprehendida intuitivamente, y esta intuición trasciende el intelecto. El intelecto sería para Bergson algo así como una adaptación evolutiva que nos permite lidiar con el fluir heterogéneo de la vida, con su multiplicidad inmanejable. El intelecto limita, recorta, compartimenta, aquieta la duración real: “To perceive means to immobilize” (Matter and Memory 275). Una vez que nos aferramos a un mundo quieto y discontinuo, ¿es posible ser consciente de la vida como duración real y entregarse al vértigo de la novedad continua? Este “darse cuenta” es un salto cualitativo que constituye un excepcional (por raro e infrecuente) acto de libertad. Becerra pone en escena la complejidad de estas tensiones de un modo excepcional, ya que Castellanos no es sólo un personaje puesto en tensión (dramática, novelesca): Castellanos no es otra cosa más que la tensión absoluta entre quietud y movimiento. Castellanos parece intuir que, si desea falsear el tiempo, debe hacerlo en el plano del imaginario lógico occidental, debe intentar domarlo con tácticas de espacialización, interviniendo la línea, fijando el movimiento en tanto trayectoria en un mapa, cuantificándolo para des-concretizarlo y des-substanciarlo. Y, también, debe escribir, poner el tiempo en palabras para que no fluya, para conjurar el cambio.
La escritura anti-tiempo
Todos los protagonistas de las novelas del abandono escriben, y Castellanos no es la excepción. Aunque su escritura sea más bien un registro, un catálogo: “En un cuaderno escolar de tapas duras lleva notas de lo que duran las cosas en el mundo” (34, cursiva mía). En la lista “están los nombres de las cosas y la edad a la que aspiran, muchas veces por encima de lo que la naturaleza pueda darles mientras sean una presencia prescindible de su reino: mientras duren” (35, cursiva mía). Castellanos está obsesionado con la “duración,” una palabra que, ya sea como verbo o como sustantivo, se repite una infinidad de veces en la novela. A nuestro protagonista le obsesiona una pregunta crucial en el imaginario amoroso: ¿cuánto dura el amor? En el caso de Castellanos, poco, o lo que es lo mismo: no para siempre. El amor de Julia hacia él no duró, terminó, murió, ya no es ni, mucho menos, será.
Para Bergson, la esencia de todo organismo vivo es la duración como proceso contingente de crecimiento y cambio en la comunicación con lo otro. Esta comunicación de las cosas en la inmanencia de la vida es artificialmente amputada en el cuaderno de Castellanos:
En el cuaderno, los fragmentos del mundo que llevan dentro de sí el transcurso de una vida son hechos aislados, mundos aparte que derrumban, fenómenos puntuales que acumula el espacio, así como el tiempo luego los separa. A la izquierda del cuaderno se nombra a los objetos y a la derecha se señala lo que duran, estableciendo entre una y otra zona del papel a rayas las correspondencias que cupieran: la tortuga gigante de Galápagos vive ciento cincuenta años; el sapo, treinta y seis, si no lo pisan o lo hacen fumar como un escuerzo; la rata, tres; … sesenta el cocodrilo, igual que el águila, los loros y los búhos; y setenta y dos la anémona marina.
(35)
Los elementos de la lista de Castellanos duran no en la comunicación orgánica, sino como “hechos aislados”: cada vida es para este sistema un fragmento del mundo que se basta a sí mismo, “fenómenos puntuales que se acumulan en el espacio.” El colmo de esta concepción es la fantasía final de este capítulo: Castellanos imagina la hipérbole de la duración como la construcción de un artefacto con metales preciosos que funcionaría por toda la eternidad, “y que, al cabo de haberlo construido, se pusiera en marcha para nunca más detenerse, iniciando su rumor en esta era y continuándola en la próxima” (38), una próxima era que sería pos-humana, “cuando el silencio de un planeta sin humanos pudiera oírse todavía el zumbido de un noble motorcito regulando” (38). La fascinación de Castellanos por la duración de las cosas no es la simple oposición a la no duración del amor, sino, más bien, el desarrollo de una ontología de la diferencia absoluta, un conjunto de elementos discretos que no hacen sistema; no una mera nostalgia de la duración, sino la anti-duración, la anti-vida, el anti-tiempo.
Castellanos guarda su cuaderno anti-tiempo en una caja de zapatos que es en sí misma una máquina anti-tiempo, y que, a su vez, está en el interior de una caja de seguridad de un banco, que es una forma de preservar bienes personales que no producen ganancias, como sí lo hacen otras operaciones bancarias, y, por lo tanto, también es una caja-máquina anti-tiempo. Todo un mecanismo de cajas chinas para contrarrestar ese acontecer que en su movimiento incontenible aleja cada vez más a Julia. La caja de zapatos contiene: el cuaderno con sus apuntes sobre lo que duran las cosas; otro cuaderno; la fotografía de lo que él llama solemnemente “la cena”; folletos de turismo de Londres; el anillo que compró en Montevideo; las cartas que Julia le envió desde Londres. Cada visita al banco en donde tiene la caja de seguridad es en sí misma un ritual que, en su repetición y su ceremonial busca parar la sucesión que diversifica las cosas. El ritual es siempre el mismo: abre la caja de seguridad; parsimoniosamente extrae de ella la caja de zapatos; apoya la caja de zapatos en una mesa de la sala ad hoc; “levanta la tapa de la caja como si las uniera una bisagra invisible” (43); extrae la guía de las calles de Londres, los programas de teatro, los mapas de los circuitos de transporte urbano, los folletos que detallan al turista los puntos icónicos de la ciudad, los descuentos para hoteles y pubs, etc.; toma un cuaderno que no es el de la duración de las cosas y escribe, de verdad escribe, no sólo cataloga: “apunta notas breves para que él mismo pueda reencontrarse cuando quiera con esta experiencia que se pierde en vez de someterse al tembladeral de la memoria interna” (43). No es que Castellanos “desconfíe” de la memoria interna en tanto capacidad mental de registrar los hechos, desconfía de su “temblor,” de su movimiento impredecible como los sismos, y por lo tanto, peligroso como ellos. Castellanos prefiere repasar sus notas que una vez allí, escritas en papel, sometidas a la sucesión lineal del lenguaje, participan de un umbral mínimo de orden. El pensamiento que tiembla es el pensamiento del tiempo que se mueve, del tiempo bergsoniano, el pensamiento de la crisis. Castellanos desea conjurar los peligros de los temblores del pensamiento, quiere frenar el vaivén, bajarse de ese mundo que se balancea sin un patrón fijo, legible.
Mapas
Castellanos busca detener el paso del tiempo principalmente a través de su espacialización, que para Bergson, ya lo dijimos, es un intento cultural por legibilizar lo heterogéneo.[11] En Miles de años la ciudad de Buenos Aires es directamente negada. Castellanos vive imaginariamente en una ciudad que sólo puede imaginar porque nunca estuvo allí: el Londres de Julia. Lee y relee los folletos sobre la ciudad inglesa que guarda en su caja de zapatos porque “la lectura le da una idea de la ciudad que no conoce, pero esa idea se introduce en su memoria como se instala allí lo que se vive” (44). A fuerza de una programación que no sólo incluye el consumo metódico de información, sino también un cambio de hábitos que entrenen al organismo, Castellanos busca crear la experiencia artificial de vivir en el mismo lugar que Julia. En su cuarto de hombre solitario, Castellanos no tiene nada que lo conecte a los sonidos e imágenes del mundo que los medios de comunicación construyen. Ninguna fantasía del imaginario cibernético lo atraviesa en su reducto por demás austero. Lo único que “representa” simbólicamente algo es un mapa gigante de Londres que ocupa la totalidad de la pared del fondo de ese espacio cubiculario. El mapa está iluminado por un complejo sistema de spots que funciona manejado por una perilla con potenciómetro. El objetivo de este peculiar escenario es claro. El mapa es un artefacto: “Para Castellanos es un instrumento mental al que se entrega cada día para poder ir de un mundo a otro, para suprimir el tiempo y pasar de una tarde iluminada de verano a una noche bajo la niebla tras la que se ocultan los fantasmas centenarios de los destripadores” (49, cursiva mía). El monumental mapa tiene su versión de bolsillo en una fotografía satelital que alguien le regaló a Castellanos de tanto escucharlo repetir las palabras “Londres” e “Inglaterra.” Como toda fotografía satelital, la hora y fecha de captura está registrada en un rincón de la superficie recortada por el rectángulo que funciona de límite. Castellanos sabe que la fecha que figura en la fotografía incluye el periodo que Julia lleva en Londres: Julia, entonces, está allí, congelada en un instante cualquiera y miniaturizada hasta lo invisible, pero allí. Lo único que se ve son las diferencias de volumen en las formas de los mares y la tierra que, más que fotografiadas, parecen pintadas.
En este punto, el narrador formula la homologación espacio-temporal que hemos venido mencionando al hablar de “el espacio ocupado por millones de hombres invisibles, tan eterno como el tiempo que, sin ellos, a quienes por lo que se ve no necesita, seguiría siendo un principio trascendente para cualquier criatura viva” (50). En la abstracción impresionista de la fotografía satelital el espacio no es un espacio concreto y heterogéneo, es un espacio de representación pura, no vivido; del mismo modo, el tiempo sin hombres de ese espacio es un mero principio trascendental, es decir, el tiempo anti-duración bergsoniana, un tiempo no vivido. Por más que Castellanos se empeñe en vivir el tiempo de Julia, irremediablemente el tiempo de Julia para él es el tiempo de la distancia satelital. De todos modos, Castellanos no abandona su proyecto, porque, de tanto pensar un tiempo común quizás logre “el milagro secreto” de que los recuerdos y la imaginación tomen un día la consistencia de lo real, aunque sospeche que esa conjunción no será más que un avatar, al que él se resignará, porque “ya no querrá saber, porque le da lo mismo, qué es lo que surge del pasado y qué del presente que se imagina” (50).
2001: Crisis y tiempo
Un episodio fundamental en Miles de años es cuando Castellanos atraviesa los movimientos de protesta del 19 y 20 de diciembre de 2001. (Calculo que debe de tratarse del 20 de diciembre.) Argentina está en crisis, Buenos Aires bulle en “torrentes débiles o intensos que le dan a la ciudad una imagen de cosa que está viva más allá de la quietud de su enorme arquitectura” (52). Los “torrentes” de gente provenientes de los barrios humildes le aportan heterogeneidad al espacio de la pretenciosa arquitectura europea de la capital. Castellanos no puede evitar leer los titulares de los diarios en los quioscos o las letras en blanco sobre rojo en la televisión de los bares que anuncian la inminencia de la violencia. Unos momentos después, con retraso respecto a la realidad mediática, los hechos que los informativos anuncian aparecen en “cuerpo presente,” se materializan “en el rumor de malestar que va ocupando las calles principales con gente que alza la voz y eleva con ella consignas confusas de justicia” (53). He aquí una amenaza letal para el proyecto de Castellanos de detener el tiempo: la crisis. Porque toda crisis es tiempo que se mueve, es tiempo en su expresión más concreta. Está claro que Castellanos no puede hacer nada frente a la potencia de semejante multitud, así que sólo le queda el procedimiento básico de la negación, más una actitud “teatral” de suficiencia que carece absolutamente de una audiencia:
Castellanos no cree que estas turbas desbocadas estén haciendo historia: para nada; y encuentra un método teatral de formularlo sin que la multitud lo persiga y le rompa la cabeza: camina llevando un silencio disidente mientras pierde en la distancia los detalles de esos grupos que destrozan bancos y comercios de venta minorista y queman neumáticos en las encrucijadas.
(53, cursiva mía)
Becerra pone Castellanos en esta situación para establecer un contrapunto entre la urgencia del tiempo colectivo de los levantamientos sociales y la burbuja temporal individual y necia de Castellanos, quien, con la complicidad del narrador en un estilo libre indirecto, no sólo descree de la historia en movimiento, sino que va más allá aún y formula una hipótesis descabellada de que las revueltas no fueron espontáneas, sino organizadas “en secreto a través de gastos reservados de la SIDE” (la versión argentina de la CIA). La acusación de “no-espontaneidad” corrupta es un golpe no azaroso hacia la verdadera naturaleza de las protestas sociales de 2001. Si bien se trata de un acto discursivo auto reflexivo, sin mayor alcance comunicativo, el dardo es maliciosamente certero al alinearse con las operaciones que desde los sectores reaccionarios de la sociedad argentina intentaron conjurar la potencia de lo sucedido durante aquellas jornadas. Lo de Castellanos no deja de ser un pataleo casi infantil ante circunstancias que no lo favorecen: ¿cómo detener el tiempo cuando nunca se ha movido tanto y hecho tanto ruido como ahora? Quizás atacando la esencia del tiempo: la creación. La resistencia creativa del 19 y 20 conforma una experiencia sensorial y conceptualmente insoportable para Castellanos. Demasiada invención y demasiada autonomía para un sujeto que intenta controlar todo aquello que el abandono de Julia le ha hecho incontrolable: las proporciones, las emociones, el tiempo, que se escapa caprichosamente de su sistema de cajas, inventarios y mapas.
Viaje (imposible) en el tiempo
La condición de “abandonado” proviene en gran medida de la no-aceptación del abandono. La aceptación del abandono convierte a la separación de los amantes en una separación acordada, aún en el dolor. Castellanos, como todo abandonado, no acepta, no asume, no procesa que Julia lo ha abandonado por siempre jamás. Hemos visto que a través de diferentes procedimientos Castellanos ha intentado que el tiempo se detenga. Paradójicamente, ni él ni el tiempo han dejado de moverse – aunque sea dentro de la superfluidad obsesiva de un proyecto por momentos microscópico y por momentos megalómano. Sobre el final de Miles de años, los muros de contención y represión ya de por sí agrietados comienzan a caer en pedazos. La narración se acelera, y Castellanos se mueve más radicalmente. Dos viajes disparan la velocidad de la acción: uno a Londres, al verdadero y concreto Londres, y otro a la región de Cuyo en Argentina.
Sabemos por el narrador que la decisión de Castellanos de viajar a Londres es súbita, no pertenece a la lógica interna de su plan de detener el tiempo, es más bien una línea de fuga de ese plan. Mientras viaja, Castellanos intuye de antemano el fracaso de su viaje. Elabora la idea de que la distancia no es una calamidad espacial, sino más bien de la memoria, que está hecha de tiempo, y que por más que intente “aproximaciones directas que allanen el vacío físico que los separa” (134), hay un vacío fatal entre ambos, “una falla cronológica, una suspensión de la vida común que ha ido convirtiéndolos en personas que hubieran vivido en siglos diferentes” (134). No habrá reencuentro; la ley de hierro del abandono amoroso no cederá. Armado con un anillo con una perla que flota en el vacío oscuro atemporal de su estuche y un par de binoculares, Castellanos se dispone a poner en acto, a poner el cuerpo en el guión que ya todos conocemos: Julia seguirá viviendo en ese otro “siglo diferente” al que habita Castellanos. Castellanos está frente a la nueva casa de la nueva vida de la nueva Julia intentando febrilmente “leer” a su objeto de deseo, establecer una semántica de los movimientos, los colores, la ropa, los horarios y las costumbres. La primera conclusión es que ella cambió. Así de sencillo y de terrible. Y de obvio, porque el abandonado necesita transitar los caminos de lo ya sabido. ¿Qué sería lo inconcebible en el hecho de que una persona cambie? En principio nada, al contrario, lo impensable es el no-cambio, y es justamente desde allí desde donde Castellanos piensa a Julia, lo que explica el desfasaje que experimenta nuestro protagonista, para quien su amada vive en calidad de arquetipo en su memoria, “porque en su idea de lo que debe ser la Julia verdadera, es decir, la Julia del pasado, la ropa que tiene hace que falte dos veces la ropa conocida: del cuerpo que tendría que estar vistiendo, y de la memoria de quien ya no la usa” (136).
Londres es el lugar del colapso final del sistema de proporciones de Castellanos. Siguiendo a Julia por esa ciudad que, aunque minuciosamente, sólo había imaginado, Castellanos pierde la ilusión de poder manejar el tiempo. Londres es la ciudad en la que lo nuevo y lo antiguo no pueden distinguirse claramente, porque “las ideas de lo nuevo y lo antiguo desaparecen bajo formas comunes” (140). Y él, desesperado, intenta “adaptar tres ritmos: el propio, el de la ansiedad que acelera el ritmo personal hacia un ritmo enajenado, y el que le impone la ciudad desconocida” (140). Resulta ser demasiado. Abrumado como está, pierde a Julia entre la multitud, y la percepción acelerada y alucinada típica del abandonado, que cree ver en todas las caras la cara de quien lo abandonó, le juega una mala pasada. De repente, siente la asfixia de haber caído en una trampa, “y viendo a esas personas que no son Julia comienza a entender cómo funciona el laberinto en el que ha ingresado” (140). En ese momento, la nube de detalles se disipa, y como si todo alrededor realmente se detuviera, aparece, nítida, Julia. Castellanos cruza la calle. La ve venir hacia él abriéndose paso entre los obstáculos (la gente), con la mirada fija en un punto del horizonte, “se cruzan en un punto a una distancia de dos metros, pero ella no lo ve y, de golpe, se deshace la imagen milagrosa del reencuentro” (141). Con la fría banalidad de esta oración se da por terminado el episodio de la incursión de Castellanos por el mundo del tiempo real y concreto en el que habita Julia.
Amor, arte y tiempo
El final de la novela es sobre el fraude amoroso, artístico y temporal. En este fraude final se representa monumentalmente el tema que aparece en el primer párrafo de la novela: la cuestión de las proporciones, el descalabro de las escalas. Castellanos quiere realizar una conversión de escalas imposible: convertir en eternidad un instante del amor totalmente insignificante en el tiempo histórico, transportar su punctum amoroso al tiempo de la Naturaleza que, según su concepción, es lo opuesto al tiempo bergsoniano: no el tiempo del movimiento, sino el tiempo de la quietud, el tiempo que no pasa. En un momento posterior aunque no determinado a su fallido viaje a Londres, Castellanos viaja a Mendoza para presentar su faraónico proyecto a un senador que encarna el estereotipo del político corrupto cuyo perfil reconocible fue forjado durante el menemismo. El senador corrupto es en sí mismo la antítesis del proyecto de Castellanos. El senador representa el híper-tiempo del menemismo y los años noventa: el dinero y el poder. La palabra “corrupción” adquiere todo su sentido: el poder corrompe temporalmente. Es un “acelerador” del tiempo. “Quema” los segundos porque en la política entendida como negocio lo que cuenta es la velocidad: “Le dice a Castellanos que es el dinero lo único que transforma el tiempo: el del trabajo en vacaciones, el de la espera en acontecimiento, el de la potencia en acto, el de la nada en una ilusión de vida” (146-7).
Castellanos necesita del poder de modificación que el dinero tiene sobre el tiempo; quiere usar aquello que todo lo cambia para llegar a la permanencia de lo que no desaparece. El plan de Castellanos es el siguiente: con los fondos públicos aportados por el senador, financiará la creación de una falsa pintura rupestre en una cueva de los Andes mendocinos con el fin de atraer el turismo – eso es lo que él argumenta. Para ello, primero le pagará al doctor Pousada, una eminencia de la Universidad de Mendoza, para que legitime científicamente la mentira: “deben adulterarse documentos, sin vergüenza. … Se debe colocar en un plano único aquello que el tiempo y la distancia mantienen separados y nombrar, nombrar cosas” (168). Castellanos ha notado a través de una investigación no muy rigurosa que no hay pinturas rupestres que evoquen encuentros amorosos: siempre animales y hombres solos. Pues bien, en Mendoza, Argentina, ahora habrá una pintura rupestre, la primera y la única, que inmortalizará la mirada entre dos enamorados,
una vulgarización a mano alzada de la foto en la que Julia y Castellanos cenan en el restaurante en Colonia, inspirada a su vez en una copia sometida a un tratamiento digital que ha borrado sus detalles y apagado sus colores más intensos, y en la que sólo queda, presente y ausente al mismo tiempo, como en un milagro simultáneo de realismo y abstracción, la mirada de los enamorados y una expresión común: la de la incertidumbre de un futuro que acaba de llegar y es éste en el que la imagen se proyecta.
(169)
La obra es encargada a artistas locales que la llevan a cabo bajo estricta confidencialidad. La cueva, elegida por el propio Castellanos, “emana un aire fresco que surge desde adentro y viene de épocas remotas, y ese ambiente pasado, tal vez porque es indefinido, satisface las expectativas vagas que tiene Castellanos” (160). Las expectativas son las de fundir la intemporalidad de las masas de piedra andina con una idea del arte que supone un efecto al menos sucedáneo al paso del tiempo. El día del “hallazgo” Castellanos pide entrar a la cueva antes que el senador, el doctor Pousadas y los medios poseedores de los derechos televisivos de la transmisión para toda América y Europa. Solo, en silencio, frente a la “obra,” Castellanos experimenta un efecto que no es exactamente el que tanto ha buscado:
Ahí está el instante fotográfico tomado en la cena de Colonia. Ese instante reaparece ahora frente a Castellanos y lo devuelve, nuevamente, a la fracción de segundo que mientras duró fue eterna. Pero no siente que el curso de las cosas se detenga, ni que el caudal de sucesos que traslada se paralice de golpe en su conciencia, su cuerpo, los países extranjeros, las avenidas de las grandes capitales, y se atasque en la mecánica que sostiene la marcha del universo, como si un manto de hielo congelara la totalidad del movimiento y enfriara los calores que manan de la vida.
(173)
En cambio, Castellanos siente en su interior un proceso más radical aún: no la inducción a una especie de hipnosis, o los espejismos de la ilusión de que en esa pared, en virtud de la emoción estética, el tiempo se ha detenido, sino la certeza de que todo el tiempo que se mueve está realmente allí, en ese “aleph” de piedra. Las últimas líneas de la novela nos dicen que aquello que Bergson criticaba como un error en la teoría del conocimiento y en nuestra mediada percepción del tiempo, vale decir, la espacialización del tiempo, es en la oscuridad de esa cueva mendocina el milagro de que “un instante imperceptible ha entrado para siempre en el espacio” (174). Castellanos cree encontrar la intensidad de la vida (concebida como eternidad) en una imagen que ha sido sometida a una serie de procedimientos técnicos que median entre el suceso y el recuerdo. La imagen en la pared es sombra de la sombra de la sombra, en una gradación ontológica descendente que nos recuerda inequívocamente a las engañosas sombras de la caverna de Platón.
En Infancia e historia, Agamben cita al Benjamin que en sus Tesis de filosofía de la historia pide al verdadero materialista histórico que “detenga el tiempo,” que haga saltar en mil pedazos la historia como continuum:
Un verdadero materialista histórico no es aquel que persigue a lo largo del tiempo lineal infinito un vacuo espejismo de progreso continuo, sino aquel que en todo momento está en condiciones de detener el tiempo porque conserva el recuerdo de que la patria original del hombre es el placer. Tal es el tiempo que se experimenta en las auténticas revoluciones, las cuales, como recuerda Benjamin, siempre fueron vividas como una detención del tiempo y como una irrupción de la cronología; pero una revolución de la que surgiera no una nueva cronología, sino una transformación cualitativa del tiempo (una cairología) sería la de mayores consecuencias y la única que no podría ser absorbida por el reflujo de la restauración.
(Infancia 154-5, cursiva mía)
Castellanos no es un revolucionario, es un restaurador, un cronofóbico. Él no quiere cambiar el tiempo para cambiar el mundo, no desea detenerlo como acto de liberación, sino que busca fervientemente el restablecimiento de las cosas. En Miles de años, Juan José Becerra nos presenta a un Castellanos que intenta detener la fuga de Julia absolutizando la ecuación según la cual nuestro intelecto equipara tiempo y espacio. Lo que termina sucediendo es que, en su aparente quietud, la novela tiembla, se sacude con la hiperactividad significante de un abandonado que destila su herida en la tensión irresoluble entre disolución y construcción.
Notas
01. Añorando los tiempos de una modernidad más “sólida,” el sociólogo Zygmunt Bauman escribe en Liquid Love: “Connections are ‘virtual relations.’ Unlike old-fashioned relationships (not to mention ‘committed’ relationships, let alone long-term commitments), they seem to be made to the measure of a liquid modern life setting where ‘romantic possibilities’ (and not only ‘romantic’ ones) are supposed and hoped to come and go with ever great speed and in never thinning crowds, stampeding each other off the stage and out-shouting each other with promises ‘to be more satisfying and fulfilling.’ Unlike ‘real relationships,’ ‘virtual relationships’ are easy to enter and to exit. They look smart and clean, feel easy to use and user-friendly, when compared with the heavy, slow-moving, inert messy ‘real stuff’” (xii).
02. Acerca de la supuesta ausencia del amor en la literatura argentina, ver Carlos Virgilio Zurita, “Las afinidades electivas. Notas sobre mercado matrimonial y pulsión romántica.” Apuntes 12 (2007): 223-230. Print.
03. Sobre la separación definitiva y bilateral como una fenomenología de la muerte, ver Igor Caruso, La separación de los amantes. Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2003. Sobre el amor imposible como renuncia estoica, leer el capítulo “I Can’t Love You Unless I Give You Up,” en Renata Salecl, (Per)Versions of Love and Hate. London: Verso, 1998.
04. Sobre este posheideggerianismo, en un ensayo sobre Jean-Luc Nancy, “The Reserved Offering,” incluido en el volumen editado por Bruno Bosteels, The Adventure of French Philosophy, escribe Alain Badiou: “A thinking which is entirely to come! How irritating this post-Heideggerian style of the perpetual announcement, this interminable to-come, this kind of laicized propheticism which does not cease declaring that we are not yet in a position to think, this pathos of the having-to-respond for being, this God who is lacking, this waiting in front of the abyss, this posing of the gaze that looks deep into the fog and says that the indistinct can be seen coming! How I feel like saying: ‘Listen, if this thinking is entirely to come, come back to see us when one piece of it at least will have arrived!’” (70).
05. Las traducciones de Nancy son mías.
06. Menciono aquí tres libros fundamentales sobre el rol de la literatura sentimental en las batallas por el poder en la Argentina (Foundational Fictions de Doris Sommers tiene un alcance más continental que Ficciones somáticas y El imperio de los sentimientos).
07. Sobre el encuentro amoroso, dice Badiou en Elogio del amor: “El amor inicia siempre con un encuentro. Y a este encuentro yo le doy el estatuto de acontecimiento, es decir, de algo que no ingresa en la ley inmediata de las cosas. Los ejemplos literarios y artísticos que escenifican este punto de partida del amor son innumerables. Múltiples relatos y novelas han sido consagrados a casos en el que el Dos es particularmente pronunciado, desde que los amantes no pertenecen a la misma clase, al mismo grupo, al mismo clan o al mismo país. Romeo y Julieta es, evidentemente, la alegoría de esta disyunción, ya que pertenecen a mundos enfrentados. … El encuentro entre dos diferencias es un acontecimiento, algo contingente, sorprendente” (34-5, cursiva en el original).
08. Sobre el menosprecio de la fragilidad en el capitalismo, ver Rolnik.
09. Marcos Capelli escribe acerca de las transformaciones en la escritura de Becerra, a propósito de la aparición de Toda la verdad: “Y un poco sorprende que sea él quien se despache con una de las mejores novelitas post-airanas de los últimos años, porque el escritor de Junín no formaba parte del pelotón más visible del Frente Airano de Liberación Nacional, en el que desde hace años militan, con suerte dispar, varios de sus contemporáneos. Becerra pertenecía, en cambio, a una célula que tenía en Saer a su Al Capone: la autodenominada “Mafia de la Oración Subordinada”; los “híperescritores,” como alguna vez los llamó Marcelo Cohen.”
10. Dos observaciones aquí: Los ensayos La vaca (2007), Grasa (2007) y Patriotas (2009) son parte inseparable del proyecto de escritura de Becerra. En La interpretación de un libro, el libro que se interpreta no es otro que Miles de años, rebautizado como Una eternidad.
11. También para Agamben, quien en Infancia e historia escribe: “Dado que la mente humana capta la experiencia del tiempo pero no posee una representación de ella, necesariamente el tiempo es representado mediante imágenes espaciales” (132). En sus reflexiones sobre el tiempo, Agamben cita a Benjamin y Heidegger como los dos pensadores contemporáneos que, a pesar de sus diferencias, coinciden en su crítica al tiempo continuo y cuantificado. No menciona nunca a Bergson. Pienso que esta significativa omisión se debe a la influencia de las críticas de Heidegger hacia el pensador francés.
Obras citadas
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- Badiou, Alain, and Nicolás Truong. Elogio del amor. Trad. Ana Ojeda. Buenos Aires: Paidós, 2012. Print.
- Barthes, Roland. Fragmentos de un discurso amoroso. Trad. Héctor Schmucler. México DF: Siglo Veintiuno Editores, 1993. Print.
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